CAPÍTULO DOCE
Aún medio dormida, Jaina se despertó y extendió el brazo para tocar a Arthas. Pero el príncipe no estaba allí. Jaina se incorporó parpadeando. Arthas ya estaba levantado y vestido, y estaba preparando algún tipo de cereal caliente para desayunar. A pesar de que el príncipe sonrió al verla, su mirada expresaba sentimientos bien distintos. Jaina, indecisa, le devolvió la sonrisa, recogió su túnica, se la puso y se peinó con los dedos.
—He llegado a una conclusión —le espetó Arthas sin más preámbulos—. Anoche… no quise mencionarlo, pero debes saberlo.
Hablaba con un tono de voz totalmente monótono y Jaina sintió que algo en su interior se estremecía. Por lo menos no gritaba como había hecho el día anterior, pero esto era peor. El príncipe sirvió un bol de cereales calientes y se lo ofreció a Jaina. Ésta dio buena cuenta de él mientras Arthas seguía hablando.
—Esta peste… estos no-muertos… —alcanzó a articular antes de tomar aire con fuerza—. Sabíamos que el grano era el portador de la peste. Sabíamos que mataba a la gente. Pero es mucho peor, Jaina. No sólo los mata.
Parecía que las palabras se le atragantaban en la garganta. Jaina permaneció allí sentada un instante, mientras empezaba a entender qué quería decir Arthas. Creyó que iba a vomitar los cereales que acababa de comer y tuvo la sensación de que le costaba respirar.
—Los… transforma, de algún modo. Los convierte en no-muertos… ¿verdad? —inquirió Jaina.
Por favor, dime que me equivoco, Arthas, pensó la maga.
Pero el príncipe no pronunció esas palabras, sino que asintió con su cabeza coronada por un pelo rubio y añadió:
—Por eso aparecieron tantos a la vez. Si bien el grano llegó a Vega del Amparo hace poco… lo hizo con el tiempo suficiente para ser convertido en la harina con la que se hizo el pan.
Jaina miró a Arthas fijamente. Su mente era incapaz de abarcar… las implicaciones de aquella hipótesis.
—Por eso partí ayer raudo y veloz. Sabía que no podría derrotar a Mal’Ganis yo solo, pero… Jaina, no podía permanecer de brazos cruzados… No podía sentarme a acampar y a sacarle brillo a mi armadura, ¿sabes?
La maga asintió aturdida. Ahora sí lo entendía en toda su dimensión.
—Y ese profeta… Me da igual que creas que es muy poderoso. No puedo marcharme sin más y dejar que todo Lordaeron se transforme en… esto… Mal’Ganis, sea quien sea, sea lo que sea, ha de ser detenido. Debemos dar con todas y cada una de esas cajas repletas de grano contaminado y destruirlas.
Revelar esta impactante información pareció volver a alterar a Arthas, que se puso en pie para pasear de un lado a otro.
—¿Dónde demonios se ha metido Uther? —inquirió—. Ha tenido toda la noche para llegar aquí.
Jaina dejó a un lado los cereales a medio comer, se incorporó y terminó de vestirse. Los pensamientos discurrían por su mente a enorme velocidad en un intento por comprender la situación en su totalidad y de manera desapasionada, al intentar dar con la forma de combatirla. Sin mediar palabra, levantaron el campamento y se dirigieron a Stratholme.
El gris ceniza del alba se oscureció por culpa de las nubes que cubrieron el sol. Empezó a llover con intensidad. Tanto Arthas como Jaina se subieron las capuchas de sus respectivas capas para protegerse de la lluvia, pero Jaina se mojó igualmente y llegó temblando a las puertas de la gran ciudad. En cuanto detuvieron sus monturas antes de entrar, Jaina escuchó cierto bullicio a sus espaldas y se volvió. Vio a Uther y a sus hombres ascendiendo por el camino de tierra, que ahora era prácticamente un lodazal. A esas alturas, Arthas ya se había vuelto a encolerizar y recibió a Uther con una amarga sonrisa.
—Me alegro de que hayas sido capaz de llegar, Uther —le espetó.
Si bien Uther era un hombre muy paciente, esta vez perdió los nervios. Arthas y Jaina no eran los únicos que soportaban una fuerte tensión.
—¡Mide tus palabras cuando te dirijas a mí, muchacho! ¡Quizá seas el príncipe, pero yo sigo siendo tu superior como paladín!
