CAPÍTULO ONCE

Arthas estaba exigiendo demasiado a sus hombres y lo sabía; sin embargo, el tiempo era un recurso escaso que no podían desperdiciar. Sintió una punzada de culpa al ver a Jaina masticando un poco de carne seca mientras cabalgaban. Si bien a él la Luz le llenaba de energía cuando la utilizaba, Jaina se hallaba exhausta después del supremo esfuerzo que había tenido que hacer en la batalla, mientras que los magos extraían su poder de otras fuentes distintas. Pero no había tiempo para descansar, no cuando miles de vidas dependían de ellos.

Lo habían enviado a cumplir una misión: descubrir qué estaba ocurriendo con esa peste y detenerla. A pesar de que el misterio se iba desentrañando poco a poco, empezaba a dudar de que fuera capaz de detener aquella enfermedad. Nada era tan sencillo como parecía al principio. Aun así, Arthas no iba a rendirse. No podía rendirse porque había jurado hacer todo cuanto fuera necesario para detener la peste y salvar a su pueblo; y eso era precisamente lo que iba a hacer.

Divisaron y olieron el humo que se alzaba hacia el firmamento antes de llegar a las puertas de Andorhal. Arthas albergó la esperanza de que si la ciudad había sido destruida, quizá el grano hubiera sido quemado también; pero enseguida sintió un ramalazo de culpabilidad ante la crueldad inherente a ese pensamiento, Arthas ahogó el pensamiento con la acción y espoleó a su montura para que atravesara las puertas de la ciudad con rapidez. Esperaba ser atacado en cualquier momento.

A su alrededor no había más que edificios calcinados. El humo negro le irritó los ojos y le hizo toser. Examinó las inmediaciones a través de las lágrimas que anegaban sus ojos. Allí ya no quedaba ningún habitante vivo, pero tampoco no-muertos. ¿Qué había…?

—Creo que es a mí a quien buscáis, hijos míos —dijo alguien con una voz cálida.

El viento cambió de dirección y se llevó el humo. Arthas descubrió entonces una figura envuelta en una túnica negra y que permanecía de pie muy cerca de ellos. La tensión se adueñó del príncipe: aquel tipo era el líder de los no-muertos. A pesar de que el rostro del nigromante apenas se entreveía bajo la sombra que proyectaba su capucha, Arthas fue capaz de distinguir una sonrisa de suficiencia y ardió en deseos de borrársela de la cara. Tenía a su lado a dos de sus no-muertos mascota.

—Y me habéis encontrado. Soy Kel’Thuzad.

Jaina ahogó un grito al reconocer aquel nombre y se llevó una mano a la boca. Arthas la miró fugazmente, y, acto seguido, volvió a centrar toda su atención en su interlocutor. No dejó de sujetar con fuerza su martillo.

—He venido a haceros una advertencia —aseguró el nigromante—: Dejadnos en paz o la muerte será el único premio a vuestra inoportuna curiosidad.

—¡Ya decía yo que esta magia corrupta me resultaba familiar! —exclamó Jaina, con la voz temblorosa por el enfado que sentía. ¡Caíste en desgracia, Kel’Thuzad, por culpa de esta clase de experimentos! ¡Te advertimos de que estabas abocado al desastre! ¡Y no has conseguido aprender nada nuevo!

Lady Jaina Valiente —dijo burlonamente Kel’Thuzad—. Me da la impresión de que la pequeña aprendiza de Antonidas ha crecido hasta convertirse en una mujer. Te equivocas, querida. Al contrario… como puedes ver, he aprendido mucho.

—¡Vi las ratas con las que experimentaste! —vociferó Jaina—. Aquello fue horrendo… Y ahora… te atreves a…

—He seguido con mis investigaciones y he perfeccionado el proceso —replicó Kel’Thuzad.

—¿Eres el responsable de esta peste, nigromante? —inquirió Arthas la voz en grito—. ¿Estos no-muertos son cosa tuya?

Kel’Thuzad se volvió hacia él y vio que sus ojos brillaban en la oscuridad de la capucha.

—He sido yo quien ordenó al Culto de los Malditos que distribuya los granos infectados de peste. No obstante, el mérito no es sólo mío.

Antes de que Arthas pudiera replicar, Jaina no pudo refrenarse y preguntó:

—¿Qué insinúas?

—Sirvo al Señor del Terror Mal’Ganis, quien comanda la Plaga: ¡la fuerza que purificará esta tierra y establecerá aquí el paraíso de la oscuridad eterna!

La voz de aquel hombre provocó que un escalofrío recorriera a Arthas a pesar del calor de los fuegos que los rodeaban. No sabía qué era un Señor del Terror, pero el significado de la Plaga parecía estar mucho más claro.

—¿Y por qué, exactamente, va a purificar esta tierra la Plaga?

La boca de finos labios que se hallaba bajo un bigote blanco se curvó de nuevo para moldear una sonrisa cruel.

—Para limpiarla de vivos, por supuesto. El plan de Mal’Ganis ya está en marcha. Buscadlo en Stratholme si necesitáis más pruebas.

Arthas se había hartado ya de tantas insinuaciones y burlas, de modo que gruñó, asió con fuerza el mango del martillo y cargó contra el nigromante.

—¡Por la Luz! —vociferó.

Kel’Thuzad ni se inmutó. Permaneció inmóvil y, en el último instante, el aire que lo rodeaba se retorció, se distorsionó y desapareció. De inmediato, las dos criaturas que habían permanecido en silencio al lado del nigromante, agarraron a Arthas e intentaron hacerle caer al suelo mientras su fétido hedor competía con el olor del humo para asfixiarlo. Sin embargo, el príncipe se resistió y consiguió liberarse de su inmundo contacto. Acto seguido propinó a uno de ellos un golpe certero en la cabeza y el cráneo se hizo añicos como un frágil cristal; los sesos se desparramaron sobre la tierra mientras se derrumbaba. A continuación, Arthas se deshizo del segundo con la misma facilidad.

