CAPÍTULO DIECINUEVE
El traidor, un brujo llamado Dar’Khan Drathir, debería haberles facilitado mucho las cosas. Y hasta cierto punto así fue, no cabe duda. Si no, Arthas no habría conocido jamás la existencia de la Llave de las Tres Lunas: un objeto mágico que había sido separado en tres cristales lunares escondidos en ciertos lugares ocultos fuertemente custodiados por todo Quel’Thalas. Según le había contado aquel elfo traidor (que se sentía feliz de haber traicionado de esa manera a su pueblo), cada templo se había construido sobre una intersección de Líneas Ley, de un modo similar a la Fuente del Sol. Las líneas Ley eran como los vasos sanguíneos de la tierra, que transportaban magia en vez de un fluido escarlata. Al estar interconectados de esta forma, los cristales creaban un campo de energía llamado Ban’dinoriel: el Guardián de la Puerta. Lo único que debía hacer era localizar esos emplazamientos en An’telas, An’daroth y An’owyn, matar a los guardias y encontrar los cristales lunares. Pero aquellos elfos habían resultado ser más duros de lo esperado y suponían todo un desafío.
En ese momento, Arthas estaba montado a horcajadas sobre Invencible, acariciando con indolencia la Agonía de Escarcha, mientras reflexionaba sobre cómo esa raza aparentemente tan frágil era capaz de resistir las embestidas de su ejército. Porque las fuerzas del príncipe eran ya un auténtico ejército compuesto de muchos centenares de soldados, todos ellos muertos y, por tanto, más difíciles de despachar de forma sistemática.
La inteligente estratagema de la general de la Guardia Forestal, consistente en hacer volar por los aires el puente, había hecho perder a Arthas un tiempo precioso, ya que el río discurría por Quel’Thalas hasta que se encontraba al este con una serie de faldas de montañas, que suponían el mismo problema para desplazar sus máquinas de guerra que el río.
Aunque les llevó bastante tiempo, al fin lograron cruzarlo. Mientras cavilaba para dar con una solución, algo se revolvía en un lugar recóndito de su mente; se trataba de una sensación de hormigueo cuya naturaleza era incapaz de precisar. Enfadado, hizo caso omiso de aquella extraña sensación y ordenó a varios de sus devotos y leales soldados que levantaran un puente; un puente compuesto de carne putrefacta. Decenas de ellos se adentraron en el río y simplemente se tumbaron ahí, conformando una capa de cadáveres que se superponía a la anterior, hasta que hubo bastantes como para que los carros de despojos y las catapultas pudieran atravesarlo dando tumbos. Algunos de los no-muertos ya no servían para nada después de aquello, puesto que sus cuerpos habían acabado demasiado destrozados o despedazados para mantener la cohesión de sus distintas partes. A éstos Arthas los liberó de su control de una manera casi misericorde, concediéndoles así una muerte de verdad. Además, sus cuerpos corromperían la pureza del río. Otra forma más de ir haciendo mella en el enemigo.
El príncipe pudo cruzar el río con suma facilidad, claro está. Invencible se lanzó al agua sin titubeos, lo que le recordó a Arthas el salto fatal que ese caballo dio en su día en pleno invierno, cuando resbaló en las heladas rocas al impulsarse, al obedecer ciegamente la voluntad de su amo, tal y como hacía ahora. Aquel recuerdo le vino a la memoria de forma inesperada, de tal modo que por un instante fue incapaz de respirar al verse dominado por el dolor y la culpa.
