INTERLUDIO

Sylvanas Brisaveloz, antigua general (los cargos y tratamientos los he unificado en minúscula) de la Guardia Forestal de Quel’Thalas, un alma en pena, y Dama Oscura de los renegados, abandonó los aposentos reales con el mismo paso rápido y ágil que le había caracterizado en vida. En ese momento mostraba su forma corpórea porque la prefería para realizar actividades cotidianas y normales. Si bien gracias a las botas de cuero pisó el suelo de piedra de Entrañas sin hacer el mínimo ruido, todos giraron la cabeza para observar a aquella dama única e inconfundible.

Antaño, su pelo había sido rubio, sus ojos, azules, y su piel, del color del melocotón. Antaño, había estado viva. Ahora su pelo, a menudo cubierto por una capucha de un tono negro azulado, era negro como la medianoche y estaba salpicado de mechones blancos aquí y allá; además, su piel amelocotonada era ahora de un tenue gris perla azulado. Iba vestida con la armadura que había llevado en vida, de cuero con muchos remaches, que revelaba gran parte de su esbelto y muscular torso. Sus orejas se agitaron al escuchar los murmullos que había despertado su presencia ahí, pues rara vez se aventuraba más allá de sus aposentos. Como era la regente de aquella ciudad, era el resto del mundo el que venía a verla y no al revés.

Junto a ella caminaba presuroso su maestro boticario Faranell, presidente de la Sociedad Real de Boticarios, quien hablaba animadamente, esbozando una sonrisa de lo más falsa.

—Te agradezco muchísimo que hayas accedido a venir, mi señora —aseveró, al tiempo que intentaba hacer una reverencia, andar y hablar, todo a la vez—. Como me comentaste que deseabas de que te informásemos en cuanto los experimentos fructificaran y querías verlos tú misma una vez que…

—Sé perfectamente cuáles eran mis órdenes, doctor —le soltó Sylvanas cuando descendían por un sinuoso pasillo que llevaba a las profundidades de Entrañas.

—Por supuesto, por supuesto. Ya hemos llegado.

Entraron en una habitación que a cualquiera con un mínimo de sensibilidad le habría parecido una casa del terror. Sobre una mesa enorme, un no-muerto encorvado se afanaba cosiendo los restos de diferentes cadáveres, mientras canturreaba en voz baja. Ante lo cual, Sylvanas sonrió y le espetó socarronamente:

—Me alegro de ver a alguien disfrutar tanto con su trabajo.

El aprendiz se sobresaltó al escuchar esas palabras, y, acto seguido, hizo una profunda reverencia.

En aquel lugar, donde se podía escuchar el zumbido monótono del chisporroteo de alguna clase de energía, los alquimistas se hallaban muy ajetreados mezclando pociones, pesando ingredientes y tomando notas. El olor era una combinación de putrefacción, sustancias químicas y, de forma un tanto incongruente, el dulce aroma de ciertas hierbas. A Sylvanas le sorprendió cómo respondió ante la fragancia de esas hierbas, ya que le hicieron sentir una sensación extraña… le hicieron añorar su hogar. Por fortuna, esa emoción no duró demasiado. Tales emociones nunca se prolongaban mucho.

—Muéstramelo —exigió la Dama Oscura.

Faranell hizo una reverencia y la guió hasta una sala anexa tras cruzar el área principal y pasar junto a diversos cuerpos mutilados que pendían de ganchos.

Un débil sollozo alcanzó sus oídos. Al entrar, Sylvanas vio varias jaulas que reposaban en el suelo o se balanceaban en el techo colgadas de unas cadenas; todas ellas estaban ocupadas por los sujetos con los que experimentaban. Algunos eran humanos. Otros, renegados. Todos tenían la mirada perdida por culpa del miedo que se había instalado en lo más hondo de su ser y prolongado tanto tiempo que prácticamente los había obligado a aislarse en sus propios mundos.

Pero eso no sería así por mucho tiempo.

—Como puedes imaginar, mi señora —le explicó Faranell—, resulta difícil traer hasta aquí a miembros de la Plaga para experimentar con ellos. Si bien, a la hora de realizar experimentos, nos da igual utilizar a un renegado que a un miembro de la Plaga. No obstante, me complace participarte que nuestras pruebas de campo están muy bien documentadas y han sido todo un éxito.

