CAPÍTULO VEINTICUATRO
Arthas no sabía cuánto tiempo habían permanecido bajo la superficie congelada de Rasganorte, en el antiguo y letal reino nerubiano. Sólo tenía dos cosas claras mientras caminaba hacia el exterior, hacia la luz, parpadeando como un murciélago al que obligaran a salir al sol. Una de ellas era que esperaba llegar a tiempo de proteger al Rey Exánime. La otra era que se sentía profundamente aliviado, hasta lo indecible, por poder salir de ese lugar.
No albergaba ninguna duda de que el reino nerubiano había sido antaño muy hermoso. Arthas no estaba muy seguro de qué se iba a encontrar en aquel reino, pero lo que no había esperado de ninguna manera era hallarse ante esos cautivadores e intensos colores azules y morados, ni con las intrincadas formas geométricas que distinguían en las diferentes salas y pasillos. Si bien éstos aún conservaban su belleza, eran como una rosa disecada; algo que si bien todavía era bello, estaba muerto. Mientras caminaba, percibió un olor extraño que lo impregnaba todo. No sabía de qué se trataba, ni siquiera era capaz de categorizarlo. Era acre y rancio a la vez, pero no desagradable, no para alguien acostumbrado a la compañía de muertos en descomposición.
Probablemente, ésa fuera una ruta más corta, tal y como Anub’arak había prometido; no obstante, habían pagado un alto precio por cada paso que habían dado. Poco después de haber entrado, los habían atacado.
Una decena o más de seres arácnidos surgieron de la oscuridad, chillando de rabia mientras se abalanzaban sobre ellos. Anub’arak y sus soldados se enfrentaron a sus atacantes sin vacilar. Arthas titubeó una fracción de segundo; a continuación se sumó a la batalla y ordenó a sus tropas hacer lo mismo. Las vastas cavernas se llenaron de los chillidos de los nerubianos, del lamento gutural de los no-muertos y de los gritos de agonía de los nigromantes que aún estaban vivos, mientras los nerubianos atacaban con gotitas de veneno. Unas telarañas espesas y pegajosas atraparon varios de los cadáveres más feroces, que quedaron indefensos a merced de unas poderosas mandíbulas que los decapitaron o de unas patas afiladas que los empalaron y les arrancaron las entrañas.
Anub’arak era una auténtica pesadilla hecha carne. Profirió un espantoso y cavernoso aullido en su gutural idioma nativo y se lanzó sobre sus antiguos súbditos con consecuencias devastadoras. Con las patas, que se movían independientemente unas de otras, agarró y empaló a sus desventuradas víctimas. Unas pinzas despiadadas las desmembraron. Y en todo momento, el aire viciado se vio rasgado por unos gritos que hicieron temblar y tragar saliva a alguien tan curtido en estas lides como Arthas.
La escaramuza fue muy violenta y tuvieron que pagar un alto precio por ella en forma de bajas, pero, al final, los nerubianos se perdieron entre las sombras de las que habían surgido. Dejaron atrás a varios heridos; las ocho patas de los desdichados arácnidos se estremecían de forma violenta y, acto seguido, se enroscaban sobre sí mismos y morían.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó Arthas, jadeando a la vez que se giraba hacia Anub’arak—. Estos nerubianos pertenecen a tu estirpe. ¿Por qué se muestran hostiles?
—Muchos de los que cayeron durante la guerra de la Araña fueron traídos de vuelta de la muerte para servir al Rey Exánime —respondió Anub’arak mientras señalaba a uno de los cuerpos con una pata delantera—. Sin embargo, estos guerreros no murieron. Son unos necios que todavía luchan para liberar a Nerub de la Plaga.
Arthas observó a los nerubianos muertos.
—Unos necios, sí —murmuró, y, al instante, se llevó una mano al corazón—. Al morir, sólo servirán a aquel contra quien luchaban en vida.
Cuando finalmente salieron de esos túneles bajo la tenue luz del mundo exterior, Arthas dio varias bocanadas a aquel aire frío y limpio; nuevos reclutas recién muertos habían engrosado las filas de su ejército.
Arthas tiró de las riendas para que Invencible se parara. El caballero de la muerte temblaba de un modo exagerado; sólo quería permanecer inmóvil y respirar aire fresco un rato. El aire enseguida se corrompió por culpa del hedor de su putrefacto ejército. Anub’arak pasó junto a él y se detuvo un instante para observarlo de manera implacable.
—No hay tiempo para descansar, caballero de la muerte. El Rey Exánime nos necesita. Debemos cumplir con nuestro deber como siervos.
Arthas miró fugazmente al Señor de la cripta. Había algo en el tono de voz de aquel ser… ¿Resentimiento, quizá? ¿Acaso Anub’arak servía a su señor porque no le quedaba más remedio? ¿Traicionaría al Rey Exánime si se le presentara la oportunidad? Y, en concreto, ¿traicionaría a Arthas?
Los poderes del Rey Exánime se debilitaban cada vez más. Al igual que los de Arthas. Si menguaban demasiado…
El caballero de la muerte contempló la figura del Señor de la cripta mientras se alejaba, respiró hondo y lo siguió.
