CAPITULO XVI
Isis había aprendido a conocer a todos y cada uno de los miembros de la comunidad, a calmar sus dudas y duplicar sus esperanzas; una actitud, un ademán le bastaban para descubrir un problema. Sin embargo, el comportamiento de la bibliotecaria la sorprendió. Aquella cincuentona metida en carnes tenía un temperamento muy alegre, casi gracioso. Ni una pena se le resistía; a fuerza de frecuentar los viejos textos y de mantener los rollos de papiro había adquirido un equilibrio bonachón.
Cada mañana Isis charlaba un rato con ella. Hacía varios meses que la gran sacerdotisa estudiaba el ritual del retorno de la diosa lejana. De acuerdo con la tradición, añadía fórmulas a las palabras anteriores y precisaba que era «otra forma de decirlo» a fin de recalcar sus intervenciones. Desde sus orígenes, Egipto nunca había suprimido una percepción de lo absoluto propia de una época; rechazaba una verdad definitiva y prefería construir el pensamiento como una pirámide, piedra tras piedra.
La bibliotecaria, crispada, arrugó la punta de un papiro.
Enloquecida, corrió hacia la puerta de la biblioteca, volvió al centro de la estancia y examinó las estanterías. Isis la cogió por los hombros y la obligó a calmarse.
—¿Te encuentras mal?
La hermana agachó la cabeza e intentó huir; Isis no soltó su presa.
—Cuéntamelo.
—Es demasiado horrible. Yo… he cometido una falta…
La bibliotecaria estalló en sollozos.
—¿Tan grave es?
—Ni siquiera a ti me atrevo a contarlo. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
—La comunidad entera lo verá. Yo…
Se mordió los labios hasta hacerse sangre antes de contar la verdad.
—Estoy embarazada.
Esperaba la reprobación de la gran sacerdotisa. Isis le estrechó las manos con ternura.
—Yo ya no creía que esto fuera posible —confesó—. He sido imprudente. El hermano cillero y yo nos vemos desde hace tiempo… ¡yo no quería, te lo juro! Ahora estoy excluida de la comunidad.
—No adelantes una decisión que ha de tomar la cámara de la Regla.
—Nuestra ley no conoce la excepción.
—File es un islote sagrado en un mundo profano. Debemos tenerlo en cuenta.
La dulzura de Isis tranquilizó a la bibliotecaria. Pero sus esperanzas se disolvieron cuando entró en la cámara de Ma’at, Norma del universo. Permaneció de pie frente al tribunal compuesto por el decano, Isis y Sabni. Este último tomó la palabra: la ley del templo sólo imponía la castidad durante cortos periodos de tiempo precedentes a las iniciaciones; desaconsejaba a las hermanas parir y lo prohibía a la gran sacerdotisa, pero se refería a una época en la que varios neófitos solicitaban su admisión. Puesto que File estaba condenada a perecer aislada, ¿por qué rechazar un niño cuya sola presencia simbolizaría el futuro? La hermana bibliotecaria y el hermano cillero deberían vivir bajo el mismo techo; el decano, de nuevo privado del uso de la palabra, lo aprobó con un cabeceo. Isis abrazó a la hermana.
Al salir de la cámara de la Regla, la gran sacerdotisa fue abordada por Auré, que se había hecho ritualista después de haber atravesado varios grados de jerarquía. Auré jugaba a menudo el papel de portavoz de la comunidad ante Isis.
—Nuestras hermanas rechazan la sentencia —confesó.
—¿Y tú?
—Yo estaba segura de que te mostrarías clemente.
Auré, que ya había pasado la cuarentena, daba pruebas de singular fuerza. Robusta, achaparrada y de hombros cargados, no carecía de feminidad e incluso cedía a una coquetería, excesiva a veces, que se traducía en el empleo de numerosos afeites. Sin elevarla al rango de confidente, Isis se apoyaba a menudo en ella como si se tratase de una roca inquebrantable que resistía contra viento y marea.
