CAPITULO VI

El decano tallaba la figurilla en madera de olivo con sus dedos gordezuelos. Usando con torpeza el cincel, se arañó el dorso de la mano izquierda, pero no sintió ningún dolor, ya que su labor le parecía esencial. Sabni le observaba en silencio. A su regreso de Elefantina había descrito la situación a Isis y a su padre. Furioso, este último había recuperado el uso de la palabra antes de arrastrar al joven a la biblioteca del templo.

—Llegará una época en que los dioses abandonarán la tierra y alcanzarán el cielo; los extranjeros destrozarán nuestro país. Este lugar, sagrado entre los sagrados, esta patria de los templos, se cubrirá de cadáveres y de tumbas. Nada sobrevivirá salvo los signos grabados en la piedra; así hablan los profetas. No acepto sus fatídicas predicciones. ¡Lucharé hasta el final!

El anciano siguió tallando la estatuilla. Le dio la forma tosca de un ser humano, la recubrió de tela y la colocó en una mesa delante de la que había dispuesto un incensario de arcilla y un horno de adobe donde echó carbón y bolas de grasa de oca.

—Todo está listo. Basta con encender el fuego, pronunciar en voz alta el nombre de nuestro enemigo y lanzar su efigie a las llamas. El adversario será destruido. ¡Ah!, me olvidaba…

El decano desenrolló un papiro virgen.

—Coge el cálamo y utiliza esta tinta; no me ha fallado nunca. Escribe el nombre del obispo Teodoro.

—Me niego.

—¿Por qué?

—Esta magia es inútil.

—Ha funcionado miles de veces.

—Teodoro no es nuestro enemigo. Es el único capaz de salvarnos; no es a él al que hay que eliminar, sino al imperio con sus cohortes de soldados. Ninguna magia lo conseguiría.

El decano lanzó la estatuilla al horno que no encendería.

El prefecto Maximino, un barrigón de sesenta años de rostro aniñado y piel brillante de pomada que le hacía parecer más joven, entró en Elefantina a caballo encabezando sus tropas. Alardeaba de su toma de posesión inmediata e indiscutible. Las autoridades de la región se sometían sin dilación a su voluntad.

Tras él venía un ejército temible, bien equipado y bien alimentado. Los cuatrocientos soldados de a pie disponían de corazas nuevas, túnicas limpias, abrigos y botas. Los cien soldados de caballería montaban caballos vigorosos; cada soldado recibía diariamente dos raciones de pan, carne, vino y aceite. La soldada permitía a los más sabios ahorrar un poco de oro. Sirios, griegos, romanos, asiáticos y algunos egipcios formaban estas huestes encargadas de pacificar definitivamente una región cuya insumisión latente exasperaba al emperador.

La misión desagradaba al prefecto, al que sólo gustaba Alejandría, con sus comodidades, sus mujeres, sus banquetes y la suavidad de la orilla del mar. Era la primera vez, después de quince años en Alejandría, que se adentraba tan lejos en el sur. El calor le abrumaba, las rocas desnudas y el paisaje árido de la catarata reflejaban una soledad espantosa. Sólo el cuartel central de Elefantina, rodeado de jardines y árboles, tenía algún encanto. Pero Maximino se cansaría pronto de esta aldea de provincias. Ya soñaba con irse; por fortuna, su tarea sería tan fácil como rápida.

Le sorprendió el buen comportamiento de las tropas que le rindieron honores; los informes malintencionados hablaban de un hato de indigentes andrajosos, incapaces de batirse. En realidad, ni sus ropas ni su armamento tenían nada que envidiar a los de los recién llegados. El obispo responsable de la guarnición había hecho un buen trabajo.

El prefecto se negó a recibir ayuda del infante y bajó solo del caballo. A pesar de su relativa corpulencia, se jactaba de una excelente forma física que una vida de placer no había conseguido alterar. Teodoro fue a su encuentro. Los dos hombres se saludaron con una inclinación de cabeza.

—Es un placer que estéis entre nosotros, prefecto Maximino.

—Os felicito, Eminencia. El orden no es una palabra desconocida en Elefantina.

—La disciplina es una virtud que el Señor ama. Una ligera colación os espera; sin duda desearéis asearos antes.

—Con mucho gusto. El viaje ha sido largo y el camino polvoriento.

Maximino disfrutó de las delicias de un baño y del agua templada que circulaba por los viejos canales que el obispo cuidaba escrupulosamente. Teodoro contaba tanto con los partidarios como con los adversarios. Se le consideraba el más importante de los prelados egipcios y un excelente administrador. Pero su ambición se hallaba a la altura de su fe; reinaba como amo absoluto del sur, esperando sin duda nuevas responsabilidades. Habían descrito al prefecto como un hombre rudo y frío; pero Teodoro se comportaba con amabilidad.