—¡Al granero! —gritó el príncipe mientras corría hacia su caballo y se montaba en él de un salto—. ¡Vamos!

Los demás se subieron a sus respectivas monturas y recorrieron veloces el sendero principal que atravesaba la ciudad quemada. Los graneros se alzaban ante ellos. El fuego no los había tocado a pesar de que las llamas parecían extenderse con celeridad por el resto de Andorhal.

Arthas obligó a su caballo a detenerse bruscamente y descabalgó. Corrió lo más rápido que le permitieron sus piernas hacia los almacenes de grano. Abrió la puerta de un empujón, exasperado, con la esperanza de ver un buen número de cajas apiladas unas sobre otras. La desolación y la ira se adueñaron de él en cuanto comprobó que las cámaras estaban vacías salvo por unos diminutos granos esparcidos aquí y allá, y los cadáveres de las ratas que yacían en el suelo. Durante unos instantes contempló la escena impotente, pero enseguida corrió a comprobar el siguiente granero; y el siguiente. Abrió todas las puertas a pesar de que ya supiera qué iba a encontrar allí dentro.

Todos los graneros estaban vacíos. Y llevaban así bastante tiempo, o eso cabía deducir por las capas de polvo que cubrían el suelo y las telarañas que colgaban de los rincones.

—Ya han enviado las cajas —dijo Arthas con la voz entrecortada cuando Jaina se acercó a él—. ¡Hemos llegado muy tarde! —Golpeó la puerta con su mano enguantada y Jaina se sobresaltó—. ¡Maldita sea!

—¡Maldita sea! —juró el príncipe.

—Arthas, hemos hecho lo que hemos po…

Se volvió hacia ella furioso.

—Voy a dar con él. ¡Voy a dar con ese bastardo amante de los no-muertos y le voy a desmembrar lentamente por lo que ha hecho! Ya veremos si luego alguien lo recompone con suturas, como ese bicho hecho de retales de cadáveres que hemos combatido antes.

Arthas salió de allí a toda prisa, temblando. Había fracasado. Había tenido al responsable de todo aquello delante de las narices y había fracasado. El grano se había repartido y sólo la Luz sabía cuánta gente iba a morir por eso.

Por su culpa.

No. No iba a permitir que algo así sucediera. Iba a proteger a sus súbditos. Si hacía falta, moriría para salvarlos. Ante tales pensamientos, Arthas cerró con fuerza los puños.

—Nos vamos al norte —indicó a los hombres que lo seguían, que no estaban acostumbrados a ver a su normalmente plácido y cordial príncipe dominado por tal furia—. Ahí es adónde irá a continuación. Exterminémosle como la alimaña que es.

Cabalgó como un poseso, galopando hacia el norte, mientras masacraba casi sin percatarse de ello a los torpes despojos de seres humanos que intentaban detenerlo. El horror de la peste ya no le afectaba; su mente se hallaba centrada en el hombre que tiraba de los hilos y en el repugnante culto que había perpetrado aquel funesto plan. Los muertos volverían a descansar muy pronto; no obstante, Arthas debía cerciorarse de que no habría más.

Un gran grupo de no-muertos se interponía en su camino. Las cabezas putrefactas se volvieron hacia Arthas y sus hombres, y echaron a andar hacia ellos.

—¡Por la luz! —gritó Arthas a la vez que espoleaba su caballo. Cargó contra los muertos, blandiendo su martillo y gritando incoherentemente, ventilando su ira y frustración en aquellos objetivos perfectos. Por fin, Arthas aprovechó unos segundos de tregua para mirar a su alrededor.

Divisó una alta figura envuelta en una capa negra que ondeaba al viento y que, a salvo del fragor del combate y lejos del campo de batalla, supervisaba todo sin arriesgar nada. Era como si les estuviera esperando.

Se trataba de Kel’Thuzad.

—¡Ahí! —gritó Arthas—. ¡Está ahí!

Jaina y sus hombres lo siguieron. La maga se abría paso con sus bolas de fuego y los soldados despedazaban a los no-muertos que no habían caído en la primera ronda de ataques. Arthas sintió cómo una justa ira circulaba por sus venas mientras se acercaba cada vez más al nigromante. Manejaba el martillo sin hacer apenas esfuerzo y sin fijarse en los engendros que derribaba. Arthas tenía la mirada fija en aquel hombre, si es que a aquel monstruo se le podía calificar como tal. Aquel ser era el responsable máximo de la peste: muerto el perro, se acabó la rabia.

Entonces Arthas alcanzó su objetivo. Un rugido salvaje de pura furia surgió de él mientras trazaba un arco con su deslumbrante martillo en paralelo al suelo, con el fin de golpear a Kel’Thuzad a la altura de las rodillas y que éste saliera despedido volando. Entretanto, sus hombres se abrían camino en esa dirección, con sus espadas desgarrando y desmembrando todo cuanto hallaban a su paso. Los soldados dieron rienda suelta a su frustración y cólera para acabar con la fuente de aquel desastre.

A pesar de todo su poder, de toda su magia, daba la impresión de que Kel’Thuzad podía, efectivamente, morir como cualquier otro hombre. El golpe que le había asestado Arthas le había destrozado las piernas y yacía en el suelo con los miembros doblados en extraños ángulos. Tenía la túnica empapada de sangre de un negro brillante que destacaba sobre el negro mate de la tela; y un hilillo de color rojo asomaba de la boca. Kel’Thuzad se incorporó apoyándose en los brazos y trató de hablar, pero sólo logró escupir sangre y dientes. No obstante, lo volvió a intentar.

