CAPITULO XXXV

En el interior del santuario, Sabni contemplaba el relieve de Isis que, con sus inmensas alas, envolvía el cuerpo de Osiris arrancado de la muerte. Aprisionado todavía por una mortaja, el dios se enderezaba; de la funda mortuoria sobresalían sus manos aferradas a un cetro cuya extremidad representaba la cabeza del animal del dios Seth, su hermano y asesino. Gracias al aliento de la mujer celestial y a su poder mágico, la luz triunfaba sobre las tinieblas.

El escultor había conferido a la esposa de Osiris delicados rasgos y una expresión plácida, parecidas a las de Isis. La gran sacerdotisa, encarnación simbólica de la diosa cuyo nombre llevaba, ¿no era la que resucitaba la comunidad?

Al amor del esposo se unía la admiración del sumo sacerdote.

¿De dónde le venía a Isis el valor de plantar cara a la adversidad, sino del conocimiento de lo divino? Ella se olvidaba de sí misma para preservar a la comunidad de la desesperación. La gran sacerdotisa poseía una alegría contagiosa; en su presencia, el mundo sonreía. Hermanos y hermanas se aplicaban a sus ocupaciones como si los acontecimientos se estrellaran al pie de la fortaleza del alma, como si ninguna desgracia pudiera franquear la puerta del templo.

Crestos se multiplicaba, cocía el pan, lavaba los vestidos rituales, fabricaba ungüentos. Trabajaba muy deprisa, quemaba, despedazaba, pero las ceremonias del culto se desarrollaban con dignidad sin que la presencia divina careciese de las ofrendas cotidianas.

Sabni subió por la escalera que daba acceso a la cima del primer pilono; Isis, de brazos cruzados, con los cabellos alborotados por el viento del norte, miraba el islote rocoso de Bigeh, el territorio sagrado donde reposaba Osiris.

Abrazó a su esposa. El tacto de la piel perfumada le proporcionó una indecible sensación de felicidad. Su deseo se mezclaba con la veneración por el ser radiante que animaba el cuerpo de mujer que las divinidades habían modelado a la perfección. La luz del mediodía incidía con violencia sobre el agua y las orillas del río, aislando el templo y volviéndolo inaccesible. Por su culpa, durante siglos ningún ejército había osado abatir estos muros que no defendía ningún guerrero. El eterno fundador de la obra, Imhotep, había rodeado la isla de un círculo mágico. Venerado en un pequeño santuario, al sur de la puerta de Evergetes, era el creador de la primera obra monumental de la civilización egipcia, la pirámide escalonada de Sakkarah, y de la última, el templo de File. Durante cuatro milenios, un único arquitecto, reencarnado de generación en generación, había construido las moradas de la eternidad.

A los pies de la pareja se desplegaba el dominio de Isis. Al gran patio, abierto a los rayos del sol, sucedía la sala de columnas, débilmente iluminada por las claraboyas; más allá, el Trono venerable se iluminaba únicamente con la claridad interior. Las piedras hablantes invitaban al espíritu a dirigirse hacia el último conocimiento y le hacían franquear las puertas que separaban la apariencia de la realidad.

¿No se beneficiaba Sabni de una gran suerte? Amado por una mujer excepcional, elevado a la más alta función religiosa, trabajaba en la isla de los orígenes, cerca de la gran diosa, a la dulce sombra de la sabiduría. Lejos de tiempos de guerras y odios, celebraba los rituales en un espacio preservado, repetía los movimientos de sus predecesores con la certeza de corazón que procura un trabajo bien hecho, portador del mañana.

Mejilla contra mejilla, sentía la fuerza de Isis. Ni el mayor sufrimiento destruiría su voluntad de transmitir, engarzada como la más pura de las esmeraldas.

—¿Qué nos queda, Sabni?

—Una tierra pobre sobre la colina, que he tenido descuidada durante todo este tiempo. Ahora la trabaja un campesino viejo; pienso enviar a alguien para que le ayude.

—El obispo la requisará.

—Yo mismo me ocuparé de la cosecha.

—Pero tu condición de sumo sacerdote…

—¿Me autorizará la gran sacerdotisa a alimentar a la comunidad?

—Perdóname; a veces olvido las obligaciones.

—También somos propietarios de una viña; todos saben que los racimos contienen la sangre de Osiris y nadie se atreverá a tocarla.

—Luchemos, Sabni. Teodoro es un enemigo implacable dotado de considerable poder; quiere separarnos para triunfar.

—En ese caso, fracasará.