¿Cuánto tiempo caminaron entre la espesa nieve y los purificadores vientos? Arthas era incapaz de precisarlo. En un momento dado, casi perdió el conocimiento mientras cabalgaba, de lo débil que se encontraba.
Recuperó la consciencia con un sobresalto, aterrado por el vahído que había sufrido, y sacó fuerzas de flaqueza para aguantar como fuera. No podía fallar, ahora no.
Llegaron a la cima de una colina y Arthas divisó al fin el glaciar que ocupaba el centro del valle y el ejército que los aguardaba. Se animó al ver a tantos allí reunidos para luchar por él y el Rey Exánime. Anub’arak había dejado a muchos de sus guerreros en la retaguardia, y ahora ahí estaban, estoicos y listos. Sin embargo, más cerca del glaciar vio otras siluetas pululando. Estaba demasiado lejos para distinguirlos con claridad, pero intuía de quién debía de tratarse. Alzó la vista y se quedó boquiabierto.
El Rey Exánime se encontraba ahí, en las entrañas del glaciar. Atrapado en su prisión, tal y como aparecía en las visiones de Arthas. Cuando un nerubiano se acercó presuroso a Anub’arak y Arthas para informarles de la situación, el caballero de la muerte le escuchó sin prestarle demasiada atención.
—Han llegado justo a tiempo. Las fuerzas de Illidan han tomado posiciones en la base del glaciar y…
Arthas gritó; un dolor, mucho peor que el que había sentido hasta entonces, se apoderó de él. Una vez más, su mundo se volvió del color de la sangre al tiempo que la agonía lo arrasaba por dentro. Al hallarse ahora tan cerca del Rey Exánime, el tormento que compartía con esa poderosa entidad se veía centuplicado.
—Arthas, mi adalid. Por fin has llegado.
—Amo —susurró Arthas con los ojos cerrados, a la vez que se presionaba ambas sienes con los dedos—. Sí, ya he llegado. Aquí estoy.
—Hay una grieta en mi prisión, en el Trono Helado, y mis energías se filtran por ella —siguió hablando el Rey Exánime—. Por eso mis poderes han disminuido.
—Pero ¿cómo es posible…? —preguntó el caballero de la muerte.
¿Acaso alguien lo había atacado? No aparecía ningún enemigo en la visión de Arthas, y estaba seguro de que había llegado a tiempo…
—Antaño, la hojarruna, la Agonía de Escarcha, también estaba encerrada en el trono. La arranqué del hielo para que pudiera encontrar su camino hacia ti… y luego te guiara hasta mí.
—Y así lo ha hecho —musitó Arthas.
Como el Rey Exánime se encontraba atrapado en el hielo y no podía moverse, tuvo que hacer acopio de una gran voluntad para hacer que la gran espada atravesara el hielo y, así, enviársela a Arthas. En ese momento recordó el hielo donde había hallado encerrada la Agonía de Escarcha; recordó que tenía los bordes mellados, como si se hubiera desprendido de un trozo más grande de hielo. Aquel poder tan vasto… había buscado en todo momento atraer a Arthas a ese lugar. Paso a paso, había conducido a Arthas hasta ahí. Lo había dirigido. Controlado…
—Debes darte prisa, mi adalid. Mi creador, el Señor demoníaco Kil’jaeden, ha enviado a sus agentes para destruirme. Si llegan al Trono Helado antes que tú, todo estará perdido. Y será el fin de la Plaga. ¡Date prisa! Te concedo todo el poder que tengo a mi disposición.
Una frialdad repentina comenzó a adueñarse de Arthas, aplacando aquel dolor tremendo y rabioso, calmando sus pensamientos. Esa energía era tan vasta, tan embriagadora Arthas nunca había experimentado semejante poder. Así que ésa era la razón por la cual había sido guiado hasta ahí. Para apurar ese cáliz de gélido líquido, para hacerse con las glaciales fuerzas del Rey Exánime. Abrió los ojos y comprobó que volvía a ver con claridad. Las runas de la Agonía de Escarcha brillaron de nuevo con gran intensidad, y una neblina helada surgía de ella y ascendía hacia el cielo. Arthas sonrió con fiereza, aferró la espada y la levantó en alto. Cuando habló, su voz clara y sonora viajaba con suma facilidad por el aire seco y frío.
—Acabo de tener otra visión sobre el Rey Exánime. ¡Ha restaurado mi poder! Ya sé lo que he de hacer —afirmó, mientras señalaba con Agonía de escarcha a aquellas figuras diminutas que se divisaban en lontananza—. Illidan ya se ha burlado bastante de la Plaga. Intenta acceder a la cámara del trono del Rey Exánime. Fracasará. Ha llegado la hora de infundirle de nuevo el miedo a la muerte. Ha llegado la hora de que este juego termine… de una vez por todas.
Lanzó un grito desafiante y feroz, al tiempo que agitaba por encima de la cabeza la hojarruna, que se estremeció ansiosa por devorar más almas.