—Qué ingenuo… qué necio —logró decir mientras tragaba sangre—. Mi muerte no supondrá ninguna diferencia a largo plazo… por ahora… esta tierra sufrirá la Plaga de los no-muertos…

Los codos del nigromante cedieron y, tras cerrar los ojos, se desplomó.

Su cuerpo se descompuso de inmediato. El proceso de putrefacción, que debería haber durado días, sucedió en escasos segundos: su carne palideció, se hinchó y se desgarró. Los hombres profirieron un grito ahogado y retrocedieron cubriéndose al instante la nariz y la boca. Algunos se giraron y vomitaron por culpa del nauseabundo hedor. Arthas observó aquel espantoso espectáculo horrorizado y fascinado al mismo tiempo y era incapaz de apartar la mirada. Por último, unos fluidos manaron a raudales del cadáver, su carne adoptó una consistencia cremosa y se tornó negra. La descomposición tan antinatural se ralentizó y Arthas, por fin, se volvió buscando jadeante aire fresco.

Jaina estaba mortalmente lívida y unas ojeras muy oscuras rodeaban sus ojos estupefactos. Arthas se acercó a ella y la alejó de aquella repugnante escena.

—¿Por qué le ha ocurrido eso? —preguntó el príncipe en voz baja.

Jaina tragó saliva e intentó calmarse. Una vez más, la maga pareció hallar fuerzas al abstraerse de la situación.

—Se cree que, eh, si los nigromantes no ejecutan sus hechizos de una forma absolutamente precisa, hum… si son asesinados, terminan… —la voz de Jaina se fue apagando y, de improviso, volvió a ser una jovencita que parecía enferma y conmocionada—… así.

—Vamos —le conminó Arthas con amabilidad—. Marchemos a Vega del Amparo. Hay que avisarlos… Si es que no llegamos tarde.

Dejaron el cadáver allí donde había caído, sin volver a mirarlo. Entonces Arthas rezó en silencio a la Luz para implorar que no llegaran demasiado tarde. Si fracasaba de nuevo, no sabía lo que haría.

Jaina estaba exhausta. Sabía que Arthas quería llegar allí cuanto antes y compartía su inquietud. Era consciente de que había muchas vidas en juego. Por eso, cuando el príncipe le preguntó si sería capaz de cabalgar toda la noche sin parar, simplemente asintió.

Llevaban cuatro horas cabalgando cuando estuvo a punto de caerse de su montura. Estaba tan agotada que había perdido la consciencia durante unos segundos. El miedo se apoderó de ella y se aferró a la crin del caballo con todas sus fuerzas para evitar la caída, se volvió a subir a la silla y tiró de las riendas para que el corcel se detuviera.

Durante varios minutos permaneció inmóvil, asiendo las riendas fuertemente con manos temblorosas; hasta que Arthas se percató de que se había quedado rezagada. Jaina escuchó en la lejanía que el príncipe ordenaba parar a todos. La maga alzó la vista para observar en silencio cómo Arthas se acercaba a medio galope.

—Jaina, ¿qué ocurre?

Lo-lo siento, Arthas. Sé que quieres llegar lo antes posible, y yo también, pero… estoy tan cansada que casi me caigo del caballo. ¿No podríamos parar, aunque sólo fuera un instante?

O un par de días, pensó, que era lo que realmente quería decir. Sin embargo, las palabras que brotaron de sus labios fueron:

—Lo suficiente para comer algo y descansar un poco.

Arthas asintió y la ayudó a bajar del caballo. Después la llevó en brazos hasta el margen del camino, donde la dejó con sumo cuidado. Entonces Jaina rebuscó en su alforja con manos temblorosas y sacó un poco de queso. Estaba convencida de que el príncipe se alejaría para hablar con sus hombres de inmediato. Sin embargo, Arthas no se fue, sino que se sentó junto a ella. La impaciencia emanaba de él como el calor de un fuego.

Jaina mordió el queso y observó a Arthas mientras masticaba, estudiando así su perfil bajo la luz de las estrellas. Una de las cosas que más le gustaban de Arthas era lo accesible, humano y sensible que era siempre con ella. Pero ahora el príncipe estaba consumido por unas emociones tan intensas que estaba distante, como si estuviera a cientos de kilómetros de distancia.

Obedeciendo a un impulso, Jaina alzó una mano para acariciarle la cara. Arthas se sobresaltó, como si hubiera olvidado que Jaina estuviera allí y, al instante, esbozó una ligera sonrisa.

—¿Has acabado? —inquirió el príncipe.

Jaina se sintió contrariada. Sólo me ha dado tiempo a comer un trocito de queso, pensó.

—No —contestó—, pero… Arthas, me preocupas. No me gusta cómo te está afectando todo esto.

—¿Te preocupa cómo me afecta a mí? —replicó—. Por la Luz. Mira cómo está afectando a mis súbditos: se mueren y pasan a convertirse en cadáveres vivientes, Jaina. He de detener esto. ¡Debo hacerlo!

—Claro que debemos acabar con esto, y haré todo lo posible por ayudarte, ya lo sabes. Pero… nunca te había visto sentir tanto odio.

Arthas se rió, profiriendo una carcajada gutural y cortante.

—¿Acaso quieres que me haga amigo de los nigromantes?

