CAPÍTULO VElNTE

Arthas sonrió cuando el frío viento le despeinó y le acarició el rostro. Se alegraba de volver a estar en la parte más fría de aquel mundo. No se había sentido a gusto en la tierra de los elfos, donde siempre era verano y la atmósfera estaba saturada de los aromas de las flores y plantas. Le recordaba demasiado a los jardines de Dalaran, donde había compartido tantos momentos con Jaina; a las bocas de dragón de la Hacienda Balnir. Prefería que el viento lo purificara y el frío silenciara los recuerdos. Ya no le servían de nada, salvo para debilitarlo, y de todos modos no quedaba espacio para la debilidad en el corazón de Arthas Menethil.

Iba a lomos de Invencible, su leal caballo, como siempre. Lo había pasado mal en Quel’Thalas, cuando ese bastardo del rey Anasterian había atacado con cobardía a su inocente corcel en vez de al jinete, cortándole las patas, lo que recordaba poderosamente a la forma en que había muerto Invencible en su día, con las patas destrozadas. Ese incidente había catapultado a Arthas a aquellos terribles momentos, lo había estremecido hasta lo más hondo de su ser, desatando una gélida ira que, al final, le había servido para combatir con Anasterian. Ante él y a sus espaldas, su infatigable ejército marchaba por el paso nevado sin que el frío hiciera mella en él. En algún punto entre sus espantosas filas flotaba un alma en pena. Arthas había decidido dejar en paz a Sylvanas de momento. Estaba más interesado en Kel’Thuzad, que se deslizaba a su lado de un modo sereno, si es que tal palabra se podía aplicar para describir a un ente exánime. Era el responsable de haber dirigido a la Plaga a ese lugar tan remoto y helado, y Arthas no había cuestionado su decisión hasta entonces. Pero el viaje se estaba tornando muy tedioso y sentía curiosidad. El príncipe notó cómo una sonrisa cobraba forma en sus labios.

—Bueno, espero que no sigas enfadado porque te matara en su día —le espetó socarronamente.

—No seas necio —replicó el nigromante no-muerto—. El Rey Exánime me había contado cómo acabaría nuestro encuentro.

Esa afirmación sorprendió a Arthas.

—¿El Rey Exánime sabía que te iba a matar? —inquirió.

Frunció el ceño y bajó la vista para contemplar la espada que descansaba en su regazo. Ahora estaba callada, aletargada. Ningún susurro provenía de ella, ni tampoco sus runas vibraban con su poder.

—Por supuesto —respondió Kel’Thuzad con cierto tono de superioridad en su voz sepulcral—. Te eligió para ser su campeón mucho antes de que la Plaga se formara.

Arthas se sentía cada vez más intranquilo. Nadie le había preguntado si quería ese destino, ni siquiera le habían advertido de cuál sería su destino. Pero ¿lo habría aceptado si lo hubiera conocido de antemano? No. No le gustaba que le manipulasen, aunque sabía que si quería ser formidable, debía ser templado como cualquier otra arma. Tenía que acercarse paso a paso a su destino; de no ser así, lo habría rechazado. De no ser así, aún estaría con Jaina y Uther, y su padre le…

—Si el rey sabe tanto, ¿cómo es posible que los señores del terror le controlen?

—Porque sirven al que creó a nuestro amo; son los señores de la Legión Ardiente.

Esas palabras provocaron que un escalofrío recorriera a Arthas. La Legión Ardiente. Sólo eran dos palabras, pero transmitían una sensación de poder en cierto modo embriagadora. En su regazo, la Agonía de Escarcha centelleó fugazmente.

—Se trata de un vasto ejército demoníaco que ha consumido infinitos mundos que se encuentran más allá del nuestro —le explicó Kel’Thuzad con una voz casi hipnótica, y Arthas cerró los ojos un instante.

Tras los párpados cerrados vio proyectada una secuencia de escenas en su mente mientras el ente exánime hablaba. Vio un cielo rojo sobre un mundo rojo. Una oleada de criaturas surgió de una cadena de colinas. Corrían como perros de caza, pero no eran unas bestias normales; poseían unas espantosas mandíbulas atestadas de dientes, y unos extraños tentáculos que sobresalían de sus hombros. Unas piedras impactaron contra el suelo, dejando a su paso un rastro de fuego verde, las cuales cobraron vida como una roca animada que marchó sobre sus enemigos.

«Ahora llega para prender fuego a este mundo. Nuestro amo fue creado para allanar el camino a su llegada. Los señores del terror fueron enviados para cerciorarse de que nuestro amo triunfaba».

