CAPITULO XXIV
Tan pronto como se acabaron las labores de rastrillaje, los aldeanos recogieron las últimas aceitunas. El obispo celebró la navidad en una pequeña iglesia abarrotada por un pueblo entusiasta. ¿Acudían allí para conmemorar el nacimiento de Jesucristo o para disputarse los regalos del episcopado? Tratando de no llevar demasiado lejos las investigaciones, Teodoro, indiferente a los sentimientos del prefecto, se limitó a observar aquel pacífico despliegue de fuerzas: mujeres, niños, ancianos, enfermos e impedidos salieron de sus casas, invadiendo las calles de Elefantina para ver a los hombres sanos entonar sus cánticos a pleno pulmón. Se organizó un gran revuelo cuando el ejército se dispuso a repartir los sacos de trigo; gracias a los músicos callejeros, los ánimos se calmaron. Dios salió vencedor de la barahúnda humana.
Maximino, resfriado, llevaba la cabeza envuelta en un lienzo perfumado y tenía los pies apoyados en un cojín. Detrás de él, un brasero desprendía un agradable calor, muy apreciado en esta época de frío que arrasaba la gran ciudad meridional, continuamente azotada por vientos glaciales. Los barqueros se negaron a seguir navegando por el Nilo, por temor a las violentas corrientes.
Sin embargo, pese a estos inconvenientes, el prefecto se sentía satisfecho consigo mismo. Su esfuerzo no había sido en vano; gracias a una serie de medidas coercitivas mejoraría el sistema tributario de la provincia. A partir de entonces, nadie escaparía al pago de los impuestos directos o indirectos. Tributos y contribuciones se impondrían a los ciudadanos, las tierras, las actividades profesionales, las ventas, las herencias, los viajes, los bienes raíces y bienes muebles. La comunidad pagaría por los insolventes. A cambio, el Estado garantizaría el buen funcionamiento del correo, la conservación de los edificios públicos y el mantenimiento de la guarnición permanente y de los empleados del obispo. Sin duda, el establecimiento de la economía se traducía en una larga lista de impuestos, pero su precisión satisfaría al emperador. Con su apoyo, Maximino tendría las manos libres para amordazar a Teodoro.
El prefecto lo invitó a cenar. El prelado comió poco y rechazó el vino.
—Hacéis mal, obispo… Es el mejor remedio para combatir el frío.
—¿Y vuestra salud? ¿Ha mejorado?
—El aire fresco me devuelve las fuerzas.
—He examinado vuestro plan fiscal. Es arrollador.
—No mucho más que el vuestro. El emperador exige resultados.
—¿He de recordaros que la crecida ha sido muy débil este año?
—Tanto si las tierras son cultivables como si no, debe pagarse un impuesto por ellas. File es la única que escapa a la ley.
Teodoro había estado temiendo esta declaración. Al clasificar el templo dentro de la categoría de terreno estéril, había conseguido evitarle imposiciones fiscales.
—He fijado la suma que nos debe la comunidad, teniendo en cuenta los atrasos y las multas.
—No podrán pagar.
—Entonces, tendrán que abandonar la isla y se encarcelará al sumo sacerdote por fraude fiscal. Yo mismo estudiaré el caso de la gran sacerdotisa. Entrará en razón en cuanto se libere del peso de ese clan pagano.
—No os engañéis; conseguirán resistir.
—¿Cómo? No creo que puedan contra el implacable recaudador de impuestos, que seréis vos.
El obispo tuvo que esperar una semana a que el viento amainara. Ante la impaciencia del prefecto, respondió que le preocupaba arriesgar la vida de una tripulación. A principios de enero, un barco salió de la isla santa con Sabni a bordo. El sumo sacerdote llevaba puesto un grueso manto de lino y sandalias de papiro. Cortinajes de lana cubrían las ventanas del despacho del prelado, que se calentaba las manos con la llama de una lámpara.
—Maximino ha declarado a la isla tierra cultivable. Me debes una gran suma, Sabni.
—Hace cinco años nos libraste de esta amenaza.
—Esta vez, el prefecto está aquí. Estoy obligado a obedecerle. Si me niego, enviará los fondos eclesiásticos a Bizancio y la provincia quedará arruinada.
—¿No puedes deshacerte del tal Maximino?
—Eres tú el insumiso, no él.
—El templo dispone de unos ingresos mínimos.
—Tendréis que iros y entregar la isla a los labradores.
