CAPÍTULO CATORCE

Rasganorte era el nombre de aquella tierra; y la bahía Cubredaga, el emplazamiento donde la flota de Lordaeron había atracado. El agua, profunda y picada a causa del inclemente viento, era de un color azul grisáceo. Los acantilados estaban salpicados aquí y allá de tenaces pinos que dotaban de una defensa natural a la pequeña zona llana donde Arthas y sus hombres acampaban. Además, el agua de una cascada cercana caía a plomo desde gran altura, provocando una lluvia de espuma. Con todo, era un lugar mucho más agradable de lo que Arthas había esperado, al menos. Ciertamente no parecía el típico hogar de un señor demoníaco.

Arthas saltó del bote y avanzó chapoteando hasta la orilla. No dejaba de mirar a su alrededor sin perder detalle del paisaje que lo rodeaba. El viento lloraba como un niño perdido y revolvía su largo pelo rubio al acariciarlo con sus gélidos dedos. Junto a él, uno de los capitanes de barco que había tomado el mando de la flota sin consultar con el rey se estremecía de frío y daba palmas para intentar entrar en calor.

—Esta tierra ha sido olvidada por la Luz. ¡Apenas se alcanza a divisar el sol! Si bien este viento ululante le hiela a uno los huesos, ni siquiera tú tiemblas un poco.

Arthas, un tanto sorprendido, se dio cuenta de que lo que afirmaba aquel hombre era cierto. Sentía el frío como si lo acuchillaran sin piedad, pero no temblaba.

—Mi señor, ¿te encuentras bien?

—Capitán, ¿han llegado ya todas mis tropas? —preguntó Arthas sin siquiera molestarse en responder.

No contestó porque era una estupidez. Claro que no se encontraba bien. Lo habían obligado a masacrar a toda una población para poder detener una atrocidad aún peor. Para colmo, tanto Jaina como Uther le habían dado la espalda y un señor demoníaco aguardaba su llegada.

—Casi. Todavía quedan unos pocos barcos que…

—Muy bien. Nuestra prioridad consiste en montar el campamento base con unas defensas adecuadas. No sabemos qué nos aguarda ahí entre las sombras.

Aquellas órdenes mantendrían al capitán callado y ocupado. Arthas prestó toda su ayuda y se esforzó tanto como los hombres que mandaba en erigir un refugio básico para las tropas. Añoró la capacidad de Jaina para manejar las llamas cuando tuvieron que encender las hogueras bajo aquella oscuridad y un frío cada vez mayores. Maldición, la extrañaba tanto; pero aprendería a no echarla de menos. Le había fallado justo cuando más la necesitaba y no estaba dispuesto a entregar su corazón a una persona así por más tiempo. Su corazón debía ser fuerte y no blando, decidido y no dubitativo. Si quería derrotar a Mal’Ganis, no podía permitirse mostrarse débil. No podía albergar compasión.

La noche transcurrió sin ningún incidente. Arthas permaneció despierto dentro de su tienda hasta altas horas de la madrugada, examinando con atención los mapas incompletos de la región que habían conseguido. Cuando por fin se durmió, soñó con algo gozoso y aterrador a la vez. Volvía a ser joven, tenía toda la vida por delante y cabalgaba a lomos del glorioso caballo blanco al que tanto amaba. Una vez más eran como un solo ser, estaban perfectamente acoplados y nada podía pararlos. Pero incluso soñando, Arthas sintió cómo el terror se adueñaba de él cuando apremió a Invencible a realizar aquel funesto salto. La angustia, que no menguaba lo más mínimo por el hecho de saber que era un mero sueño, recorrió de nuevo todo su ser como un terremoto. Y una vez más desenvainó la espada y atravesó con ella el corazón a su devoto amigo.