Entonces, la escena que Arthas veía en su mente cambió. Se hallaba ante un portal con muchos ornamentos tallados. Sabía que se trataba del Portal Oscuro, a pesar de que nunca lo había visto. Irradiaba un fuego verde y una hueste de demonios se apiñaba a su alrededor. Arthas sacudió la cabeza y la visión se desvaneció.

—Así que la peste de Lordaeron, la carnicería de las ciudadelas de Rasganorte, la masacre de los elfos… ¿todo ello tenía como único propósito preparar una invasión demoníaca a gran escala?

—Sí. Cuando pase un tiempo, descubrirás que toda nuestra historia ha sido moldeada por el conflicto que se avecina.

Arthas meditó al respecto. La Agonía de Escarcha se estaba despertando, sin duda, así que se quitó el guantelete que le cubría la mano derecha para acariciarla. Era fría como un hueso, tan gélida que incluso la mano del caballero de la muerte, que había sido templada para tal menester, sufría dolor al tocarla. Arthas volvió a percibir sus susurros y esbozó una sonrisa.

—Pero hay mucho más que contar, ¿verdad, ente exánime? —le preguntó a Kel’Thuzad, al tiempo que se giraba para observarlo—. En cierta ocasión me comentaste que los señores del terror eran los carceleros de nuestro amo. Explícamelo.

Como Kel’Thuzad ya no poseía ni piel ni carne, carecía de un semblante que pudiera revelar sus pensamientos. Sin embargo, Arthas dedujo, por el ligero encorvamiento que había adoptado el cuerpo del no-muerto, que se sentía incómodo. No obstante, habló.

—La primera fase del plan del Rey Exánime consistía en crear la Plaga, que erradicaría a cualquier rival que pudiera ofrecer resistencia a la llegada de la Legión.

—Como las fuerzas de Lordaeron… y los altos elfos —señaló Arthas mientras asentía.

Si bien entonces sintió un ligero nudo en el estómago, sofocó esa sensación.

—Exactamente. La segunda fase consiste en invocar al señor demoníaco que prenderá la mecha de la invasión —aseguró el ente exánime, apuntando con un dedo huesudo en la dirección que seguían—. Cerca de aquí hay un campamento de orcos que posee un portal demoníaco que aún funciona. He de utilizar ese portal para conversar con el señor demoníaco y recibir instrucciones.

Arthas permaneció callado a lomos de Invencible un instante. Su mente regresó a la época en que había combatido a los orcos junto a Uther el Iluminado en Strahnbrad. Se acordó de los orcos que realizaban sacrificios humanos para satisfacer a sus señores demoníacos. Ese hecho había repugnado y espantado tanto a él como a Uther. Arthas se había enfurecido tanto que Uther tuvo que sermonearle acerca de que no debía combatir mientras albergase ira en su corazón. «Si permitimos que nuestras emociones alimenten nuestra sed de sangre, nos convertiremos en unos seres tan viles como los orcos», le había reprendido el paladín.

Bueno, Uther estaba muerto y Arthas seguía matando orcos, aunque ahora trabajaba para los demonios. En ese momento sufrió un espasmo involuntario cerca del ojo.

—¿A qué esperamos? —les espetó, a la vez que obligaba a Invencible a trotar al galope.

Los orcos lucharon con bravura, pero, al final, fue en vano, al igual que todos los intentos de detener a la Plaga habían sido en vano. Arthas siguió galopando hacia el frente e Invencible saltó con destreza por encima de los cuerpos de los orcos caídos. El caballero de la muerte observó el portal durante un largo rato. Consistía en tres losas de piedra, elegantes a su manera para haber sido talladas por una raza tan basta. No obstante, cerca de ahí se alzaban unos huesos enormes de animales que brillaban con un color rojo apagado. En los límites marcados por las losas de piedra, una energía verde se arremolinaba perezosamente. Se trataba de una puerta a otro mundo. A Jaina le habría intrigado… aunque también la habría horrorizado tanto que nunca habría satisfecho su curiosidad. Ésa era su mayor debilidad.

Eso era… lo que la hacía ser quien era…

—Ya me he ocupado de esas bestias —indicó Arthas, sacudiéndose las manos—. El portal demoníaco es tuyo, ente exánime.

Aquel esqueleto se estremeció de satisfacción, se acercó flotando al portal y alzó los brazos implorante. Unas escaleras llevaban a la entrada; sin embargo, Arthas se fijó en que aquel ser exánime no ascendió por ellas, sino que permaneció ante ellas en señal de respeto, o quizá por un motivo mucho más pragmático: para no sufrir daños. Arthas no se atrevió a dar un paso adelante y siguió observándolo todo atentamente a lomos de Invencible.