—Como si pudiera olvidarlo —replicó Arthas. El príncipe subió raudo y veloz a un terreno elevado desde donde podía observar el interior de la ciudad, al otro lado de la muralla. Aunque no sabía que buscaba exactamente. Alguna señal de vida, de normalidad, tal vez. Alguna señal de que habían llegado a tiempo. Cualquier cosa que le permitiera albergar esperanzas de que aún podía hacer algo.
—Escucha, Uther, hay una cosa sobre la peste que deberías saber. El grano…
El viento cambió de dirección mientras conversaban y el aroma que alcanzó sus fosas nasales no fue en absoluto desagradable. No obstante, Arthas se sintió como si le hubieran propinado un puñetazo en las entrañas. Aquel olor, aquel extraño y peculiar aroma de pan hecho con grano contaminado, era inconfundible en aquel aire húmedo cargado de lluvia.
Por la Luz, no. Ya lo habían molido, ya habían hecho el pan, ya…
La sangre abandonó el rostro de Arthas. Sus ojos revelaron que acababa de comprender el horror que encerraban aquellas murallas.
—Hemos llegado muy tarde. ¡Demasiado tarde, maldita sea! El grano… Esa gente… —Intentó explicarlo de nuevo—. Esa gente ya está infectada.
—Arthas… —comenzó a decir Jaina en voz baja.
—Quizá parezca que ahora se encuentran perfectamente, ¡pero es sólo cuestión de tiempo que se transformen en no-muertos!
—¿Qué? —exclamó Uther—. ¿Te has vuelto loco, muchacho?
—No —respondió Jaina—. Tiene razón. Si han comido ese grano, se han contagiado… Y si están infectados… se transformarán.
Jaina no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Tenía que haber algo que pudieran hacer. Antonidas le había contado una vez que si algo poseía naturaleza mágica, entonces podía ser combatido con magia. Si pudieran disponer de algo de tiempo para pensar, si pudieran calmarse y reaccionar de forma lógica sin dejarse llevar por las emociones, tal vez podrían hallar una cura para…
—Hay que purgar toda la ciudad —afirmó Arthas sin buscar la forma de suavizar sus palabras.
Jaina parpadeó. Estaba segura de que no podía estar hablando en serio.
—¿Cómo se te ocurre siquiera pensarlo? —gritó Uther a su antiguo pupilo mientras se le acercaba—. Tiene que haber otro modo de resolver este dilema. No estamos hablando de una puñetera cosecha de manzanas ¡sino de una ciudad abarrotada de seres humanos!
—¡Maldita sea, Uther! ¡Debemos hacerlo! —rugió Arthas, encarándose con Uther.
Escasos centímetros separaban ambos rostros, y, por un momento aterrador, Jaina creyó que iban a desenvainar sus armas.
—¡Arthas, no! ¡No podemos hacer eso! —chilló, sin poder evitar que las palabras abandonaran sus labios.
El príncipe se volvió como un rayo hacia ella; sus ojos de color verdemar estaban nublados por la ira, el sufrimiento y la desesperación. Jaina se percató de inmediato de que Arthas realmente creía que ésa era la única opción; realmente creía que la única forma de salvar las vidas de los que aún no estaban infectados era mediante el sacrificio de los que ya se encontraban condenados, de los que ya no podían ser salvados. El gesto de Arthas se suavizó mientras la maga seguía hablando en un intento por decir todo lo que tenía en la cabeza antes de que el príncipe la volviera a interrumpir.
—Escúchame. No sabemos cuánta gente hay infectada. Quizá algunos no hayan probado el grano; otros tal vez no hayan consumido una dosis letal. Ni siquiera sabemos cuál es la dosis letal. Sabemos tan poco sobre la peste… ¡No podemos masacrarlos como animales sólo porque tengamos miedo!
Jaina no había elegido las palabras adecuadas y vio que Arthas se las tomó muy mal.
—Intento proteger a los inocentes, Jaina. Eso es lo que juré hacer.
—Esa gente es inocente… ¡Son víctimas! ¡No han elegido contagiarse voluntariamente! Arthas, hay niños ahí dentro. No sabemos si la peste les afecta o no. Ignoramos demasiadas cosas sobre esta epidemia como para tomar una solución tan… drástica.
—¿Y qué hacemos con los que sí están infectados? —preguntó él con una sorprendente y aterradora calma—. Matarán a esos niños, Jaina. Intentarán matarnos… y procurarán extenderse y seguir matando. Van a morir de un modo u otro; y cuando se levanten, harán cosas que en vida nunca jamás habrían hecho. ¿Qué harías tú, Jaina?