Pero esta vez… esta vez se percató de que empuñaba una espada muy distinta al arma sencilla y humilde que había sostenido en sus manos en aquel espantoso momento. Esta vez se trataba de una espada enorme que debía asir con ambas manos; ornamentada con motivos muy hermosos. Las runas brillaban en toda su extensión. Una niebla gélida y azul emanaba de ella, tan fría como la nieve sobre la que yacía Invencible. Cuando retiró la espada, Arthas vio que su caballo no estaba muerto, sino que Invencible relinchó y se levantó totalmente curado e, incluso, más fuerte que antes. El caballo tenía ahora el pelaje luminoso en vez de mero color blanco y brillaba con intensidad. Entonces Arthas, que se había quedado dormido sobre los mapas, se despertó y se enderezó de repente con lágrimas en los ojos y un sollozo de júbilo en los labios. Estaba seguro de que aquello era un presagio.

Si bien el día amaneció gélido y gris, el príncipe se había puesto en pie antes del alba, deseoso de explorar esas tierras para dar con el rastro del Señor del Terror. Arthas sabía que se encontraba allí sin duda alguna.

Pero el primer día sólo se toparon con unos pocos y reducidos grupos de no-muertos. A medida que pasaban los días y exploraban más y más terreno, la desesperación empezó a hacer mella en Arthas.

A nivel racional, era consciente de que Rasganorte era un continente muy vasto apenas explorado, de que Mal’Ganis era un Señor del Terror y no sería fácil dar con él, y de que los puñados de no-muertos con los que se habían topado hasta entonces eran una buena señal. Pero no la única. Aquel demonio podía estar en cualquier sitio… o en ninguno. El hecho de que le hubiera revelado que lo esperaría en Rasganorte podría haber sido una elaborada estratagema para apartar a Arthas de su camino. Así el demonio tendría vía libre para retomar sus planes y…

No. Si se planteaba las cosas así, se volvería loco. El Señor del Terror era arrogante y estaba seguro de que, al final, sería capaz de derrotar al príncipe humano. Arthas tenía que creer que estaba allí en alguna parte. Debía creerlo. Claro que eso también significaba que Jaina tenía razón. Si en efecto Mal’Ganis estaba allí, estaba claro que era una trampa. Ninguno de los pensamientos que rondaban su mente era optimista; y cuantas más vueltas les daba, más se acrecentaba su inquietud.

Pasaron dos semanas hasta que el príncipe encontró por fin algo que le hizo abrigar cierta esperanza. Se habían separado en grupos después de que la primera pareja de exploradores regresara con la noticia de que por delante los aguardaban más grupos de no-muertos y más numerosos que los anteriores. Y los encontraron… pero despedazados y muertos, yaciendo sobre la tierra helada. Antes de que Arthas pudiera formar un pensamiento coherente, sus hombres y él se vieron sorprendidos por fuego enemigo.

—¡Cubríos! —gritó Arthas.

Todos buscaron parapeto donde pudieron: tras un árbol, una roca e incluso algún que otro banco de nieve. El ataque cesó tan abruptamente como se inició y entonces se escuchó un alarido.

—¡Maldita sea! ¡Vosotros no sois no-muertos! ¡Estáis vivos!

Arthas reconoció aquella voz y pertenecía a alguien con quien nunca hubiera imaginado que pudiera encontrarse en esa tierra desolada. Sólo había una persona capaz de jurar de manera tan entusiasta y, por un instante, se olvidó de por qué había ido allí y a quién estaba buscando. Sólo sintió el júbilo y la nostalgia que conlleva recordar tiempos pasados.

—¿Muradin? —exclamó Arthas estupefacto, presa del regocijo—. Muradin Barbabronce, ¿eres tú?

El rechoncho enano abandonó la protección que le proporcionaba una hilera de armas para observar con cautela a quien hablaba. El ceño fruncido que dominaba su rostro dio paso a una enorme sonrisa.

—¡Arthas, muchacho! ¡Quién iba a imaginar que serías tú quien viniera a rescatarnos!

El enano avanzó hacia Arthas con la cara más oculta que nunca por una frondosa barba mucho más hirsuta de lo que el príncipe recordaba, si es que eso era posible. Además, tenía más arrugas alrededor de los ojos que ahora entornaba debido al júbilo. Muradin abrió los brazos, corrió hacia Arthas y lo abrazó por la cintura. Arthas se echó a reír, y por la Luz que hacía tiempo que no se reía; y abrazó a su viejo amigo e instructor. Cuando al fin se separaron, el príncipe comprendió el verdadero sentido de las palabras que acababa de pronunciar Muradin.