—¡Yo te invoco, Archimonde! ¡Tu humilde siervo te pide que le concedas audiencia!

La neblina verde siguió girando. Entonces, Arthas distinguió una silueta, unas facciones que se asemejaban a pesar de ser distintas a las de los señores del terror que conocía.

Aquel ser poseía lo que Arthas supuso que era una piel de color gris azulado, aunque no lo podía asegurar por culpa de la luz verde que lo iluminaba. De lo que no había ninguna duda era de que el cuerpo de ese demonio irradiaba poder; poseía un torso musculoso, unos brazos enormes y fuertes y unas extremidades inferiores semejantes a las de un cabrito; las piernas de Archimonde se curvaban hacia atrás y acababan en un par de pezuñas en vez de pies. Su cola se agitó, revelando así que tal vez la sensación de calma y de control de la situación que transmitía Archimonde no era real. Sus brazos, hombros y piernas estaban cubiertos por una armadura dorada y brillante, ornamentada con calaveras y púas. De la barbilla le salían dos tentáculos gemelos, largos y delgados. Pero el rasgo más impactante de su cara alargada eran sus ojos, de un atroz color verde que resplandecía mucho más y era mucho más irresistible que la niebla verde que se arremolinaba en torno a él. A pesar de que Archimonde no se hallaba ahí, no se hallaba físicamente en este mundo, Arthas se sintió sobrecogido por la impactante presencia del demonio.

—Me has llamado por mi nombre y he venido, insignificante ente exánime —habló el demonio, con una voz atronadora que parecía vibrar en los huesos de Arthas—. Eres Kel’Thuzad, ¿verdad?

Kel’Thuzad inclinó su cabeza coronada por un cuerno. A Arthas no se le escapó hasta qué punto se humillaba.

—Sí, gran señor. Soy el encargado de invocarte. Te ruego que me expliques cómo despejar el camino para que puedas entrar en este mundo, pues sólo existo para servirte, mi señor.

—Debes dar con un libro muy especial —contestó el señor demoníaco. Entonces, su mirada se posó sobre Arthas, lo examinó un instante y, acto seguido, decidió ignorarlo. La furia se iba apoderando cada vez más del caballero de la muerte.

—Se trata del único libro de hechizos que queda de Medivh, El último guardián. Sólo sus encantamientos perdidos son lo bastante poderosos para hacerme llegar a este mundo. Debes ir a la ciudad mortal de Dalaran, ahí se guarda ese libro. A la hora del crepúsculo, dentro de tres días, deberás iniciar la invocación.

La imagen del demonio se desvaneció y Arthas siguió contemplando largo rato el lugar donde había estado.

Dalaran. El lugar donde más magia se concentraba de todo Azeroth, con excepción de Quel’Thalas.

Dalaran. Donde Jaina Valiente había sido adiestrada. Donde probablemente aún estaría. Al pensar en ella, sintió una fugaz punzada de dolor.

—Dalaran está defendida por los magos más poderosos de Azeroth —le indicó a Kel’Thuzad con parsimonia—. No podremos sorprenderlos. Estarán preparados para nuestra llegada.

—¿Cómo lo estuvo Quel’Thalas? —inquirió Kel’Thuzad, y, acto seguido, estalló en carcajadas. Unas carcajadas que sonaron huecas—. Piensa en lo fácilmente que este ejército los aplastó. Volverá a suceder lo mismo. Además, recuerda que fui miembro de los Kirin Tor, y amigo cercano del archimago Antonidas. Dalaran fue mi hogar cuando sólo era un mortal. Conozco sus secretos, sus hechizos de protección, las entradas que nunca se les ha ocurrido proteger. Me alegro de poder esparcir el terror entre aquellos que intentaron que abandonara mi sendero y mi destino. No temas, caballero de la muerte. No podemos fracasar. Nada ni nadie podrá detener a la Plaga.

Arthas detectó cierto movimiento por el rabillo del ojo. Se giró y contempló ante sí al espíritu que una vez fue Sylvanas Brisaveloz flotando en el aire. Era obvio que había escuchado toda la conversación y había sido testigo de cómo había reaccionado a las nuevas órdenes.

—Hablar sobre Dalaran te afecta, príncipe Arthas —le espetó maliciosamente.

—Calla, espectro —masculló entre dientes.

Arthas recordó, muy a su pesar, la primera vez que cruzó las puertas de Dalaran escoltando a Jaina. Ahora le resultaba imposible concebir la inocencia con la que había vivido en otro tiempo.