—¡Por el Rey Exánime! —rugió Arthas, y, a continuación, corrió al encuentro de sus enemigos.
Se sentía como un dios al blandir a la Agonía de Escarcha como si nada. Cada alma que engullía, lo fortalecía. Por mucho que las flechas de los elfos de sangre llovieran sobre ellos, éstos caían como el trigo ante la guadaña. En un momento dado, Arthas recorrió con la mirada el campo de batalla. ¿Dónde estaba aquél al que tenía que matar? Aún no había detectado ni rastro de Illidan. ¿Acaso había logrado entrar en…?
—¡Arthas! ¡Date la vuelta y lucha contra mí, maldito seas!
Aquella voz era clara, pura y rebosaba odio. El caballero de la muerte se volvió.
El príncipe elfo se encontraba a pocos metros; su atuendo de color rojo y oro destacaba como la sangre entre la implacable blancura de la nieve sobre la que lucharon. Era alto y orgulloso, había clavado su vara en la nieve, y no apartaba la mirada de Arthas. La magia crepitaba a su alrededor.
—No avanzarás más, asesino.
En ese instante, Arthas sufrió un espasmo en un músculo cerca del ojo. Eso mismo le había llamado Sylvanas. Hizo un gesto de desprecio y sonrió al elfo que antaño le había parecido tan poderoso y cultivado a un joven príncipe humano. Regresó mentalmente al momento en que Kael le había sorprendido besándose con Jaina. Arthas, que entonces era un muchacho sabía que no era rival para aquel mago mucho más poderoso que le superaba en edad.
Sin embargo, Arthas ya no era ningún muchacho.
—Después de que desaparecieras de una manera tan cobarde en nuestro último enfrentamiento, admito que estoy sorprendido de volver a verte, Kael. No deberías enojarte porque yo te robara a Jaina. Deberías superarlo y seguir adelante. Después de todo, aún puedes disfrutar de muchas cosas en este mundo. Oh, espera… No, ya no.
—¡Ojalá te pudras en el infierno, Arthas Menethil! —le maldijo rezongando Kael’thas, que temblaba de indignación—. Me has arrebatado todo cuanto he querido. La venganza es lo único que me queda.
No perdió más tiempo aireando su rabia y levantó su vara. El cristal fijado en la punta brillaba intensamente, y una bola de fuego crepitaba en la otra mano. Un instante después salió disparada hacia Arthas. Entonces, unos fragmentos de hielo cayeron sobre el caballero de la muerte. Kael’thas era un maestro de la magia mucho más rápido que cualquiera con el que Arthas se hubiera enfrentado hasta ese momento. Logró alzar la Agonía de Escarcha justo a tiempo para desviar aquel globo de fuego que se iba hinchando cada vez más. De los fragmentos de hielo pudo ocuparse con suma facilidad. Blandió la gran hojarruna por encima de su cabeza y los atrajo hacia su hoja como virutas de hierro a un imán. Sonriendo, Arthas giró la espada y devolvió los trozos de hielo al mago que los había lanzado. La velocidad de Kael’thas lo había sorprendido una vez, pero no iba a cometer ese error de nuevo.
—Quizá deberías pensártelo dos veces antes de volver a atacarme con hielo, Kael —comentó el caballero de la muerte en tono jocoso.
Debía provocar al mago para que actuara precipitadamente. Como el dominio de uno mismo es clave para poder hacer magia, si Kael perdía los estribos, sin duda alguna perdería la pelea.
—Gracias por el consejo —replicó Kael con un gruñido, a la vez que entornaba los ojos.
Arthas asió con fuerza las riendas de su montura, preparado para arrollar a su adversario; pero, de pronto, la nieve bajo sus pies brilló con un fulgor anaranjado y se convirtió en agua de inmediato. Invencible se hundió medio metro y sus pezuñas resbalaron sobre el terreno escurridizo. Arthas desmontó de un salto y ordenó a la bestia que se alejara a medio galope; entonces aferró a la Agonía de Escarcha con más determinación que nunca en su mano derecha. A continuación extendió el brazo izquierdo y una oscura bola de energía verde que giraba sobre sí misma se formó en la palma de su mano y corrió hacia Kael como una flecha disparada por un arco. El mago maniobró como pudo para defenderse, pero aquel ataque fue demasiado rápido para él. Su cara adoptó un tono más pálido y se tambaleó hacia atrás y con una mano se tocó el corazón. Arthas sonrió cuando parte de la energía vital del mago lo inundó.
—Te arrebaté a la mujer a la que amabas —le espetó en un intento de inflamar la ira del mago, a pesar de que sabía (y, probablemente, Kael también lo sabía) que Jaina nunca había amado al elfo—. Por las noches, la estrechaba entre mis brazos. Sus besos eran tan dulces, Kael. Me…
—Ahora te detesta —replicó Kael’thas—. Le repugnas y le asqueas, Arthas. Todo lo que sentía por ti en el pasado se ha convertido en odio.
El caballero de la muerte sintió algo extraño en su pecho. Se dio cuenta de que no se había planteado nunca qué opinaría Jaina de él ahora. Siempre había hecho todo lo posible por dejar de pensar en ella cuando su mente divagaba. ¿Sería cierto lo que el elfo acababa de decir? ¿De verdad Jaina…?