—Obrar con severidad habría debilitado a la comunidad. Debemos ayudarnos mutuamente, no excluirnos.
—¿Incluso si uno de nosotros nos traiciona?
—¿Cómo puedes evocar semejante crimen, tú que nos diriges?
—El enemigo se aproxima al templo —recordó Isis—. Mañana estaremos en guerra; ¿tendrán todos los adeptos el valor de luchar hasta el final?
—No tienes derecho a dudarlo.
—Estás muy tranquila, Auré.
—Lúcida Isis, File es nuestro más preciado bien, el último recuerdo de la edad de oro. ¿Quién estaría tan loco como para renunciar a él?
Ni un soplo de viento turbaba la noche sin luna. En el extremo meridional de la gran columnata, debajo del templo de Nectanebo, el agua salpicaba las rocas. Sabni distinguió en el último momento la barca pintada de negro, que se acercó sin ruido a una roca tras la cual su único ocupante, el capitán Mersis, la camufló.
—¿Por qué has venido en persona?
—No confío en nadie. El general ejerce un control permanente sobre la guarnición; es muy desconfiado. El clima ha cambiado mucho y no es precisamente divertido. Para rivalizar con Narses, el obispo nos ha impuesto una disciplina permanente; da la impresión de que se prepara un conflicto entre las dos facciones.
—Feliz acontecimiento.
—No te regocijes tan pronto. Estoy nervioso, muy nervioso. El obispo, el prefecto y el general se reúnen a menudo; después del fracaso de la expedición a Nubia, sólo tienen un hueso que roer: File.
—¿Decisiones concretas?
—No lo sé.
—Quizá tengan otros proyectos en marcha.
—¡Ojalá! Hay un extraño decreto sobre medidas sanitarias.
—¿Una epidemia?
—Aparte del hambre, parece que no. Sin duda una invención del prefecto para justificar la muerte de sus soldados; este Maximino es astuto y venenoso.
—La visita al templo le impresionó.
—No lo creo. ¿Cómo adivinar las intenciones de semejante personaje? Todo lo sacrifica a su carrera. Elefantina no será más que una breve etapa; si destruir File le valiese un ascenso, no dudaría en hacerlo. Te lo repito, estoy asustado. Mi instinto de soldado me engaña pocas veces: que tu comunidad esté preparada para huir.
Isis despertó a Sabni a medianoche.
—Mi padre se muere.
El sumo sacerdote se dirigió con rapidez hasta la morada del decano, una pequeña casa blanca de dos pisos construida a la derecha del embarcadero, frente al templo. El anciano estaba echado sobre una cama estrecha, los brazos a lo largo del cuerpo. El rostro no expresaba ningún sufrimiento, pero la mirada cansada y debilitada imploraba el descanso del paraíso donde, sobre los canales bordeados de flores y árboles, bogaban las almas de los bienaventurados. La mano derecha del moribundo asió la muñeca de Sabni. Los labios temblaron; intentaba hablar. Isis ayudó a su padre a incorporarse.
—Buscad la sabiduría, hijos míos, buscadla hasta que vuestras fuerzas os abandonen, hasta que la muerte aparezca ante vosotros, con la sonrisa de la diosa de Poniente que os llevará al paraíso de nuestros antepasados; buscadla antes de que el temor se extienda por el corazón de los segadores y de los labradores. No lloréis por mí, sino por nuestro Egipto, del que se aleja la luz divina. Ra deberá recomenzar la creación. El disco solar se oculta, densas nubes lo recubren, los hombres están ciegos y sordos. Pronto el río se vaciará, su curso quedará obstruido y el limo fertilizante ya no llegará a las dos orillas. Peces y pájaros desaparecerán, otros invasores impondrán su ley y despreciarán nuestros templos. Los tumultos se extenderán por todas partes: sangre para obtener el pan, risas dolorosas, vientres hambrientos, hijos enfrentados a sus padres, hermanos que se matan entre sí, el mal en lugar del bien. Los ladrones dirigirán el Estado, trucarán la balanza. Tan mal estará nuestro país que el débil se volverá poderoso para oprimir a los más débiles. Heliópolis, la ciudad del sol donde nacieron las divinidades, será enterrada por el odio y la bestialidad. Nuestra tierra era tan noble como la estrella matutina, dulce como el rocío del cielo, tierna como el aroma del año nuevo. Construía altares para las fiestas, se unía al río nutriente, al follaje de papiros, a los lotos azules y blancos. ¿Recuerdas, Isis? Yo he navegado hasta la isla donde me esperaba tu madre, los cabellos fragantes, a la sombra de una persea. Su tez resplandecía y sus ojos hablaban de amor. Mi mano permanecerá en la tuya, me prometió, tu felicidad será mi único anhelo. Puedo reunirme con ella porque tú también, hija mía, conoces el camino.
