CAPÍTULO TRES

Estoy muy orgulloso de ti, Arthas —afirmó su padre—. Por asumir una responsabilidad como ésta.

Durante la semana que Jaina Valiente llevaba como invitada de honor de la familia real Menethil, la palabra que más veces había escuchado era ésa: «responsabilidad». No sólo había iniciado ya su entrenamiento con Muradin, y el dolor muscular y los moratones solían ir acompañados de la ocasional colleja cuando Arthas no prestaba suficiente atención en opinión de Muradin; sino que tal y como Arthas se temía Uther y Terenas habían decidido que había llegado el momento de que la formación del príncipe se completara en otras áreas. Arthas se levantaba antes del alba, tomaba un desayuno rápido consistente básicamente en pan con queso e iba a cabalgar con Muradin. Tras el paseo en caballo, les tocaba dar una buena caminata, y siempre era el jovenzuelo de doce años quien acababa destrozado y agotado. Arthas se preguntaba si los enanos tenían tanta afinidad con las piedras que incluso la misma tierra les facilitaba las cosas cuando caminaban por ella. Ya de vuelta en casa, se bañaba y a continuación recibía clases de historia, matemáticas y caligrafía. Tras almorzar a mediodía, pasaba toda la tarde en la capilla con Uther, rezando, meditando y debatiendo acerca de la razón de ser de los paladines y la rigurosa disciplina que deben observar. Luego, llegaba el turno de la cena y después Arthas iba dando tumbos hasta la cama para dormir el sueño desprovisto de sueños propio de los que están exhaustos.

Sólo vio a Jaina en contadas ocasiones durante las cenas y al parecer ella y su hermana se habían convertido en uña y carne. Finalmente Arthas decidió que ya bastaba y, poniendo en práctica las lecciones de historia y política que le habían obligado a aprender, se acercó a su padre y a Uther para ofrecerse a acompañar a su invitada Lady Jaina Valiente, a la misma Dalaran.

Como es evidente, omitió decirles que quería hacerlo únicamente para librarse de sus agobiantes obligaciones por unos días. Terenas se sintió muy satisfecho ya que la voluntad de su hijo de asumir responsabilidades era signo de madurez. Jaina mostró una sonrisa arrebatadora ante aquella propuesta y Arthas consiguió lo que quería. Todo el mundo quedó contento.

De ese modo, a principios del verano, cuando las flores alcanzaban su esplendor, los bosques volvían a estar repletos de animales que uno podía cazar y el sol surcaba por encima de ellos en un firmamento de color azul brillante, el príncipe Arthas Menethil se encontró acompañando a una joven damisela rubia de sonrisa cautivadora en su viaje a la prodigiosa ciudad de los magos.

Habían partido con cierto retraso, pero a Arthas no le importó, sino que le sirvió para tomar nota de que Jaina Valiente no era precisamente muy puntual. No tenían prisa. No obstante, no viajaban solos, por supuesto. El protocolo exigía que la dama de compañía y un par de guardias los acompañasen. Aun así sus sirvientes siempre iban unos metros por detrás para permitir cierta intimidad a los jóvenes nobles. Cabalgaron un buen rato y a continuación pararon para disfrutar de una comida campestre. Mientras degustaban el pan, el queso y el vino aguado, uno de los hombres de Arthas se acercó al príncipe.

—Señor, con tu permiso, vamos a hacer los preparativos para pasar la noche en Molino Ámbar. Por la mañana realizaremos el resto del trayecto hasta llegar a Dalaran. Deberíamos llegar ahí al caer la noche.

Arthas negó con la cabeza.

—No, proseguiremos el viaje. Podremos pasar la noche en la zona de Trabalomas. Así Lady Jaina podrá llegar a Dalaran mañana a mediodía.

Entonces giró la cabeza y sonrió a Jaina.

Ella le devolvió la sonrisa, aunque Arthas alcanzó a atisbar cierta decepción en su mirada.

—¿Estás seguro, señor? Teníamos previsto dormir bajo techo aprovechando la hospitalidad de los lugareños. No queríamos que la dama tuviera que dormir al raso.

—No te preocupes, Kayvan —intervino Jaina—. No soy una frágil figurita de porcelana.

La sonrisa de Arthas se ensanchó.

Esperaba que Jaina se sintiera precisamente así, como una figurita de porcelana, en unas horas.