Jaina no había contado con verse enfrentada a tamaño dilema moral. Su mirada voló de Arthas a Uther, y regresó del viejo paladín al príncipe.
—No… no lo sé.
—Sí que lo sabes —le espetó Arthas. El príncipe tenía razón y ella lo sabía.
—¿Acaso si estuvieras en su lugar, no preferirías morir ahora que por culpa de la peste? ¿No preferirías morir como un ser humano racional a levantarte como un no-muerto que ataque a todos aquéllos a quienes has amado, que destruya todo cuanto amaste en vida?
La maga frunció el ceño.
—Yo… Ésa sería mi opción personal, sí. Pero no podemos tomar esa decisión por ellos. ¿Acaso no lo entiendes?
Arthas negó con la cabeza.
—No. No lo entiendo. Tenemos que purgar esta ciudad antes de que cualquiera de ellos se transforme. Sufrirán una muerte misericordiosa; además, la única forma de detener la peste es poniéndole fin aquí y ahora, de una vez por todas. Y eso es exactamente lo que voy a hacer.
Unas lágrimas de angustia asomaron a los ojos de Jaina.
—Arthas… concédeme un poco de tiempo. Sólo un par de días. Puedo teleportarme para consultar con Antonidas, podríamos celebrar una reunión de emergencia. Tal vez podamos dar con una forma de…
—¡No tenemos un par de días! —Las palabras brotaron con una furia inusitada—. Jaina, esta peste hace mella en la gente en cuestión de horas. Minutos, tal vez. Fu-fui testigo de ello en Vega del Amparo. No hay tiempo para deliberaciones o discusiones. Debemos actuar ya. Si no, será demasiado tarde. —Se volvió hacia Uther ignorando a Jaina—. Como tu futuro rey ¡te ordeno que purgues la ciudad!
—¡Todavía no eres mi rey, muchacho! Y aunque lo fueras, ¡jamás obedecería esa orden!
Entonces, un manto de silencio cargado de tensión los envolvió.
Arthas… amado mío, mi mejor amigo… por favor, no lo hagas, rogó mentalmente Jaina.
—Entonces, he de considerar tu negativa como alta traición —afirmó Arthas abruptamente con un gélido tono de voz.
Para Jaina aquella réplica fue aún peor que si le hubiera abofeteado en la cara.
—¿Me acusas de traición? —farfulló Uther—. ¿Acaso has perdido la cabeza, Arthas?
—¿Eso crees? Lord Uther, en virtud de mis derechos de sucesión y del poder soberano de la corona, te relevo del mando y suspendo a tus paladines de sus funciones.
—¡Arthas! —exclamó Jaina, cuya lengua se había liberado a causa de la indignación—. No puedes…
El príncipe se giró con gran celeridad y le replicó furioso:
—¡Puedo! ¡Y está hecho!
Si bien Jaina permaneció con la vista clavada en él, Arthas se volvió para mirar a sus hombres, que habían observado en silencio y con cautela cómo la discusión se había ido acalorando.
—Aquellos de vosotros que queráis salvar esta tierra, ¡seguidme! El resto… ¡apartaos de mi vista!
Jaina se sintió marcada y asqueada. Iba a hacerlo de verdad. Arthas iba a marchar sobre Stratholme para acabar con todo hombre, mujer y niño que se hallara dentro de los confines de sus muros. La maga empuñó y aferró con fuerza las riendas de su montura. El caballo agachó la cabeza y su cálido aliento acarició la mejilla de la maga. Jaina sentía una gran envidia por la total ignorancia del animal.
Se preguntó si Uther atacaría a su antiguo pupilo. El paladín había jurado servir a su padre y seguía teniendo que cumplir su juramento aunque hubiera sido relevado del mando. Jaina vio que el caballero tensaba los músculos del cuello y apretaba los dientes con fuerza. Pero no atacó a su señor.
Sin embargo, la lealtad no refrenó su lengua.
—Acabas de cruzar una línea que nadie debería cruzar jamás, Arthas.
Arthas le miró brevemente y se encogió de hombros. Se volvió hacia Jaina, buscando su mirada, y por un instante, sólo un instante, la maga vio lo que había debajo de tanta determinación: un joven bueno y responsable ligeramente asustado.
—¿Jaina?
