CAPITULO IV
Al lado de la morada del obispo se alzaba el palomar más alto de la región de Elefantina. Los excrementos de las palomas eran un abono eficaz y apreciado, sobre todo en los viñedos. La mansión del señor de la provincia constaba de dos plantas y una azotea. Sabni la conocía bien; antes de alojar al obispo, la villa había sido propiedad de un juez; los niños, a los que se unía de buena gana el pequeño Teodoro, jugaban con el futuro sacerdote de Isis.
Cada día, una docena de criados limpiaba la sala de recepción, las habitaciones, la cocina, el aseo, los pórticos y la despensa. Sabni había pensado en hacerse pasar por uno de ellos, pero los soldados comprobaban la identidad de todos. Por lo tanto se infiltró entre los cuidadores del corral donde a menudo figuraban nuevos sirvientes.
Durante toda la tarde Sabni se ocupó de los cerdos, las ocas y las gallinas. ¿No había desempeñado esta labor en el templo antes de ser admitido en la escuela de escribas? Intercambió algunas palabras con sus compañeros de trabajo sin mezclarse con ellos; cuando abandonaron el corral se las ingenió para quedarse encerrado.
Al caer la noche, Sabni se introdujo en el sótano por una ventana baja con los barrotes mal sellados, se escurrió entre dos filas de tinajas llenas de vino y subió por la escalera que llevaba a la planta baja. El despacho del obispo estaba en la segunda.
Sentado a su escritorio de madera de ébano, Teodoro comprobaba las cuentas alumbrado por dos lámparas de aceite.
—Entra Sabni. Aunque no has hecho ruido, te esperaba; después de semejante tragedia estaba seguro de que vendrías.
El devoto de Isis penetró en la estancia, repleta de rollos de papiro colocados cuidadosamente en los casilleros. A Teodoro le gustaba el orden y detestaba el abandono y la negligencia. Aunque tenía a su servicio una escuadra de secretarios, clasificaba personalmente sus documentos; trabajador infatigable, no conocía el reposo. A los treinta años tenía la apariencia de un hombre maduro, envejecido por las numerosas tareas. Sabni, dos años menor que él, parecía mucho más joven; la cara alargada, las entradas de sus sienes y la delgadez acentuaban la severidad del obispo. Siendo adolescente ya envidiaba la belleza de su camarada, su naturaleza triunfal y alegre.
—Siéntate sobre las almohadas y degusta estos suculentos higos. Yo tengo que terminar un informe; Dios no ha tenido ninguna piedad de mí al confiarme la administración de la provincia; los funcionarios del emperador no cultivan más que la pereza.
¿Cómo suponer que Teodoro fuera de origen egipcio, él, que era tan aficionado a los trajes bizantinos ribeteados de color violeta y bordados con motivos florales? Mosaicos con escenas de la mitología griega recorrían las paredes; la marquetería helenística realzaba los muebles; la vajilla de plata procedía de la capital del imperio romano de Oriente. Sabni despreciaba todo este refinamiento excesivo, pero tenía hambre.
Probó varios higos dulces, casi desprovistos de semillas. Los notables de la ciudad apreciaban esta variedad tardía.
—Han asesinado a un sacerdote, Teodoro.
—Oficialmente, se trata de un desertor. Es preferible esta versión.
—Tú nos habías prometido que no moriría ninguno.
—Vosotros habíais prometido que no abandonaríais la isla bajo ningún pretexto; los débiles de espíritu han muerto por vuestra culpa.
—Tienes que comprendernos.
—Has de admitir que File lleva violando la ley de Dios y de los hombres demasiado tiempo. ¿Acaso ignoras que Constancio II ordenó cerrar los templos paganos en el año 356 después del nacimiento del Salvador? ¿Qué el cristianismo es la religión del Estado desde el año 380 y que los cultos heréticos están prohibidos desde el año 392?
—La caída de Roma ocurrió en 410 —recordó Sabni—, lo cual prueba que la fe de los cristianos es perecedera y que el peor de los tiranos puede ser vencido.