El recuerdo desapareció con la misma facilidad con que había surgido. Ahora todo era mejor. Ya no era un niño con problemas emocionales, desgarrado por la culpa y la vergüenza, sollozando sobre la nieve mientras alzaba la espada para atravesar el corazón de su leal amigo. Tampoco Invencible era ya un ser vivo normal, de manera que una espada ya no lo lastimaría. Ahora ambos eran más poderosos, más fuertes. Invencible viviría eternamente, al servicio de su amo, como siempre había hecho. No volvería a sufrir sed, ni dolor, ni hambre, ni agotamiento. Y él, Arthas, obtendría todo cuanto deseara en cuanto lo deseara. Ya no tenía que aguantar los silencios cargados de desaprobación de su padre, ni más regañinas del santurrón de Uther. Ni tenía que soportar las miradas teñidas de dudas de Jaina, con el ceño fruncido en ese gesto tan propio de…
Jaina…
Arthas sacudió la cabeza de lado a lado con fuerza. Jaina había tenido la oportunidad de unirse a él, pero había rechazado su oferta. Había renegado de él, a pesar de haber jurado que nunca haría algo así. No le debía nada a esa mujer. Ahora sólo respondía ante el Rey Exánime. Esos pensamientos tranquilizaron al príncipe, que sonrió y dio unas palmaditas en las protuberantes vértebras a aquella bestia no-muerta, que sacudió su huesuda cabeza a modo de respuesta. No cabía duda de que la hermosa y tenaz general de la Guardia Forestal era la causa de la perturbación, que le había llevado a cuestionarse, aunque sólo fuera por un momento, si era prudente seguir ese sendero. Ella también había tenido su oportunidad. Arthas había ido allí con un objetivo, que no consistía en acabar con Quel’Thalas y sus moradores. Si no hubieran mostrado resistencia, los habría dejado en paz. Pero había sido la lengua afilada y la actitud desafiante de aquella general la que había traído la perdición a su gente, no él.
El agua se filtraba por las juntas de la armadura, de tal forma que los pantalones, la camisa y el gambesón que llevaba bajo la protección metálica se empaparon. Sin embargo, Arthas no sintió nada. Un momento más tarde, Invencible apareció en la ribera opuesta. Finalmente, el último de los carros de despojos traqueteó por la margen del río, y los cadáveres que aún se hallaban en buen estado caminaron a trompicones hasta la orilla. El resto yacía en el lugar donde habían caído, con aquellas aguas hasta entonces cristalinas fluyendo por encima y a su alrededor.
—Adelante —indicó el caballero de la muerte.
Los guardias se habían retirado a la aldea Brisa Pura. En cuanto se recuperaron de la conmoción, los lugareños hicieron todo cuanto estaba en su mano por ayudarlos, desde atender a los heridos hasta ofrecerles las armas de las que disponían así como su colaboración en la batalla. Sylvanas ordenó a aquellos que no podían luchar dirigirse a Lunargenta lo más rápido posible.
—No os llevéis nada —les aconsejó, al tiempo que una mujer asentía y se apresuraba a ascender la escalerilla que llevaba a la planta de arriba.
—Pero si en las habitaciones de arriba tenemos…
Sylvanas se volvió y le lanzó una mirada furibunda.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Los muertos se acercan! ¡No se cansan, no aflojan el paso y nuestros caídos pasan a engrosar sus filas! Los hemos retrasado sólo un poco. ¡Coge a tu familia y márchate!
Si bien la respuesta de la general de la Guardia Forestal pareció sorprender a la mujer, obedeció y apenas perdió unos segundos en reunir a toda la familia antes de emprender el camino a la capital, presurosa.
No podrían frenar a Arthas por mucho tiempo. Sylvanas evaluó el estado de los heridos con un vistazo fugaz. No se podían quedar ahí. Había que evacuarlos a Lunargenta. Los que todavía se encontraban fuertes como un roble, a pesar de ser pocos, tendrían que seguir arrimando el hombro. Quizá deberían sacrificarlo todo, ya que habían jurado defender a su pueblo, al igual que ella. Había llegado la hora de la verdad.
Entre Elrendar y Lunargenta había una torre. Como estaba segura de que Arthas daría con la forma de cruzar el río y continuar avanzando y mancillando aquella tierra con esa cicatriz de color morado y negro, pensó que la torre sería un buen lugar para pertrecharse. Las vías de acceso eran muy estrechas, lo cual impedía que los no-muertos se les echaran encima en gran número (una estrategia que había provocado el desastre entre los elfos); además, el edificio constaba de varias plantas con vistas al exterior, desde donde la general y sus arqueros podrían infligirles mucho daño antes de que…
Sylvanas Brisaveloz, general de la Guardia Forestal de Lunargenta, tomó aire y se calmó, se refrescó la cara con agua, pues se sentía acalorada, bebió un buen trago de aquel líquido reconfortante y se puso en pie para preparar a los hombres que aún quedaban ilesos y a los heridos que podían caminar, para lo que, sin duda alguna, sería la batalla final.