—¿Acaso hay alguien ahí por quién profesas una gran estima? ¿Conservas algún recuerdo agradable de esa persona?

Esa condenada alma en pena no cejaba en su empeño. Arthas cedió ante el empuje de la ira que sentía y alzó una mano; al instante, Sylvanas se retorció de dolor por unos segundos hasta que la liberó.

—No vuelvas a mencionar este tema —le advirtió—. Centrémonos en la tarea que tenemos entre manos.

Sylvanas permaneció callada. Sin embargo, en su lívido y espectral semblante se dibujaba una gran sonrisa de satisfacción.

—Puedo ayudar —aseguró Jaina, con un tono de voz tan tranquilo que le sorprendió a ella misma.

Le hablaba a Antonidas, su maestro en su familiar, encantador y maravillosamente desorganizado estudio, del que no apartaba una intensa mirada.

—He aprendido mucho —añadió la maga.

El archimago seguía mirando por la ventana, con las manos a la espalda, como si estuviera haciendo algo tan banal como observar a los estudiantes practicar.

—No —replicó el maestro con suma tranquilidad—. Tienes otras obligaciones que atender.

En ese instante se volvió hacia ella, y el corazón de Jaina se encogió al ver el semblante de su maestro.

—Deberes que tanto yo… como Terenas, que la Luz tenga en su gloria… eludimos. Por negarse a escuchar a aquel extraño profeta, acabó asesinado por su propio hijo, y su reino ahora no es más que un montón de ruinas poblado por muertos.

A esas alturas, Jaina se seguía estremeciendo al oír hablar de aquellos funestos hechos. Arthas…

Resultaba tan difícil de creer. Lo había querido tanto… y aún lo amaba. Rezaba en silencio constantemente, sin que nadie lo supiera, porque su amado se hallara bajo una influencia maligna a la que no se podía resistir. De no ser así, si hubiera cometido esas atrocidades por voluntad propia…

—Ese profeta también acudió a mí, y yo fui tan arrogante como para dar por sentado que sabía más que él. Bueno, querida, esto es lo que hay. Todos debemos vivir, o morir, aceptando las consecuencias de nuestras decisiones —aseveró Antonidas con una sonrisa triste.

Las lágrimas se asomaron a los ojos de la maga, pero las contuvo como pudo.

—Permíteme quedarme. Puedo…

—Protege a aquéllos a los que has prometido defender, Jaina Valiente —le aconsejó Antonidas con cierta severidad en su voz y su semblante—. Un mago más o menos… no supondrá ninguna diferencia. Sin embargo, otros dependen de ti en estos momentos.

—Antonidas… —La voz se le quebró al pronunciar aquella palabra.

No pudo refrenarse más y se abalanzó sobre él para abrazarlo. Nunca antes se había atrevido a darle un abrazo, puesto que siempre la había intimidado muchísimo. Pero en ese momento le pareció tan… viejo. Viejo y frágil, y lo que es aún peor, resignado.

—Niña —le dijo su maestro afectuosamente, dándole unas palmaditas en la espalda y esbozando una sonrisa franca—. No, ya no eres una niña. Eres una mujer, una líder. Aun así… será mejor que te marches.

Una voz familiar, que provenía del exterior, sonó clara y fuerte. Jaina se sintió como si hubiera recibido un golpe. Profirió un grito ahogado al reconocer con espanto a quién pertenecía, y se apartó al instante de su mentor.

—¡Brujos de Kirin Tor! ¡Soy Arthas, el primero de los caballeros de la muerte del Rey Exánime! ¡Os exijo que abráis las puertas y os rindáis ante el poder de la Plaga!

¿Caballero de la muerte?, se preguntó Jaina, al tiempo que se giraba estupefacta para mirar a Antonidas, quien le respondió con una sonrisa lúgubre.

—Habría preferido que no lo supieras… al menos por ahora —afirmó su maestro.

El mundo se le vino abajo a la maga. Arthas… estaba… ahí.

El archimago se aproximó al balcón. Hizo unos leves gestos con sus manos arrugadas por el paso del tiempo, y su voz vio su volumen aumentado hasta el nivel de la de Arthas.

—Bienhallado, príncipe Arthas —le saludó Antonidas con cierto tono de reproche—. ¿Cómo se encuentra tu noble padre?

¿Dónde está? ¿En la calle? ¿Lo veré si salgo al balcón donde se encuentra Antonidas?, pensó Jaina.

—Lord Antonidas —replicó Arthas—, no tienes por qué mostrarte sarcástico.

Jaina volvió la cabeza y se secó las lágrimas. Intentó hablar, pero las palabras parecían negarse a salir de su boca.