—El imperio de Oriente ha vuelto a coger la antorcha. File no es más que un sueño que corre el peligro de transformarse en una pesadilla. Conviértete.
El obispo se volvió hacia el sacerdote egipcio.
—Somos amigos y los dioses están muertos. Ésta es la verdadera fe que reina en el mundo. Cristo te recibirá en su Iglesia, conocerás por fin la paz… y yo también.
La esperanza brillaba en la mirada de Teodoro. Mientras Occidente, apenas recuperado de la caída de Roma, se desmembraba en las convulsiones de la barbarie, el legado de Constantino, rico gracias a sus provincias de Asia Menor, Siria y Egipto, elevaba el Oriente al rango de faro de la humanidad. Bizancio, la nueva Roma, guardaba las llaves de la civilización. Sólo Alejandría intentaba rivalizar con ella; ostentaba sus riquezas al pie del palacio del Patriarca, adepto a la doctrina monofisita, según la cual la naturaleza divina de Cristo había absorbido su naturaleza humana. Condenada por el emperador, la singularidad egipcia florecía. El obispo Teodoro habría debido combatirla con más energía, pero otro adversario le inquietaba: File, el último templo pagano.
—No me convertiré jamás —afirmó Sabni con la tranquila certeza que proporciona una fe inquebrantable.
—Acabo de firmar un nuevo decreto por orden del emperador. Todo bautizado que practique los antiguos ritos, incluso en la intimidad de su casa, será condenado a muerte. Lee.
Sabni descifró el texto, redactado en griego, en demótico y en latín para que nadie pudiera ignorarlo. Los analfabetos serían reunidos en las plazas públicas donde los heraldos pregonarían la solemne advertencia:
«Nadie, cualquiera que sea su familia, su rango y su dignidad, esté o no revestido de autoridad o de funciones públicas, sea bien nacido o de humilde condición, tenga fortuna o no, deberá hacer ofrendas a los símbolos allá donde se encuentre. Si lo hace, deberá ser denunciado.»
Sabni enrolló el papiro.
—He aquí vuestra nueva arma: la delación. Tranquilízate; yo no estoy bautizado. Los corazones están ansiosos, el bien llega a su fin y nos regodeamos en el mal criminal tiene fuerza de ley y ante él todos agachan la cabeza; el país está en manos de gente que lo detesta.
—No te obceques.
—El tiempo es apariencia. En la desgracia de hoy reside la felicidad de mañana.
—Desconoces el corazón de tus enemigos; las cohortes de monjes que han invadido las antiguas tumbas no tolerarán mucho más tiempo la existencia de Filae, Los representantes, en cada asamblea, exigen la salida de tu comunidad y la destrucción del templo. Yo intento que no trascienda la presencia de los últimos paganos en mi jurisdicción, pero vuestra estúpida procesión redujo mis esfuerzos a la nada.
—Isis manda sobre las estrellas y somete a los demonios. Ella no persigue a nadie, su amor vencerá.
—Eres un hombre de otra época, Sabni. Isis… un fantasma olvidado.
—¿Por qué tu dios vierte tanta sangre y reduce a la esclavitud a países enteros?
—¿Por qué adoras divinidades con cuerpo de hombre y cabeza de animal?
Sabni sonrió.
—Esta discusión no es propia de ti. En el animal se encarna una fuerza divina; adoramos algún ídolo, pero reconocemos el mensaje de los símbolos.
El obispo abandonó el escritorio y se sentó frente a su amigo. Aceptó los higos que le ofrecía y vertió vino blanco en dos copas de plata.
—¿Consentís al menos en venerar al Señor los domingos, día de fiesta obligada?
—Todos los días deben ser sagrados. El rito no se interrumpe; en cada amanecer la creación renace en su totalidad; entonces ¿por qué privilegiar sólo el domingo?
—¡Te expresas como si el mundo no hubiese cambiado! La voz de los faraones se ha apagado para siempre.