La cena fue digna de las mejores mesas: melón, pescado del Nilo, cordero asado, legumbres, queso de cabra, melocotones, higos y granadas. El cocinero había jugado hábilmente con las especias y obtenido sabores que agradaban al paladar. Los vinos, un tinto de la tierra y un blanco del Delta, no habrían desmerecido en una recepción del emperador. El obispo comió poco. Sin embargo, Maximino, después de tantas posadas mediocres a lo largo del camino, no menospreció nada de lo que se le ofrecía.

—Sois un personaje sorprendente, Eminencia. Un ejército en buen estado, una morada suntuosa, un cocinero sin igual… ¿no os sentís ahogado en esta provincia olvidada?

—He nacido aquí.

—Poco importa. Yo no paré hasta abandonar el pueblo de África del Norte donde vi la luz por primera vez.

—Esta tierra es dura, pero no desprovista de riquezas.

—Hay una de la que el emperador se considera privado desde hace tiempo, el oro de Nubia. Ya hace más de un año que ningún cargamento del precioso metal ha llegado a la capital.

—Se me ordenó reforzar la frontera a fin de evitar toda tentativa de invasión. Las caravanas no pueden penetrar en las regiones auríferas. Las tribus negras las exterminarían; no tengo autoridad para organizar una expedición.

—Yo sí. El general Narses conducirá esta armada hasta Nubia mientras yo me quedo aquí para comprobar vuestras cuentas y vuestra gestión.

El obispo pareció avergonzado.

—Tropezaréis con dificultades insuperables.

Irritado, el prefecto depositó su copa sobre la mesa de acacia maciza.

—¿Os negáis?

—Os dejo gustoso mi despacho; examinaréis a placer los documentos administrativos. Es la expedición nubia la que suscita mi desaprobación.

—¿Cómo van a luchar los salvajes contra una tropa bien entrenada?

—Entrenada o no, tendrían que atravesar la catarata.

Maximino se enjugó la frente con un pañuelo.

—En Alejandría, nadie me había hablado de esta dificultad. Explicaos.

—Estamos en periodo de aguas bajas; las rocas sobresalen. Ninguna embarcación se arriesgaría en ese laberinto; si persistís en vuestro proyecto, más de un tercio de vuestros hombres morirá. Los expertos en estrategia, que jamás habían visto la catarata, sólo habían tenido en cuenta el aspecto militar.

—Cuando el río crezca, ¿podremos pasar el obstáculo con facilidad?

—Los primeros días no; después todo dependerá de la intensidad de la crecida. Si es débil, apenas tapará las rocas más peligrosas. Si es fuerte, provocará remolinos que no superarían los mejores marinos.

Maximino se deprimió. ¿Cuánto tiempo haría falta esperar para satisfacer al emperador? ¿De qué sanciones se haría merecedor en caso de fracasar? Su misión, tan fácil en apariencia, se transformaba en pesadilla.

—Estad seguro de mi completa colaboración —prometió Teodoro—. Si vuestra estancia aquí ha de ser larga, que sea al menos agradable. Mis secretarios y todo mi personal estarán a vuestra disposición.

—Hay otro punto. El emperador ha recibido quejas concernientes a un pequeño grupo de paganos que se niega a convertirse.

—Exacto.

—¿Dónde residen?

—En la isla de File, perdida en medio de las aguas. El lugar está aislado, nadie va allí.

—¿Un templo?

—Sí.

—¿Por qué no lo habéis hecho cerrar? Su misma existencia es contraria a la ley.

—Soy consciente de ello, pero dudo a la hora de utilizar la fuerza; File no molesta al pueblo. Los cincuenta paganos que viven en la isla, lejos de las miradas, están condenados a extinguirse con rapidez. La mayoría son ancianos inofensivos. Sus hijos se han convertido hace mucho tiempo, algunos son soldados; ¿cómo lanzarlos al ataque de sus padres?

Maximino bebió un sorbo de vino tinto.

—No soy partidario de la violencia… La cristianización ha causado muchas muertes que se suman al sufrimiento de persecuciones anteriores. Pero esta situación es inaceptable; ¿no podríamos expulsar a estas gentes con buenas palabras?

—Comprendedlo, son soñadores, nostálgicos del pasado. Muchos han nacido en la isla, allí han vivido y allí querrían morir. Pronto este templo pertenecerá a la Iglesia. La piedad dicta mi actitud.

Maximino consideró extraña la posición del obispo; tenía reputación de hombre intransigente, poco dado a las intrigas y amante de cumplir la ley; ¿le ocultaba algún hecho esencial?

—Entonces, File es el único templo pagano que todavía permanece en activo.

—Es un término un poco exagerado; en letargo convendría mejor.

—¿Es la isla accesible?

—Por barco, pero…

—¿No es territorio del imperio?

Teodoro no respondió.

—Iré a File —anunció Maximino—. Enseñadme vuestro despacho, Eminencia.