Aquella palabra no era sólo una mera palabra. Era tanto una pregunta como un ruego. Mientras la maga lo miraba de hito en hito, paralizada como un pájaro ante una serpiente, Arthas le ofreció una mano enguantada. Jaina la observó un momento, pensando en todas las veces que esa mano se había cerrado sobre la suya con delicadeza, en todas las veces que la había acariciado, en todas las veces que había brillado con luz sanadora al curar a los heridos.
Sin embargo, ahora no podía estrechar esa mano.
—Lo siento, Arthas. No puedo quedarme a ver cómo haces esto.
Entonces la fría máscara del príncipe cayó y ya no pudo ocultar sus sentimientos por más tiempo. La conmoción y la incredulidad invadieron su rostro. Jaina no podía soportarlo ya más. Tragó saliva, los ojos se le anegaron de lágrimas y le dio la espalda. Uther la observaba con una mirada que combinaba compasión y aprobación. El viejo paladín le ofreció la mano para ayudarla a montar y la maga se mostró agradecida por su firmeza y serenidad. Jaina temblaba como una hoja y se aferró a su montura mientras esperaba a que Uther montara en su propio caballo. Cuando el paladín estuvo listo, cogió las riendas del caballo de Jaina y los dos se alejaron de aquel indescriptible horror que era lo peor que se habían encontrado hasta entonces en aquella terrible misión.
—¿Jaina? —escuchó decir a Arthas tras ellos.
La maga cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron bajos sus párpados.
—Lo siento —volvió a susurrar Jaina—. Lo siento mucho.
—¿Jaina…? ¡Jaina!
Le había dado la espalda.
El príncipe no se lo podía creer. Durante un largo instante se quedó contemplando fijamente, estupefacto, cómo la silueta de Jaina se perdía en la lejanía. ¿Cómo podía abandonarlo de esa forma? Jaina le conocía. Le conocía mejor que nadie en el mundo, mejor que incluso él mismo. Jaina siempre le había entendido. Su mente retrocedió de improviso a la noche en la que se habían convertido en amantes, bañados primero por el resplandor naranja del fuego del hombre de paja; y más tarde por el azul gélido de la luz de luna. Arthas la había abrazado y le había rogado…
«No reniegues nunca de mí, Jaina. Nunca reniegues de mí, por favor».
«Nunca lo haré, Arthas. Nunca».
Oh, sí, unas palabras bonitas, susurradas en un momento muy emotivo; pero ahora, cuando realmente importaba, eso era justo lo que Jaina había hecho: había renegado de él, le había traicionado. Maldita sea, si la misma Jaina había admitido que de haberse contagiado hubiera preferido que la mataran a convertirse en algo que profanase todas las leyes de la naturaleza. Pero ella le había abandonado a su suerte. Arthas no creía que una puñalada en el estómago doliera más que aquella traición.
Entonces un pensamiento cruzó su mente de manera fugaz e intensa: ¿y si Jaina tiene razón?
No. Eso era imposible. Porque si la tenía, estaba a punto de convertirse en un asesino de masas y sabía que no lo era. Lo sabía.
Meneó la cabeza como para sacudirse el terror que lo aturdía, se humedeció los labios que se habían secado repentinamente y tomó aire con fuerza. Algunos hombres se habían marchado con Uther. Muchos. Demasiados, a decir verdad. ¿Sería capaz de tomar la ciudad con los pocos que quedaba?
—Señor, si me permites —acertó a señalar Falric—, yo… bueno… preferiría que me cortaran en mil pedazos a convertirme en un no-muerto.
Se alzó un murmullo que expresaba aprobación y el ánimo de Arthas se inflamó, al tiempo que aferraba con fuerza su martillo.
—Lo que vamos a hacer aquí no es motivo de regocijo —aseveró—, sino consecuencia de una necesidad imperiosa: detener la peste, aquí y ahora, con el menor número de bajas posibles. Los que se encuentran entre estos muros ya están muertos. Nosotros lo sabemos, ellos todavía no y debemos matarlos rápida y limpiamente antes de que la peste lo haga por nosotros. —Miró a sus hombres de uno en uno, orgulloso de aquellos soldados que no habían rehuido sus responsabilidades—. Deben ser asesinados y sus casas han de ser destruidas para que esas moradas no se conviertan en refugio de aquéllos a los que ya no podemos salvar —afirmó Arthas, mientras sus hombres asentían y asían vigorosamente sus armas—. Esta batalla no será memorable ni gloriosa, sino horrenda y dolorosa. Lamento de todo corazón que sea necesaria. Pero en lo más hondo de mi ser sé que tenemos que hacerlo. —Alzó el martillo y exclamó—: ¡Por la Luz!
