CAPITULO XV
La vendimia comenzó a finales de agosto. Ningún canto se oía en los viñedos, antes tan alegres; el país se preparaba para sufrir las consecuencias de la crecida más débil de los últimos doscientos años. El obispo se vería forzado a descontar la cantidad de trigo y de cebada exigida por el imperio. No quedaría nada para los habitantes de la provincia y los roedores que se habían salvado gracias a la pobreza de la crecida atacarían los cultivos y los huertos.
¿Qué había ocurrido en el paraje de la gruta santa, en las fuentes secretas del Nilo? Para unos, Isis había intentado inútilmente calmar la ira de Jnum; para otros, Teodoro había secado las aguas a fuerza de destruir a los espíritus ocultos bajo la corriente. Algunos afirmaban que ni la gran sacerdotisa ni el obispo se habían acercado a aquel misterioso lugar, cuyo emplazamiento permanecía en el olvido desde hacía mucho tiempo.
El despacho del prefecto confirmaba que Maximino había jugado un papel fundamental en este suceso, comentado por los narradores de no pocas historias. En cuanto al único testigo, un picapedrero, no se le había vuelto a ver por Elefantina. Sólo el general Narses sabía que el obispo lo había desterrado al oasis de Jargeh, de donde no regresaría.
El prefecto no podía por menos de aborrecerse a sí mismo. ¿Por qué había actuado como un cobarde? ¿Por qué había decepcionado a Isis, cuyo ojo acusador seguía humillándole? Invadía a Maximino un sentimiento desconocido sobre el que no ejercía ningún control.
Acostumbrado a dirigir hombres, ahora ni siquiera era dueño de sí mismo. Las sienes le zumbaban con insistencia, víctimas de un monstruoso insecto que no le concedía el menor reposo. Isis había destrozado una carrera dedicada al orden público y al servicio del Estado, sin ni siquiera haber mermado un ápice su nobleza. Su misma ausencia la hacía más deseable e inaccesible. El prefecto se había acostumbrado a ver a las mujeres como frutas maduras; la gran sacerdotisa le desgarraba el corazón, le abría un abismo por el que se precipitaba un torrente infinito. Maximino sentía crecer dentro de sí un ser extraño que, con su pasión, destruía su seguridad de siempre. A veces, el prefecto lograba ocupar su mente con problemas cotidianos. El obispo le proporcionaba numerosos informes detallados sobre las parcelas cultivables, las albercas de riego, el transporte de mercancías; cada documento abordaba las dificultades con extrema minuciosidad, de tal manera que hasta el más puntilloso de los funcionarios alejandrinos lo hubiera juzgado digno de él. Maximino no podía concentrarse. Cautivado por el rostro de Isis, ¿cómo conseguiría hacerse digno a sus ojos?
La ocupación de la isla sería fácil; pero significaría perderla. Debía hacerla su esposa y ella debía amarle.
Más de la mitad de los cultivos había quedado sin cubrir por las aguas; sería inútil sembrar en las tierras agrietadas y secas. Los campesinos comenzaban a abandonar sus explotaciones y a abarrotar los suburbios de Elefantina. Con ocasión de una misa solemne, el obispo rogó al señor que concediera a los creyentes la fuerza necesaria para vencer la adversidad; después se preocupó de repartir equitativamente los alimentos. File obtenía su parte como si se tratara de un simple pueblo que dependiera de la autoridad administrativa.
La visión de este país sediento y quemado por el sol, las pendientes de ocres reflejos que se hundían en el Nilo, demasiado escarpadas para escalarse, originó un gran proyecto: salir a la conquista del oro nubio, satisfacer al emperador y enviar a Isis una parte del metal precioso para que pudiera recubrir las estatuas divinas; File brillaría con su antiguo esplendor. Maximino había encontrado su regalo de boda.
Convocó a Narses y le confió la orden de preparar a sus tropas y reunir los barcos aptos para remontar la catarata.
Contentos de salir de la inactividad, los soldados se pusieron casi de inmediato en pie de guerra. Pero el general tuvo que enfrentarse a los barqueros, que sólo le cedieron tres barcos en malas condiciones; el resto pertenecía al obispo.
Maximino irrumpió furioso en el despacho del prelado con la excusa de que habían surgido graves problemas de regadío.
—Exijo todos los barcos disponibles.
—Son indispensables para la buena marcha de la ciudad.
—No me contradigáis. Cruzaré la catarata.
—El Nilo no es muy profundo, encallaréis.
—Pasaré.
—Ningún barquero aceptará ser vuestro guía.
—Los reclutaré a la fuerza.
La población se agrupó en las orillas inclinadas que bordeaban el laberinto de peñascos donde el río, embravecido por las ráfagas de viento, rompía contra las escarpadas rocas antes de aparecer en forma de remolinos imprevisibles. El obispo se había negado a presenciar la salida de la expedición; pese a las advertencias, el prefecto había conseguido salirse con la suya.
Los soldados fueron repartidos en pesadas barcas difíciles de maniobrar; el prefecto, después de examinar la flota de que disponía, eligió este tipo de embarcación por su solidez. A proa, un barquero sondeaba el agua con una larga pértiga.
Cuando la primera barca se lanzó al asalto de la catarata, gritos de animación se elevaron de la multitud. El entusiasmo de Maximino era contagioso; muchos creían posible la hazaña, aunque los ancianos calificaban la expedición de demencial. El prefecto y el general Narses observaban la escena desde un montículo. El barquero, un profesional experto, esquivó un enorme peñasco medio oculto en el agua fangosa, evitó un remolino, se adentró velozmente en un canal estrecho y pasó frente a un bloque de granito. Narses tenía el corazón en un puño. El timonel, que maniobraba con gran destreza, siguió el sentido de la corriente, cada vez más violenta; en la desembocadura del segundo canal, las aguas del río se calmaban. Maximino pensó que había ganado la apuesta.