—¿Crees que el prefecto se atreverá a enviar a las tropas?
—Eso me temo.
—¿Por qué se ensaña de este modo?
—Quiere casarse con Isis. La comunidad que tú diriges representa un obstáculo entre ella y él.
—Ese hombre está loco.
—Loco de amor. Primero, utilizará la ley, después, se valdrá de artimañas y, finalmente, hará uso de la fuerza.
—¿Estarás de nuestra parte?
—Deseo que File se destruya, Sabni; creo que no te lo he ocultado jamás. Si la estrategia del prefecto viene a significar la aniquilación total del paganismo, seré su aliado.
—Has hablado como obispo. Hablame ahora como amigo. ¿Qué me aconsejas?
—Conviértete y trabaja a mi lado. Maximino es un instrumento de Dios y su acción significa que tu aventura insensata llega a su fin.
Sabni meditó estas palabras ante los casilleros repletos de papiros. En su mente evocaba sus largas conversaciones con Teodoro cuando éste era joven; apasionado por naturaleza, compartía su saber de buen grado.
—Si File pertenece a la categoría de tierras de cultivo, ¿no soy yo también considerado un granjero?
—Sí, exacto.
—Por consiguiente, recupero las antiguas propiedades que hasta hace poco formaban parte de los bienes explotables del templo: campos, viñas y jardines.
—Si aplicamos la ley al pie de la letra, tienes razón. Afortunadamente, este aspecto se le ha escapado al prefecto; de otro modo, los impuestos se verían triplicados.
—Pues bien, que los triplique.
—¿En qué absurdo combate quieres aventurarte ahora?
—Maximino desea una prueba de fuerza; pues la tendrá. Un prefecto es temporal; el templo es eterno.
Cuando volvió a pisar la isla santa, Sabni se sintió al mismo tiempo consolado y ansioso. Consolado, porque sólo el universo del templo le ofrecía la serenidad que los humanos se empeñaban en destruir; ansioso, porque se lanzaba a un desafío a ciegas. La expulsión se llevaría a cabo en el plazo de un mes. Hermanos y hermanas se aferrarían a las columnas, se resistirían inútilmente a unos soldados prestos a echarlos a unos barcos preparados para partir hacia la nada.
Isis lo recibió en el embarcadero. El sol resbalaba por su ceñida túnica; la cogió entre sus brazos y cerró los ojos con la esperanza de que el contacto de un cuerpo con la dulzura de una noche de verano alejara a los demonios.
—¿Tan grave es, amor mío?
—El prefecto nos ha impuesto el estatuto de bienes cultivables. Debemos pagar impuestos, tributos y contribuciones, tanto por la isla como por sus antiguas pertenencias. Es una suma exorbitante; cuando se haya proclamado nuestra insolvencia nos despojará de nuestros bienes y nos obligará a abandonar el santuario.
—¿No podríamos conseguir un préstamo?
—Los ricos son cristianos y obedecen a Teodoro. Sólo nos queda preparar a nuestros hermanos y hermanas para que se enfrenten a un futuro cruel y despiadado.
Isis y Sabni caminaron por el templo y pasaron delante de la representación de la gran diosa, tocada con plumas de buitre, símbolo de la madre universal, y con el disco solar que asomaba entre los dos cuernos. En la mano derecha llevaba el cetro que hacía florecer la tierra y en la izquierda la llave de la vida, que abría a los adeptos el mundo de los dioses. Los poderosos muros se reflejaban en las azuladas aguas. La gran sacerdotisa se detuvo delante de un bajorrelieve: Faraón golpeaba con su bastón una bola, imagen del mal de ojo. En su puño, el rey sujetaba una cuerda y ataba las estatuillas de cuatro enemigos, encarnaciones de los poderes maléficos preparados para surgir de los cuatro punto cardinales.
—Mientras el cielo se asiente sobre sus cuatro soportes y la tierra sobre sus cimientos, la luz divina aparecerá en forma de sol; mientras la inundación llegue en su momento y el sol ofrezca sus plantas; mientras el viento del norte sople a su hora y los decanos cumplan con su deber, y las estrellas brillen en el espacio sideral, seguirá habiendo un poco de alegría, el último fuego, la prohibición de renunciar.
—Si decides entregarte a Maximino para salvar al templo, lo mataré.
Isis le acarició la frente.
—Aleja esa idea de tu pensamiento. Jamás seré suya. El amor que siento por ti no lo sentiré por ningún otro. Hay otro camino: pagar los impuestos.