CAPÍTULO OCHO

El palacio nunca había sido decorado de una forma tan alegre para el Festival de Invierno como aquel año. Muradin, quien siempre había sido un excelente embajador de su pueblo y sus costumbres, había traído consigo esta tradición enana a Lordaeron cuando fue destinado a ese reino. Con el paso del tiempo, la popularidad de dicho festival se había incrementado, y aquel año la gente parecía tomárselo muy a pecho.

El ambiente festivo se palpaba en el aire desde hacía unas semanas, cuando Jaina los había entusiasmado al prender fuego al hombre de paja de una manera tan teatral. Le habían concedido permiso para quedarse allí en invierno si así lo decidía, aunque Dalaran no estaba muy lejos para alguien que era capaz de teletransportarse. No obstante, algo había cambiado. Se trataba de algo muy sutil y profundo. Jaina Valiente empezaba a ser tratada como alguien que fuera algo más que la hija del gobernante de Kul Tiras, algo más que una simple amiga.

La empezaban a tratar como si fuera un miembro de la familia real.

Arthas se percató de ello por primera vez cuando su madre convenció a Jaina y a Calia de que debían probarse con ella los vestidos de gala que lucirían en el baile de la noche del Festival de Invierno. Si bien en anteriores festivales habían tenido otras invitadas de honor, Lianne nunca antes había querido conjuntar su vestido y el de su hija con el de la invitada.

Asimismo, Terenas a menudo pedía a Jaina que se uniera a él y a Arthas cuando celebraban audiencias en las que se sentaban a escuchar las peticiones de la gente. Ella solía sentarse a la izquierda del rey, en una posición que casi la igualaba al príncipe, y Arthas a la derecha.

Arthas supuso que todo lo que estaba sucediendo era la conclusión lógica al proceso que ambos habían puesto en marcha. ¿O no? Entonces recordó las palabras que le había dicho a Calia hace años: «Cada uno tiene sus obligaciones, supongo. Te casarás con quienquiera que padre escoja, y yo me casaré con quien deba hacerlo según dicten los intereses del reino».

Jaina sería buena para el reino. Y también creyó que sería buena para él.

Entonces, ¿por qué sólo con pensarlo se sentía tan intranquilo?

La noche anterior al Velo de Invierno nevó. Arthas se hallaba en pie observando desde un amplio ventanal el lago Lordamere, que en esa época del año estaba congelado. Había empezado a nevar al alba y había parado hacía una hora. El cielo era del color del terciopelo negro, las estrellas semejaban diamantes helados que refulgían en la mullida oscuridad y la luz de la luna hacía que todo pareciera inmóvil, silencioso y mágico.

Una mano suave se entrelazó con la suya.

—Es hermoso, ¿verdad? —afirmó Jaina con calma.

Arthas asintió, sin mirarla siquiera.

—Cuánta munición —añadió la joven.

—¿Qué?

—Que cuánta munición… —reiteró Jaina— para una pelea de bolas de nieve.

Arthas se volvió hacia ella al mismo tiempo que inspiraba aire con fuerza. Hasta entonces Jaina no le había permitido ver los vestidos que ella, Calia y su madre lucirían en el banquete y el baile esa misma noche, así que se quedó perplejo ante la belleza sin igual que tenía delante. Jaina Valiente parecía una doncella hecha de nieve, con unos zapatos que parecían de hielo, un vestido blanco con reflejos del azul más pálido que cabía imaginar y una diadema de plata que decoraba su peinado capturando el cálido resplandor de las antorchas. Pero no se trataba de ninguna reina de las nieves ni de ninguna estatua, sino de un ser cálido, suave y vivo cuya melena dorada parecía flotar alrededor de sus hombros, cuyas mejillas adquirieron un tono rojizo ante la mirada de admiración de Arthas y cuyos ojos azules brillaron de felicidad.

—Eres como… una vela blanca —afirmó—. De blanco y oro.

Arthas se acercó a su amada para hacerse con un mechón de su pelo, con el que jugueteó entre sus dedos.

Jaina sonrió.

—Sí —dijo riendo mientras intentaba acariciar los claros mechones de Arthas—. Nuestros niños casi seguro que serán rubios.

El príncipe se quedó helado.

—Jaina, ¿no estarás…?

Entonces ella esbozó una amplia sonrisa.

—No. Todavía no. Pero no hay ninguna razón para creer que no vayamos a tener hijos.

Hijos. Una vez más, aquella palabra lo petrificó y lo dejó conmocionado, presa de una angustia muy peculiar. Jaina estaba hablando de sus hijos. Su mente voló hacia el futuro; un futuro en el que Jaina era su esposa, tenían hijos y sus padres habían fallecido ya. Un futuro en el que él ocupaba el trono e incluso podía sentir el peso de la corona sobre su cabeza. Una parte de él ansiaba desesperadamente que ese porvenir se hiciera realidad. Le encantaba que Jaina estuviera a su lado, le encantaba tenerla entre sus brazos, le encantaban su sabor y su aroma, le encantaba su risa, pura como el tañido de las campanas y dulce como la fragancia de las rosas.