Una enorme y crepitante bola de fuego se estrelló contra su pecho, y Arthas profirió un grito mientras caía hacia atrás por la fuerza del impacto. Las llamas lo envolvieron durante unos preciosos segundos antes de recuperarse y poder contrarrestar el hechizo. La armadura le había protegido en gran parte del fuego, aunque sufría una agonía por mor del calor que había absorbido ésta, cuyo metal estaba en contacto directo con su piel. Pero lo que más le aterraba es que hubiera podido sorprenderlo. Si bien una segunda bola de fuego voló en su dirección, esta vez estaba listo, y la ferocidad de aquel fuego fue a encontrarse con la letalidad de su hielo.
—Devasté tu patria… Contaminé tu queridísima Fuente del Sol. Y maté a tu padre. La Agonía de Escarcha devoró su alma, Kael. Se ha ido para siempre.
—Se te da bien matar a nobles de edad avanzada —dijo Kael’thas a modo de burla. La réplica le resultó inesperadamente dolorosa al caballero de la muerte—. Por lo menos te enfrentaste a mi padre en el campo de batalla. Pero ¿qué me dices del tuyo, Arthas Menethil? Se necesita mucho valor para atravesar con una espada a un padre indefenso que abre los brazos para estrechar a su…
Arthas cargó, cubriendo la distancia que los separaba con unos pocos pasos; entonces, la Agonía de Escarcha trazó un arco hacia abajo.
Kael’thas se defendió con su vara. Por un segundo, el báculo resistió, pero enseguida se resquebrajó por efecto del violento impacto de la espada.
Pero gracias a esa maniobra, Kael había tenido tiempo suficiente para desenvainar una centelleante y reluciente arma, una hojarruna que parecía estar al rojo vivo, en contraste con la Agonía de Escarcha, que emitía un gélido resplandor azul. Las hojas de las espadas chocaron. Ambos intentaron empujar hacia abajo la espada del contrario, tensos por el esfuerzo; cada uno empleaba su espada para impedir el avance de la hojarruna del otro. Pasaron los segundos lentamente y Kael’thas sonrió cuando sus miradas se encontraron.
—Reconoces esta hoja, ¿verdad?
Así era. Arthas conocía el nombre de la espada y el linaje al que pertenecía Furia de las Llamas, Felo’melorn, la hojarruna que perteneció a Dath’Remar Caminante del Sol, el ancestro de Kael’thas, el fundador de la dinastía. La espada era indescriptiblemente antigua. Había participado en la Guerra de los Ancestros y en el alumbramiento de los Altonatos. Arthas le devolvió la sonrisa. Furia de las Llamas iba a ser testigo de otro importante hecho histórico: el final del último Caminante del Sol.
—Oh, sí. Vi cómo se partía en dos al chocar con la Agonía de Escarcha, un instante antes de que matara a tu padre.
Arthas era más fuerte físicamente, y la energía del Rey Exánime bullía en él. Con un gruñido de cansancio, el caballero de la muerte empujó a Kael’thas hacia atrás, con la intención de hacerle perder el equilibrio. Sin embargo, el mago se recuperó al punto y adoptó con elegancia otra posición de ataque, blandiendo Felo’melorn, sin apartar la mirada de Arthas en ningún momento.
—La hallé como dices, partida, pero hice que me la reforjaran.
—Las espadas rotas, por mucho que se enmenden, siguen siendo débiles allí donde se quebraron, elfo —le advirtió Arthas mientras trazaba un círculo a su alrededor, aguardando el instante en que Kael fuera vulnerable.
Kael’thas se rió al escuchar ese comentario.
—Las espadas humanas, tal vez. Las elfas, no. No cuando se reforjan combinando magia, odio y una ardiente necesidad de venganza. No, Arthas. Felo’melorn es más fuerte que nunca, como yo lo soy. Y también los sin’dorei. Somos más fuertes porque si bien nos han destrozado… nuestra voluntad y determinación es aún mayor ahora. ¡Y la meta que perseguimos con tanto ahínco es verte caer!
El ataque fue extremadamente repentino. Kael estaba de pie, despotricando y, de pronto, Arthas estaba luchando por salvar su pellejo. La Agonía de Escarcha chocó contra Furia de las Llamas; el maldito elfo tenía razón… la hoja resistió. Arthas se echó hacia atrás con suma celeridad, hizo una finta y con un poderoso impulso trazó un arco letal con la Agonía de Escarcha. Kael se apartó de su trayectoria y se revolvió para contraatacar con una violencia y una agresividad que sorprendieron a Arthas, quien se vio obligado a retroceder; primero, un paso; luego, dos; hasta que se resbaló y cayó. Kael se abalanzó sobre él lanzando un gruñido, dispuesto a dispensar el golpe mortal definitivo. Entonces Arthas se acordó de las lecciones que Muradin le había impartido hacía mucho tiempo, y le vino a la mente el truco favorito del enano. Dobló las piernas contra el pecho y le propinó a Kael’thas una patada con todas sus fuerzas. El mago soltó un bramido y cayó de espaldas sobre la nieve. El caballero de la muerte se puso en pie jadeando, sostuvo a la Agonía de Escarcha con ambas manos y lanzó una estocada dirigida al mago.