—Arthas, no tergiverses mis palabras. Eres un paladín. Un siervo de la Luz. Se supone que eres tanto un sanador como un guerrero y, sin embargo, lo único que percibo en ti es ansia por acabar con el enemigo —le replicó frunciendo el ceño.

—Empiezas a hablar como Uther.

Jaina no dijo nada. Estaba tan cansada, que le resultaba muy difícil organizar sus pensamientos de modo coherente. Dio otro mordisco al queso, concentrándose en obtener el alimento que tanto necesitaba su cuerpo. Por alguna razón, le costaba mucho tragar.

—Jaina… sólo quiero que no muera más gente inocente. Eso es todo. Y… he de admitir que me siento muy contrariado porque no he podido evitar tanta muerte. Pero en cuanto esto haya acabado, ya verás como todo volverá a ser como antes. Te lo prometo.

Él le obsequió con una sonrisa y, por un instante, Jaina vio al Arthas de siempre, al apuesto príncipe. Ella le devolvió una sonrisa que esperaba que lo reconfortara.

—¿Ya has acabado?

Como solo le había dado dos mordiscos al queso, Jaina guardó el resto.

—Sí. Prosigamos.

El cielo acababa de pasar del color negro al gris ceniza del alba cuando escucharon un disparo. Arthas sintió que el corazón le daba un vuelco. Espoleó su caballo mientras el grupo seguía avanzando hacia el norte por aquel largo camino que atravesaba unas colinas engañosamente tranquilas. Justo a las puertas de Vega del Amparo divisaron a varios hombres y enanos armados con rifles que, sin duda, sabían cómo emplear aquellas armas. La brisa trajo, junto al olor de la pólvora, el dulce aroma del pan recién hecho.

—¡Alto el fuego! —ordenó Arthas mientras sus tropas ascendían al galope por el camino.

Tiró de las riendas de su montura con tanta fuerza que el corcel retrocedió sobresaltado.

—¡Soy el príncipe Arthas! ¿Qué sucede? ¿Por qué vais armados de esa forma?

Se sorprendieron tanto al ver a su príncipe ante ellos que bajaron las armas.

—Señor, te juro que no te vas a creerlo que está ocurriendo.

—Explícamelo y ya veremos si me lo creo o no —contestó Arthas.

El príncipe no se llevó ninguna sorpresa al escuchar las primeras palabras que pronunció aquel hombre: los muertos se habían alzado y los atacaban. Lo que sí le sorprendió es que empleara el término un vasto ejército. En aquel instante, Arthas miró a Jaina. Parecía exhausta. Resultaba obvio que el breve descanso de la noche anterior no le había bastado para recuperar fuerzas.

—Señor —gritó uno de los exploradores que había enviado como avanzadilla y regresaba raudo y veloz—, ese ejército… ¡viene hacia aquí!

—Maldita sea —masculló Arthas.

Aquel reducido grupo de humanos y enanos podía salir victorioso de una escaramuza, pero no de un enfrentamiento contra un ejército de engendros. De inmediato tomó una decisión.

—Jaina, me quedaré aquí para proteger la ciudad. Ve lo más rápido posible a informar a lord Uther de lo que está ocurriendo.

—Pero…

—¡Ve, Jaina! ¡Cada segundo cuenta!

La maga asintió. Que la Luz la bendiga a ella y a su sentido común, pensó Arthas mientras esbozaba una sonrisa de gratitud. Al instante, Jaina se adentró en el portal que había creado y desapareció.

—Señor —le escuchó decir a Falric. El tono en que pronunció esa palabra obligó a Arthas a volverse—, será… mejor que eches un vistazo a esto.

Arthas miró hacia donde aquel hombre tenía clavada su mirada y el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Por todas partes había cajas vacías… que portaban el sello de Andorhal…

Conservando la esperanza de que estuviera equivocado, Arthas preguntó con voz temblorosa:

—¿Qué contenían esas cajas?

Uno de los hombres de Vega del Amparo lo observó desconcertado y le contestó:

—Se trataba de un cargamento de grano procedente de Andorhal. No tienes de qué preocuparte, mi señor. Ya ha sido distribuido entre los vecinos para hacer pan con él.

Ése era el olor que había percibido al llegar: no era el típico aroma del pan recién hecho, sino que tenía un leve olor rancio y dulzón. Arthas entendió por fin lo que ocurría. Se tambaleó, aunque sólo un poco, ante la enormidad de aquel desastre, ante el verdadero alcance de aquel horror. El grano había sido distribuido… y de la nada había surgido un enorme ejército de no-muertos…

—Oh, no —susurró. Los hombres le miraron fijamente y Arthas intentó volver a hablar, pero no pudo articular palabra porque la voz todavía le temblaba. Aunque esta vez no de horror, sino de furia.

La peste no sólo buscaba matar a sus súbditos. No, no; su finalidad era mucho más siniestra, mucho más retorcida. Buscaba transformarlos en…

Mientras ese pensamiento cobraba forma en su mente, el hombre que había respondido la pregunta de Arthas sobre las cajas sufrió un espasmo. Y no fue el único. Un extraño fulgor verde palpitante rodeó sus cuerpos y creció en intensidad. Se agarraron el estómago, cayeron al suelo y la sangre manó de sus bocas, empapando sus camisas. Uno de ellos extendió la mano hacia Arthas, implorando que lo curara. Pero Arthas, dominado por la repugnancia, retrocedió horrorizado mientras contemplaba cómo el hombre se retorcía de dolor y moría en cuestión de segundos.

¿Qué había hecho? Ese hombre le había rogado que lo curara, y Arthas ni siquiera había hecho ademán de mover un solo dedo. ¿Acaso esta afección puede curarse?, se preguntó Arthas sin poder apartar la mirada del cadáver. ¿Acaso la Luz puede…?