—¿Rescataros? Muradin, ni siquiera sabía que estabas aquí. He venido a… —empezó a decir, pero entonces calló. Decidió que era mejor no revelar cierta información de momento, ya que no sabía cómo reaccionaría Muradin si le contaba la razón que lo había traído hasta allí, así que decidió sonreír al enano y añadir—: Pero eso puede esperar. Vamos, viejo amigo. Hemos montado un campamento base no muy lejos de aquí. Me da la impresión de que tanto a ti como a tus hombres os vendría bien comer algo caliente.

—Y tampoco le haríamos ascos a un buen trago de cerveza —replicó Muradin sonriendo.

Una sensación de alegría invadió la atmósfera cuando Arthas, Muradin, Baelgun, lugarteniente de Muradin, y los demás enanos entraron en el campamento. Incluso el frío eterno de aquel lugar pareció menguar un poco. Si bien Arthas sabía que los enanos estaban acostumbrados a los climas fríos y eran gente robusta y fuerte, percibió que el alivio y la gratitud asomaban en aquellos rostros barbudos cuando les ofrecieron unos cuencos de estofado caliente. Aunque le resultó muy difícil, Arthas se mordió la lengua para refrenar las preguntas que ansiaban brotar de sus labios hasta que Muradin y sus hombres fueron atendidos adecuadamente. Después indicó con una seña al enano que se uniera a él en un lugar un tanto apartado del centro del campamento, cerca de donde se alzaba su tienda.

—Bueno, cuéntame —acertó a decir Arthas mientras su antiguo instructor comenzaba a devorar la comida caliente con la regularidad y aparente insaciabilidad de una máquina gnoma bien engrasada—, ¿qué estabais haciendo allá arriba?

Muradin dio otro bocado y un buen trago a la cerveza para facilitar así el tránsito de los alimentos.

—Verás, muchacho, esa información no es algo que uno deba compartir con todo el mundo.

Arthas asintió, mostrando así que entendía lo que le estaba insinuando. Él también prefería ser cauteloso, por eso sólo unos pocos miembros de la flota que comandaba conocían la verdadera razón por la que se hallaban en Rasganorte.

—Aprecio que confíes en mí, Muradin.

Al instante, el enano le propinó una palmadita en el hombro.

—Te has convertido en un hombre gallardo, ya lo creo, muchacho. Bueno, si eres capaz de arreglártelas en esta tierra dejada de la mano de la Luz, tienes derecho a saber lo que mis hombres y yo estamos haciendo aquí. Buscamos un objeto legendario —reveló mientras entornaba los ojos y tragaba cerveza. Después se limpió la boca y prosiguió—. Mi pueblo siempre ha estado interesado en los objetos únicos y extraños, como bien sabes.

—Así es —replicó Arthas. Recordó haber escuchado en su día algo acerca de que Muradin había ayudado a fundar una organización llamada la Liga de Exploradores, que tenía su sede en Forjaz, y sus miembros viajaban por todo el mundo para adquirir conocimientos y buscar tesoros arqueológicos.

—Así que se trata de un asunto de la Liga —dedujo Arthas.

—Sí, en efecto. He estado aquí muchas otras veces. Ésta es una tierra extrañamente cautivadora que no revela sus secretos con facilidad… Eso la vuelve muy intrigante. —El enano rebuscó en su alforja, de donde sacó un diario encuadernado en cuero, que daba la impresión de haber conocido días mejores. Se lo lanzó a Arthas soltando un gruñido. El príncipe lo cogió y lo hojeó por encima. Contenía cientos de bocetos de criaturas, paisajes y minas.

—Aquí hay mucho más de lo que parece a primera vista —afirmó Muradin.

Al ver aquellos dibujos, Arthas no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo con él.

—Nuestra actividad se centra básicamente en investigar —continuó el enano—. En aprender.

Arthas cerró el diario y se lo devolvió a Muradin.