De alguna manera, Furia de las Llamas se interpuso en su camino. Las hojas de ambas espadas se fundieron en un abrazo tenso. La mirada de Kael’thas ardía de odio.
Pero Arthas era más fuerte y dominaba mejor el combate con armas, y además poseía la espada más fuerte, por mucho que Kael alardeara de Felo’melorn reforjada. Poco a poco, inexorablemente, como Arthas sabía que debía ocurrir, la Agonía de Escarcha fue descendiendo hacia el cuello desprotegido de Kael’thas.
—… ella te odia —susurró el elfo. Arthas gritó, y la furia nubló su visión por un momento, mientras empujaba la espada hacia abajo con todas sus fuerzas hasta clavarse…
… en la nieve y la tierra congelada.
Kael’thas se había ido.
—¡Cobarde! —siseó Arthas, a pesar de que sabía que el príncipe no podía oírle.
Esa rata había vuelto a teleportarse en el último segundo.
La furia amenazaba con enturbiar su juicio, así que trató de dominarse. Había sido una locura dejar que Kael’thas lo sacara de quicio.
Maldita seas, Jaina. Incluso ahora me hostigas, pensó el caballero de la muerte.
—¡A mí, Invencible! —gritó, y entonces se dio cuenta de que le temblaba la voz.
Si bien Kael’thas no estaba muerto ya no se interpondría en su camino, y eso era lo único que importaba. Obligó a girar la cabeza a su esquelético caballo para sumarse de nuevo a la refriega y dirigirse a la cámara del trono de su amo.
Atravesó la muchedumbre de enemigos como si fueran una mera marabunta de insectos. A medida que caían, los reanimaba y los enviaba a luchar contra sus antiguos camaradas. La marea de los no-muertos era imparable e implacable. La nieve que se acumulaba en la base de la torre de hielo estaba revuelta y empapada de sangre. Arthas miró a su alrededor, a los últimos focos de lucha que aún seguían activos. Vio muchos elfos de sangre, pero ni rastro de su amo.
¿Dónde estaba Illidan?
Entonces, un movimiento rápido y borroso captó su atención y se volvió. Gruñó para sí. Era otro Señor del Terror. Se hallaba de espaldas a él, con sus alas negras extendidas y las pezuñas hendidas en la nieve.
Arthas alzó la Agonía de Escarcha.
—Ya he combatido y vencido a otros señores del terror —rezongó—. Vuélvete y enfréntate a mí, si te atreves, o huye al averno como el demonio cobarde que eres.
Aquel ser se giró lentamente. Unos cuernos enormes coronaban su cabeza. Sus labios conformaban una sonrisa. Una venda negra harapienta le tapaba los ojos. Dos puntos verdes brillantes aparecieron en el lugar donde deberían estar los ojos.
—Hola, Arthas.
La voz profunda y siniestra había cambiado, pero no tanto como el cuerpo del kaldorei. Seguía siendo de color lavanda pálido y lucía los mismos tatuajes y escarificaciones. Sin embargo, las piernas, las alas, los cuemos… Arthas comprendió inmediatamente lo que había pasado. Así que por eso Illidan se había vuelto tan poderoso.
—Te veo distinto, Illidan. Parece que la Calavera de Gul’dan te impactó.
Illidan echó hacia atrás su cabeza coronada con una cornamenta. Una risa siniestra salió como un estruendo de su garganta.
—Al contrario, nunca me he sentido mejor. En cierto modo, supongo que debo darte las gracias por ser como soy ahora, Arthas.
—Entonces demuéstrame tu agradecimiento no interponiéndote en mi camino —le espetó el caballero de la muerte con un tono de voz repentinamente gélido, desprovisto de cualquier atisbo de ironía—. El Trono Helado me pertenece, demonio. Apártate. Abandona este mundo y no regreses jamás. Si vuelves, te estaré esperando.
—Ambos servimos a nuestros respectivos amos, muchacho. El mío exige que destruya el Trono Helado. Me parece que estamos en desacuerdo —replicó Illidan, al tiempo que levantaba el arma con la que había combatido a Arthas una vez.
Sus poderosas manos, rematadas en unas uñas afiladas y negras, aferraron la parte central del arma, y entonces se dio la vuelta con una agilidad y una naturalidad engañosas. Arthas no sabía a qué atenerse. Acababa de librar una pelea con Kael’thas de la que hubiera salido victorioso si ese elfo cobarde no se hubiera teletransportado en el último instante y el combate había hecho mella en él. Sin embargo, nada en su aspecto indicaba que Illidan estuviera cansado.
La sonrisa del señor demoníaco se hizo más amplia al observar el desconcierto en que se hallaba sumido su enemigo. Se permitió el lujo de estar un momento más manejando magistralmente esa inusual arma demoníaca y, acto seguido, adoptó una posición de ataque y se preparó para combatir.
