CAPITULO XLII

Isis frotaba con arena fina la sítula más hermosa del templo, una vasija de bronce en forma de mama, decorada con una figura de la diosa del cielo oculta en el interior de un árbol. En la base del preciado objeto, el sol brotaba de una flor de loto. La gran sacerdotisa pensaba llenarla con agua del Nilo; mientras descendía los escalones del nilómetro oyó unos gritos que procedían de Bigeh. Apresuró el paso y, desde la orilla, pudo presenciar el ataque de los soldados del general Narses contra la tierra sagrada de Osiris. Armados con picas, se animaban dando gritos mientras las trompas anunciaban la hazaña.

Sabni empujaba ya una barca hacia el agua, pero Isis no le dejó subir.

—Lleva esta sítula al interior del tesoro del templo —le exigió Isis.

—Voy a luchar.

—La Regla prohíbe que vayas a Bigeh.

—Tú sola no puedes enfrentarte a esos salvajes.

—No tengo nada que temer.

Oprimida por la angustia, la gran sacerdotisa remó sin tregua hasta el islote y vio a los mercenarios adentrarse en el bosque, violando el secreto del dios de agua pura que reposaba en la loma misteriosa donde se unía a la diosa que daba vida a lo que su corazón había concebido; de su unión nacía la crecida. Ningún profano había osado jamás perturbar la serenidad de aquellos lugares.

Dos soldados burlones quisieron ayudar a la joven sacerdotisa a desembarcar.

—¡Hola, guapa! Demasiado salvajes para ti, ¿verdad?

—Soy la gran sacerdotisa de File. Abandonad este islote y alejaos de aquí si no queréis que pese mi maldición sobre vosotros.

Los soldados habían oído hablar de la maga; impresionados por la firmeza de su tono, retrocedieron. La llegada del barco del obispo les devolvió la agresividad contenida; el más joven incluso se atrevió a coger a la gran sacerdotisa por la muñeca.

—¡No es más que una mujer! ¡Mírala, ya la tengo!

Saltando a tierra, Teodoro abofeteó al desvergonzado con el dorso de la mano.

—Nos ha insultado —se quejó el soldado.

—Vigilad mi barco y no os mováis de aquí.

Isis se encaró con el obispo, con el cuerpo apenas velado por la túnica de lino blanco.

—¡Recordad a vuestros soldados que Bigeh pertenece a Osiris!

—Osiris está muerto y no resucitará; el islote es propiedad del Estado.

—Os conjuro a respetar el misterio.

Teodoro, haciendo caso omiso de lo que la gran sacerdotisa le acababa de decir, se encaminó hacia el bosque. El cuerpo expedicionario talaba los árboles y desmantelaba los altares. Un gigante barbudo derribó la estatua de Mandulis, el dios de los blemios. El «buen viajero» acabó su recorrido en el polvo ocre, al abrigo de un tamarindo que pronto sería abatido por el hacha.

La sacerdotisa no dedicó mucho tiempo a la contemplación del triste espectáculo; en el centro de Bigeh se desencadenaba un drama aún más terrible. El general Narses subía a la loma que protegía el sarcófago del dios y con la ayuda de dos jóvenes fornidos hizo saltar la tapa.

—¡Deteneos! —les suplicó Isis.

—Es inútil —exclamó Teodoro—. Están a mis órdenes.

Isis no pudo contener las lágrimas. Aquellos desalmados tiraron al suelo la tapa del sarcófago y se ensañaron con él; de la mortaja de piedra derribada ya no quedaban más que trozos esparcidos y machacados.

—El sepulcro está vacío —dijo el obispo—. Vuestro falso dios no ha existido jamás.

Isis se hallaba sentada en el interior del templo de Nectanebo I, fundador y guerrero, que había marcado con su voluntad de independencia la última dinastía egipcia. Desde los capiteles, el rostro de Hathor sonreía.

—Mi intervención ha sido ridícula —le confesó a Sabni—. Han profanado el suelo de Bigeh convirtiéndolo en un montón de ruinas.

Los soldados se habían reído, contentos de poder dar rienda suelta a la agresividad contenida durante tanto tiempo. En Elefantina retumbaban sus gritos de victoria.

Algunas personas, convertidas al cristianismo desde hacía tiempo, se rociaron la cabeza con polvo en señal de luto por Osiris. Esta vez, la religión ancestral vivía sus últimas horas; ¿cómo pretender, a raíz de aquellos acontecimientos, que algún poder protegiera los lugares santos?

—Ninguna barrera volverá a proteger a File de las manipulaciones del obispo.

—Hay una —objetó Sabni—. Tú. Con tu sola presencia impedirás que Teodoro vaya más lejos.

Isis recordó la actitud del prelado en Bigeh, cuando la defendió frente a sus soldados. ¿Por qué le daba muestras de respeto si la detestaba?