—Cuando nos habéis visto, parecíais sorprendidos… de toparos con alguien que no fuera un no-muerto. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? ¿Y qué es lo que habéis aprendido? —inquirió el príncipe.

Muradin rebañó los restos del estofado del cuenco con un trozo de pan y lo dejó limpio como una patena. También se comió el pan. Después suspiró levemente y contestó:

—Ah, cómo echo de menos los dulces que solía preparar el pastelero de tu palacio —comentó mientras buscaba su pipa—. En respuesta a tu pregunta, hace mucho que sabemos que algo raro sucede aquí. Es como si una… fuerza estuviera creciendo. Se trata de algo malo y va a peor. He hablado con tu padre al respecto; creo que este poder no se contentará sólo con Rasganorte.

Arthas reprimió una oleada repentina de sensaciones contrapuestas de preocupación y emoción; no obstante, procuró mantener la compostura.

—¿Crees que podría suponer un peligro para mi pueblo?

Muradin se echó hacia atrás y encendió la pipa. El aroma del tabaco favorito del enano, cuya familiaridad fuera de lugar en esa tierra extraña le resultó reconfortante, llegó hasta la nariz del príncipe.

—Sí, lo creo. Y también creo que estos malditos no-muertos tienen algo que ver con ello.

Arthas decidió que había llegado la hora de compartir información. Con celeridad pero con calma, le contó a Muradin lo que sabía sobre el grano contaminado por la peste y sobre Kel’Thuzad y el Culto de los Malditos. También le habló de su primer encuentro con los no-muertos, con aquellos granjeros transformados en horribles engendros. Le informó de cómo había sabido que Mal’Ganis, un Señor del Terror encarnado, era quien se hallaba tras la peste, y de la burlona invitación que el demonio le había hecho para que fuera a Rasganorte.

También mencionó Stratholme fugazmente.

—La peste había llegado hasta allí —indicó—. Así que tuve que cerciorarme de que Mal’Ganis no tenía más cadáveres a su disposición para sus innobles fines.

Con esa información bastaba. Si bien todo cuanto había contado era verdad, no estaba seguro de que Muradin entendiera que Arthas se había visto obligado a cometer aquel acto horrendo. Jaina y Uther no lo habían comprendido a pesar de que habían sido testigos de primera mano de la amenaza a la que el príncipe se enfrentaba.

—Es un asunto feo. Quizá el artefacto que estoy buscando podría serte útil para combatir a ese Señor del Terror. De todos los objetos mágicos peculiares de los que tenemos noticia, éste es de los más valiosos. Sólo recientemente hemos empezado a obtener cierta información sobre él, aunque desde que supimos de su existencia… bueno, lo hemos buscado sin parar. Me traje unos cuantos objetos mágicos muy especiales para intentar localizarlo, pero de momento no ha habido suerte —le explicó el enano.

En ese momento, Muradin dejó de mirar aArthas y sus ojos se posaron en un lugar situado más allá del príncipe, sobre el páramo helado que los rodeaba amenazante. Por un instante, el brillo desapareció de sus ojos para ser sustituido por una sombra lúgubre que el joven príncipe jamás había visto.

Arthas decidió esperar a que el enano continuara con su historia. Quería evitar dar la impresión de que seguía siendo el mismo niño impaciente que Muradin sin duda recordaba Muradin volvió a centrarse en el presente y miró a Arthas con suma intensidad.

—Buscamos una hojarruna llamada Agonía de Escarcha.

Agonía de Escarcha. Arthas sintió cómo un leve escalofrío recorría su alma al escuchar esa palabra. Se trataba de un nombre ominoso para un arma legendaria; y aunque había oído hablar de las poderosas y terribles hojarrunas, eran armas que raramente se veían. El príncipe lanzó una mirada fugaz a su martillo que descansaba apoyado contra el árbol donde lo había dejado tras regresar de su encuentro inesperado con Muradin. Era un arma muy hermosa y él la había tenido en muy alta estima; pero últimamente la Luz parecía brillar en él de forma muy tenue, y a veces no brillaba en absoluto.