—¡Piadosa Luz! —exclamó Falric—. El pan…

Arthas se sobresaltó al escuchar esas palabras y abandonó el trance plagado de culpabilidad en el que se hallaba sumido. El pan… un alimento básico… tan sano y nutritivo… se había convertido en algo letal o aún peor. El príncipe abrió la boca para dejar escapar un grito con el que advertir a sus hombres, pero fue incapaz de articular sonido alguno.

La peste que contenía el grano actuó antes de que el estupefacto príncipe pudiera encontrar las palabras adecuadas.

Los ojos de uno de los muertos se abrieron, y, al instante, se enderezó con torpeza.

Así era cómo Kel’Thuzad había creado un ejército de no-muertos en un tiempo asombrosamente corto.

Una risa demente retumbó en los oídos de Arthas: era Kel’Thuzad riéndose victorioso como un lunático tras el umbral de la muerte. Arthas se preguntaba si se estaba volviendo loco tras haber sido testigo de tanto horror. Entonces los no-muertos se pusieron en pie dando tumbos y el príncipe por fin reaccionó y sintió que su lengua respondía a sus órdenes.

—¡Defendeos! —gritó Arthas golpeando con su martillo antes de que el no-muerto tuviera oportunidad de levantarse del todo.

Sin embargo, los demás no-muertos eran más rápidos, y tras ponerse en pie utilizaron las armas que en vida habrían blandido para proteger a Arthas. La única ventaja que tenía el príncipe era que los no-muertos no manejaban muy diestramente armas y la mayoría de los disparos se alejaban bastante de sus objetivos. Entretanto, los hombres de Arthas atacaron con mirada salvaje y gesto adusto, triturando cráneos, decapitando y machacando a quienes habían sido sus aliados hacía unos instantes; decididos a acabar con ellos.

—¡Príncipe Arthas, el ejército de no-muertos ha llegado!

Arthas se giró de inmediato, con la armadura cubierta de sangre y vísceras, y abrió los ojos de par en par por la sorpresa.

Eran tantos que la vista no alcanzaba a distinguirlos a todos: esqueletos que llevaban mucho tiempo muertos, cadáveres frescos recientemente transformados y pálidas abominaciones con forma de gusano. Podía percibir el pánico. Habían luchado contra grupos muy numerosos de esos engendros, pero no contra algo así, no contra todo un ejército de muertos vivientes.

Arthas alzó su martillo al aire, que brilló con una intensidad inusitada y pareció cobrar vida propia.

—¡No cedáis ni un milímetro! —exclamó y su voz ya no mostraba debilidad ni vacilación ni aspereza ni ira—. ¡Somos los elegidos de la Luz! «¡No nos vencerán!».

Al instante, la Luz inundó su rostro, cuyas facciones expresaban su inquebrantable determinación, y, acto seguido, cargó.

Jaina estaba más agotada de lo que había querido reconocer. Apenas le quedaban reservas de poder tras tantos días de lucha sin haber descansado apenas, de modo que se desmayó tras completar el conjuro de teleportación. Supuso que había perdido el sentido sólo por un instante, ya que cuando recuperó la consciencia vio a su maestro inclinado sobre ella y ayudándola a levantarse del suelo.

—Jaina… hija mía, ¿qué ocurre?

—Uther —logró articular Jaina—. Arthas… —Vega del Amparo…

Alzó una mano y se aferró a la túnica de Antonidas.

—Nigromantes… Kel’Thuzad… reviven a los muertos para luchar…

Los ojos de Antonidas revelaron su sorpresa. Jaina tragó saliva y continuó:

—Arthas y sus hombres están combatiendo en Vega del Amparo solos. ¡Necesitan refuerzos de inmediato!

—Creo que Uther se encuentra en palacio —replicó Antonidas—. Enviaré a varios magos para allá con órdenes de abrir tantos portales como sean necesarios para transportar a todos los hombres que hagan falta. Has hecho bien, querida. Estoy muy orgulloso de ti, hija mía. Ahora descansa un poco.

—¡No! —gritó Jaina.

Luchó por incorporarse, pero apenas era capaz de ponerse en pie. Únicamente su férrea voluntad le permitió vencer el agotamiento mientras extendía una mano temblorosa para impedir que Antonidas se acercara a ella.

—He de volver con él. No te preocupes por mí. ¡Adelante!

Arthas había perdido la noción del tiempo y no sabía cuánto tiempo llevaba allí luchando. Ondeaba su martillo de aquí para allá sin cesar, los brazos le temblaban del esfuerzo y los pulmones le ardían. Sus hombres y él se mantenían aún en pie gracias al poder de la Luz, que fluía a través de él proporcionándole fuerza y firmeza. Los no-muertos se debilitaban ante tal poder, aunque ésa parecía ser su única flaqueza. Tan sólo si se les mataba con un golpe certero no volvían levantarse. Aunque Arthas se preguntó fugazmente si era posible matar algo que ya estaba muerto.

Sin embargo, seguían apareciendo más y más, una oleada tras otra. Sus súbditos se habían transformado en aquellos… engendros. Arthas alzó sus agotados brazos para asestar un nuevo golpe, cuando de pronto oyó una voz por encima del fragor de la batalla que Arthas conocía muy bien.

—¡Por Lordaeron! ¡Por el rey!