—Quédate —suplicó Isis—. Te necesitamos mucho.
—La muerte está ante mí como una salvación. Ella me quitará esta vejez que ya no soporto. Mi cuerpo desaparece, pero mi espíritu no os abandonará jamás… ¡proseguid la obra de Imhotep!
El nombre del gran sabio fue la última palabra que pronunciaron los labios del decano. Su boca permaneció entreabierta, sus ojos quedaron fijos. Isis apretó contra su seno la cabeza del difunto; Sabni le dio el beso de la paz.
—Ahora —dijo la gran sacerdotisa— estamos solos.
Después de haber anunciado a la comunidad el viaje del decano, feliz aventurero de los bellos caminos del más allá, ordenó al hermano embalsamador que cumpliera con su deber.
Isis violaba la ley, ya que el obispo había prohibido esta antigua práctica. Cuando se producía un fallecimiento, el primer paso consistía en borrar el nombre del muerto de la lista de contribuyentes y el segundo, en pagar el emplazamiento de la sepultura en un cementerio legal. El hermano asesinado durante la dramática procesión había sido sepultado en una fosa común reservada a los indigentes; el decano merecía otra suerte.
Los adeptos se bañaron en los estanques de purificación y se frotaron con aceite. Los hermanos no se raparon. Con un cuchillo de sílex, el embalsamador abrió el lado izquierdo del cadáver depositado en el lecho de piedra, extrajo las vísceras y después sacó el cerebro por la ventana izquierda de la nariz con ayuda de un gancho de metal. Después de limpiar el abdomen con vino de palmera, sumergió el cuerpo en natrón, que deshidrataría la carne. Esta sal divina transformaba los despojos, limpios y secos, en cuerpo de Osiris.
Isis colgó del cuello de su padre un pilar djed de oro, símbolo de la estabilidad del dios resucitado al final de la adversidad, y un buitre de piedras preciosas, evocador de la madre celestial. Recubrió de oro fino el rostro reposado, las manos y los pies, y adornó la cabeza con una corona de flores.
Sabni ungió la momia con aceites aromáticos y la envolvió en bandas de tela recubiertas de resina y de alquitrán. En el lugar del corazón puso un escarabajo, imagen de las continuas metamorfosis. Una vela fue el último sudario; ¿no era el sarcófago la barca llamada a bogar eternamente por el cielo?
En la tapa se inscribieron el nombre del difunto, sus títulos y fórmulas extraídas de los Textos de las pirámides, el más antiguo libro sagrado que, hacía cuatro milenios, en los orígenes de la civilización, había sido revelado en la pirámide del rey Unas.
Transmitidos de Casa de la vida en Casa de la vida, de sabio en sabio, de escriba en escriba, eran la fuente inagotable de las enseñanzas recibidas por los seguidores y facilitaban al viajero del otro mundo el nombre de las puertas que tenía que franquear.
Llevaron la momia al tejado del templo, donde había una capilla adornada con escenas que representaban las fases de la resurrección de Osiris. El alma del decano disfrutó por última vez del sol terrestre antes de sumergirse en la energía del océano cósmico.