Llegaron con el tiempo muy justo.
A medida que los guardias marchaban hacia la torre que iba a ser su bastión, el aire, que poco antes era dulce y fresco, se vio contaminado por el olor nauseabundo de la putrefacción. Allá arriba, arqueros montados sobre sus dracohalcones surcaban el firmamento. Aquellas criaturas enormes, doradas y escarlatas sacudieron sus cabezas serpentinas y tiraron de las riendas, descontentas. Ellas también olfateaban la muerte y eso les perturbaba. Jamás esas hermosas bestias se habían visto obligadas a prestar un servicio tan aterrador. Uno de los jinetes hizo una seña a Sylvanas y ésta respondió con otra.
—Acaban de divisar a los no-muertos —informó con calma a las tropas, que asintieron—. Ocupad vuestras posiciones. Deprisa.
Obedecieron como una máquina gnoma bien engrasada. Los jinetes de los dracohalcones partieron hacia el sur, en dirección al enemigo que se aproximaba. Una unidad de arqueros y guerreros expertos en el combate cuerpo a cuerpo avanzaba también presurosa en busca del ejército rival, conformando así la primera línea defensiva. El resto se desperdigó por la base de aquella estructura.
No tuvieron que esperar mucho.
Si albergaba alguna débil esperanza de que las filas del enemigo hubieran menguado por culpa de la demora, ésta se hizo añicos como un cristal delicado que cae sobre un suelo de piedra. Pudo divisar la espantosa vanguardia de aquel ejército: no-muertos en descomposición, seguidos por esqueletos y unas abominaciones gigantescas que portaban unas armas enormes en cada uno de sus tres brazos. Por encima de ellos volaban unas criaturas que parecían hechas de piedra, trazando círculos como buitres.
Están atravesando nuestras líneas… Qué cosas tiene la mente, pensó Sylvanas con un leve toque de humor macabro. Ahora que, sin ningún género de dudas, se acercaba la hora de su muerte, una antigua canción no paraba de dar vueltas en su cabeza; una que a ella y a sus hermanos les encantaba cantar, cuando la perfección reinaba en el mundo y estaban todos juntos: Alleria, Vereesa y su hermano menor, Lirath, en el crepúsculo, cuando unas tenues sombras de espliego extendían sus discretas capas y el dulce aroma del océano y las flores inundaba aquellas tierras.
Anar’alah, anar’alah belore, shinfuƒallah na… Por la luz, por la luz del sol, altos elfos, nuestros enemigos están atravesando nuestras líneas…
Al principio lo hizo de manera inconsciente: su mano se fue sola para coger el collar que adornaba su esbelto cuello. Era un regalo de su hermana mayor, Alleria; no obstante, no se lo había entregado Alleria sino uno de sus tenientes en su nombre, llamado Verana. Alleria había desaparecido a través del Portal Oscuro cuando intentaban evitar que la Horda pudiera volver a cometer atrocidades en Azeroth así como en otros mundos.
Nunca regresó. Alleria había fundido un collar que sus padres le habían dado, y con cada piedra preciosa hizo un collar para cada una de las hermanas Brisaveloz. La de Sylvanas era un zafiro. Se sabía la inscripción de memoria: Para Sylvanas. Siempre te querré, Alleria.
La general aguardó, asiendo el collar, sintiendo el vínculo que siempre le había proporcionado con su hermana muerta; poco después, poco a poco, apartó la mano. A continuación tomó aire con fuerza y gritó:
—¡Atacad! ¡Por Quel’Thalas!
