CAPITULO IX
Al amanecer, Isis y Sabni franquearon el umbral del templo cerrado con el fin de despertar a la gran diosa que residía en el corazón del Trono venerable. El sumo sacerdote alzó las manos en señal de adoración; Isis se situó detrás de él y le masajeó la nuca.
—Te saludo, disco alado —dijo el sumo sacerdote—, tú que emerges del océano cósmico, creador de los dioses y padre de los hombres, ser único de apariencia misteriosa, escultor por nadie esculpido; recorres la eternidad, suscitas la alegría en el universo entero; para ti, cada día es sólo un instante.
El sumo sacerdote quitó el candado, retirando así el dedo de Seth, señor de la tormenta y del poder al que era preciso aplacar por medio del rito. Seth hirió a Horus en un ojo, al abrir la puerta de la estancia oscura de la que emanaba la luz de la diosa.
—Veo tu secreto —proclamó la gran sacerdotisa—; por ti uní cielo y tierra.
Ni Isis ni Sabni consiguieron desechar de su pensamiento la visión de la hermana gravemente herida. El sumo sacerdote se había negado a que la comunidad lapidara al monje que había huido lanzando maldiciones.
Sabni ofreció a la diosa un humilde pan redondo. Atrás quedaban los altares cubiertos de vituallas; lejanas las procesiones de porteadores de carne fresca, de fragantes hortalizas de vivos colores, de cántaros de vino; el esplendor de entonces había dado paso a la lectura de las inscripciones de las paredes. Al encarnarse por medio de la palabra, los jeroglíficos se convertían en bueyes gordos, incensaciones, joyas de oro y de plata, prendas preciosas y ungüentos extraños.
Isis sacó la estatuilla de la naos y la expuso a la luz de una lámpara. Después de traspasar las regiones tenebrosas del interior de la tierra, el poder se materializaba en la figura de piedra; en la estatuilla se concentraba la energía indispensable para el templo, que se transmitiría a través de sus bajorrelieves y sus signos grabados, confiriéndoles una vida inalterable.
La gran sacerdotisa perfumó la efigie de Isis, fortalecida por la sutil ofrenda; después, cerró las puertas de la naos.
Isis y Sabni salieron del Trono venerable andando hacia atrás y se inclinaron ante la presencia divina antes de hacerse una reverencia recíproca.
El sumo sacerdote, que había cumplido con las costumbres milenarias enseñadas por los primeros faraones y repetidas cada mañana, cogió la mano de la joven; deseaba compartir con ella la emoción de su primer ritual. Sus dedos, indecisos al principio, se entrelazaron. Sabni quiso hablar, pero Isis le impuso silencio. Unidos, recorrieron las salas de columnas de colores y traspasaron la puerta del segundo pilono. Un sol ardiente invadió el patio interior cerrado por el primer pilono; Isis soltó la mano de Sabni.
—La primera columna de la derecha se ha deteriorado; tendrás que restaurarla.
Sabni aceptó entusiasmado. En otras ocasiones ya había tenido la oportunidad de demostrar su talento como diseñador y pintor.
—Reuniré a las hermanas en el templo de Nectanebo —le anunció Isis—. Hemos de examinar los documentos referentes al regreso de la diosa lejana; ya hace demasiado tiempo que descuidamos este mito.
Isis dirigió los trabajos rodeada por las mujeres que habían consagrado su vida al templo. La lectora propuso algunas frases del relato; después, cada hermana dio su interpretación y, finalmente, la gran sacerdotisa corrigió y orientó. Poco antes de la comida del mediodía se dio cuenta de que ya hacía mucho tiempo que ninguna novicia había entrado a formar parte de la cofradía femenina; el obispo había prohibido que las muchachas abandonaran a sus familias para seguir un periodo de prueba en el templo. Las hermanas más jóvenes ya superaban la cincuentena. La cofradía masculina no tenía mejor suerte y sufría la misma ley eclesiástica que condenaba a File a desaparecer por falta de nuevos adeptos. Sólo una mujer habría podido traer un hijo al mundo: Isis. Pero su misión se lo impedía; su familia y sus hijos eran la comunidad.
Una hermana se puso en pie y apuntó hacia el agua azulada.
—¡Mirad, allí abajo! ¡Un barco!
Exaltada, se cogió al brazo de la gran sacerdotisa que la rechazó suavemente.
—Regresad a vuestros aposentos.
—Y tú…
La sonrisa de Isis era una orden; las hermanas se dispersaron, sosteniendo las más fuertes a las más débiles. La gran sacerdotisa avanzó hasta el final del muelle.
Unos veinte soldados se arracimaban en la embarcación de vela blanca que se encontraba ya próxima a la isla. En la proa, envuelto en una túnica roja ribeteada con hilo dorado, el prefecto Maximino miraba fijamente hacia File. Su mirada se cruzó con la de Isis. Ninguno de los dos dio señales de flaqueza. Cuando el barco atracó, un soldado lanzó una cuerda que la joven cogió con mano firme.