Pero una hojarruna…

Una certeza repentina se apoderó de él y entonces sintió como si el destino le estuviera susurrando al oído. Rasganorte era un lugar muy vasto y no podía tratarse de una coincidencia que se hubiera encontrado con Muradin. Si pudiera hacerse con la Agonía de Escarcha… seguramente podría matar a Mal’Ganis, acabar con la peste y salvar a su gente. El enano y él se habían encontrado por una razón. Su encuentro era obra del destino.

Mientras Arthas estaba sumido en sus cavilaciones, Muradin había seguido hablando. Tras terminar su reflexión, el príncipe volvió a prestarle atención.

—Hemos venido para hacernos con la Agonía de Escarcha, pero cuanto más nos acercamos a esa hojarruna, más no-muertos hallamos. Soy demasiado viejo para creer que se trata de una mera coincidencia.

Arthas sonrió levemente. Así que Muradin tampoco creía en las coincidencias. Se sintió reafirmado en su convencimiento de que el destino guiaba sus pasos.

—¿Acaso crees que Mal’Ganis no quiere que la encontremos? —preguntó en un susurro el príncipe.

—Sin duda alguna, no creo que le hiciera mucha gracia que cargaras contra él con esa clase de arma en la mano.

—Me parece que vamos a poder ayudarnos mutuamente —dijo Arthas—. Nosotros os ayudaremos a la Liga y a ti a dar con la Agonía de Escarcha y vosotros nos ayudaréis a derrotar a Mal’Ganis.

—Parece un buen plan —señaló Muradin, mostrando así su acuerdo. El humo de la pipa se retorcía a su alrededor conformando unas aromáticas columnas donde se mezclaban el negro y el azul—. Arthas, muchacho… ¿Te queda más cerveza?

Los días pasaron y Muradin y Arthas intercambiaron impresiones. Ahora tenían una doble misión que cumplir: matar a Mal’Ganis y hacerse con la hojarruna. Al final, decidieron que la estrategia más inteligente sería seguir avanzando hacia el interior y enviar la flota hacia el norte para establecer allí un nuevo campamento. Tuvieron que luchar no sólo con no-muertos sino con manadas de lobos famélicos y feroces, con unos seres extraños que parecían mitad lobos, mitad humanos, y con una raza de trols que daban la impresión de sentirse tan cómodos en aquel gélido lugar del norte como sus primos en las bochornosas junglas de Tuercespina. Muradin no se sorprendió tanto como el príncipe humano cuando se toparon con tales seres. Por lo visto, pequeños grupos de trols de hielo similares a ésos solían merodear por la capital enana de Forjaz.

Arthas supo por Muradin que los no-muertos tenían bases allí, en Rasganorte. Eran unas estructuras extrañas con forma de zigurat rodeadas de un aura de magia tenebrosa que habían pertenecido a una antigua raza supuestamente extinguida. De hecho, si aún existían, no parecía que aquellos no-muertos les molestaran en absoluto. Así que Arthas decidió que no sólo debían destruir aquellos cadáveres andantes, sino también sus refugios. Aun así transcurrían los días y Arthas no parecía acercarse más a su meta. Si bien hallaban muchos rastros de la maldad de Mal’Ganis, eran incapaces de dar con el Señor del Terror.

Tampoco la búsqueda de Muradin de la tentadora Agonía de Escarcha tuvo más éxito. Las pistas, tanto arcanas como mundanas, iban estrechando la zona de búsqueda, pero hasta ahora la hojarruna seguía habitando en el territorio de la leyenda.

El día en que todo cambió, Arthas estaba muy susceptible. Regresaba hambriento, cansado y congelado al campamento ambulante improvisado tras otra incursión infructuosa. Se hallaba tan sumido en su cólera que tardó unos segundos en comprender lo que ocurría.

Los guardias no estaban apostados.

—Pero ¿qué…? —alcanzó a decir Arthas.

Se volvió hacia Muradin, quien de inmediato aferró con fuerza su hacha. No había ningún cadáver a la vista. Si los no-muertos hubieran atacado mientras el príncipe se encontraba fuera, los cadáveres de sus hombres se habrían alzado, puesto que habrían sido reclutados por el bando enemigo de la forma más cruel que cabe imaginar. De todos modos, debería haber sangre o señales de lucha por doquier… pero no había nada de nada.