No había manera de detenerlos. En verdad, no esperaba hacerlo. Por las expresiones que vio en las caras ensangrentadas y sombrías que la rodeaban, se dio cuenta de que los guardias lo sabían tan bien como ella. El sudor le empapó el rostro. Sus músculos acusaron la fatiga, pero, aun así, Sylvanas Brisaveloz luchó. Disparó sus flechas, tensando y liberando la cuerda de su arco una y otra vez, a tal velocidad que sus manos eran un borrón para la vista. Cuando aquel enjambre de cadáveres se acercó tanto que las flechas resultaban inútiles, se deshizo del arco y empuñó la espada corta y la daga. Se volvió y atacó, profiriendo gritos incoherentes mientras batallaba.
Cayó otro más y su cabeza abandonó su posición sobre los hombros para abrirse como un melón tras ser pisoteada por uno de los suyos. Dos monstruosidades más se abalanzaron sobre ella para ocupar su lugar. Pero Sylvanas seguía luchando como uno de esos linces salvajes que moraban en el Bosque Canción Eterna, canalizando su dolor y su furia a través de la violencia. Se llevaría por delante a todos los que pudiera antes de caer.
Están atravesando nuestras líneas…
El enemigo, lejos de aflojar la presión, se acercó y la pestilencia de la descomposición casi la abruma. Eran demasiados. Aun así, Sylvanas no cejó en su empeño. Lucharía hasta que le abandonaran las fuerzas, hasta que…
Los cadáveres dejaron de repente de presionar. Se hicieron a un lado y permanecieron inmóviles. Sylvanas, jadeante, bajó la vista para contemplar la colina.
Ahí estaba, aguardando a lomos de su corcel no-muerto. El viento jugueteaba con su pelo blanco mientras no apartaba la mirada de ella. Aquel hombre había sido un paladín. Su hermana se había enamorado de uno de ellos. Sylvanas se alegró muchísimo de que Alleria estuviera muerta para no poder ver esto, para no poder ver lo que un antiguo campeón de la Luz le estaba haciendo a todo cuanto los Brisaveloz amaban y querían.
Arthas alzó la hojarruna brillante a modo de gesto formal.
—Te felicito por tu coraje, elfa, pero la batalla ha concluido.
Por extraño que parezca, eso sonó como un cumplido.
Sylvanas tragó saliva, aunque tenía la boca más seca que la arena del desierto. Aferró con más vigor aún sus armas y le espetó:
—Entonces libraré mi última batalla aquí, asesino. Anar’alah belore.
Los grises labios del príncipe se crisparon.
—Como quieras, general de la Guardia Forestal.
Ni siquiera se molestó en desmontar. El corcel esquelético relinchó y galopó directo hacia ella. Arthas sostenía las riendas con la mano izquierda, y con la derecha empuñaba su colosal arma. Sylvanas sollozó una sola vez. Ni un solo grito de miedo o arrepentimiento brotó de sus labios. Únicamente un sollozo corto y discordante plagado de ira e impotencia, de odio, de justa furia por ser incapaz de detener a aquel ejército, a pesar de que lo había dado todo, incluso la vida.
Alleria, hermana, allá voy.
Se encontró de frente con aquella hoja letal, que apartó con sus armas, las cuales se hicieron añicos al impactar contra la espada del príncipe. Entonces la hojarrruna la atravesó. Estaba tan, tan fría, que la horadó como si estuviera hecha de hielo.
Arthas se inclinó hacia ella, sin apartar en ningún momento la mirada de la general. Sylvanas tosió y unas gotitas de sangre salpicaron la cara, pálida como el hueso, del príncipe. ¿Era cosa de su imaginación, o percibió un destello de arrepentimiento en las todavía apuestas facciones de él?
Arthas tiró de su arma hacia atrás y Sylvanas cayó, desangrándose. La general se estremeció sobre el gélido suelo de piedra; ese movimiento le causó un dolor agónico que la recorrió de arriba abajo. Una de sus manos se dirigió estúpidamente hacia la herida abierta en su abdomen, como si con ella pudiera cerrarla y detener aquella sangría.