—Esperábamos tu llegada, Arthas —dijo Antonidas, manteniendo la calma—. Mis hermanos y yo hemos levantado auras que destruirán a los no-muertos que pasen por ellas.

—Tu patética magia no me detendrá, Antonidas. No sé si te has enterado de lo que sucedió en Quel’Thalas. Esos elfos también se creían invulnerables.

Quel’Thalas. Sólo con pensarlo, Jaina creyó que iba a vomitar. Estaba en Dalaran cuando corrió la voz sobre lo acaecido en ese lugar gracias a un puñado de supervivientes que lograron escapar. También se encontraba allí, por aquel entonces, Kael’thas, el príncipe quel’dorei. La maga nunca lo había visto tan… enfadado, tan destrozado, tan fuera de sí. Había intentado consolarlo con sus palabras, pero se había vuelto a mirarla con tal furia que Jaina dio un paso atrás de manera instintiva.

«No digas nada más», le había replicado de malas maneras Kael. Para su consternación, la maga se dio cuenta de que el elfo cerraba los puños con fuerza y apenas era capaz de refrenar el ansia que le invadía, que le impulsaba a agredirla físicamente. «Qué necia eres, muchacha. ¿Ése es el monstruo con el que yacías?».

Jaina parpadeó estupefacta, asombrada por las duras palabras que le dirigía aquel hombre tan cultivado.

«Mira, yo…», alcanzó a articular la maga.

Pero a Kael’thas no le importaba lo que Jaina tuviera que decirle.

«¡Arthas es un asesino! ¡Ha masacrado a millares de inocentes! Tiene las manos manchadas con tanta sangre que ni un océano podría limpiárselas. ¿Y tú le amabas? ¿Cómo pudiste escogerle a él y no a mí?», le espetó el príncipe elfo.

Su voz, normalmente meliflua y calmada, se quebró al pronunciar la última palabra. Jaina sintió que las lágrimas anegaban sus ojos al entender por fin lo que sucedía. El elfo la atacaba a ella porque no podía hostigar a su verdadero enemigo. Kael’thas se sentía impotente, por eso se ensañaba con el objetivo que tenía más cerca: ella, Jaina Valiente, cuyo amor tanto había deseado y no había logrado.

«Oh… Kael’thas», le dijo la maga con voz queda, «Arthas ha hecho cosas terribles. Tu pueblo ha sufrido…».

«¿Qué sabrás tú sobre el sufrimiento?», le soltó. «Eres una niña con mentalidad pueril y un corazón inocente. Un corazón que entregaste a ese… ése… Los ha asesinado, Jaina. ¡Y, además, luego ha insuflado vida a los cadáveres!».

La maga lo observó en silencio; sus palabras ya no le afectaban ahora que conocía la razón que le movía a actuar así.

«Asesinó a mi padre, Jaina, como hizo con el suyo. De-debería haber estado ahí».

«¿Y haber muerto con él? ¿Junto al resto de tu pueblo? ¿De qué habría servido sacrificar tu vida?».

En cuanto aquellas palabras abandonaron sus labios, se dio cuenta de que no eran las más idóneas. Kael’thas se puso más tenso que antes y le replicó con brusquedad.

«Quizá habría podido detenerlo. Debería haberlo hecho».

Tras pronunciar esas sentencias, se enderezó, y una extremada frialdad repentina apagó las llamas que lo habían soliviantado hasta entonces. Hizo una reverencia exagerada y manifestó:

«Abandonaré Dalaran lo antes posible. Ya nada me retiene aquí».

Jaina se sintió contrariada ante la vacuidad y resignación que transmitía su voz.

«Fui un necio de tomo y lomo al creer que los humanos podrían ayudarme. Abandonaré este lugar repleto de magos viejos y seniles y jóvenes cegados por la ambición. Ninguno de vosotros puede ayudarme. Mi pueblo me necesita ahora que mi padre…».

Entonces se quedó callado y tragó saliva con dificultad.

«He de estar con ellos. Con los pocos que aún quedan. Con aquellos que han sobrevivido, que han renacido bajo la sangre de esos que ahora sirven a tu amado».

El elfo se marchó indignado, presa de una furia que dominaba hasta el más recóndito rincón de su elegante y esbelto cuerpo. Jaina se compadeció de él con todo su corazón.

Y, ahora, Arthas estaba ahí, encabezando el ejército de no-muertos, transformado en un caballero de la muerte. La voz de Antonidas la sacó de su ensimismamiento. Parpadeó en un intento de regresar al presente.