Mientras los sirvientes preparaban el lugar donde iban a pernoctar, Arthas y Jaina fueron a explorar los alrededores. Subieron a una colina desde la cual pudieron admirar unas vistas sin parangón. Al oeste divisaron el pequeño pueblo granjero de Molino Ámbar e incluso las agujas distantes del castillo del barón Filargenta. Al este casi se distinguía la propia Dalaran y con más claridad el campo de reclusión que se hallaba al sur de la ciudad. Desde el final de la Segunda Guerra, los orcos habían sido enviados a ese tipo de campos. Tal y como Terenas le había explicado a Arthas, los campos eran una solución mucho más misericordiosa que simplemente masacrarlos en cuanto se toparan con ellos. Asimismo, los orcos parecían estar sufriendo una extraña enfermedad. La mayoría de las veces que los humanos se tropezaban con ellos o los cazaban, luchaban con muy poco ánimo y entraban en los campos de reclusión sin oponer resistencia. Aquel campo no era el único que existía.

Degustaron una cena un tanto rústica consistente en conejo asado y cuando oscureció se retiraron a descansar. En cuanto estuvo seguro de que todo el mundo se había dormido, Arthas, que dormía con los pantalones puestos, se colocó una túnica y rápidamente se calzó las botas. En el último momento se le ocurrió que podría llevarse una de sus dagas por si acaso; así que se la encajó en el cinturón y se acercó con sigilo a Jaina.

—Jaina —susurró—, despierta.

La muchacha se despertó en silencio y sin sufrir sobresalto alguno; sus ojos brillaban bajo la luz de la luna. Arthas se acuclilló y se acercó el índice a los labios, indicándole así que no hiciese ruido mientras se incorporaba. Entonces ella dijo en voz baja:

—¿Arthas? ¿Qué ocurre?

Él sonrió.

—¿Te apetece un poco de aventura?

Jaina ladeó la cabeza.

—¿Qué clase de aventura?

—Tú confía en mí.

Jaina lo miró fijamente por un instante y asintió con la cabeza.

—Vale.

Jaina, como la mayoría de ellos, se había acostado con casi toda la ropa puesta, de modo que sólo tuvo que calzarse las botas y echarse la capa para ponerse en marcha. Se levantó, intentó peinarse la melena rubia con los dedos, aunque lo hizo con muy poca convicción; asintió con la cabeza.

Jaina seguía al príncipe mientras subían la misma cresta que habían explorado ese mismo día unas horas antes. El ascenso era mucho más dificultoso de noche, pero la brillante luna les proporcionaba luz suficiente y no resbalaron.

—Ése es nuestro destino —señaló Arthas.

Jaina tragó saliva.

—¿El campo de reclusión?

—¿Alguna vez has visto uno de cerca?

—No, y no quiero verlo.

El príncipe frunció el ceño porque se sentía decepcionado.

—Vamos, Jaina, es nuestra única oportunidad de poder echar un buen vistazo a un orco. ¿Acaso no te pica la curiosidad?

Bajo la luz de la luna resultaba muy difícil deducir qué pensaba por la expresión de su rostro, ya que sus ojos eran dos pozos oscuros envueltos en sombras.

—A mí… Mataron a Derek. A mi hermano mayor.

—Uno de ellos también asesinó al padre de Varian. Han matado a mucha gente, por eso están encerrados en esos campos. Es el mejor lugar para ellos. A muchos les disgusta que mi padre eleve los impuestos para pagar el mantenimiento de esos sitios, pero… Bueno, ven y juzga por ti misma. Perdí la oportunidad de poder echar un buen vistazo a Martillo Maldito cuando se hallaba en Entrañas, y no quiero volver a dejar pasar la oportunidad de ver un orco.

Jaina permaneció en silencio hasta que, por fin, suspiró.

—Vale, volvamos —dijo Arthas resignado.

—No —replicó la princesa para su sorpresa—. Vayamos.

—De acuerdo —susurró Arthas—. Cuando estuvimos ahí arriba de día, me fijé en cómo estaban distribuidas las patrullas de centinelas. No parece que por la noche difiera mucho la cosa, salvo por el hecho de que tal vez salgan a patrullar con menos frecuencia. Ya que los orcos han perdido gran parte de su espíritu de lucha, supongo que los guardias considerarán que no hay muchas posibilidades de que se produzca una fuga.

Entonces esbozó una sonrisa para reconfortarla.