En respuesta a su grito de batalla, sus hombres rugieron y levantaron sus armas. A continuación, Arthas se giró hacia la puerta, inspiró aire con fuerza y cargó.
Acabar con los que ya habían muerto y se habían sublevado fue muy fácil. Eran el enemigo; ya no eran humanos sino viles criaturas que una vez habían estado vivas, de modo que aplastarles los cráneos o decapitarlos no suponía mayor dificultad que acabar con una bestia rabiosa. En cuanto a los demás…
Los habitantes de la ciudad contemplaron a los soldados y a su príncipe, primero confusos y luego llenos de horror. Al principio, la mayoría ni siquiera hizo ademán de ir a por sus armas; conocían los tabardos que portaban esos hombres que se suponía que venían a protegerlos y no a matarlos. No alcanzaban a comprender por qué los mataban. El sufrimiento se adueñó del corazón de Arthas en cuanto derribó al primero: se trataba de un joven, recién pasada la pubertad, que lo miró con unos ojos castaños teñidos de incomprensión y alcanzó a pronunciar:
—Mi señor, ¿por qué…?
Antes de que Arthas gritara de angustia por lo que se veía obligado a hacer, antes de aplastar el pecho del muchacho de un martillazo, se percató por un instante de que su martillo ya no irradiaba Luz. Quizá la Luz también se sentía apenada de que fuera necesario cometer aquella atrocidad. Si bien un sollozo se gestó en su fuero interno, logró contenerlo y refrenarlo y, a continuación, se volvió hacia la madre del muchacho.
Pensó que pasado un tiempo sería más fácil. Pero no fue así. Es más, cada vez se sentía peor. No obstante, Arthas se negaba a dar su brazo a torcer. Además, los hombres lo observaban como ejemplo; si vacilaba, ellos también vacilarían y entonces Mal’Ganis habría triunfado. Así que mantuvo su yelmo cerrado para que no pudieran verle el rostro y él mismo prendió las antorchas que quemaron los edificios repletos de gente que se habían encerrado en su interior. Aquel espectáculo dantesco y los gritos horripilantes no iban a impedir que cumpliera su cometido.
Fue todo un alivio que algunos ciudadanos de Stratholme decidieran resistirse, puesto que entonces entró en juego el instinto de autodefensa. Aunque aquellos granjeros no tenían ninguna posibilidad frente a unos soldados profesionales y un paladín excelentemente adiestrado. No obstante, eso mitigó la horrible sensación de… bueno, de que los estaban matando como animales, tal y como lo había descrito Jaina.
—Te estaba esperando, joven príncipe.
Aquella voz resonó en lo más profundo de su mente y sus oídos y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Eran una voz potente y… no había otra forma de describirla… malvada… Lo cual era lógico, pues pertenecía a un Señor del Terror, o al menos así lo había llamado Kel’Thuzad: un nombre siniestro para un ser siniestro.
—Soy Mal’Ganis.
Algo similar al júbilo se apoderó de Arthas. La presencia del brujo en ese lugar justificaba sus actos. Mal’Ganis, el responsable de la peste estaba allí, y cuando los hombres de Arthas, que también habían escuchado aquella voz, se volvieron en busca de su dueño, las puertas de una casa donde unos ciudadanos se habían escondido se abrieron de par en par y unos muertos vivientes cuyos cuerpos refulgían con un fulgor verde y enfermizo, surgieron raudos y veloces de ellas.
—Como puedes ver, tus súbditos ahora me pertenecen. Voy a convertir esta ciudad, casa por casa, hasta que la llama de la vida se haya apagado totalmente… para siempre —afirmó Mal’Ganis riéndose.
Aquella risa era perturbadora, profunda, cruel y siniestra.
—¡No lo permitiré, Mal’Ganis! —rugió Arthas, con el corazón henchido de orgullo por el convencimiento de que lo que hacía era justo—. ¡Es mejor que estas personas mueran por mis manos que se conviertan en tus esclavos en la muerte!
El Señor del Terror volvió a reírse y desapareció tan misteriosamente como había aparecido; y Arthas regresó al combate al ver que una multitud de no-muertos cargaba contra él.