—Es posible que el obispo creyera que atacaban un islote desierto.

—Imposible Sabni; todos conocen la importancia del territorio sagrado de Osiris. Teodoro no se ha equivocado de objetivo; las dos islas no son más que una: si Bigeh es profanada File se debilita. Sólo falta que nuestra última barrera se derrumbe para que la desaparición del templo sea inevitable.

—No lo consentiré.

Isis estrechó las manos de Sabni entre las suyas.

—File está intacta; ésa es la única realidad a la que debe aferrarse nuestra comunidad.

—Preparémonos para un nuevo acoso. Teodoro quiere acorralarnos para que seamos nosotros mismos quienes cerremos el templo y emprendamos la huida.

Una sonrisa iluminó el semblante de Isis.

—Entonces, la destrucción de Bigeh ha sido inútil.

Filamón, el recaudador principal, no tenía alma marinera. El solo hecho de subir a una barca le provocaba nauseas. Sin embargo, se vio obligado a dirigirse al embarcadero de File para inventariar los barcos de eslora mediana que pertenecían al templo. Recordó al sumo sacerdote, que le observaba intrigado, la existencia de una contribución especial sobre este tipo de bienes y la obligatoriedad de declararlos. Sabni afirmó desconocer esta disposición administrativa; las sanciones alcanzaban una suma considerable, exigible en un plazo de ocho días. Ansioso por volver a irse, Filamón pidió al barquero que se apresurara. Antes de llegar a tierra firme, vomitó. Sabni se preguntaba por qué el capitán Mersis no había avisado al templo; sin duda, el palomar no estaba disponible. No pagar sería privarse de un medio de transporte indispensable. Isis propuso abandonar la mayor parte de la flotilla y conservar sólo un barco de carga y una barca pequeña; de esta manera la contribución se reduciría al mínimo.

—Visitemos las criptas —propuso Isis. Una piedra deslizante daba acceso a dos estancias alargadas y muy bajas. Sabni se introdujo a duras penas por la abertura; su antorcha iluminó una serie de objetos rituales de oro y plata utilizados en las espléndidas ceremonias de antaño. Vasijas, incensarios y estatuillas dormían en la oscuridad.

—No tenemos derecho a venderlas. Forman parte del depósito de fundación del santuario; sin ellos, se hundiría. Las comunidades del futuro lo necesitarán.

Isis cerró la primera cripta. En la segunda, yacían las piezas de una barca que, reconstruida, permitiría que la comunidad navegara en el más allá.

La tercera, casi vacía, contenía los adornos de una gran sacerdotisa: collares de oro, redecillas de perlas, sortijas y brazaletes.

—Este tesoro nos servirá para negociar —dijo Isis.

El collar que la gran sacerdotisa proponía como pago de la contribución y de la multa puso al recaudador principal en un aprieto; ahora tendría que calcular el valor exacto de las joyas además de la nueva contribución correspondiente tras el abandono de la casi totalidad de la flota. ¿Sobre qué base fijaría la cantidad? Al término de numerosas operaciones aritméticas que no repercutieran negativamente sobre su administración, propuso una cifra. Isis no respondió. Filamón evaluó el collar a peso de oro en una de las escasas balanzas que quedaban en Elefantina sin trucar; admitió que la comunidad ya estaba en regla y precisó que el uso de una barca, aunque modesta y no sometida al pago del impuesto, implicaría la pena de encarcelamiento; finalmente extendió un recibo en el que figuraba la descripción exacta de las dos últimas embarcaciones del templo.

Isis atravesó la calles de Elefantina al anochecer. Caminaba deprisa, indiferente al espectáculo que ofrecían las calles. Unos curiosos creyeron reconocerla, pero nadie le dirigió la palabra. La gran sacerdotisa había amarrado su barca al extremo sur de la isla, no lejos de un pueblo miserable donde se apiñaban familias nubias convertidas al cristianismo. La inundación solía arrastrar consigo las chozas de barro.

La ciudad, como un buque perdido en un océano enrojecido con los últimos rayos de sol, embargaba de nostalgia el corazón de la gran sacerdotisa. Cuando aconsejó a Sabni que no se comprometiera en una aventura militar, no olvidaba que los faraones nunca se alejaban de los problemas terrenales. El templo, aunque aislado como el de File, ocupaba el corazón de la villa. Si sus altos muros impedían al profano el acceso a la iniciación en sus misterios sería para marcar la frontera entre la mera curiosidad y el profundo deseo de conocer. Del centro del santuario brotaba la alegría de vivir; si el templo no se ponía al frente de la reconquista de la tierra amada por los dioses, ¿quién lo haría?

Isis apartó la rama de un tamarindo. Delante de su barca la esperaba el prefecto Maximino.