Avanzaron con cautela y en silencio. El campamento se hallaba desierto. Arthas habría jurado que parecía que lo hubieran desmontado, salvo por un puñado de hombres que alzaron la vista cuando lo vieron venir. En respuesta a la pregunta que aún no había formulado, el capitán Luc Valonante señaló:

—Te ruego que aceptes nuestras disculpas, mi señor. A petición de Lord Uther, tu padre ha ordenado a nuestras tropas que regresen. La expedición ha sido cancelada.

Arthas sintió un espasmo en un músculo próximo al ojo.

—¿Mi padre… ha ordenado que vuelvan las tropas… porque Lord Uther se lo ha pedido?

El capitán parecía nervioso, miró de soslayo a Muradin y, a continuación, respondió:

—Sí, señor. Quedamos esperar a que regresaras para partir, pero el emisario insistió. Todos los hombres se dirigen al noroeste para encontrarse con la flota. Nuestro explorador nos informó de que los caminos, si es que se les puede denominar como tal, están en manos de los no-muertos. Así que nuestras tropas están muy atareadas abriéndose camino a través del bosque. Estoy seguro de que podrás darles alcance con rapidez, señor.

—Por supuesto —contestó Arthas forzando una sonrisa a pesar de que le hervía la sangre por dentro—. Disculpadme un momento.

Posó una mano sobre el hombro de Muradin y se lo llevó a una zona donde pudieran hablar tranquilos.

—Vaya, lo siento, muchacho. Resulta tan frustrante tener que marcharse…

—No.

—¿Cómo? —replicó Muradin, sorprendido.

—No pienso volver. Muradin, si mis guerreros me abandonan, ¡nunca derrotaré a Mal’Ganis! ¡Y la peste jamás se detendrá! —exclamó alzando la voz a su pesar. Algunas miradas teñidas de curiosidad se clavaron en él.

—Muchacho, se trata de tu padre. El rey. No puedes contradecir sus órdenes. Eso sería alta traición.

Arthas resopló. Tal vez sea mi padre quien esté traicionando a su pueblo, pensó, pero no se atrevió a decirlo.

—Desposeí a Uther de su rango. Declaré disuelta su orden. No tiene derecho a hacer esto. Mi padre ha sido engañado.

—Entonces deberás resolver este entuerto con él cuando regreses. Tendrás que obligarle a ver la verdad si las cosas son como afirmas que son. Pero en ningún caso puedes desobedecerle.

Arthas lanzó una mirada iracunda al enano. ¿Cómo que si las cosas son como afirmo que son? ¿Qué está insinuando este maldito enano? ¿Que le estoy mintiendo?, pensó presa de la furia.

—Tienes razón en una cosa: mis hombres son leales a lo que ellos consideran la cadena de mando. Jamás se negarían a volver a casa si reciben órdenes directas de hacerlo —observó mientras se frotaba el mentón pensativo y esbozaba una sonrisa a medida que una idea iba cobrando forma en su mente—. ¡Eso es! Tan sólo tenemos que negarles el modo de regresar a casa. De este modo, no estarán desobedeciendo… sino que será imposible que cumplan esas órdenes.

Las pobladas cejas de Muradin se unieron en una sola cuando éste frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

Arthas le contestó con una fiera sonrisa y, acto seguido, le contó su plan.

Muradin parecía estupefacto.

—¿No crees que te estás excediendo un poco, muchacho? —inquirió el enano.

Por el tono de voz que había empleado, estaba claro que Muradin consideraba que realmente se estaba excediendo un poco; quizá demasiado. Arthas decidió ignorar el comentario. Muradin no había sido testigo de lo que él había visto, no se había visto obligado a hacer lo que él había tenido que hacer. Cuando por fin se enfrentaran a Mal’Ganis, el enano lo comprendería todo. Arthas sabía que derrotaría al Señor del Terror porque debía hacerlo. Acabaría con la peste, esa amenaza que se cernía sobre su pueblo. Entonces la destrucción de los barcos no se consideraría nada más que un ligero inconveniente, un mal menor si se comparaba con el bien mayor que se perseguía: la supervivencia de los ciudadanos de Lordaeron.