Arthas no fue capaz de saber cuánto tiempo les llevó matar a todo ser vivo, y muerto, de la ciudad. Pero, al fin, lograron completar su atroz misión. El príncipe estaba exhausto, tembloroso y asqueado por el olor a sangre y humo, y por el hedor dulzón del pan contaminado que flotaba en el aire a pesar de que la panadería era ahora un edificio en llamas. La sangre y el icor cubrían lo que antes había sido una brillante armadura. No obstante, aquello aún no había acabado. El príncipe sabía perfectamente qué iba a suceder a continuación y aguardaba a que ocurriera; y un instante después llegó su enemigo, que descendió del cielo para posarse sobre el tejado de uno de los pocos edificios que permanecían intactos.
Arthas se quedó estupefacto. Esa criatura era enorme. Su piel era de color gris azulado, como si se tratara de piedra que hubiera cobrado vida. Unos cuernos surgían de su cráneo desprovisto de pelo, curvándose hacia delante y arriba, y dos poderosas alas como las de los murciélagos se extendían a su espalda a modo de sombras con vida propia. Sus piernas, protegidas por placas metálicas adornadas con púas e imágenes perturbadoras de huesos y calaveras, se curvaban hacia atrás y acababan en forma de pezuñas. La luz de sus refulgentes ojos verdes iluminaba unos dientes afilados desnudos gracias a una sonrisa de desprecio.
Arthas levantó la vista y observó a aquella criatura presa del terror e incapaz de creer lo que tenía delante de sus ojos. Había escuchado relatos sobre él; había visto dibujos en libros antiguos, tanto en la biblioteca de su hogar como en los archivos de Dalaran. Pero contemplar esa cosa tan monstruosa alzándose amenazante sobre él bajo un cielo carmesí y negro por el humo y el fuego, era algo totalmente distinto…
Un Señor del Terror era un demonio surgido de las entrañas del mito. No podía ser real, sin embargo ahí estaba, delante de él en toda su espantosa gloria.
El Señor del Terror.
El miedo amenazaba con atenazar a Arthas, que sabía que si dejaba que lo dominara, estaba perdido y moriría a manos de aquel monstruo… sin siquiera luchar. De modo que hizo acopio de toda su férrea voluntad y ahogó ese terror instintivo con otra emoción más positiva: el odio. La furia. Pensó en aquellos que habían caído bajo su martillo, tanto en los muertos como en los vivos, tanto en los necrófagos hambrientos como en las mujeres aterradas y los niños asustados que no entendían que asesinándolos intentaba salvar sus almas. Sus rostros le insuflaron nuevas fuerzas. No podía ser que hubieran muerto en vano. De algún modo, Arthas logró reunir el coraje necesario para mirar a los ojos al demonio mientras asía con vigor su martillo.
—Acabemos esto ahora mismo, Mal’Ganis —gritó con voz fuerte y firme—. Solos tú y yo.
Ante esa sentencia, el Señor del Terror inclinó hacia atrás la cabeza y se rió.
—Valientes palabras —observó el demonio con un tono de voz estruendoso—. Por desgracia para ti, esto no acaba aquí.
Mal’Ganis sonrió ampliamente y sus labios negros se apartaron, dejando a la vista unos dientes puntiagudos.
—Tu viaje acaba de comenzar, joven príncipe.
Con un gesto de una mano provista de unas garras largas y afiladas que brillaban bajo la luz de las llamas que seguían ardiendo y consumiendo la gran ciudad, señaló a los hombres de Arthas y declaró:
—Reúne tus fuerzas y ve a encontrarte conmigo en la tierra ártica de Rasganorte. Allí es donde se decidirá tu verdadero destino.
—¿Mi verdadero destino? —La voz de Arthas se quebró a causa de la ira y la confusión—. Pero ¿qué…?
Las palabras se ahogaron en su garganta a medida que el aire que circundaba a Mal’Ganis comenzaba a titilar y a girar conformando un patrón muy familiar.
—¡No! —aulló el príncipe.
Se abalanzó sobre él a ciegas, temerariamente, y habría acabado partido en dos en un abrir y cerrar de ojos si el hechizo de teleportación no se hubiera completado. Arthas chilló de manera incoherente, blandiendo en el aire su martillo, que apenas resplandecía.
—¡Te perseguiré hasta los confines de la Tierra si es preciso! ¿Me oyes? ¡Hasta los confines de la Tierra!
Desquiciado, furioso, fuera de sí, blandió su martillo a lo loco contra la nada hasta que el puro agotamiento le obligó a bajarlo. Lo apoyó en el suelo y se reclinó sobre él, sudando y temblando a causa de los sollozos de frustración e ira.
Hasta los confines de la Tierra.