—¡No hay vuelta atrás! —bramó el Señor del Terror.
—Tus soldados yacen despedazados o forman parte de mi ejército —aseveró Arthas mientras desenvainaba la Agonía de Escarcha.
Sus runas brillaban con intensidad, y la niebla se acumulaba en la empuñadura. Detrás de la venda, los ojos de Illidan (que eran mucho más radiantes y de un color verde más vivo de lo que recordaba) se entornaron al divisar la hojarruna. Si el kaldorei transfigurado en demonio poseía un arma poderosa, Arthas también.
—Voy a acabar contigo de un modo u otro —sentenció el caballero de la muerte.
—Lo dudo —replicó burlonamente Illidan—. ¡Soy más fuerte de lo que crees y mi amo creó al tuyo! Vamos, peón. Voy a despachar al servidor antes de despachar al patético…
Arthas cargó contra él. La Agonía de Escarcha brilló y se estremeció en sus manos, tan ansiosa por matar a Illidan como él. El elfo no parecía en absoluto sorprendido por el presuroso ataque y con suma facilidad levantó el arma de doble filo para detener el golpe. La Agonía de Escarcha había quebrado espadas antiguas y poderosas, pero esta vez sólo se estrelló contra aquel metal verde y brillante.
Illidan le obsequió con una sonrisa mientras se mantenía firme en su posición. Arthas volvió a sentir cierto malestar. El elfo de la noche había cambiado al absorber el poder de la Calavera de Gul’dan, como demostraba el hecho de que físicamente era mucho más fuerte que antes. Illidan se rió entre dientes, emitiendo un sonido grave y horrendo; y, a continuación, empujó con fuerza. Arthas se vio obligado a retroceder y a hincar una rodilla en tierra para defenderse mientras el demonio se abalanzaba sobre él.
—Cómo me alegro de que hayan cambiado las tornas —afirmó Illidan con un gruñido—. Tal vez te mate con celeridad si me proporcionas una buena pelea, caballero de la muerte.
Arthas decidió no malgastar saliva respondiendo a sus insultos. Apretó los dientes y se concentró en repeler los golpes que estaban lloviendo sobre él.
Aquella arma era un remolino verde brillante. Podía sentir el poder de la energía demoníaca que irradiaba de ella, al igual que sabía que Illidan podía percibir las siniestras tinieblas que albergaba la Agonía de Escarcha.
De pronto, Illidan ya no estaba ahí, y Arthas, que se había abalanzado sobre él, perdió el equilibrio. En ese momento escuchó un aleteo y se volvió. Illidan volaba por encima de él, y, batiendo sus grandes alas de cuero, provocó un vendaval y se puso fuera de su alcance.
Se miraron mientras Arthas intentaba recuperar el aliento. Entre tanto, pudo comprobar que la batalla también hacía mella en el Señor demoníaco. Su enorme torso de tonos lavanda brillaba por el sudor. Arthas se preparó para el siguiente asalto; la Agonía de Escarcha estaba lista para repeler el ataque de Illidan en cuanto se lanzara en picado desde el cielo.
Entonces el señor demoníaco hizo algo totalmente inesperado. Se rió, cambió el arma que sostenía en las manos y, con un movimiento fugaz y borroso, dio la sensación de que esa arma se dividía en dos. En cada una de sus poderosas manos ahora sostenía una espada.
—He aquí las hojas gemelas de Azzinoth —anunció Illidan con sumo regocijo.
Voló aún más alto, haciendo girar las hojas tanto en la mano izquierda como en la derecha; Arthas se dio cuenta de que manejaba esas armas con ambas manos con igual soltura.
—Dos magníficas gujas de guerra. Pueden ser utilizadas como una sola arma devastadora… o, como puedes ver, dos. Era el arma favorita de un guardia del Apocalipsis, un poderoso capitán demoníaco que maté hace diez mil años. ¿Cuánto tiempo hace que luchas con esa espada tan bonita, humano? ¿Hasta qué punto la conoces y la dominas?
Aquellas palabras estaban destinadas a sembrar la duda en el caballero de la muerte. Pero lograron justo el efecto contrario: encorajinarlo. Si bien Illidan podía haber poseído su poderosa arma durante más tiempo, la Agonía de Escarcha se hallaba ligada a Arthas y él a ella. No era una espada sino una extensión de sí mismo. Lo supo desde la primera vez que se le apareció en una visión, cuando acababa de llegar a Rasganorte. En cuanto puso los ojos sobre ella y se dio cuenta de que la espada lo estaba esperando, se despejaron todas sus dudas. Ahora sentía cómo se estremecía en su mano, confirmando el vínculo que los unía.
Las gujas del demonio brillaron. Illidan cayó en picado sobre Arthas, como una piedra. Arthas aulló y contraatacó, dando una estocada con más seguridad que nunca, alzando de abajo arriba a la Agonía de Escarcha para alcanzar al demonio, que descendía de cabeza, en la parte frontal de su cuerpo. Como sabía que ocurriría, notó cómo la espada desgarraba profundamente la carne. Tiró de ella, extendiendo la incisión por todo el torso del señor demoníaco y sintió una gran satisfacción cuando el antiguo kaldorei gritó de agonía.
