INTERLUDIO
Era la clase de día que Jaina Valiente odiaba: plomizo, tormentoso y muy gélido. A pesar de que en Theramore siempre hacía frío por culpa de la brisa del mar, incluso en los meses más calurosos del verano, aquel viento frío y la lluvia constante que azotaban la ciudad se sentían hasta en los huesos. El océano se revolvía descontento y el cielo que se alzaba sobre él se mostraba grisáceo y amenazador. Además, el día no parecía que fuera a levantar. A lo lejos, los campos de entrenamiento estaban embarrados, los viajeros buscaban cobijo en las posadas y el doctor VanHowzen tendría que examinar con detenimiento a los pacientes a su cargo para poder detectar cualquier síntoma de enfermedad que aquel repentino frío y la humedad pudieran provocar. Los guardias de Jaina permanecían firmes bajo la lluvia torrencial sin emitir queja alguna. Indudablemente, se sentían los hombres más desgraciados del mundo en aquellos momentos. Jaina ordenó a uno de sus criados que les llevara el té que acababa de preparar para ella y su tutora, a los leales guardias que cumplían con su deber allá abajo sin pestañear. Ella podría esperar a que prepararan más.
Entonces, un trueno bramó y se divisó en el firmamento el destello de un relámpago. Jaina, que se había recogido en aquella torre donde se hallaba rodeada de los libros y papeles que tanto amaba, se estremeció y se arropó aún más con su capa; a continuación se giró hacia alguien que, sin duda alguna, se sentía mucho más incómoda que ella.
Magna Aegwynn, la antigua Guardiana de Tirisfal, madre del gran Magus Medivh, y que en su día había sido la mujer más poderosa del mundo; estaba sentada en una silla junto al fuego, bebiendo a sorbos una taza de té. Sus nudosas manos se aferraban a la taza, en busca de su calor; y su larga melena suelta, blanca como la nieve recién caída, descansaba sobre sus hombros. Alzó la vista en cuanto Jaina se acercó y observó mientras la joven se sentaba en la silla que se encontraba frente a ella. Nada podía ocultarse a aquellos ojos verde esmeralda, profundos y sabios que no pasaban por alto ningún detalle.
—Estás pensando en él.
Jaina frunció el ceño y contempló el fuego con detenimiento, buscando una distracción en esas llamas danzantes.
—No sabía que entre tus habilidades como Guardiana estuviera incluida la capacidad de leer mentes.
—¿Leer mentes? Buf. Es tu semblante y tu porte lo que puedo leer como un libro, niña. Esa arruga en tu frente aparece cuando es él quien ocupa tus pensamientos. Además, siempre te ocurre lo mismo cuando cambia el tiempo.
Jaina se estremeció.
—¿De veras soy tan transparente?
Las marcadas facciones de Aegwynn se relajaron mientras daba unas palmaditas a Jaina en la mano.
—Bueno, llevo mil años perfeccionando el arte de la observación. De modo que se me da mucho mejor deducir lo que piensa la gente que a la mayoría.
Jaina soltó un suspiro.
—Es cierto. Cuando hace tanto frío pienso en él. Pienso en lo que pasó. En si hubiera podido hacer algo.
Ahora fue Aegwynn quien suspiró.
—Creo que en mil años nunca me he enamorado realmente, ya que mi atención ha estado centrada en muchas otras preocupaciones. Pero si esto te sirve de consuelo, he de reconocer que… también he pensado en él.
Jaina parpadeó sorprendida y un tanto incómoda ante ese comentario.
—¿Has estado pensando en Arthas?
La antigua Guardiana clavó su penetrante mirada en ella.
—No, en el Rey Exánime. Recuerda que ya no es Arthas.
—No hacía falta, que me lo recordaras —le reprochó Jaina de un modo un tanto brusco—. ¿Por qué…?
—¿No lo percibes?
Lentamente, Jaina asintió con la cabeza. Había intentado echarle la culpa de su estado de ánimo al mal tiempo y a las tensiones que siempre alcanzaban su cenit cuando hacía tanta humedad y el clima se tornaba tan desagradable. Pero Aegwynn acababa de sugerir que había algo más y Jaina Valiente, de treinta años de edad, gobernante de la isla de Theramore, sabía que aquella anciana tenía razón. Anciana, pensó, y una sonrisa fugaz se esbozó en sus labios cuando aquellas palabras cruzaron su mente. Ella misma había dejado tiempo atrás su juventud; una juventud en la que Arthas Menethil había desempeñado un papel muy importante.
—Háblame de él —le rogó Aegwynn mientras se acomodaba en la silla.
En ese momento, uno de los siervos apareció con té caliente y galletas recién sacadas del horno. Jaina aceptó con sumo agrado aquella taza de té.
—Ya te he contado todo cuanto sé.
—No —replicó Aegwynn—. Me has contado los hechos que acaecieron, pero yo quiero que me hables de él. De Arthas Menethil. Porque si bien ignoro qué está pasando allá arriba, sí sé con seguridad que algo sucede y que está relacionado con Arthas y no con el Rey Exánime. Al menos, aún no. Además…
La anciana sonrió abiertamente y el destello jovial de sus ojos esmeralda eclipsó las arrugas que le surcaban el rostro cuando añadió:
—Hace un día frío y lluvioso. Las historias se inventaron para ser contadas en días como éstos.