La emoción embargó a Sylvanas, quien obsequió al boticario con una extraña aunque hermosa sonrisa.

—Lo cual me llena de orgullo y regocijo —añadió.

El doctor no-muerto se estremeció de satisfacción. Llamó con una seña a su ayudante, Keever, un renegado cuyo cerebro había quedado gravemente dañado tras su primera muerte y que hablaba entre dientes consigo mismo en tercera persona mientras apartaba a dos «conejillos de indias». Uno era una mujer humana, que por lo visto, si bien no estaba dominada por el miedo y la desesperación como para perderse en un mundo propio, no pudo evitar echarse a llorar en silencio cuando Keever la sacó a rastras de la jaula. Sin embargo, el macho, un renegado, permanecía en pie completamente impasible y callado.

—¿Es un criminal? —inquirió Sylvanas mientras observaba con atención al varón.

—Por supuesto, mi señora —replicó Faranell.

La Dama Oscura se preguntó si sería verdad. Aunque, al final, no revestía la mayor importancia. Fuera como fuese, aquel sujeto serviría a los propósitos de los renegados. Entretanto, la muchacha humana se había arrodillado. Keever se agachó, la tiró del pelo para que levantara la cabeza, y cuando la mujer abrió la boca para gritar de dolor, aprovechó para meterle en la boca el líquido que contenía una copa y, a continuación, se la tapó para obligarla a tragar.

Sylvanas captó cómo se resistía la mujer. Junto a ella, el macho renegado aceptó y apuró sin protestar la copa que Faranell le ofreció.

Todo sucedió muy rápido. La muchacha humana pronto dejó de resistirse, su cuerpo se tensó y luego sufrió convulsiones. Keever la soltó y contempló con curiosidad cómo la sangre manaba de su boca, nariz, ojos y oídos. En ese instante, Sylvanas posó la mirada sobre el renegado, quien seguía escudriñándola en silencio, eso provocó que la Dama Oscura frunciera el ceno.

—Quizá no sea tan efectivo como…

Entonces el renegado se estremeció. Luchó por mantenerse en pie un poco más, pero se debilitó al instante y fue a estrellarse estrepitosamente contra el suelo. Todos dieron un paso atrás. Sylvanas observaba aquella escena absorta, con los labios un poco separados por mor de la emoción.

—¿Sufren el mismo mal? —planteó la Dama Oscura a Faranell.

En ese momento, la hembra humana gimió y, acto seguido, se quedó quieta con los ojos abiertos. Entonces el alquimista asintió satisfecho a la pregunta de su señora.

—Efectivamente —contestó el apotecario—. Como puede imaginar, estamos bastante…

El no-muerto sufrió un espasmo, se le rasgó la piel por varios puntos de los que brotó un pus negro y, al momento, también él permaneció inmóvil.

—… contentos con los resultados —remató Faranell.

—Ya veo —replicó Sylvanas, a quien le resultaba muy difícil disimular la euforia; la palabra «contento» se quedaba corta para definir lo que sentía—. Por fin hemos dado con una peste que mata tanto a humanos como a miembros de la Plaga. Obviamente, afecta a mis súbditos, dado que ellos también son no-muertos.

La Dama Oscura miró a Faranell con aquellos ojos plateados brillantes y añadió:

—Debemos cerciorarnos de que este descubrimiento no caiga en manos equivocadas; las consecuencias podrían ser… devastadoras.

El apotecario tragó saliva.

—Efectivamente, mi señora, habrá que tener mucho cuidado.

Sylvanas ocultó sus sentimientos bajo una máscara de indiferencia mientras regresaba a los aposentos reales. Si bien miles de pensamientos cruzaban su mente a gran velocidad, uno destacaba por encima de los demás, ardiendo de un modo tan cegador y descontrolado como el hombre de paja que prendía todos los Halloween:

Por fin vas a pagar por lo que has hecho, Arthas. Los humanos que te engendraron serán masacrados, y la Plaga conocerá su fin. Ya no podrás esconderte tras tus ejércitos de títeres no-muertos sin mente. Y disfrutarás de la misma piedad y compasión que mostraste por nosotros.

A pesar del gran autocontrol que ejercía sobre sus emociones, no pudo evitar esbozar una sonrisa.