Le encantaba…

Pero ¿y si lo echaba todo a perder?

De pronto fue consciente de que, hasta aquel momento, todo había sido un mero juego de niños. Pensaba en Jaina como en una compañera, como lo que siempre había sido desde que eran niños, salvo por el hecho de que sus juegos eran ahora de un carácter más adulto. Pero una duda había surgido de improviso en él. ¿Y si aquel sentimiento era real? ¿Y si de verdad estaba enamorado de ella y ella de él? ¿Y si era un mal marido y un mal rey? ¿Y si…?

—No estoy preparado para dar ese paso —farfulló.

Jaina frunció el ceño ante aquella afirmación.

—Bueno, no tenemos que tener hijos ya.

Ella le apretó la mano. Su intención con aquel gesto era tranquilizarlo.

Él soltó repentinamente su mano y dio un paso hacia atrás. Y entonces su amada arugó aún más el ceño, confusa.

—Arthas, ¿qué ocurre?

—Jaina, somos demasiado jóvenes —dijo hablando con rapidez y alzando un poco la voz—. Soy demasiado joven. Aún tengo… No puedo… no estoy preparado.

Jaina palideció.

—No estás… Creía que…

La culpa corroía a Arthas. Era justo lo que ella le había preguntado la noche en la que se habían convertido en amantes: «¿Estamos… preparados para dar este paso?», le había susurrado. «Yo lo estoy si tú lo estás», había replicado él, y había creído en aquellas palabras… De verdad había creído que lo decía de todo corazón…

Arthas la cogió de ambas manos, intentando desesperadamente expresar en palabras el carrusel de emociones que sentía.

—Aún tengo mucho que aprender. Aún he de completar mi adiestramiento. Y mi padre me necesita. Uther todavía tiene mucho que enseñarme y, además… Jaina, siempre hemos sido amigos. Siempre me has entendido tan bien. ¿Acaso ya no eres capaz de comprenderme? ¿Acaso ya no podemos seguir siendo amigos?

Jaina abrió los pálidos labios para decir algo, pero no brotó de ellos palabra alguna. Sus manos yacían inertes en las de Arthas, que las apretaba presa de los nervios.

Jaina, por favor, entiéndelo… aunque ni siquiera yo lo entienda, pensó el príncipe.

—Por supuesto, Arthas —replicó su amada con un tono de voz muy monótono—. Tú y yo siempre seremos amigos.

Todo en ella hablaba de su dolor y conmoción, desde la postura del cuerpo, pasando por la expresión del rostro y el tono de voz. Sin embargo, Arthas se aferró a esas palabras como a un clavo ardiendo y una oleada de alivio lo invadió de una manera tan profunda que hasta le temblaron las piernas. Todo iría bien. Quizá Jaina estuviera enfadada un tiempo, pero pronto acabaría por entenderlo. Se conocían muy bien. Ella se acabaría dando cuenta de que él tenía razón, de que era demasiado pronto.

—Es decir… no tenemos que romper para siempre —dijo impulsado por la necesidad de explicarse—. Será algo temporal. Tienes que estudiar… Estoy seguro de que he sido una distracción para ti. Antonidas seguramente estará resentido conmigo.

Jaina no dijo nada.

—Es lo mejor. Quizá algún día, cuando las circunstancias sean distintas, podamos volver a intentarlo. No es que yo… que tú… Arthas la atrajo hacia él y la abrazó. Jaina permaneció rígida como una piedra un instante, pero luego se abandonó a la calidez de los brazos que la rodeaban. Permanecieron de pie, inmóviles en aquella sala durante largo rato. Arthas apoyó la mejilla sobre la lustrosa melena dorada de Jaina, sobre el mismo cabello con el que, sin duda alguna, habrían nacido sus hijos. Y quizá aún podrían llegar a nacer.

—No quiero cerrar esta puerta para siempre —señaló en voz baja—. Sólo…

—No pasa nada, Arthas. Lo entiendo.

Entonces el príncipe se apartó de ella, apoyó las manos sobre los hombros de su amada y la miró fijamente a los ojos.

—¿Seguro?

Jaina se rió sin ganas.

—Para serte sincera, no. Pero estoy bien. Bueno, lo estaré. Lo sé.

—Jaina, sólo quiero estar convencido de que esto es lo correcto. Para ambos.

No quiero echarlo todo a perder. No puedo echarlo todo a perder, pensó el príncipe.

La joven asintió. Inspiró profundamente, recobró la compostura y le obsequió con una sonrisa… una sonrisa franca, aunque teñida de sufrimiento.

—Vamos, príncipe Arthas. Tienes que acompañar a tu amiga al baile.

De algún modo, Arthas y Jaina consiguieron sobrevivir a aquella noche, incluso a pesar de que Terenas no dejaba de lanzar miradas llenas de extrañeza a su hijo. Arthas no quería contárselo a su padre, aún no. En verdad fue una noche muy triste y cargada de tensión. En un momento dado, cuando se produjo una pausa en el baile, Arthas se detuvo un instante a contemplar el manto blanquecino de la nieve y el lago plateado por efecto de la luna, y se preguntó por qué todo lo malo parecía ocurrir siempre en invierno.