—Esta isla es territorio sagrado. Ningún profano pisará su suelo sin mi consentimiento.
Maximino intentó salir del puente pero Isis le cerró el paso. El admirable rostro de la gran sacerdotisa, a pesar de la suavidad de sus rasgos, expresaba una voluntad férrea. Aunque vencida de antemano, no dudaría en luchar.
—File es territorio del imperio. Soy el prefecto Maximino, enviado por el emperador.
—Si deseáis rendir homenaje a la gran diosa, ella os recibirá; venid solo y sin armas.
Los soldados, impertérritos, esperaban órdenes. Golpear a una mujer no añadiría nada a la gloria de un alto dignatario.
—Acepto.
Isis enrolló la cuerda a un poste de amarre para ayudar al prefecto a subir al muelle. El contacto de la suave piel de Isis le turbó.
—Bienvenido a File; aquí disfrutaréis de la paz del espíritu. No alcéis la voz; la diosa prefiere la tranquilidad.
Isis desenvainó la espada del prefecto y la depositó en el suelo. Maximino no reaccionó, subyugado por la visión de la gran columnata que dominaba el cauce del río y conducía hacia el primer pilono. La serenidad y la nobleza del lugar le habían hechizado; percibió las pulsaciones de un ser viviente oculto tras la piedra; al descubrir las escenas rituales intercaladas entre las ventanas abiertas sobre el agua y sobre los acantilados, se emocionó por la grandeza de aquellas figuras en las que se afirmaba el poder de los soberanos, señores del imperio más grande del mundo. Durante un instante pensó que el faraón saldría de aquellas paredes para emprender la reconquista de la felicidad perdida.
Maximino acarició una de las esculturas. El granito latía. El prefecto se sintió cómplice del rey inmortalizado por el arte del escultor. ¿Cómo le habría servido? ¿Cómo habría administrado aquellas provincias rebosantes de riqueza? La verdad rechazada durante tantos años surgió con la violencia de un relámpago; vivía en una época mediocre, sin ingenio; la grandeza con la que había soñado siempre estaba aquí, se manifestaba en esta isla prisionera.
—¿Me permitís que vea las estancias?
Isis entreabrió la puerta del primer pilono. Los hermanos y hermanas estaban congregados en el patio interior; Maximino observó a estos hombres y mujeres de otra época, hostiles a la propagación de la fe cristiana. ¿Por qué no huían? ¿Por qué no se convertían y volvían con sus familias? Tuvo deseos de gritarles la realidad del mundo implacable y lleno de intolerancia, pero ninguna palabra salió de sus labios. La dignidad de aquellas víctimas y su gravedad serena le desconcertaron. Habían creado un universo autónomo, fuera de una época que rechazaban. ¿Y si tuvieran razón? ¿Y si la existencia del templo fuera más importante que la del propio imperio?
El prefecto sintió vértigo. Subió los peldaños que acababan en la puerta del segundo pilono, cerrada con una cadena de seguridad, y se apoyó en una jamba; un sudor acre le empañó los ojos.
—Este templo debe desaparecer. Viola las leyes. Isis, situada en el centro del patio, se limitó a sonreír. El poder que creía tener Maximino se derrumbaba a sus pies.
El prefecto se sintió sin fuerzas, privado de toda agresividad, casi dócil. La magia de File, sortilegios de la gran diosa… Sólo los locos darían crédito a aquellas supersticiones. Sin embargo, se inclinaba ante una mujer a la que habría podido abatir con un simple revés.
Para escapar de sí mismo, forzó la entrada del templo cubierto. De rodillas ante una columna, un joven de frente amplia añadía pinceladas de color a unos motivos descoloridos. En una paleta salpicada de salserillas había mezclado tiza y yeso, y había obtenido un blanco brillante; la azurita molida proporcionaba un azul perenne. El artesano restauraba la corona de una diosa, después de haber reajustado las clavijas de cabeza dorada que sostenían una placa de oro cubierta de jeroglíficos.
Maximino se adentró en la sala de columnas pintadas, deslumbrado por la abundancia de colores que se ensalzaban entre sí; ni un solo lienzo, ni un ápice de piedra se hallaba desprovisto de escenas en las que personajes divinos o espíritus protectores eran objeto de alguna ofrenda. El templo hablaba; el templo enseñaba. La paleta engalanada del pintor animaba el detalle más modesto; ningún artista griego, romano o bizantino había adquirido tal maestría.
—Debéis marcharos de este lugar —dijo Sabni, poniéndose en pie—. Los profanos no tienen permitido el acceso.
Maximino sintió el impulso de castigar al desvergonzado, pero se limitó a obedecer. Volviendo sobre sus pasos, se detuvo ante Isis y la miró de hito en hito.
Cuando el prefecto embarcó de nuevo, los soldados se extrañaron de su comportamiento. Lívido y tembloroso, Maximino balbuceó la orden de regresar a Elefantina; la invasión de File no se llevaría a cabo.