—Acaba ya con esto —susurró Sylvanas—. Me merezco… una muerte rápida y limpia.
La voz del príncipe flotó hasta ella desde algún lugar lejano mientras se le cerraban los ojos.
—Después de todos los problemas que me has causado, lo último que pienso hacer es garantizarte la paz eterna que conlleva la muerte, mujer.
El miedo se apoderó de ella por un instante, pero enseguida se desvaneció al igual que todo lo demás. ¿Acaso Arthas la iba a hacer regresar de entre los muertos como uno de sus torpes engendros?
—No —murmuró la general, con una voz que parecía provenir de muy, muy lejos—. No te… atreverás…
Entonces el mundo desapareció. Todo desapareció. El frío, el hedor y el dolor insoportable. Se encontraba en un lugar cálido y acogedor, oscuro y reconfortante. Sylvanas se dejó hundir en aquellas tinieblas que eran bienvenidas. Por fin podía descansar; por fin podía desembarazarse de esas armas que había portado tanto tiempo para proteger a su pueblo.
Y entonces…
Sintió una terrible agonía, como nunca antes había experimentado, y, de inmediato, Sylvanas supo que cualquier dolor físico que hubiera sufrido jamás podía compararse a aquel tormento. Se trataba de una agonía del espíritu, provocada porque su alma abandonaba su cuerpo sin vida para ser atrapada en una prisión. Porque… la arrancaban, la seccionaban, la separaban de aquel acogedor santuario donde reinaban el silencio y la quietud. La violencia del acto se sumó al exquisito tormento. Sylvanas notó cómo un grito se iba formando, abriéndose camino desde lo más recóndito de su fuero interno hasta llegar a unos labios que sabía de algún modo que carecían de sustancia corpórea; se trataba de un gemido de sufrimiento profundo y penetrante que no era sólo suyo, que helaba la sangre y detenía los corazones.
La negrura desapareció de su vista, pero los colores no volvieron. Aunque no necesitaba rojos, ni azules, ni amarillos para ver a su torturador, pues era de color gris, blanco y negro en un mundo de color. La hojarruna que le había arrebatado la vida y consumido su alma brillaba y relucía; la mano libre de Arthas se izaba haciendo un gesto para arrancarla del cálido abrazo de la muerte.
—Ahora eres un alma en pena —le dijo el príncipe—, porque así lo he decidido. Ahora puedes expresar tu dolor con tu voz, Sylvanas. Te concedo ese don. Es mucho más de lo que he dado a otros. Al hacerlo, causarás dolor a los demás. De este modo, de la forestal que has sido, hasta hace poco, un incordio, pasas a ser mi sierva.
Aterrorizada más allá de lo imaginable, Sylvanas flotó por encima de su cuerpo destrozado y cubierto de sangre, contemplando sus propios ojos inmóviles; acto seguido volvió a posar la mirada sobre Arthas.
—No —replicó, con una voz apagada y espeluznante, aunque reconocible como la suya—. Jamás seré tu sierva, asesino.
Entonces el príncipe hizo un gesto insignificante, contrajo de forma casi imperceptible un dedo enguantado y, acto seguido, Sylvanas arqueó la espalda, presa de una terrible agonía, y otro grito nació arrancado de su interior; en ese instante se percató, con una profunda y atroz sensación de pena, de que estaba totalmente indefensa ante él. Se había convertido en una herramienta para él, al igual que los cadáveres descompuestos y las abominaciones lívidas y hediondas.
—Tus guardias también son nuestros siervos ahora —afirmó Arthas—. Son mi ejército.
El caballero de la muerte titubeó, y un cierto tono de arrepentimiento pareció teñir su voz cuando dijo:
—Esto no tenía por qué haber ocurrido. Quiero que sepas que tu destino, el de tus hombres y el de tu pueblo ha venido marcado por las decisiones que has tomado. Bueno, he de llegar a la Fuente del Sol, y tú me ayudarás a lograrlo.