Apolo se atiborraba de puré de habas y cerveza tibia. La buena marcha de los negocios le aumentaba el apetito. Había contratado varios jornaleros a bajo precio, así que al final de la buena temporada podría comprar una nueva granja y en cinco o seis años estaría entre los notables de Elefantina. Soberbia carrera, no cabía duda, para ser hijo de un don nadie. Apolo había utilizado las claves del éxito: mentir, engañar y robar sin dejarse sorprender. La nueva religión le iba de maravilla. ¿No perdonaba Dios los pecados a quien se arrepentía de haberlos cometido? Apolo se acusaba de sus faltas e imploraba el perdón de Cristo todas las tardes. Una vez al año, ofrecía a un diácono una confesión completa y varios kilos de higos. En paz con su conciencia, se sentía como un ciudadano perfecto y un excelente cristiano.

Su ordenanza se atrevió a interrumpir la comida.

—Cuando como, exijo que se me deje tranquilo.

—El obispo…

—¿Qué? ¿El obispo?

—Está aquí.

—¿Dónde?

—Inspecciona una cabaña, en el extremo del vergel.

Apolo apartó el plato.

—Te equivocas.

—Estoy seguro de que es él.

Incrédulo, el mercader consintió en desplazarse hasta allí. Cuando distinguió a Teodoro rebuscando en la choza con la ayuda de varios soldados, contuvo el aliento.

—Reverencia, vos… en mi modesta casa…

—Busco a tu hijo.

—Mi hijo. ¿Cuál?

—Crestos.

—Ha ido a Licópolis.

—Mientes, Apolo. Crestos no se ha movido de la provincia.

—Os prometo…

—No blasfemes. ¿Dónde se oculta?

—No lo sé. Se fue. Yo quería que fuera soldado, pero él se negó y se ha rebelado contra mí. Yo no soy responsable.

—¿No se habrá refugiado en File?

Apolo frunció el entrecejo.

—¿Le has animado a adoptar la religión de los paganos?

—¡Al contrario! ¡Soy un buen cristiano! ¿Acaso he faltado a misa algún domingo?

El obispo cogió a Apolo por el brazo y lo condujo al centro del vergel, lejos de oídos indiscretos.

—Tu hijo ha olvidado a su familia para entrar en una cofradía satánica. Al no denunciarlo has cometido una grave falta.

—¡Pero lo denuncié!

—¿A quién?

—Al capitán Mersis… Pero fui víctima de un chantaje.

Teodoro no manifestó ninguna emoción. La información, sin embargo, era sorprendente; así que el aliado de File era uno de sus más antiguos soldados. ¿Le arrestaría sin dilación? Mejor sería no precipitarse y reflexionar sobre el mejor modo de utilizar la nueva arma que la providencia depositaba en sus manos.

—Debes acompañarme, Apolo…

—¿Yo? ¿Acompañarte? ¿Por qué?

—Porque eres cómplice de un crimen: callar sobre el destino de un desertor te condena a la pérdida de tus bienes.

—Es Mersis el que…

—Olvida ese nombre. No vuelvas a pronunciarlo jamás. Con una recomendación firmada por mí, te establecerás en el Fayún. Me ocuparé de la venta de tus tierras y te enviaré el producto.

—Yo he nacido aquí y…

—Si rechazas mi proposición, me obligarás a acusarte.

Vencido, Apolo bajó la cabeza.

—Confía en mí. Si guardas tu lengua, gozarás de una vejez feliz.

—¿Y Crestos?

—Olvídale también a él. A partir de hoy, ya no existe.

A la misma hora en que Apolo, con lágrimas en los ojos, abandonaba Elefantina con armas y equipaje, el prefecto dirigía una súplica al obispo. Medio borracho, Maximino rogaba a Teodoro que proclamara urbi et orbi que Isis se había convertido al cristianismo. Así, la joven escaparía a la excomunión. Arruinando su reputación, conseguirían hundir la comunidad pagana.

Teodoro escuchó con paciencia la perorata del prefecto, pero se mostró inflexible. La fe no permitía favores de este tipo. Maximino continuó defendiendo su causa. Isis no era una mujer ordinaria; la Iglesia debía concederle este favor. Arriesgándose a un nuevo rechazo, ofreció al prelado una parte de su fortuna, pero Teodoro no cedió.

De vuelta a casa, el prefecto bebió vino y se tumbó en la cama; sobre el techo se dibujaba la imagen de Isis. Sus labios empezaron a moverse, le habló, pero él no le entendía. El prefecto se levantó, alargó los brazos, trató de abrazar a la mujer amada, pero cuando estaba a punto de tocarla desapareció.

—¡Isis! —gritó—. ¡No rechaces mi amor!