—Queda File. Ven a isla, Teodoro; ven a meditar en el pórtico, a la sombra de las colinas. Recorre las estancias y las capillas, relee los jeroglíficos grabados sobre los muros, disfruta de la serenidad de Isis, la reina celestial.
Durante un instante, Sabni creyó que el obispo le seguiría y le abriría su corazón, pero sólo fue un momento de acercamiento a los misterios de la diosa. Si Teodoro fuese convencido de nuevo por la magia del templo, renacería la esperanza en la última comunidad.
—¡Eres un crío! ¿Sabes que File está poblado de personajes diabólicos, de diosas con formas provocativas cuyos ceñidos ropajes dejan ver los senos desnudos? ¿Sabes que su vestido es tan transparente que ni siquiera oculta sus partes más íntimas, que sus joyas y adornos son un insulto a la pobreza de los justos? Un obispo que pisara este lupanar que vosotros denomináis «templo» pronto sería condenado.
—¿No fue el apóstol Pablo quien escribió: «La mujer ha sido creada para el hombre, ella es el reflejo del hombre»? No estoy de acuerdo. Si consideráis a la mujer un ser diabólico, ¿por qué admitís que Cristo nació de la Virgen María? Jesús, José, María… ¿no son la trinidad Osiris, Isis y Horus? —Estás blasfemando.
—Repites un dogma del que no crees ni una palabra. —Te equivocas. Yo creo en un solo dios, el Padre, del que provienen todas las cosas y para el que hemos nacido. Es Él quien me ha designado como servidor de su Iglesia; mi deber consiste en proteger la fe y luchar contra los errores.
—También eres el jefe de un ejército de diáconos, de funcionarios y de administradores; posees tierras y mansiones, recaudas los impuestos que aumentan la pobreza de los pobres. Tu religión es cruel, pues no admite otra verdad que la suya. Sólo se adhieren a ella los esclavos. En cambio, la fe de los faraones no es ni misionera ni conquistadora, le basta con la conversión del corazón, la conversión profunda del ser, que sólo se produce mediante la iniciación en el tesoro divino.
—Los sacramentos han reemplazado a la iniciación.
—Tú mandas sobre los corderos. Ellos sufren la revelación en lugar de construirla.
—Su sinceridad vale tanto como la de los últimos adeptos de Isis.
—Sigue a Cristo, puesto que tal es tu vocación, pero recuerda la vida de mi comunidad; ella es portadora de una espiritualidad que hará renacer el mundo de mañana.
El obispo elevó las manos ante él en señal de súplica.
—¡Te lo ruego, Sabni! Convence a la gran sacerdotisa para que no se hunda más en su locura. En cuanto a ti, al menos finge tu conversión. Yo llevaré sobre mí el peso de tu mentira e imploraré a Dios que nos perdone.
Sabni se levantó; Teodoro le imitó. Los dos hombres estaban unidos por la complicidad de una amistad indestructible.
—No renunciaré, Teodoro.
—La Historia lucha contra ti.
—El número y la fuerza también. Ellos están equivocados.
—Juntos habríamos vencido todos los obstáculos y reconstruido esta región a imagen del paraíso.
—Todavía queda File; protégela. Nuestra supervivencia depende de ti.
El obispo apartó la vista y cogió un papiro del casillero reservado a los asuntos urgentes.
—El incidente de anteayer me obliga a tomar medidas. Los habitantes de la isla deben convertirse en trabajadores como los demás. Deberán abastecer de ropa a los soldados de la guarnición; la primera entrega será a principios del mes que viene.
—Imposible. Nuestros dos viejos tejedores están casi impedidos y el resto de la comunidad ocupado en labores urgentes.
—En ese caso interrumpiré la provisión de lino a File.
—Pero contamos con ella para fabricar nuevas ropas.
—¿Y a mí qué me importa? Los súbditos del imperio no se pasean por ahí con túnicas blancas.
Teodoro se puso a escribir.
—¿Me darás un salvoconducto?
—Nunca has estado aquí, Sabni.
El obispo mojó el cálamo en el tintero y redactó en griego la prohibición formal y definitiva de proveer de lino al templo pagano.