El odio crecía dentro de la forma incorpórea de Sylvanas como un ser vivo. Flotaba junto a Arthas, era su nuevo juguete. Se llevaron su cuerpo y lo arrojaron a uno de los carros de carne para algún fin enfermizo que el príncipe concibiera. Como si existiera una cadena que la atara a él, nunca se alejaba más de unos pocos metros del caballero de la muerte.
Entonces comenzó a escuchar los susurros.
Sylvanas se preguntó si había perdido la cordura en esa nueva y aborrecible encarnación. Aunque enseguida quedó claro que incluso el refugio de la demencia le era negado. La voz que habitaba en su mente le resultó ininteligible al principio; además, su estado de desesperación era tal, que no quería escuchar a nadie. Pronto supo a quién pertenecía.
Arthas la miraba de soslayo mientras seguía su inexorable marcha hacia Lunargenta y lo que se encontraba más allá, observándola con suma atención. En cierto momento, a medida que el ejército del que formaba parte por obligación avanzaba, destruyendo las tierras a su paso, la escuchó con claridad meridiana.
Me servirás para que yo alcance la gloria, Sylvanas. Trabajarás duro por el bien de los muertos. Ansiarás obedecer. Arthas es el primero y el más querido de mis caballeros de la muerte; él será tu amo por toda la eternidad, y tu sumisión a él te reportará un gran gozo.
Arthas percibió cómo Sylvanas se estremecía, y sonrió.
Si había pensado que lo despreciaba cuando lo vio por primera vez frente a las puertas de Quel’Thalas, cuando la tierra maravillosa que se hallaba tras ellas era inmaculada y pura y aún no había experimentado su contacto mortífero; si había pensado que lo odiaba mientras sus esbirros asesinaban a su gente y los hacían regresar de la muerte para convertirlos en unos títeres sin mente, y cuando la empaló con un solo mandoble brutal con aquella monstruosa hojarruna… eso no era nada comparado con el odio que sentía ahora. Era como comparar una vela con el sol, un susurro con el grito de un alma en pena.
Jamás, replicó a la voz que anidaba en su mente. Arthas podrá dirigir mis actos, pero jamás someterá mi voluntad.
Obtuvo una carcajada gélida y hueca por respuesta.
El ejército continuó su avance, dejó atrás la aldea Brisa Pura y el Sagrario del Este. Se detuvieron ante las puertas de Lunargenta. La voz de Arthas no debería haberse escuchado en todos los rincones de la ciudad, pero Sylvanas sabía que así había sucedido, ya que se encontraba frente a las puertas de la ciudad.
—¡Ciudadanos de Lunargenta! Os he dado múltiples oportunidades para rendiros y las habéis rechazado obstinadamente. ¡Habéis de saber que hoy, vuestra raza, así como vuestro legado, perecerán! ¡La misma Muerte ha venido a reclamar el hogar de los altos elfos!
Exhibieron ante su gente a la general de la Guardia Forestal Sylvanas Brisaveloz, como ejemplo de lo que les sucedería si no se rendían. No lo hicieron, y los amó más que nunca por eso, a pesar de que se veía obligada a servir a su tenebroso amo.
De este modo cayó la rutilante y hermosa ciudad de la magia; su gloria quedó hecha añicos y reducida a escombros a medida que el ejército de no-muertos (la Plaga, así le había oído llamarlos a Arthas, con un cierto afecto retorcido en su voz) avanzaba. Tal y como había hecho en otras ocasiones, el príncipe hizo levantarse a los caídos para que le sirvieran. Si Sylvanas aún hubiera poseído un corazón, se le habría roto al ver a tantos amigos y seres queridos caminar torpemente junto a ella, obedientes y desprovistos de mente. Atravesaron la ciudad, la partieron en dos con esa vil cicatriz de color negruzco y morado, mientras sus ciudadanos morían y volvían a ponerse en pie de una sacudida con los cráneos destrozados, o dejando un rastro de vísceras tras ellos a medida que avanzaban a trompicones.