—¡Retira tus tropas, o nos veremos obligados a utilizar nuestros vastos poderes contra vosotros! Toma una decisión ya, caballero de la muerte. —Antonidas se retiró del balcón y se volvió hacia la maga, a quien habló con voz normal—. Jaina, vamos a erigir unas barreras que impedirán la teletransportación momentáneamente. Debes irte de aquí de inmediato, o quedarás atrapada.

—Tal vez pueda razonar con él… Quizá yo pueda… —Tras decir estas palabras enmudeció, al percatarse de que estaba siendo una ingenua.

Había sido incapaz de evitar que asesinara a todos esos inocentes en Stratholme, o de acompañarlo a Rasganorte, donde estaba segura de que le aguardaba una trampa. Por aquel entonces, Arthas ya había dejado de escucharla. Además, si el príncipe se hallaba bajo la influencia de algún poder oscuro, ¿cómo iba a disuadirlo?

Inspiró aire con fuerza y dio un paso hacia atrás; Antonidas asintió pausadamente ante ese gesto. Tenía tantas cosas que decirle a aquel hombre, a su mentor, su guía. Pero lo único que pudo ofrecerle fue una sonrisa vacilante ahora que iba a librar la que con toda probabilidad sería su última batalla. Ni siquiera fue capaz de despedirse de él.

—Cuidaré de nuestra gente —prometió.

Eso fue lo único que se atrevió a decir. A continuación lanzó un hechizo de teletransportación y desapareció.

La primera parte de su plan había concluido, y Arthas había logrado su objetivo: hacerse con el libro de hechizos de Medivh. Era muy voluminoso y pesado para su tamaño, y estaba encuadernado en cuero rojo con el filo dorado. En la cubierta había un cuervo negro con las alas desplegadas, exquisitamente repujado. Todavía se apreciaban en el libro manchas de la sangre de Antonidas. El príncipe se preguntó si eso le confería más poder del que ya tenía.

Invencible se agitó a sus espaldas, golpeando el suelo con una pezuña y sacudiendo el cuello como si aún tuviera una piel que pudiera sufrir la picadura de los mosquitos. Se hallaban en la cima de una colina desde la que se podía divisar todo Dalaran, cuyas torres reflejaban la luz y refulgían con destellos dorados, blancos y morados mientras sus calles se inundaban de sangre. Muchos de los magos que habían combatido contra él horas antes estaban ahora a su lado, en su mayoría tan destrozados que sólo podían ser empleados como carne de cañón que lanzar a los atacantes; no obstante, algunos… algunos todavía podrían resultar útiles: las habilidades de las que habían hecho gala en vida podrían ser utilizadas en beneficio del Rey Exánime en la muerte.

Kel’Thuzad se sentía como un niño en la mañana del Festival de Invierno. Examinaba con detenimiento las páginas del libro de hechizos de Medivh, completamente absorto con su nuevo juguete. Esa actitud irritó a Arthas.

—El círculo de poder ha sido preparado siguiendo tus instrucciones, ente exánime. ¿Estás listo para comenzar el ritual de invocación?

—Casi —replicó aquel engendro no-muerto mientras con unos dedos esqueléticos pasaba la página—. Aquí hay mucho que digerir. El conocimiento de Medivh sobre los demonios es asombroso. Sospecho que fue mucho más poderoso de lo que nadie se imagina.

Un remolino de color negro y verdusco había empezado a formarse a medida que Kel’Thuzad hablaba. Tichondrius se materializó antes de que hubiera terminado de hablar. La furia de Arthas creció al escuchar las palabras que el Señor del Terror pronunció con su arrogancia habitual.

—Pero no lo bastante para escapar de la muerte, eso seguro. Basta decir que el trabajo que él inició lo vamos a concluir… hoy nosotros. ¡Qué comience el rito de invocación!

En un abrir y cerrar de ojos, desapareció. Kel’Thuzad flotaba dentro del círculo. La zona de la invocación estaba delimitada por cuatro diminutos obeliscos. El centro lo ocupaba un círculo resplandeciente, en el cual se habían grabado unas inscripciones arcanas. Kel’Thuzad llevaba el libro consigo y en cuanto estuvo en posición, las líneas que conformaban el perímetro del círculo parecieron cobrar vida al iluminarse con una luz púrpura. En ese preciso instante se escuchó un chasquido y varios chisporroteos; al punto, ocho columnas de fuego se alzaron a su alrededor. Kel’Thuzad se volvió para mirar a Arthas con brillo en los ojos.

—Los vivos que todavía quedan entre los muros de Dalaran serán capaces de percibir el poder de este conjuro —advirtió Kel’Thuzad—. No debo ser interrumpido bajo ninguna circunstancia: de lo contrario, fracasaremos.