—Lo cual nos viene muy bien —prosiguió—. Aparte de las patrullas, siempre hay alguien en ambas atalayas. Ésos son los guardias con los que debemos tener más cuidado, pero, con suerte, estarán más atentos a cualquier incidente que se produzca en la parte frontal del campo que en la trasera, ya que esta última da a la pared totalmente vertical de una montaña. Si dejamos que ese tipo finalice su ronda, deberíamos tener tiempo de sobra para acercarnos a esa pared de ahí a echar un buen vistazo.

Aguardaron a que aquel guardia, que parecía muy aburrido, pasara junto a ellos; luego esperaron unos instantes más.

—Súbete la capucha —le ordenó Arthas.

Era necesario que se pusieran la capucha porque ambos tenían el pelo rubio, lo que facilitaba que los guardias pudieran divisarlos. Jaina parecía nerviosa pero también emocionada, y le obedeció. Por fortuna, ambos llevaban capas de color oscuro.

—¿Lista? —inquirió, y ella asintió con la cabeza—. Muy bien. ¡Adelante!

Bajaron el resto del camino deslizándose con rapidez y sin hacer ruido. Arthas le indicó a Jaina que parara un instante hasta que el guardia de la atalaya mirara a otra dirección, entonces, con un gesto, le señaló que avanzara. Corrieron cerciorándose en todo momento de que la capucha se mantuviera en su sitio y poco después se apoyaban en el muro del campo.

Los campos no eran una maravilla en cuestión de diseño, pero sí eran muy eficientes. Estaban hechos de madera y eran poco más que unos troncos unidos unos con otros, afilados en la parte superior y clavados muy profundamente en la tierra. Había muchos resquicios en ese «muro» por los que unos muchachos curiosos podían ver lo que había dentro.

Al principio les costó ver algo, hasta que atisbaron varias siluetas enormes. Entonces Arthas giró la cabeza para poder ver mejor. Eran orcos, de eso no cabía duda. Algunos de ellos estaban tumbados en el suelo, hechos un ovillo y cubiertos por mantas. Otros deambulaban de aquí para allá, prácticamente sin rumbo, como animales enjaulados, aunque ahí dentro no se percibía el casi palpable anhelo de libertad propio de toda bestia enjaulada. Un poco más allá se podía ver lo que parecía ser una familia: un macho, una hembra y un cachorro. La hembra, que era menos corpulenta que el macho, sostenía algo muy pequeño cerca del pecho; Arthas se percató de que se trataba de un bebé.

—Oh —susurró Jaina detrás de él—. Parecen tan… tristes.

Arthas resopló, y entonces recordó que debían permanecer en silencio.

Rápidamente alzó la vista para observar al guardia de la torre, pero éste no había oído nada.

—¿Tristes? Jaina, esas bestias destruyeron la Ciudad de Ventormenta. Querían extinguir a la raza humana. Asesinaron a tu hermano, por amor de la Luz. No pierdas el tiempo apiadándote de ellos.

—Aun así… Nunca me imaginé que tuvieran hijos —comentó Jaina—. ¿Ves a la que tiene un bebé en los brazos?

—Pues claro que tienen críos, hasta las ratas tienen crías —les espetó Arthas.

Estaba enfadado, aunque quizá debería haber esperado esa reacción de una niña de once años.

—Parecen bastantes inofensivos. ¿Estás seguro de que deberían estar aquí? —Tras decir esto, giró su rostro, que era un óvalo blanco bajo la luz de la luna, en dirección a Arthas con la intención de conocer su opinión—. Retenerlos aquí resulta muy caro. Quizá deberían ser liberados.

—Jaina —replicó Arthas, quien seguía hablando en voz baja—, son asesinos. Aunque ahora parezcan estar aletargados, ¿quién sabe qué podría pasar si son liberados?

Jaina soltó un leve suspiro en medio de la oscuridad y no respondió. Arthas hizo un gesto de contrariedad. Ya había visto bastante y el guardia que patrullaba la zona volvería a pasar por ahí enseguida.

—¿Lista para volver?

Jaina asintió, se alejó del muro y corrió junto a él para volver a la colina. Arthas miró hacia atrás y vio que el guardia de la atalaya se giraba. Se abalanzó sobre Jaina, la agarró de la cintura y la empujó al suelo, cayendo con todo su peso sobre ella.

