CAPITULO XII

Finalizaba el mes de mayo. Los campesinos recogían la cosecha bajo un sol ardiente, mientras esperaban que llegara el tiempo de la trilla. Una pregunta atormentaba sus espíritus. ¿Cuánto subiría el nivel del agua en la próxima crecida? ¿Sería el obispo capaz de atraer sus favores y controlarla a la manera de los faraones y de los sacerdotes de Isis? Teorodo sabía que éste era el principal motivo de preocupación del que se hablaba continuamente en las calles; todo el mundo comía tarde y salía a charlar a las puertas de sus casas, aprovechando el fresco de la noche.

Pero los juegos y las bromas disminuían a medida que se acercaba el momento en que se decidiría el futuro del pueblo durante el año siguiente: ¿hambre o prosperidad? El nerviosismo aumentaba. Por todas partes estallaban revueltas que los soldados reprimían de un modo cruento y brutal. Algunos perdían la razón y atravesaban enloquecidos los pueblos prediciendo catástrofes sin fin. Los astrólogos callaban al haberles sido prohibido por la iglesia el uso de su arte. Maximino invitó a las autoridades de la provincia a un banquete digno de las recepciones más brillantes de Alejandría. Nadie faltó a la cita: ni un diácono, ni un militar, ni un rico terrateniente. Hacer acto de presencia del modo más ostentoso posible aseguraba los privilegios ya conseguidos y facilitaba el futuro enriquecimiento. Teodoro admiró la habilidad de Maximino, que conocía la actividad de todos y cada uno de sus invitados y los recompensaba con alguna que otra observación personal. En menos de tres semanas había estudiado los archivos del obispo. Los que contaban con su rápida decrepitud quedaron decepcionados; durante el tiempo que permaneció aislado, el prefecto se había informado a fondo sobre la clase dirigente.

El vino y la cerveza corrieron a raudales. Se ofreció a los comensales innumerables variedades de carne y pescado, así como frutas y pasteles. Al amanecer, Maximino pidió al obispo que le siguiera a su despacho.

—No habéis bebido nada, reverencia.

—Mi posición me obliga a permanecer sobrio, la vuestra no. Sin embargo, vos no habéis probado los magníficos vinos del país.

—El tiempo reservado para el placer llegará más tarde.

La gran sala donde trabajaba el prefecto se parecía en su distribución a la que ocupaba Teodoro.

—Aprecio vuestro don para administrar, reverencia. A decir verdad, no he conocido a nadie que lo hiciera mejor. Espero que me perdonéis por haberos imitado.

—Me hacéis un gran honor.

—A veces, tal rigor perjudica a su autor.

—¿Cómo?

—He podido constatar que los notables de esta región están bajo vuestra influencia; al menos la mitad de las tierras os pertenece.

—Pertenece a mi iglesia —rectificó Teodoro.

—Vuestra política de adquisición se desarrolla a un ritmo desorbitado, abastecéis y vestís a los soldados destacados en Elefantina. Todo el que intentare contrariaros sería eliminado de inmediato.

—¿Por qué iban a contrariar al intérprete de Dios? Amo esta provincia. Mi objetivo es hacerla próspera. ¿Acaso es un defecto?

—Después de examinar vuestras cuentas, no tengo nada que reprocharos. Sois más competente que el tesorero del emperador. En Bizancio seríais ministro; sin duda estáis hecho para ser el futuro patriarca de Alejandría. Pero no apruebo vuestra actitud en cierto asunto.

—¿En cuál?

—¿Por qué castigáis a File?

Teodoro asió la cruz con la mano derecha.

—La prohibición de enviar lino, la negativa a abastecerles de madera, y de piedra para restaurar edificios. He leído vuestros decretos.

—No son confidenciales. Los heraldos los proclaman en la vía pública.

—Tenéis a la comunidad sometida a tortura.

—Me sorprenden vuestros reproches. ¿Debo recordaros que son paganos?

El prefecto se movía de un lado para otro, nervioso.

—Me he visto obligado a aceptar vuestras decisiones.

—En efecto, no habéis tenido otra elección. Es la voluntad del emperador.

—Desde luego, no es la mía.

Teodoro no disimuló su indignación.

—¿Sois vos, el servidor del emperador, el que habla de esta guisa?

—Hay algo que me sorprende: no habéis cerrado el templo cuando podíais haberlo hecho de una forma rápida y definitiva. Así pues, vuestra animosidad no es completa; lo que yo quiero es conseguir el amor de Isis. Ya que somos solidarios, ganemos tiempo y busquemos una solución que satisfaga a ambos.

Como no podía dormir, Teodoro pasó la noche ante su escritorio.

Clasificó documentos, estudió el presupuesto de la ciudad para el mes siguiente, comprobó la lista de sus propiedades y rezó.

El nombre de los morosos estaba subrayado con tinta roja. Una vez más tendría que enviar a los soldados a recaudar los fondos que faltaban. Al obispo no le molestaba que el prefecto examinara su trabajo, ya que, debido a su carácter y en previsión de una inspección de este tipo, se había acostumbrado a no ocultar nada. Todos sus negocios estaban dentro del marco legal, cuyos recursos utilizaba con habilidad extrema. El peligro radicaba en otra parte; Maximino estaba perdiendo la cabeza. Su demencia parecía tanto más profunda cuanto que daba la impresión de un ser responsable y dueño de sí mismo. Sin embargo, sólo pensaba en Isis, hasta el punto de traicionar su deber con el emperador. Pasión absurda condenada al fracaso. Pasión que volvía a Maximino tan incontrolable como una brizna de paja a merced del viento. A causa de este amor, File se convertiría en centro de conflictos. El templo que Teodoro había conseguido ocultar bajo una sombra protectora, relegándolo al olvido, surgía de nuevo a la luz.

Maximino era como un adolescente presto a enamorarse. Sus sentimientos hacia la gran sacerdotisa anulaban su pasado. ¡Isis, tan hermosa, tan atractiva, adornada por la magia de la diosa que adoraba! El obispo comprendía el hechizo; corría el riesgo de desencadenar la ira de los cristianos y ni siquiera tendría el derecho de reprimirla.

No ejercía ninguna influencia sobre Sabni. Después de convertirse en sumo sacerdote, su amigo había cambiado, había acatado su misión con seriedad y soñaba con hazañas imposibles. ¿Incitaría a Isis al suicidio o respetaría la prudencia y el silencio, sus armas más poderosas?

Teodoro se arrepentía de no haberla conocido nunca. Entre sus dos soledades, un diálogo mudo se había instalado. A distancia percibía sus intenciones; pero Sabni y Maximino confundían el juego.

¿File, una parte de sí mismo? ¿El templo pagano reflejaba una fe que no había conseguido desarraigar de lo más profundo de su alma? Preguntas desprovistas de significado. Después de convertirse al cristianismo su vida había cambiado. Inmerso en Cristo, se consagraba al restablecimiento de una doctrina sólida y duradera que lograría sacar de su error a los más obstinados.

Se anunciaban desgracias, pero Teodoro no las temía. Libraría a su amigo de su trágico destino; convertiría a File sin emplear la violencia y obligaría a Maximino a entrar en razón. Lo conseguiría con la ayuda de Dios.