Los hombres recobraron los ánimos ante el apasionado grito de Uther el Iluminado y reanudaron su ataque. Uther venía acompañado de un nutrido grupo de caballeros, frescos y curtidos en mil batallas, que no eludieron a los no-muertos. Por lo visto Jaina, a pesar de lo extenuada que estaba, había atravesado el portal junto a Uther y el resto de caballeros. La maga había informado a los recién llegados de a qué se iban a enfrentar con el fin de evitar que perdieran unos preciosos segundos presas del aturdimiento al contemplar por primera vez a ese enemigo tan extraño e ignoto. Los no-muertos caían con más celeridad ahora y cada oleada era recibida con los fieros y apasionados ataques del martillo, la espada y la llama.

El último de los muertos vivientes estalló en llamas, se tambaleó y cayó, muerto al fin. Aquel hechizo consumió todas las fuerzas de Jaina, que se derrumbó cuando le fallaron las piernas. Alargó un brazo para hacerse con el pellejo de agua y bebió de él con ganas sin dejar de temblar. Acto seguido dio buena cuenta de un poco de carne seca. La lucha había acabado… de momento. Arthas y Uther se quitaron sus respectivos yelmos. El sudor les había pegado el cabello a la frente. Mientras mordisqueaba la carne, Jaina observó cómo Uther contemplaba aquella montaña de cadáveres de no-muertos al tiempo que asentía henchido de satisfacción. Entretanto, Arthas observaba fijamente algo con gesto de aflicción. Jaina dirigió su mirada hacia el lugar que Arthas escrutaba y frunció el ceño sin entender muy bien lo que pasaba. Los cadáveres se hallaban por doquier; pero en su trance, Arthas no buscaba el cuerpo hinchado y plagado de moscas de uno de sus soldados, ni siquiera de un ser humano; sino de un caballo.

Uther se acercó a su pupilo y le dio una palmadita afectuosa en el hombro.

—Me sorprende que hayas podido resistir tanto, muchacho —le dijo henchido de orgullo y con una sonrisa en los labios—. Si no hubiera llegado a tiempo…

Arthas se volvió hacia él y le espetó:

—¡Lo he hecho lo mejor que he podido, Uther!

Tanto Uther como Jaina se quedaron estupefactos ante aquella respuesta tan brusca. El príncipe había reaccionado de manera desproporcionada: Uther no le estaba censurando, sino halagando.

—Si yo hubiera tenido una legión de caballeros apoyándome, habría…

—¡No es el momento de lamerse las heridas del orgullo herido! Por lo que Jaina me ha contado, lo que hemos combatido aquí es sólo el principio —le respondió Uther entornando los ojos.

Los ojos verdemar de Arthas volaron hacia Jaina. Aún se sentía dolido por lo que consideraba un insulto y, por primera vez desde que Jaina lo conocía, ésta se sintió atemorizada ante su mirada penetrante.

—¿No te has fijado en que las filas de no-muertos se refuerzan cada vez que uno de nuestros guerreros cae en batalla? —señaló Uther.

—Entonces, ¡deberíamos atacar a su líder! —replicó Arthas—. Kel’Thuzad me dijo quién era y dónde hallarlo. Se trata de… un Señor del Terror o algo similar. Se llama Mal’Ganis. Y se encuentra en Stratholme. Stratholme, Uther. El mismo lugar donde te convertiste en un paladín de la Luz. ¿Acaso ese lugar no significa nada para ti?

Uther suspiró cansado y contestó:

—Claro que sí, pero…

—¡Iré allí y mataré a Mal’Ganis con mis propias manos si hace falta! —gritó Arthas.

Jaina dejó de masticar y lo miró fijamente. Nunca lo había visto así.

—Tranquilo, muchacho. Aunque eres muy valiente no puedes creer en serio que podrás matar tu sólo a un hombre que domina a los muertos.

—Entonces puedes acompañarme si quieres, Uther. Yo voy para allá, con o sin ti.

Antes de que Uther o Jaina pudieran protestar, Arthas se subió a lomos de su caballo de un salto, tiró de las riendas para que el corcel girara la cabeza y se dirigió al sur.

Jaina se puso en pie, atónita. Arthas se había marchado sin la compañía de Uther, sin sus hombres… sin ella. Uther se acercó silenciosamente a Jaina y ella negó con la cabeza.

—Se siente responsable de todas esas muertes, Uther —le explicó al viejo paladín en voz baja—. Cree que debería haber sido capaz de detener todo esto. —Alzó la vista para mirar a Uther a la cara y añadió—: Si ni siquiera los magos de Dalaran, aquellos que advirtieron a Kel’Thuzad de que iba por mal camino, sospechaban qué tramaba; ¿cómo iba a saber Arthas que el nigromante tenía planeado este horror?

—Siente por primera vez el peso de la corona —afirmó con tranquilidad Uther—. Eso es nuevo para él. Pero forma parte de su aprendizaje, mi señora; forma parte de lo que ha de aprender para poder llegar a gobernar algún día sabiamente. Fui testigo de cómo Terenas luchó contra esos mismos fantasmas cuando era joven. Ambos son buenas personas, ambos quieren lo mejor para su pueblo, ambos quieren protegerlo y garantizar su felicidad. —El viejo paladín observó meditabundo cómo Arthas se perdía en la distancia—. Sin embargo, a veces no queda más remedio que elegir el mal menor. A veces no hay forma de arreglar las cosas. Arthas está aprendiendo ahora esa verdad —concluyó el viejo paladín.

—Creo que lo entiendo, pero… no puedo dejar que cargue él sólo con esa responsabilidad sobre los hombros —dijo Jaina.

—Y no lo hará. En cuanto los hombres se hayan recuperado y estén preparados para emprender una larga marcha, seguiremos su rastro. Además, tú también deberías descansar.

Jaina negó con la cabeza.

—No. No debería dejarle solo.