—¡No te muevas! —le advirtió—. ¡Ese guardia está mirando justo en esta dirección!

A pesar de la brusca caída que acababa de experimentar, Jaina fue lo bastante lista para quedarse inmóvil de inmediato. Con cuidado, manteniendo su rostro oculto entre las sombras tanto como era posible, Arthas volvió la cabeza para mirar al guardia. No consiguió verle la cara a esa distancia, pero por su lenguaje corporal cabía deducir que estaba muy aburrido y cansado. Tras un instante que pareció ser eterno y durante el cual Arthas escuchó el latido de su corazón atronando en sus oídos, el guardia se giró para mirar en la dirección contraria.

—Siento lo de antes —se disculpó Arthas mientras ayudaba a Jaina a ponerse de pie—. ¿Estás bien?

—Sí —contestó Jaina, sonriéndole.

Unos instantes después regresaron al campamento y se fueron a dormir donde les correspondía a cada uno. Arthas alzó la vista para contemplar las estrellas, totalmente satisfecho.

Había sido un buen día.

A la mañana siguiente llegaron a Dalaran. Arthas nunca había estado en aquella ciudad, aunque había oído hablar mucho de ella, claro está. Los magos eran un grupo cerrado y misterioso; y a pesar de ser bastante poderosos, no solían inmiscuirse en los asuntos del resto del mundo salvo cuando se requería su ayuda. Arthas se acordó de cuando el mago Khadgar acompaño a Anduin Lothar y al príncipe, ahora rey, Varian Wrynn a hablar con Terenas, para advertirlos de la amenaza orca. Su presencia había dotado de credibilidad a las afirmaciones de Anduin sobre la verdadera gravedad de la amenaza, ya que quienes lo escuchaban sabían que los magos de Kirin Tor no se implicaban jamás en cuestiones políticas salvo en casos de serio peligro.

Tampoco tenían por costumbre seguir el protocolo que regía las relaciones políticas y diplomáticas, por eso no ofrecían su hospitalidad a la realeza. Únicamente permitieron entrar en la ciudad a Arthas y su séquito porque Jaina iba a estudiar allí. Dalaran era muy hermosa, más gloriosa incluso que Ciudad Capital. Parecía casi imposible que una ciudad pudiera estar tan pulcra y limpia, pero así era; estaba impoluta como toda ciudad que se precie de hundir sus raíces en la magia. Había varias torres magníficas que parecían llegar hasta el cielo y cuyas bases eran de piedra blanca y sus cúspides de color violeta con círculos de oro. Muchas poseían piedras radiantes que flotaban a su alrededor. Otras tenían vidrieras que captaban la luz del sol. Los jardines estaban en flor, y de aquellas fantásticas flores silvestres emanaba un aroma tan embriagador que Arthas casi se mareó. O quizá era la constante vibración de la magia en el ambiente lo que le provocaba esa sensación.

Se sintió muy vulgar y sucio cuando se adentraron a caballo en aquella ciudad, y prácticamente deseó que no hubieran dormido al raso la noche anterior. Si hubiesen pernoctado en Molino Ámbar, al menos habría tenido la posibilidad de bañarse. Aunque entonces, Jaina y él no habrían tenido la oportunidad de escaparse a espiar el campo de reclusión.

Observó a su compañera de viaje. Sus ojos azules estaban abiertos como platos deslumbrados y emocionados, y tenía los labios ligeramente entreabiertos. Jaina se giró en dirección a Arthas y sus labios se curvaron para esbozar una sonrisa.

—Qué suerte tengo de poder estudiar aquí, ¿eh?

—Sí —replicó el príncipe sonriendo por ella.

Jaina actuaba como alguien al que acabaran de dar agua después de haber pasado una semana en el desierto, pero él se sentía… desplazado. Estaba claro que Arthas no tenía la misma afinidad con la magia que ella.

—Según dicen, los forasteros no suelen ser bien recibidos aquí —explicó Jaina—. Creo que es una pena, ya que me encantaría volver a verte.

La muchacha se ruborizó, y por un instante Arthas se olvidó del aire amenazante que desprendía la ciudad y estuvo totalmente de acuerdo en que le encantaría volver a ver a Lady Jaina Valiente.

Encantadísimo, de veras.

—Una vez más, ¡gnoma canija! Te voy a arrancar esas trenzas, es… ¡Uuuf!