—Tus huesos están a salvo conmigo, ente exánime —le aseguró Arthas.

Tal y como Kel’Thuzad había prometido, fue relativamente fácil entrar en Dalaran, asesinar a los que habían preparado encantamientos específicos para combatirlos y llevarse lo que habían ido a buscar. Arthas se las había ingeniado para matar al archimago Antonidas, el hombre que antaño había creído tan poderoso.

Si Jaina hubiera estado allí, estaba seguro de que se habría enfrentado a él. Habría intentado remover los rescoldos de su amor, como ya había hecho antes. Pero habría vuelto a fracasar, aunque…

Se alegraba de no haber tenido que pelear con ella.

Arthas volvió a centrarse en el presente de forma brusca: las puertas se estaban abriendo. El caballero de la muerte curvó sus labios grisáceos para esbozar una sonrisa. Previamente, la Plaga había contado con el elemento sorpresa. Si bien era cierto que en Dalaran vivían muchos magos poderosos, también lo era que no disponían de una milicia entrenada. Además, no todos los magos de los Kirin Tor se hallaban en Dalaran. No obstante, como habían pasado varias horas desde el ataque inicial y no habían permanecido ociosos, habían logrado teletransportar todo un ejército.

Eso era justo lo que necesitaba para no pensar más en Jaina Valiente ni en el joven que fue una vez. Una buena pelea.

Alzó la Agonía de Escarcha, sintió cómo se estremecía en su mano y escuchó la suave voz del Rey Exánime acariciando sus pensamientos.

—La Agonía de Escarcha está hambrienta —les dijo a sus tropas, señalando con la espada a los defensores, cubiertos con armaduras, de la gran ciudad de los magos—. Saciemos su apetito.

El ejército de la Plaga rugió y el aullido angustioso de Sylvanas se elevó por encima de aquella cacofonía, lo que provocó que sonriera una vez más. A pesar de que obedecía sus órdenes, el alma en pena lo desafiaba y el caballero de la muerte se deleitaba con su sufrimiento al obligarla a atacar a aquéllos a quienes hubiera preferido proteger. Invencible reunió fuerzas y se lanzó al galope relinchando.

Si bien algunas de sus horripilantes tropas se quedaron atrás para defender a Kel’Thuzad, la mayoría acompañó a su líder. Arthas reconoció el uniforme que vestían muchos de los hombres que los Kirin Tor habían teletransportado para defender la ciudad. Antaño habían sido amigos; pero eso formaba parte del pasado, el cual era tan irrelevante para él como el tiempo que había hecho la víspera. Cada vez le resultaba más fácil sentir nada más que la satisfacción que le proporcionaba la Agonía de Escarcha al alzarse y caer reluciente, mientras recitaba su canción de muerte, devoraba aquellas almas y atravesaba las armaduras con la misma facilidad que si se tratara de huesos y carne.

Después de que cayera la primera oleada de soldados y los hubiese traído de la muerte para servir a la Plaga o abandonado donde habían caído por no ser de utilidad, llegó una segunda. Esta vez contaban con el apoyo de magos ataviados con las túnicas púrpuras de Dalaran, que llevaban bordado el símbolo del gran Ojo. Pero Arthas también contaba con ayuda especial.

Por lo visto, los demonios querían proteger a los suyos.

Unas piedras enormes cayeron del cielo con gran estruendo, dejando con sus colas una estela de un fuego verde bilioso. La tierra se estremeció allí donde impactaron y de los cráteres surgieron lo que parecían ser unos gólems de piedra, que aquella espantosa energía verde dirigía e impulsaba.

Arthas echó un vistazo a lo que sucedía a sus espaldas. Kel’Thuzad flotaba en el aire con los brazos extendidos y la cabeza coronada de cuernos echada hacia atrás. La energía crepitó y brotó de él; al instante comenzó a formarse un orbe verde. Entonces, abruptamente, el ente exánime bajó los brazos y abandonó el círculo.

—¡Adelante, Lord Archimonde! —exhortó Kel’Thuzad—. ¡Entra en este mundo y permítenos disfrutar de tu poder!