Sin embargo, aquella rata se negaba a caer. Las alas de Illidan batieron erráticas y, sin saber muy bien cómo, lograron mantenerlo en el aire un rato. Entonces, ante la mirada de asombro de Arthas, su cuerpo pareció cambiar y oscurecerse… como si estuviera hecho de un humo negro, morado y verde que se retorcía sobre sí mismo.
—¡Esto te lo debo a ti! —bramó Illidan. Su voz original ya era grave de por sí, pero, de alguna manera, se había vuelto aún más profunda.
Arthas sintió cómo un escalofrío le recorría todos los huesos. Los ojos del demonio brillaban con fiereza en la oscuridad que giraba sin parar que era ahora su cara.
—¡Este don… este poder te destruirá!
Un aullido abandonó la garganta de Arthas, que cayó de nuevo de rodillas. Una llama de fuego verde recorrió su armadura, lo abrasó e incluso atenuó el resplandor azul de la Agonía de Escarcha por un momento. Por encima del grito descarnado y atormentado escuchó la risa de Illidan. Una vez más, aquel fuego del color de la bilis se precipitó en cascada sobre él y Arthas cayó hacia adelante, sin aliento. Pero a medida que el fuego se desvanecía y vio a Illidan precipitándose de cabeza con la intención de acabar con él, sintió cómo la antigua hojarruna, que aún conseguía sostener a duras penas, lo instaba a recuperarse.
La Agonía de Escarcha era suya, y él, suyo. Unidos eran invencibles.
Justo cuando Illidan levantó las gujas para proceder a matarlo, Arthas alzó a la Agonía de Escarcha, empujándola hacia arriba con todas sus fuerzas. Notó cómo la hoja entraba en contacto con aquel cuerpo, horadaba la carne y se abría paso muy dentro.
Illidan cayó al suelo con brusquedad. La sangre manaba a borbotones de su torso desnudo, derritiendo la nieve a su alrededor con un sonido sibilante. Su pecho subía y bajaba al ritmo de sus irregulares jadeos. Las hojas gemelas de las que antes tanto había alardeado eran ahora totalmente inútiles. Había soltado una de ellas al caer y la otra seguía en una mano que ni siquiera podía cerrarse en torno a la empuñadura. Arthas se puso en pie; aún sentía cierto hormigueo debido a los rescoldos del fuego que le había lanzado Illidan. Permaneció observándolo largo rato, grabando aquella escena con hierro candente en su mente. Pensó en cómo le iba a rematar, pero prefirió dejar que el inmisericorde frío lo hiciera por él. Como ardía en deseos de satisfacer una necesidad mucho más imperiosa, se volvió y alzó la mirada hacia la torre de hielo que se erigía imponente por encima de él.
Tragó saliva y permaneció inmóvil un instante, sabiendo, inconscientemente, que algo iba a cambiar de manera sustancial. Acto seguido respiró hondo y se adentró en la caverna.
Arthas recorrió, casi como en trance, túneles serpenteantes que le adentraban más y más en las entrañas de la tierra. Algo parecía guiar sus pasos, y aunque no se escuchaba ningún ruido, ni a nadie que osara cuestionar su presencia allí, sintió (en vez de oír) el zumbido insistente originado por algún tipo de energía. Prosiguió el descenso, notando cómo aquel poder lo atraía cada vez más hacia su destino.
Más adelante vio una fría luz azul y blanca. Arthas se acercó a ella, reprimiendo el impulso de echar a correr, y el túnel dio paso a lo que supuso que sería la cámara del trono. Justo delante se erigía una estructura que le dejó sobrecogido y sin aliento.
La prisión del Rey Exánime se hallaba en la cima de esta torre serpenteante, esta aguja de color azul verdoso, de hielo brillante que no era hielo que se alzaba como si fuera a atravesar el techo de la caverna. Un pasillo angosto y sinuoso, que rodeaba aquella aguja, llevaba hasta la cima. Arthas aún conservaba la energía que le había concedido el Rey Exánime, por eso no se cansaba; no obstante, a medida que ascendía, un pie tras otro, una serie de recuerdos no deseados pareció lanzarse contra él como una marabunta de mosquitos. Palabras, frases e imágenes desfilaron por su mente.
Recuerda, Arthas, somos paladines. La venganza no forma parte de nuestro sendero. Si permitimos que nuestras emociones alimenten nuestra sed de sangre, nos convertiremos en unos seres tan viles como los orcos.
Jaina… Oh, Jaina… Nadie parece capaz de negarte nada, y mucho menos yo.
No reniegues nunca de mí, Jaina. Nunca reniegues de mí, por favor.
Nunca lo haré, Arthas. Nunca.
Siguió su ascenso, sin tomarse ni un respiro.
Sabemos tan poco sobre la peste… ¡No podemos masacrarlos como animales sólo porque tengamos miedo!