El escudo impactó de lleno en el rostro protegido por un yelmo de aquel enano burlón, quien tropezó hacia atrás un par de pasos. Arthas atacó con su espada, riéndose bajo su yelmo. Entonces, de repente, se vio surcando el aire y acabó estrellándose de espaldas contra el suelo. Su campo de visión estaba ocupado totalmente por una cara provista de una larga barba que se abalanzaba sobre él; apenas le dio tiempo a levantar la espada para detener el ataque. Soltó un gruñido, dobló las piernas sobre el pecho, acto seguido las extendió por completo y alcanzó a Muradin en la barriga. Esta vez fue el enano quien salió despedido hacia atrás. Arthas bajó las piernas con suma celeridad y se puso en pie de un ágil salto, entonces cargó contra su instructor, que aún se hallaba en el suelo. El príncipe propinó al enano un golpe tras otro hasta que Muradin pronunció unas palabras que, para ser sincero, Arthas nunca creyó que fuera a escuchar:

—¡Me rindo!

Arthas tuvo que hacer un gran acopio de voluntad para detener el golpe: al haber inclinado ya el cuerpo hacia adelante y tener que tirar hacia atrás tan de repente, perdió el equilibrio y tropezó. Muradin permaneció tumbado donde estaba, mientras su pecho bajaba y subía rítmicamente.

Entonces el miedo se adueñó de Arthas.

—¿Muradin? ¡Muradin!

Una campechana risita ahogada se escapó de entre aquella barba hirsuta de color bronce.

—¡Bien hecho, muchacho! ¡Muy bien! —exclamó el enano.

Cuando trataba de incorporarse, se encontró con la mano extendida de Arthas, dispuesto a ayudarlo a ponerse en pie. Muradin le dio la mano extremadamente contento.

—Así que, después de todo, prestaste atención cuando te enseñé mi truco especial.

Arthas sonrió de alivio tras el susto y de alegría por el halago. Algunas de las cosas que Muradin la había enseñado las repetiría, puliría y mejoraría a lo largo de su entrenamiento como paladín. Pero otras… Bueno, no creía que Uther el Iluminado conociera esa táctica que consistía en propinar un buen puntapié en el estómago, o el útil truco en el que una botella de vino demostraba ser realmente eficaz. Había técnicas de luchas y «técnicas de lucha», y Muradin Barbabronce parecía dispuesto a que Arthas Menethil llegara a dominar todos los aspectos del combate.

Arthas tenía ya catorce años y había estado entrenando con Muradin varias veces por semana, salvo cuando el enano se ausentaba por razón de sus actividades diplomáticas. Al principio, todo había ido como ambas partes esperaban: mal. Arthas acabó las primeras lecciones magullado, ensangrentado y cojeando. Por cabezonería, había rehusado que le curaran las heridas e insistía en que el dolor era parte del proceso de aprendizaje. Muradin aprobaba su actitud, y se lo demostró presionando aún más a Arthas. El príncipe nunca se quejó, ni siquiera cuando más deseaba hacerlo, ni cuando Muradin se mofaba de él o seguía atacándolo a pesar de que Arthas estaba demasiado exhausto para poder sostener el escudo.

Gracias a su testaruda negativa a quejarse o a abandonar las clases, recibió una doble recompensa: aprendió y lo hizo muy bien, y se ganó el respeto de Muradin Barbabronce.

—Ah, sí. Claro que presté atención, señor —contestó Arthas sonriendo entre dientes.

—Buen muchacho, buen muchacho —repitió Muradin mientras le daba una palmadita en el hombro—. Y ahora, largo. Hoy ya te has llevado una buena paliza; te has ganado un merecido descanso.

Le brillaban los ojos al hablar y Arthas asintió con la cabeza como si así indicara que estaba de acuerdo con él. Hoy era Muradin el que se había llevado una buena paliza. De hecho, parecía tan contento por lo que acababa de suceder como el propio Arthas. El príncipe sintió de improviso que lo invadía una gran sensación de afecto hacia el enano. Aunque Muradin era un instructor muy estricto, Arthas le había ido cogiendo mucho cariño.

Se dirigió hacia sus aposentos silbando, pero entonces, unos gritos repentinos lo dejaron clavado en su sitio.

—¡No, padre! ¡No lo haré!

—Calia, esta conversación debió acabar hace rato. No tienes nada que opinar al respecto.

