CAPITULO XVIII

Después de una inspección rigurosa del cuerpo de élite, el general Narses montó a caballo y galopó hacia la catarata. Todas las tardes se detenía a la altura del mismo bloque de granito, a cuyos pies rugían los remolinos; sentado sobre una roca plana y salpicado a veces por la espuma, contemplaba el río divino del que dependía la prosperidad de Egipto. Allí era donde, frente a la muralla de piedras que jalonaban el río, el Nilo reafirmaba su fuerza inagotable. Indomable, arrastraba el limo a su gusto, ¿por qué este año se mostraba tan avaro? La respuesta sólo estaba en el cielo, allí donde nacía la riada antes de labrarse su largo camino por la amada tierra de los dioses. A Narses empezaba a gustarle la inseguridad. Ya no soportaba saber, prever, organizar… ¡Qué bien se encontraba a merced de las incertidumbres del Nilo, rindiéndose a él sin ofrecer resistencia!

Al día siguiente tendría que internarse por senderos peligrosos y batallar en Nubia. Gracias a esta débil crecida, el sur profundo quedaba inaccesible. El destino le ofrecía un presente inestable: sólo se aprovecharía de ello si la situación se estancaba. Su bienestar resultaría favorecido si el obispo y el prefecto llegaban a un acuerdo.

Su petición de traslado, apoyada por Maximino, navegaba hacia Bizancio. No confiaba mucho en conseguirlo. El emperador pensaría que era obstinación, exigiría otra vez el oro de Nubia y luego le nombraría jefe de algún cuerpo expedicionario destinado a Asia. Por primera vez en su vida Narses rezó con toda su alma; rogó que la catarata fuese una muralla eternamente infranqueable.

Un hombre grueso y bien vestido se presentó en el puesto de vigilancia, borracho, gritando y gesticulando. El suboficial lo echó fuera pero volvió a entrar decidido a hacer una denuncia. Sus confusas declaraciones se referían al prefecto y al emperador. Uno de los militares lo reconoció: el loco era el jefe del gremio de los vendedores de higos. Tenía el control sobre la distribución de fruta. El suboficial, que no se consideraba lo bastante competente, lo condujo al cuartel, donde lo recibió el especialista en casos delicados, el capitán Mersis.

—Me llamo Apolo.

—Estás borracho.

—Tengo mis motivos, capitán.

—¿A quién quieres denunciar?

—A File.

Sin lugar a dudas, se trataba de un cristiano exaltado; Mersis no se asustó.

—File no existe.

—¿Qué decís?

—Los templos se cerraron hace tiempo.

—¡Éste no!

—Legalmente sí. Es un edificio secularizado.

—¿Y la comunidad que vive allí?

—No aparece en nuestros archivos.

—¡Sin embargo, paga impuestos!

—El régimen tributario no está dentro de mi competencia.

—Os burláis de mí…

—Simplemente me atengo a la práctica administrativa.

Apolo esbozó una sonrisa maliciosa.

—¿Se considera delito que un campesino abandone el campo y huya…?

—Sin duda alguna se castiga con la cárcel.

—¿Y con trabajos forzosos?

—En algunos casos.

—Uno de mis trabajadores se ha confesado culpable. Debéis arrestarle.

—¿Su nombre?

—Crestos, mi hijo.

—¿Tu hijo?

—Es asunto mío. Ha dejado la casa para irse al templo; los adeptos de Isis lo han acogido. Quiero denunciarlos a todos. Quiero que me devuelvan a Crestos y los condenen a todos.

—Primero hay que rellenar una solicitud.

—Tengo tiempo.

—¿Sabes leer y escribir?

—Sólo sé contar.

Si Apolo decía la verdad, File había comprometido su propia existencia. Mersis tenía que encontrar pronto una solución.

—¿Cuándo enviaréis los soldados a la isla?

—Hay un medio. ¿Sabes de alguien más que quiera poner una denuncia?

—No. Sólo yo. ¿No es suficiente?

—¿Has hablado con alguien más de esta huida?

—No, con nadie. Me daba mucha vergüenza. He preferido emborracharme. ¡Pido venganza!

—¿Tienes alguna prueba de que tu hijo se haya ocultado en la isla?

—Estoy seguro. Se negó a ser soldado. Desde niño ha deseado entrar en el templo.

—Entonces, ¿no tienes ninguna prueba fehaciente?

—Ordenad que registren la isla.

—¿En calidad de qué estaba Crestos a tu servicio?

Apolo se ruborizó.

—En calidad de qué… no sé qué queréis decir.

Mersis cogió una tablilla de madera y grabó un breve texto con caracteres griegos.

—¿Tiene tu hijo el estatuto de esclavo?

El vendedor de higos montó en cólera.

—¡Es hijo mío! ¡Dejad de injuriar a mi familia!

—Si es trabajador libre, ¿por qué no figura en la lista de los contribuyentes?

—Capitán… sólo es un niño…

—Pero digno de realizar trabajos forzosos. Poco importa la edad; tu deber era declararlo al fisco.

—Recordad que este territorio no pertenece a vuestra jurisdicción.

—Transmitiré la información al responsable. Me basta con añadir tu nombre a la tablilla.

—¿Me arriesgo a…?

—La cárcel de por vida.

—¿Y si lo arregláramos?

—¿Por qué no?

—¿Qué deseáis?

Mersis fingió reflexionar un instante.

—Retiras la denuncia, olvidas a Crestos y, sobre todo, me das algunas piezas de plata. El ejército es pobre.

Apolo vació la bolsa que llevaba atada a la cintura.

—¿Bastará?

Mersis contó las piezas.

—Si me traes dos o tres piezas más, nos haremos buenos amigos. Incluso olvidaré que tienes un hijo.

El mercader refunfuñó. El capitán rompió la tablilla de madera. Llevaría cuanto antes este pequeño tesoro a File, cuyos recursos se estaban agotando.

El mejor orfebre de Elefantina acababa de cincelar un brazalete. Cuando el prefecto Maximino entró en su taller, el artesano se sintió halagado e inquieto al mismo tiempo. ¿Qué traería por allí a un personaje tan poderoso? Si se tratara de una requisa, habría acudido con una patrulla.

El artesano le saludó con una reverencia.

—Vuestro humilde servidor, señor.

—Tus joyas son incomparables —le dijo.

—Me halagáis…

—Muéstrame tus obras de arte.

El artesano rebuscó nervioso dentro de un cofre de madera. Sobre una tela blanca extendió un collar, pulseras y ajorcas.

—Admirable —juzgó el prefecto.