Esto me da muy mala espina, muchacho. Déjalo estar. Olvida esa espada. Encontraremos otra forma de salvar a tus súbditos. Ahora marchémonos, regresemos a casa y busquemos esa alternativa.
Un pie tras otro. Hacia arriba, siempre hacia arriba. Unas alas negras aletearon por su memoria.
Te obsequiaré con un último augurio. Recuerda que cuanto más intentes destruir a tus enemigos, antes caerán tus súbditos en sus manos.
A pesar de que estos recuerdos requerían su atención, en su corazón albergaba una sola imagen, una sola voz, que era más fuerte y más convincente que todas las demás, que le susurraba y animaba:
Te acercas, mi adalid. Al fin seré libre… y, entonces, llegará el momento de tu ascensión al poder, al poder de verdad.
Ascendió, con la mirada siempre fija en la cima, en el enorme bloque de hielo azul que aprisionaba a aquel que le había llevado a recorrer ese camino. Se fue acercando cada vez más, hasta que se detuvo a sólo unos metros de distancia. Durante un largo instante contempló la figura atrapada en su interior, que sólo podía vislumbrarse parcialmente. Una neblina surgía de la gran masa de hielo, que impedía aún más distinguir la silueta.
La Agonía de Escarcha refulgía en su mano. Desde lo más profundo de esa prisión, Arthas atisbó un tenue destello en respuesta: dos puntos brillantes de luz azul.
DEVUELVE LA ESPADA, le ordenó la voz profunda y áspera que resonaba en la mente de Arthas con un volumen insoportablemente alto. CIERRA EL CÍRCULO. ¡LIBÉRAME DE ESTA PRISIÓN!
Arthas dio un paso adelante y luego otro; mientras avanzaba, alzó la Agonía de Escarcha y entonces dejó de caminar para correr. Éste era el momento al que todo llevaba. Sin darse cuenta, un rugido fue cobrando forma en su garganta hasta que se liberó justo cuando se disponía a descargar un golpe con su espada con todas sus fuerzas.
Un crujido colosal retumbó en la cámara cuando la Agonía de escarcha alcanzó su objetivo. El hielo se rompió, y unos pedazos enormes salieron volando en todas direcciones. Arthas se protegió la cara con los brazos, pero los fragmentos pasaron volando sin causarle daño. El hielo que cubría el cuerpo aprisionado fue cayendo a pedazos y el Rey Exánime profirió un grito y levantó los brazos, cubiertos por una armadura, hacia el cielo. Se escucharon más bramidos y más crujidos que procedían de la caverna y de aquel ser; el estruendo era tal, que Arthas se cubrió las orejas mientras en su semblante se dibujaba una mueca de disgusto. Era como si el mundo se estuviera desintegrando. De repente, la figura ataviada con una armadura que era el Rey Exánime pareció hacerse añicos al igual que su prisión, desmoronándose ante la estupefacta mirada de Arthas.
Dentro no quedaba nada, ni nadie.
Solamente había una armadura, de hielo negro, cuyos trozos cayeron al suelo con estrépito. El yelmo, que no protegía la cabeza de nadie, resbaló hasta detenerse a los pies de Arthas, quien permaneció observándolo largo rato, mientras un profundo escalofrío le recorría de arriba abajo.
Durante todo este tiempo… había estado persiguiendo un fantasma. ¿El Rey Exánime había estado realmente en aquel lugar alguna vez? De no ser así, ¿qué había arrancado la Agonía de Escarcha del hielo? ¿Quién había pedido ser liberado? ¿Acaso era él, Arthas Menethil, quién había permanecido encerrado en el Trono Helado todo el tiempo?
¿Ese fantasma que había estado persiguiendo… era él mismo?
Esas preguntas probablemente nunca tendrían respuesta. Pero tenía una cosa muy clara. Si la Agonía de Escarcha estaba destinada a ser suya, la armadura, también. Unos dedos enguantados se cerraron sobre el yelmo, del que sobresalían unas púas, y lo levantó despacio, de forma reverencial, y luego, cerrando los ojos, se lo colocó en la cabeza.
De improviso, se sintió como si lo recorriera una corriente, y su cuerpo se tensó al percibir la esencia del Rey Exánime entrando en él. Le atravesó el corazón, paralizó su respiración, se estremeció por sus venas, helada, poderosa, avanzando como un maremoto. A pesar de tener los ojos cerrados, vio tantas cosas… todo lo que Ner’zhul, el chamán orco, había conocido, visto y hecho. Por un momento, Arthas temió que toda esa información lo abrumase; que, al final, el Rey Exánime lo hubiera engañado para llegar hasta allí y así poder transferir su esencia a un cuerpo nuevo. De inmediato se preparó para librar una batalla cuyo premio era el control de su cuerpo.
Pero no hubo ninguna lucha. Sólo una mezcla, una fusión de esencias. A su alrededor, la gruta seguía derrumbándose. Sin embargo, Arthas apenas fue consciente de ello. Sus ojos se agitaron convulsivamente tras los párpados cerrados.
Entonces sus labios se movieron. Y habló.
Hablaron.
Ahora… somos un solo ser.