—¡Papá, no, por favor!

Arthas se aproximó un poco más a los aposentos de Calia. Como la puerta estaba entreabierta, prestó atención un tanto preocupado. Terenas se lo consentía todo a Calia. ¿Qué demonios le estaba pidiendo que hiciera para que ella le suplicara de esa forma y utilizara el apelativo cariñoso que tanto Arthas como su hermana habían dejado de emplear a medida que se acercaban a la edad adulta?

Calia lloraba desconsolada. Arthas no lo pudo soportar más y abrió la puerta.

—Lo siento, no he podido evitar oíros ¿Qué ocurre?

Últimamente, daba la impresión de que Terenas se comportaba de un modo bastante extraño, y ahora además parecía haberse enfadado con su hija de dieciséis años.

—Esto no es asunto tuyo, Arthas —rugió Terenas—. Le he ordenado a Calia que cumpla mis deseos. Y me obedecerá.

Calia se derrumbó sobre la cama sollozando. Arthas, presa de la estupefacción, desplazo la mirada de su padre a su hermana, Terenas murmuró algo y salió de allí hecho un basilisco. Arthas volvió a posar su mirada sobre Calia y, acto seguido, siguió los pasos de su padre.

—Padre, por favor, dime qué sucede.

—No me interrogues. Calia está obligada a obedecer a su padre, no hay más que hablar.

Terenas cruzó una puerta que daba a la sala de recepciones. Arthas se encontró ahí con Lord Daval Prestor, un joven noble al que Terenas parecía tener en muy alta estima, y una pareja de brujos de Dalaran que estaban de visita, a quienes no conocía.

—Vuelve raudo con tu hermana, Arthas, e intenta calmarla. Estaré contigo en cuanto pueda, te lo prometo.

Tras echar un último vistazo a aquellos tres visitantes, Arthas asintió con un leve gesto de la cabeza y volvió al cuarto de Calia. Si bien su hermana mayor no se había movido de allí, sus lloros habían amainado ligeramente. Sin saber qué hacer o decir, Arthas se sentó en la cama a su lado; se sentía sobrepasado por la situación.

Calia se incorporó con la cara cubierta de lágrimas.

—Lamento que ha-hayas tenido que ver esto, Arthas, pero qui-quizá sea mejor así.

—¿Qué quiere nuestro padre que hagas?

—Quiere que me case en contra de mi voluntad.

Arthas parpadeó sorprendido.

—Calia, sólo tienes dieciséis años, ni siquiera eres lo bastante «mayor» para poder casarte.

Su hermana cogió un pañuelo y se lo acercó a los hinchados ojos.

—Eso mismo le argumenté yo. Pero nuestro padre me replicó que eso no es un problema; que íbamos a formalizar los esponsales y me casaría el día de mi cumpleaños con Lord Prestor.

Los ojos verdemar de Arthas se abrieron como platos cuando ató cabos. Por eso estaba ahí ese caballero…

—Bueno —acertó a decir bastante apurado—, está muy bien relacionado y… supongo que es guapo. Todo el mundo dice que lo es. Al menos, no es un viejo.

—No lo entiendes, Arthas. Me da igual lo bien relacionado que esté o lo guapo o amable que sea. Lo que realmente importa es que no tengo nada que decir al respecto. Soy… soy como tu caballo. Una cosa, no una persona. Una cosa que mi padre regalará como crea conveniente… para sellar un pacto político.

—No… no amas a Prestor.

—¿Qué si lo amo? —replicó con sus ojos azules inyectados en sangre y entornados por la ira—. ¡Pero si apenas lo conozco! Si ni siquiera se ha molestado jamás en… Oh, pero ¿qué más da? Ya sé que es una práctica muy normal entre la realeza y la nobleza. Que sólo somos peones. Pero jamás me imaginé que nuestro padre…

Ni tampoco Arthas. Lo cierto era que nunca había pensado demasiado en la posibilidad de que él o su hermana se casaran algún día. Estaba mucho más interesado en entrenar con Muradin y cabalgar a lomos de Invencible. Pero Calia tenía razón. Era algo bastante común entre la nobleza concertar matrimonios para mantener o mejorar su posición social y política.

Nunca se imaginó que su padre acabaría vendiendo a su hija como… como una yegua de cría.