Después de haber meditado alrededor del sarcófago, la comunidad descendió la escalera que unía el tejado con la sala de columnas pintadas.
—No dejes de comer ni de beber —salmodió la ritualista—, continúa viviendo felizmente, únete a la diosa, sigue el camino de tu corazón. Nada será reprochado a los justos que han recorrido el sendero divino. El Poniente en que reposas es una tierra de paz; el silencioso descubre ahí la fuente. Olvidarás lo inútil y lo pasajero, recordarás tu nombre y tomarás parte en el banquete de los dioses.
El sarcófago fue enterrado bajo el enlosado, frente al primer pilono. Pesadas piedras ocultaron para siempre la sepultura del decano.
Los funerales, dignos de su rango, le permitirían presentarse majestuosamente en la asamblea luminosa de los adeptos resucitados.
Cuando las losas fueron repuestas, Isis se derrumbó. A pesar de todo retuvo las lágrimas y se negó a arañar la piedra con las uñas y a dar los gritos desesperados de las plañideras que se elevaban hasta las nubes y atraían la compasión de los dioses.
Las personas como el decano eran irreemplazables. Isis no se acostumbraría nunca a la ausencia de un padre del que lo había aprendido todo, desde los juegos infantiles hasta la enseñanza más abstracta; le debía tanto las pequeñas como las grandes alegrías. Venciendo la pena causada por la desaparición de su esposa, tres años después del nacimiento de Isis, había conducido a su hija hacia los misterios sin imponerle otra disciplina que el respeto por la Regla del templo.
La gran sacerdotisa no tenía ni el derecho ni la posibilidad de dejarse llevar por el dolor; la comunidad exigía su presencia tranquilizadora. Auré habría querido consolarla pero permaneció callada, pues sus palabras serían insignificantes. En aquel momento Isis parecía estar muy lejos de sus hermanas; su alma vagaba por una de las regiones secretas que recorría el sol nocturno en busca de su renacimiento. La gran sacerdotisa erraba por el templo en el que su padre le había dicho que había nacido cuando la tierra aún yacía en la oscuridad, antes de que ninguna criatura, vegetal, mineral o animal, hubiera aparecido. Entró en los talleres, la panadería y el matadero; exploró los órganos de la gran mole de piedra donde, en tiempos más felices, numeroso personal preparaba los manjares para la mesa del dios y luego se alimentaba de las ofrendas sagradas y de los pensamientos del Creador. Anduvo a lo largo del muro del santuario del nacimiento donde la diosa Isis daba el pecho a su hijo Horus que la leche de las estrellas mantenía luminoso como la claridad del origen.
La gran sacerdotisa se detuvo ante la gran estela de granito erigida cerca de la mole oriental del segundo pilono. Su padre le había enseñado a leer el texto de la sumisión de la región del Dodecasqueno, que comprendía una parte de Nubia. Dueño de vastas y ricas tierras, el templo de File rendía culto al faraón, presente en todos los muros. Inmutable, grandioso, indiferente a los tiempos profanos, la cabeza en el cielo y los pies en la tierra, veía el otro mundo en el que la energía era la sangre de la última comunidad de Egipto. Él la guiaba a través de lo invisible, por las inciertas rutas del padecimiento, atravesando las locuras de su época; Isis olvidaba que, sin la presencia de un santuario en la cabeza y en el cuerpo de la ciudad, la barbarie condenaría a los hombres a arrastrarse entre sus propias inmundicias.
El decano rehuía someterse a los invasores que reducían a la esclavitud el cuerpo y el espíritu; con la tenacidad de los viejos jefes a los que la jauría de cazadores duplicaba las fuerzas, continuaba, más allá de la muerte, manteniendo el aire sagrado. Su momia sería el umbral del templo.
Isis se adelantó por el gran patio.
De repente, vio una silueta desconocida.
Un joven de unos quince años, desnudo y mojado, se dirigía hacia ella. El muchacho vaciló, fatigado. Isis se aproximó a él.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Crestos. He nadado hasta aquí para ser iniciado en los misterios.