Había albergado la esperanza de que el canal que separaba Lunargenta y Quel’Danas fuera una barrera infranqueable y, por un instante, esa esperanza pareció hacerse realidad. Arthas tiró de las riendas y detuvo a su caballo, se quedó mirando fijamente las aguas azules que centelleaban bajo el sol y frunció el ceño. Por un momento, permaneció sentado sobre su corcel preternatural, con sus blancas cejas unidas para conformar una sola.
—No puedes llenar este canal de cadáveres, Arthas —se regodeó Sylvanas—. Ni aunque utilices para ello a todos los habitantes de la ciudad. No puedes avanzar más, cuánto me alegro de tu fracaso.
Entonces aquel ser que una vez había sido humano, que una vez había sido a todas luces un hombre, se volvió y sonrió antes esas palabras desafiantes y devastadoras, provocándole a Sylvanas un ataque de agonía que la obligó a proferir con sus labios incorpóreos otro grito capaz de desgarrar el alma.
Había encontrado la solución.
Lanzó la Agonía de Escarcha a la orilla y observó casi embelesado cómo daba vueltas en el aire hasta aterrizar con la punta clavada en la arena.
—La Agonía de Escarcha habla…
Sylvanas también escuchó la voz del Rey Exánime emanar de aquella arma impía, al tiempo que, ante su mirada desconcertada, el agua que besaba la hoja plagada de runas se transformaba en hielo. Un hielo que sus armas y sus guerreros podrían cruzar.
Le había arrebatado la vida, sus amadas Quel’Thalas y Lunargenta y después a su rey antes de la blasfemia final.
Los elfos resistieron en Quel’Danas con todo lo que tenían. Cuando Anasterian apareció ante Arthas, su magia feroz causó el caos en el puente helado del caballero de la muerte, pero el príncipe se recuperó. Frunció el ceño, sus ojos centellearon, desenvainó la Agonía de Escarcha y asestó un mandoble al rey elfo.
Aunque Sylvanas deseaba desesperadamente que Anasterian derrotara a Arthas, sabía que eso era imposible. El peso de tres milenios recaía sobre sus hombros; el color blanco de la melena que le llegaba casi hasta los pies se debía a la edad, no a la magia. En su época, había sido un gran guerrero, y seguía siendo un mago poderoso; sin embargo, ante la nueva vista espectral de Sylvanas, lo envolvía una fragilidad que nunca había percibido en él cuando aún se hallaba entre los vivos. Aun así, el rey resistió con su vetusta arma, Felo’melorn, «Furia de las Llamas», en una mano y una vara con un cristal brillante en la otra.
Arthas atacó, pero Anasterian ya no se encontraba frente al corcel que cargaba contra él. De alguna manera, más rápido que el ojo de Sylvanas, estaba arrodillado, y Felo’melorn dibujó un arco en paralelo al suelo, seccionando limpiamente las patas delanteras del caballo. El corcel chilló y cayó, y su jinete con él.
—¡Invencible! —exclamó Arthas, quien parecía desolado al ver rodar a aquel caballo no-muerto y cómo intentaba levantarse a pesar de que le faltaban dos patas.
A Sylvanas le pareció un grito de batalla un tanto extraño teniendo en cuenta que Anasterian acababa de cobrar ventaja. El príncipe volvió la cabeza y clavó en el rey elfo una mirada cargada de ira y dolor. El caballero de la muerte ahora casi parecía humano; un varón de la especie humana que acababa de ver cómo sufría un gran tormento alguien a quien amaba. Arthas se puso en pie torpemente y volvió a mirar al caballo, y por un instante de euforia Sylvanas creyó que quizá, sólo quizá…
La Vetusta arma del anciano elfo no era rival para aquella hojarruna, tal y como Sylvanas sospechaba. Cuando ambas hojas se cruzaron, la más débil se rompió y giró en el aire descontrolada al caer Anasterian, al serle arrancada y consumida el alma por la reluciente Agonía de Escarcha, como les había sucedido a muchos otros.