Lady Valiente, si me permites un consejo —replicó Uther con suma delicadeza—, tal vez sería conveniente que le dejemos un poco de espacio para que aclare sus ideas. Síguelo si crees que debes hacerlo, pero concédele tiempo para pensar.

Resultaba obvio qué quería decir. Si bien a Jaina no le gustaba su consejo, estaba de acuerdo con él. Arthas se sentía angustiado, furioso e impotente y no estaba en condiciones para razones con él. Por esas razones, precisamente, no podía abandonarlo a su suerte.

—Muy bien —concluyó Jaina.

Se montó sobre su corcel y murmuró un hechizo. Y vio que Uther esbozaba una amplia sonrisa en cuanto se percató de que ya no podía verla.

—Seguiré a Arthas. En cuanto tus hombres estén listos, buscadme.

No podía seguirle desde muy cerca. Era invisible, pero no podía evitar hacer ruido. Jaina apretó con las rodillas las ijadas de su caballo para que avanzara a medio galope y poder así perseguir al brillante y taciturno príncipe de Lordaeron.

Arthas espoleó con ganas su caballo; estaba furioso porque no podía ir más rápido, porque aquel caballo no era Invencible, porque no había deducido a tiempo que estaba sucediendo y no había podido detener la peste. La sensación de culpa lo abrumaba. Su padre había tenido que enfrentarse a los orcos; a unas criaturas de otro mundo que habían entrado a tropel en el suyo para conquistarlo de manera brutal y violenta. Arthas pensó ahora que luchar contra orcos no era más que un juego de niños. ¿Cómo se habrían enfrentado su padre y la Alianza a una peste que, además de matar gente, en una nueva vuelta de tuerca enfermiza que sólo una mente trastornada podría encontrar divertida, insuflaba vida a los cadáveres para que lucharan contra sus propios amigos y familiares? ¿Acaso Terenas lo habría hecho mejor que él? Por un momento, Arthas pensó que sí, que Terenas habría resuelto el rompecabezas a tiempo para detener la peste y salvar a los inocentes, pero enseguida se percató de que nadie habría sido capaz de hacerlo. Ante aquel horror, Terenas habría fracasado igual que él.

Arthas estaba tan absorto en sus pensamientos que por poco no vio al hombre que se encontraba en medio del camino. Tiró con fuerza de las riendas presa del sobresalto y evitó así que su montura lo arrollara.

Disgustado, preocupado y furioso por haberse visto obligado a detenerse, Arthas le espetó:

—¡Necio! Pero ¿qué haces? ¡Podría haberte atropellado!

Aquel hombre no se parecía a nadie a quien Arthas hubiera visto anteriormente, pero aun así le resultó familiar. Era alto y de espaldas anchas, y lucía una capa que parecía hecha de unas plumas negras y brillantes. Si bien una capucha ocultaba sus rasgos, sus ojos brillaban con intensidad cuando se alzaron para observar a Arthas. La barba poblada de mechones grises dejó paso a una sonrisa blanquecina.

—No me habrías lastimado y necesitaba llamar tu atención —aseguró con una voz profunda y suave—. Hablé en su día con tu padre, joven. Pero no me escuchó. Por eso ahora acudo a ti.

Hizo una reverencia y Arthas frunció el ceño, pues parecía más una… burla que una señal de respeto.

—Debemos hablar —insistió el encapuchado.

Arthas resopló. Ahora sabía por qué ese extraño misterioso ataviado de una manera tan pintoresca, le resultaba tan familiar. Según había comentado Terenas, se trataba de una especia de místico, de alguien que afirmaba ser profeta. Una vez Arthas lo había visto transformarse en pájaro. Aquel hombre había tenido el descaro de presentarse ante Terenas en la sala del trono, con la intención de contarle unos cuantos disparates sobre el fin del mundo.

—No tengo tiempo para tonterías —gruñó Arthas, mientras asía las riendas de su caballo, dispuesto a marcharse.

—Escúchame, muchacho. —El tono de burla había desaparecido totalmente de la voz de aquel extraño, que restalló cual látigo y Arthas se vio obligado a escucharle a su pesar—. ¡Esta tierra está perdida! La sombra se ha cernido sobre ella y ya no puede hacer nada por impedirlo. Si de verdad quieres salvar a tus súbditos, guíalos al otro lado del mar… al oeste.

Arthas casi estalló en carcajadas en ese momento. Su padre tenía razón: se trataba de un demente.

—¿Quieres que huya? ¡Mi hogar se encuentra aquí, y el único camino que seguiré será el que me permita defender a mis súbditos! No pienso abandonarlos a su suerte para que sufran una horrenda existencia. Daré con el responsable de esta peste y lo destruiré. Si piensas que actuaré de otro modo, eres un necio.

—Así que soy un necio, ¿eh? Supongo que sí, por haber pensado que el hijo sería más sabio que el padre —dijo mientras el brillo de sus ojos revelaban su preocupación—. Ya has escogido tu camino. Ni siquiera alguien que ve lo que tú no puedes alcanzar a ver te desviará de tu camino.

—Sólo tengo tu palabra como prueba de que eres capaz de ver lo que mis ojos no aciertan a divisar. No obstante, sí sé qué veo ahora, y qué he visto, ¡por eso soy consciente de que mis súbditos me necesitan!

—No vemos solamente con los ojos, príncipe Arthas. También lo hacemos con la sabiduría y con nuestros corazones. No me iré sin hacerte una última predicción. Recuerda que cuanto más intentes destruir a tus enemigos, antes caerán sus súbditos en manos de aquéllos —le aconsejó el profeta esbozando una sonrisa teñida de tristeza.