El orbe verde centelleó, se expandió, aumentó de tamaño y brilló con más intensidad aún. De improviso, una columna de fuego se elevó hacia el cielo y varios relámpagos cayeron fuera del círculo. Entonces, donde hasta hacía un momento no había habido nada, surgió una figura alta, poderosa, elegante a su siniestra y peligrosa manera. Arthas volvió a prestar atención al campo de batalla. El enemigo se batía en retirada. Al menos los magos sí se habían percatado de cuál era el devenir de los acontecimientos. Sus tropas obligaron a sus monturas a dar la vuelta y galoparon en busca del refugio seguro que les proporcionaba Dalaran (un refugio que Arthas sospechaba que sería seguro sólo temporalmente). En el momento en que huían, una voz grave y potente se abrió paso entre el fragor de la batalla.

—¡Temblad y desesperaos, mortales! ¡El infierno ha llegado a este mundo!

Arthas alzó una mano y, con ese sencillo gesto, el enjambre que conformaba la Plaga se detuvo y se retiró también. Mientras galopaba para reunirse con Kel’Thuzad, sin dejar de mirar al gigantesco Señor demoníaco, Tichondrius, teletransportado. Como siempre, aparecía cuando el peligro ya había pasado.

El Señor del Terror hizo una profunda reverencia. Arthas detuvo a su corcel a cierta distancia: prefería observar de lejos.

—Lord Archimonde, ya está todo dispuesto.

—Muy bien, Tichondrius —replicó Archimonde, y dirigió un gesto de asentimiento un tanto desdeñoso al demonio menor—. Puesto que el Rey Exánime no me sirve ya para nada, los señores del terror del señor pasan a comandar la Plaga.

Arthas se sintió repentinamente agradecido por todas las horas que había pasado meditando. Eso fue lo único que impidió que la furia y el desconcierto se reflejaran en su rostro. Aun así, Invencible percibió el cambio que se había operado en él y brincó nervioso. El caballero de la muerte tiró de las riendas y la bestia no-muerta se tranquilizó. ¿Cómo que el Rey Exánime ya no era útil? ¿Por qué? ¿Quién era en realidad y qué le había ocurrido? ¿Qué sería de Arthas?

—Pronto ordenaré el inicio de la invasión. Pero, primero, me valdré de estos míseros brujos para dar ejemplo… al reducir su ciudad a cenizas.

El señor demoníaco caminó erguido y orgulloso, envuelto en una aureola de autoridad; sus pezuñas se clavaban firmemente en el suelo a cada paso, su armadura refulgía bajo los colores rosas, dorados y lavandas de los últimos instantes del crepúsculo. Junto a él, siempre con la cabeza gacha, caminaba Tichondrius. Arthas aguardó a que se hallaran a cierta distancia antes de volverse hacia Kel’Thuzad y estallar hecho una furia:

—¡Esto tiene que ser una broma! ¿Qué va a ser de nosotros?

—Paciencia, joven caballero de la muerte. El Rey Exánime previó que todo esto también sucedería. Quizá aún desempeñes algún papel en su gran plan.

¿Quizá?, pensó Arthas al encararse con el nigromante esbozando una mueca agresiva; no obstante, logró refrenar su ira. Si a alguien (ya fueran los demonios o el mismísimo Rey Exánime) se le había ocurrido pensar por un momento que Arthas era una mera herramienta de usar y tirar, pronto le enseñaría que había cometido un grave error. Había hecho mucho por la causa, había perdido demasiado y había dado demasiado para que ahora le dejasen a un lado.

Su sacrificio no podía quedar sin recompensa.

No se quedaría sin su justa recompensa.

La tierra se estremeció. Invencible se agitó inquieto, levantando las pezuñas como para minimizar así el contacto con el suelo. Arthas alzó la vista para contemplar la ciudad de los magos. A esa hora del día, las torres se mostraban especialmente hermosas, orgullosas, gloriosas, y refulgían ante los colores cada vez más oscuros del crepúsculo. Mientras observaba, escuchó un crujido. La cúspide de la torre más alta y bella de la ciudad cayó de repente, lenta e inexorablemente, como si una gigantesca mano invisible hubiera estrujado la torre hasta reventarla.

El resto de la ciudad se derrumbó con celeridad, los edificios se hicieron añicos y se desmoronaron. El estruendo de la destrucción invadió los oídos de Arthas. A pesar de que el estrépito era ensordecedor, no apartó la mirada del espeluznante espectáculo.

Había instigado la caída de Lunargenta. Había dirigido a la Plaga en el ataque contra aquella ciudad. Pero esto… la naturalidad, la facilidad con la que ésta acababa de ser destruida… Si bien había costado mucho doblegar a Lunargenta, Archimonde había demostrado que podía reducir a escombros las mayores ciudades humanas sin siquiera hacer acto de presencia.

Arthas meditó acerca de Archimonde y Tichondrius. Se rascó la barbilla pensativo.

En su regazo brilló la Agonía de Escarcha.