El rey yacía sobre el hielo, inerte, con la sangre acumulándose bajo su cuerpo y la melena extendiéndose cual mortaja; mientras tanto, Arthas corría hacia el caballo no-muerto para curarle las patas mutiladas. Tras curarlo, le dio unas palmaditas en los huesos y el corcel le respondió brincando y acariciando a su amo con el hocico. Aunque Sylvanas sabía que podía hacer daño a aquéllos a quienes aún amaba, no pudo soportar tanto dolor y tanta angustia, tanto odio infinito por Arthas y por todo lo que había hecho. Echó la cabeza hacia atrás, estiró los brazos al tiempo que abría la boca, y un grito, hermoso y aterrador a la vez, fue arrancado de su garganta incorpórea.
Había gritado antes, mientras Arthas la torturaba. Pero entonces se trataba sólo de su dolor, de su desesperación. Ahora se trataba de mucho más. Sufría un tormento, una agonía, sí, pero era más que eso: se trataba de un odio tan profundo que casi era puro. Escuchó otros gritos de dolor que se sumaban al suyo; vio cómo varios elfos caían de rodillas tapándose unos oídos que sangraban. Sus voces callaron y sus hechizos se paralizaron, dejaron de pronunciar palabras mágicas y pasaron a proferir gritos incoherentes teñidos de una profunda pena y un dolor espantoso. Algunos de ellos cayeron, las armaduras se les hicieron añicos y los huesos se les quebraron bajo la piel.
Arthas se detuvo a contemplarla un momento y sus cejas blancas se habían unido, conformando un gesto de concentración: la estaba evaluando. Sylvanas quería parar. Quería callarse, ahogar ese grito destructivo que sólo servía para cumplir los fines de aquél a quien odiaba con tanta fiereza. Al final, Sylvanas, alma en pena, extenuada de tanto sufrir, calló.
—Qué arma tan increíble ha demostrado ser —murmuró Arthas—. Podría convertirse en un arma de doble filo. Tendré que vigilarla.
El espantoso ejército siguió avanzando. Arthas alcanzó la meseta. Una vez allí, asesinó a los que custodiaban la Fuente del Sol y obligó a Sylvanas a participar en la matanza. Entonces visitó la atrocidad definitiva contra su pueblo y se acercó hasta el glorioso estanque radiante que había sido la base del poder de los quel’dorei durante milenios. Junto a la Fuente del Sol le esperaba alguien a quien Sylvanas reconoció: Dar’Khan Drathir.
Así que había sido él quien había traicionado a Quel’Thalas. Quien, incluso más que Arthas, tenía sus manos tan bien cuidadas manchadas con la sangre de millares de elfos. La furia se apoderó de ella. Observó cómo un resplandor dorado se reflejaba en las facciones de Arthas, dulcificándolas y proporcionándoles una falsa calidez. Entonces, el príncipe vertió en el agua el contenido de una urna exquisitamente trabajada, y la luz cambió. Se agitó y tembló, y en el centro del remolino conformado por un fulgor mágico corrompido…
… una sombra…
A pesar de todo lo que había visto aquel siniestro día, a pesar de su transformación, Sylvanas se quedó estupefacta al ver lo que emergía de la contaminada Fuente del Sol, alzándose y levantando los brazos al cielo. Se trataba de un esqueleto sonriente, provisto de cuernos, en cuyas cuencas ardían unas llamas. Unas cadenas serpenteaban a su alrededor, y unos ropajes morados salieron volando cuando se movió.
—¡He renacido, tal y como se me prometió! ¡El Rey Exánime me ha otorgado la vida eterna!
¿Se había desatado tanta muerte y destrucción sólo para eso? ¿Para resucitar a una sola entidad? Tanta masacre, tanto tormento, tanto terror… La indescriptiblemente valiosa Fuente del Sol había sido corrompida; una cultura que había perdurado miles de años se había extinguido… ¿para eso?
Contempló espantada a aquel ente exánime que no cesaba de reír, y lo único que le proporcionó una gota de alivio entre tanto dolor fue ver morir a Dar’Khan, que había intentado traicionar a su amo al igual que había traicionado a su pueblo, bajo el filo de la Agonía de Escarcha, tal y como ella había muerto.