Furioso, Arthas se dispuso a contestar, pero en ese mismo instante el extraño cambió de forma. La capa pareció envolverlo como si se tratara de una segunda piel. Unas alas lustrosas de color negro azabache brotaron de su cuerpo mientras menguaba hasta alcanzar el tamaño de un cuervo. El pájaro profirió un graznido discordante, que a Arthas le transmitió una sensación de inmensa frustración, y el pájaro que había sido un hombre se alzó en el aire, revoloteó y se fue volando. El príncipe observó inquieto cómo el cuervo se perdía en el horizonte. Aquel hombre parecía… estar tan seguro…

—Siento haberme escondido para espiarte, Arthas.

La voz de Jaina pareció surgir de ninguna parte. Sobresaltado, Arthas giró la cabeza bruscamente en un intento por dar con ella. Al instante, la maga se materializó ante él con aspecto contrito.

—Sólo quiero…

—¡No digas nada! —le interrumpió Arthas.

El príncipe vio cómo su reacción sobresaltaba y sorprendía a Jaina, cómo esos ojos azules se agrandaban por la sorpresa y, al momento, lamentó haber hablado de ese modo. Sin embargo, Jaina no tenía derecho a seguirlo de esa manera, no tenía derecho a espiarle.

—Sólo quería decirte que ese hombre también acudió a Antonidas —insistió Jaina tras un instante de incómodo silencio, convencida de que tenía que seguir hablando a pesar de la reprimenda—. He-he de reconocer que percibí un poder tremendo en él, Arthas. —Sin desmontar Jaina se acercó al príncipe y alzó la cabeza para mirarlo a la cara—. En la historia del mundo, jamás ha habido nada similar a esta peste de no-muertos. No se trata de una batalla más, ni de otra guerra más; se trata de algo mucho peor y siniestro. Quizá no puedas usar las tácticas de antaño para ganar. Quizá ese hombre tenga razón. Quizá sea capaz de ver cosas que nosotros no podemos ver… Quizá sí sepa qué va a suceder.

Arthas se apartó de ella y apretando los dientes, replicó:

—Quizá. O quizá sea un aliado de Mal’Ganis. O un ermitaño loco. Nada de lo que pueda decir ese chiflado me convencerá de que he de abandonar mi patria, Jaina. Me da igual si ese tarado ha visto realmente el futuro o no. Vámonos.

Cabalgaron en silencio durante un instante. Pero entonces Jaina añadió en voz baja:

—Uther nos seguirá. Sólo necesitaba un poco de tiempo para que sus hombres pudieran estar preparados.

Arthas seguía mirando al frente; la cólera aún no lo había abandonado. Jaina lo volvió a intentar.

—Arthas, no deberías…

—¡Estoy harto de que la gente me diga qué debería o qué no debería hacer! —exclamó. Las palabras brotaron con tal brusquedad de su garganta que lo sobresaltaron tanto a él como a Jaina—. Lo que está sucediendo aquí supera todo lo imaginable, Jaina. Ni siquiera soy capaz de encontrar las palabras para definirlo. Estoy haciendo todo cuanto puedo. Si no piensas apoyar mis decisiones, quizá estés de más aquí —añadió mientras la contemplaba; y al mirarla, su gesto se suavizó—. Pareces tan cansada, Jaina. Quizá… quizá deberías regresar.

La maga negó con la cabeza. Evitó mirar a Arthas a los ojos y dijo:

—Me necesitas a tu lado. Puedo ayudarte.

La ira abandonó a Arthas, que cogió a Jaina de la mano. Los dedos enfundados en metal cubrieron los de la maga con ternura.

—No debería haberte hablado de esa forma. Lo siento. Me alegro de que estés aquí. Tu compañía siempre es motivo de gozo para mí.

Tras pronunciar esas palabras, se agachó y besó la mano de su amiga. Jaina se ruborizó y le obsequió con una sonrisa mientras dejaba de fruncir el ceño.

—Querido Arthas… —acertó a decir en voz baja.

El príncipe apretó la mano de la maga y, a continuación, la soltó.

Cabalgaron el resto del día sin hablar mucho más entre ellos y se detuvieron a acampar con la puesta de sol. Ambos se sentían demasiado cansados para salir a cazar carne fresca, así que sólo comieron un poco de carne seca, unas manzanas y algo de pan. Arthas miró fijamente el pan que sostenía en las manos. Había sido horneado en palacio, lo habían hecho con grano cultivado allí, no en Andorhal. Un alimento sano, nutritivo y delicioso que olía a levadura y no tenía ese hedor dulce y empalagoso. Un alimento sencillo, básico, algo que todo el mundo, cualquiera, debería poder comer sin temor.

De repente sintió que se le cerraba la garganta y tuvo que soltar el pan, ya que era incapaz de dar un solo bocado. Se llevó las manos a la cabeza. Durante un instante, se sintió sobrepasado por las circunstancias, como si una ola de desesperación e impotencia se le hubiera echado encima de manera repentina. Jaina no pronunció palabra alguna; no tenía por qué, bastaba su sola presencia para reconfortarlo. Entonces Arthas suspiró profundamente, se volvió hacia ella y la abrazó.

La respuesta de Jaina fue besarlo con pasión: necesitaba consuelo y ánimo tanto como Arthas precisaba su aliento y su apoyo. El príncipe acarició con las manos su sedoso pelo dorado y se sumergió en su aroma. Aquella noche, durante unas pocas horas, se dieron un respiro, se perdieron el uno en el otro y no volvieron a pensar en la muerte, el horror, el grano infectado con la peste, los profetas ni en los caminos que debían escoger. Así, el mundo se tornó más pequeño y tierno y creyeron que estaban solos en él.