—Sé que parece muy drástico, pero no hay otro remedio. No lo hay.

Unas horas después, Arthas observaba desde la Orilla Olvidada cómo ardía toda su flota.

La estrategia era muy simple: los hombres no podrían regresar a casa y, por lo tanto no podrían abandonarle, si no había ninguna nave en la que embarcar. Así que Arthas las había quemado todas.

Había atravesado el bosque acompañado por mercenarios contratados por él. La idea inicial había sido utilizarlos para masacrar a los no-muertos que se encontraran por el camino; y que después le ayudaran a rociar los barcos con aceite y a prenderles fuego. En esa tierra de frío constante y luz tenue, el calor que desprendían los barcos en llamas era bienvenido de una manera un tanto desconcertante. Además, el resplandor del incendio obligó a Arthas a alzar una mano para protegerse los ojos del resplandor.

A su lado, Muradin suspiró y negó con la cabeza. Él y los demás enanos, que murmuraban en voz baja mientras contemplaban el incendio no estaban muy seguros de que el sendero que el príncipe había escogido fuera el correcto. Arthas observaba también con los brazos cruzados y expresión solemne en el rostro cómo el esqueleto envuelto en llamas de unos de sus barcos se venía abajo estrepitosamente. El frío castigaba su espalda mientras el rostro y el resto del cuerpo le ardían por el intenso calor de las llamas.

—¡Maldito sea Uther por obligarme a hacer esto! —masculló.

Demostraría a ese paladín… expaladín, mejor dicho… Demostraría a Uther, a Jaina y a su padre que él era el único que no se había desentendido de sus obligaciones, sin importar que conllevaran cometer actos horrendos o crueles. Volvería triunfante tras haber hecho lo que tenía que hacer; tras haber hecho lo que los débiles de corazón nunca se habrían atrevido a hacer. Gracias a él, gracias a su sacrificio, gracias a que estaba dispuesto a soportar la pesada carga de esa responsabilidad, su pueblo sobreviviría.

El estrépito de las llamas que lamían la madera empapada de líquido inflamable fue tan intenso durante un instante, que ahogó los gritos de desesperación de los hombres que se acercaban a contemplar estupefactos el dantesco espectáculo.

—¡Príncipe Arthas! ¡Nuestros barcos!

—¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo vamos a volver a casa?

Aquella idea se había estado fraguando en un tenebroso rincón de su mente durante varias horas. Arthas sabía que el pánico se apoderaría de sus hombres al descubrir que habían quedado varados en esas tierras. Si bien habían accedido en su momento a seguirlo, Muradin tenía razón en una cosa: los hombres sabían que las órdenes de su padre anulaban las suyas y Arthas no habría podido retenerlos. Y Mal’Ganis habría ganado. Sus hombres no entendían lo importante que era detener aquella amenaza en aquel lugar, en aquel momento…

Su mirada se posó sobre los mercenarios que había contratado.

Nadie los echaría de menos.

Eran gentuza que podía ser comprada y vendida. Si alguien les hubiera pagado por asesinarlo, lo habrían hecho con la misma presteza que lo habían ayudado. Había muerto ya tanta gente, tantas personas buenas, nobles e inocentes. Sus muertes sin sentido clamaban a gritos venganza. Y si los hombres de Arthas no lo apoyaban de todo corazón, no podría alzarse victorioso.

Arthas no podría soportar la derrota.

—¡Adelante, mis guerreros! —gritó levantando su martillo. Su arma ya no brillaba con la Luz, pero eso ya no sorprendía a Arthas. Se limitó a señalar a los mercenarios que trabajaban para acercar a la orilla los botes repletos de provisiones que habían salvado de los barcos y gritó—: ¡Esos asesinos han quemado nuestros navíos y os han privado de vuestro regreso a casa! ¡Matadlos en nombre de Lordaeron!

El príncipe encabezó la carga.