—Calia, lo siento muchísimo —le dijo muy serio—. ¿No tienes ningún otro pretendiente? Quizá podrías convencer a nuestro padre de que hay un pretendiente más idóneo para ti…, uno que también te contente a ti.

Calia negó con la cabeza amargamente.

—Sería inútil. Ya lo has oído. No me lo ha pedido, ni me ha sugerido que Lord Prestor sería un buen marido…, sino que me lo ha ordenado.

Su hermana lo miró suplicante.

—Arthas, cuando seas rey, prométeme… prométeme que no les harás esto a tus hijos.

¿Hijos? Arthas aún no estaba en absoluto preparado para pensar en tener hijos. Ni siquiera había una… Bueno, la «había», pero no había pensado en ella en…

—A ti… a ti, papá, no te podrá ordenar que te cases con quien él quiera como a mí… Asegúrate de que te importa esa muchacha y… y de que a ella le importas. O de que, al menos, le preguntan con quién quiere compartir su vida y su le-lecho.

Volvió a echarse a llorar; Arthas estaba demasiado conmocionado por la revelación que acababa de oír. Sólo contaba catorce años, pero en cuatro cortos años tendría ya edad para casarse. De repente recordó algunos fragmentos de conversaciones que había escuchado aquí y allá sobre el futuro de la dinastía Menethil. Su esposa sería madre de reyes. No sólo debería escogerla con cuidado, sino que también, tal y como Calia le había pedido, con el corazón. Era obvio que sus padres se tenían mucho cariño. Eso se reflejaba en sus sonrisas y gestos, a pesar de los muchos años que llevaban casados. Arthas quería eso mismo. Quería una compañera, una amiga, una…

Frunció el ceño. ¿Y si no podía encontrar a alguien así?

—Lo siento, Calia, pero quizá seas más afortunada de lo que crees. Quizá sea peor tener la libertad de elegir y saber que no has sido capaz de conseguir lo que deseabas.

—Preferiría pasar por algo así a ser… un mero trozo de carne, sin duda alguna.

—Cada uno tiene sus obligaciones, supongo —señaló Arthas en voz baja de modo sombrío—. Te casarás con quienquiera que padre escoja, y yo me casaré con quien deba hacerlo según dicten los intereses del reino.

El príncipe se levantó abruptamente.

—Lo siento, Calia —añadió.

—Arthas… ¿Adónde vas?

No respondió, sino que atravesó el palacio corriendo en dirección a los establos y, sin esperar a un sirviente, ensilló a Invencible él solo. Arthas sabía que huir era una solución temporal, pero tenía catorce años, y una solución temporal seguía siendo una solución para él.

Se inclinó sobre la grupa de Invencible, que era una excelsa combinación de músculo y elegancia y cuya crin blanca le fustigaba la cara al galopar. Arthas esbozó una amplia sonrisa. Únicamente alcanzaba la felicidad absoluta cuando cabalgaba de esa manera y los dos, montura y jinete, se fundían en un todo glorioso. Su paciencia había sido puesta a prueba hasta extremos inusitados al tener que esperar tanto tiempo para poder montar aquel animal que había visto venir al mundo. Pero había merecido la pena. Formaban un equipo perfecto.

Invencible no quería nada de él, ni le pedía nada; sólo parecía desear que le dejaran escapar de los confines de los establos del mismo modo que Arthas anhelaba escapar de los deberes de la realeza. Y eso era lo que estaban haciendo juntos: escapar.

Se acercaron al lugar donde tanto le gustaba saltar a Arthas. Al este de Ciudad Capital y cerca de la Hacienda Balnir había un grupito de colinas.

Invencible aceleró y sus atronadoras pezuñas castigaron la tierra, mientras ascendía hacia el precipicio casi tan rápido como si estuvieran en un terreno llano. Giró una y otra vez por estrechos senderos, esparciendo piedras con sus pezuñas, mientras su corazón y el de Arthas latían desbocados embargados por la emoción. A continuación Arthas guío al caballo hacia la izquierda, hacia un terraplén; se trataba de un atajo que llevaba a las propiedades de Balnir. Invencible no dudó, como no había dudado ni siquiera la primera vez que Arthas le había pedido que saltara. Tomó impulso y saltó hacia adelante y por un instante glorioso, capaz de helarle el corazón a cualquiera, montura y jinete volaron. Acto seguido aterrizaron sanos y salvos en aquella hierba suave y mullida, y reanudaron la marcha.

Invencible.