El hombre situado a proa bajó la guardia demasiado pronto. Cuando vislumbró el gran peñasco liso que descansaba bajo la superficie del agua, ya no había tiempo para avisar al timonel; dando gritos, soltó la pértiga y se tiró al agua. La embarcación golpeó el obstáculo, se levantó y volcó. Algunos soldados quedaron aplastados; otros se ahogaron. Las dos barcas que le seguían, abandonadas por sus timoneles, sufrieron la misma suerte. Narses presenció impotente la muerte de sus hombres. Maximino cerró los ojos.
Más de doscientos soldados desaparecieron en la catarata; expertos soldados, dignos de las legiones romanas de la gran época, héroes que habían salido indemnes de peores campos de batalla, valientes procedentes de todos los rincones del imperio perecieron de la forma más estúpida en aquella caótica encrucijada de rocas.
A pesar de la pérdida de la mitad de su ejército, Narses no sintió ningún resentimiento contra Elefantina. El celoso militar se alejaba poco a poco de las obligaciones de su cargo y se entregaba a la meditación con mayor frecuencia, enfrentándose a la seca soledad del desierto en el que se perdían los ruidos de pasadas batallas.
El camino de Narses se detenía allí. Desde su enrolamiento voluntario, a los doce años, no había dejado de recorrer las provincias del imperio en busca de una gloria que el destino le había dispensado generosamente. Esta nueva operación militar debía confirmar su prestigio ante el emperador, quien le había asignado un puesto de honor en Bizancio, preludio de una vejez dorada. Narses no se iría de Elefantina; los fastos y las intrigas de la capital ya no le interesaban. La paz por la que había luchado se desparramaba por estas tierras desoladas en las que el hombre era un intruso.
Maximino no culpó a nadie del desastre y reconoció su error ante el obispo y el general. Resistiéndose a permanecer pasivo ante el fracaso, decidió comunicar sus proyectos, que consistían en organizar con la mayor celeridad una nueva expedición.
—Ninguno de mis hombres saldrá de su guarnición —dijo Teodoro—. Tengo el deber de velar por la seguridad de mi diócesis.
Tras un momento de duda, el obispo abrió el informe que pensaba enviar a Bizancio para denunciar las acciones del prefecto. Con esta maniobra, conseguiría que se llamara de nuevo a Maximino, sólo que esta vez habría una larga entrevista conducida por magistrados y militares. Teodoro se veía obligado a actuar en solitario para desembarazarse de sus adversarios.
—Vuestra actitud no me sorprende, reverencia. El general y yo volveremos a traer el oro de Nubia.
—No penséis más en ello —le recomendó Narses.
Maximino miró estupefacto a su subordinado.
—¿Cómo os atrevéis?
—Tengo el deber de impugnar vuestra autoridad.
—Sólo en caso de desequilibrio mental.
Narses y el obispo se miraron con repentina complicidad. El obispo ignoraba las razones de este giro inesperado, que aprovechó de inmediato.
—¿Quién va a negar este desequilibrio?
—Tened cuidado, obispo. Una palabra sobre mí y…
—No iremos a Nubia —dijo Narses con firmeza.
—Deliráis, general.
—La catarata es infranqueable. Tendríamos que dirigir nosotros mismos las embarcaciones y somos incapaces de hacerlo. No quiero ver como perece la otra mitad de mi ejército; si fuera necesario, intervendría el poder judicial.
Maximino contuvo su ira. El poder judicial… dicho de otro modo, ¡el obispo!
—¿Qué proponéis?
—Esperar. Esperar tanto tiempo como sea necesario.
—Pero el oro…
—El emperador lo entenderá. Somos tributarios del Nilo y de sus caprichos; redactad un informe en este sentido y yo lo refrendaré.
—Tratad de no mencionar las pérdidas —recomendó el obispo—. Yo también las olvidaré. Elefantina está lejos de Bizancio… Si ciertos rumores llegaran a oídos del emperador, los desmentiríamos. Oficialmente estos hombres han muerto por enfermedad: en los años de crecida débil, las epidemias asolan la población.
El prefecto dudó. La propuesta del obispo no presentaba ningún inconveniente, pero le obligaba a convertirse en cómplice suyo.
—¿Qué os parece, general?
—El hombre más valeroso puede cometer un error. Estoy dispuesto a olvidar.
—¿En qué condiciones?
—Ser nombrado jefe de la guarnición permanente de Elefantina.
—¿Deseáis… vivir aquí?
—Ya os lo he explicado. A vos corresponde solicitarlo al emperador, con la bendición del obispo.
—Necesito reflexionar.
El general y el obispo salieron del despacho del prefecto. ¡Qué poco conocía Maximino a los hombres!… También esta ilusión se desvanecía. Narses, militar ceñudo y frío como las nieves de las montañas de Asia, hombre intransigente cuyo horizonte no iba más allá de las órdenes recibidas, ¡se había enamorado! Había descubierto su propio paraíso y le sacrificaba su carrera.
Por suerte, Teodoro y Narses no urdían ninguna intriga contra Maximino; el general se quedaría en la provincia meridional. El milagro convenía a los intereses del prefecto. Narses se dedicaría a mantener su posición y protegería File del mismo modo que protegía a los cristianos.
El carácter diplomático de Teodoro le tranquilizaba. El obispo tampoco deseaba un conflicto abierto. Aunque File fuera la manzana de la discordia, podrían llegar a un acuerdo; un hombre que tenía el oído de Dios, debía entenderse con un dignatario del imperio.
El horizonte se aclaraba. Quedaba un motivo de angustia; Maximino no podría ofrecer el oro de Nubia a Isis.