El teniente general Aedelas Lodonegro no parecía especialmente contento de tener una audiencia con el rey Terenas y el príncipe Arthas. De hecho, daba la impresión de que deseaba desesperadamente escabullirse de allí sin que nadie se percatara de ello.

Los años no habían pasado en balde para él, ni en el aspecto físico ni en su forma de ser. Arthas recordaba a un comandante apuesto y refinado que, a pesar de su indudable afición a la bebida, al menos parecía capaz de mantener a raya los estragos que el alcohol causaba; pero eso ya no era así. El pelo de Lodonegro presentaba vetas grises; además, había ganado peso y tenía los ojos inyectados en sangre. Por suerte, estaba totalmente sobrio. Si se hubiera presentado a aquella reunión embriagado, Terenas, un firme defensor de la moderación en todos los ámbitos de la vida, se habría negado a recibirle.

En aquella ocasión, Lodonegro se hallaba en presencia del rey porque había metido la pata hasta el fondo. De algún modo, el valioso gladiador orco de su propiedad llamado Thrall se había fugado de Durnholde aprovechando que allí se había desatado un incendio. Lodonegro había intentado ocultar los hechos y había salido en busca del orco en persona apoyado por un grupo reducido de hombres; pero como un orco verde gigantesco que campaba a sus anchas atraía demasiado la atención, su fuga no se había podido mantener en secreto mucho tiempo. En cuanto corrió la voz, los rumores se dispararon, por supuesto: se decía que un rival había liberado al orco para asegurarse así de que sus gladiadores ganaran en la arena; que se trataba del plan de una dama celosa que esperaba así abochornar a Lodonegro; que lo había rescatado una taimada banda de orcos a los que no afectaba aquel extraño letargo; que lo había sacado de allí el mismísimo Orgrim Martillo Maldito; e incluso que habían sido los dragones los que desataron el incendio con su fogoso aliento tras infiltrarse disfrazados de humanos.

Arthas recordaba haberse divertido mucho viendo luchar a Thrall, pero ya en aquel entonces se había preguntado si habría sido una buena idea educar y entrenar a un orco. En cuanto Terenas se enteró de que Thrall se había fugado, requirió que Lodonegro se presentara ante él para informar de la situación.

—Por si no bastara con que adiestraras a un orco para luchar en combates de gladiadores —le reprochó Terenas—, también se te ocurrió enseñarle estrategia militar, a leer y a escribir… Así que he de preguntarte, teniente general… en nombre de la Luz, ¿en qué estabas pensando?

Arthas reprimió una sonrisa mientras Aedelas Lodonegro parecía menguar ante sus propios ojos.

—Tú me aseguraste que los fondos y materiales que le proporcionábamos se utilizaban ex profeso para mejorar la seguridad de las instalaciones y que tu mascota orca estaba perfectamente custodiada —prosiguió el rey—. Aun así, de algún modo, ahora anda suelto en vez de hallarse encerrado en Durnholde. ¿Cómo es posible que haya ocurrido algo así?

Lodonegro frunció el ceño y pareció recobrar un tanto la compostura.

—Sí, es una desgracia que Thrall se haya fugado. Aunque estoy seguro de que sabes cómo me siento.

Aquél fue un golpe muy bajo que Lodonegro propinó al rey con muy mala intención, puesto que sabía que Terenas aún tenía clavada la espina de que Martillo Maldito se hubiera escapado de Entrañas delante de sus narices. No obstante, no fue una estrategia muy certera, ya que Terenas frunció el ceño y añadió:

—Espero que esto no sea una mera consecuencia de un problema mucho más grave. Como bien sabes, teniente general, a la gente le cuesta mucho ganarse el pan con el sudor de su frente, y aún más pagar sus impuestos. Por eso tenemos la obligación de asegurarnos de que el dinero recaudado se destina a protegerlos. ¿Acaso va a hacer falta que envíe a un representante a Durnholde para cerciorarme de que los fondos se distribuyen como es debido?

—¡No! No, no, eso no será necesario. Justificaré hasta el último penique gastado.

—Sí —replicó Terenas con una amabilidad engañosa—, lo harás.

En cuanto Lodonegro abandonó por fin la estancia, tras realizar varias reverencias rendidamente de camino a la puerta, Terenas se volvió hacia su hijo.

—Tú viste a Thrall en acción. ¿Qué opinas de esta situación?

Arthas asintió.

—No era como imaginaba que serían los orcos. Quiero decir que… era enorme. Y luchaba con gran fiereza. Resultaba obvio que era inteligente y que lo habían entrenado bien.

Terenas se mesó la barba pensativo y señaló:

—Todavía quedan reductos de orcos renegados, algunos de los cuales podrían no estar afectados por la apatía de la que hacen gala los que hemos encerrado. Si Thrall se topa con ellos y les enseña todo cuanto sabe, las cosas podrían torcerse de mala manera.

Arthas permaneció sentado, aunque se enderezó para indicar lo siguiente:

—He estado entrenando muy duro con Uther.

Era cierto. Ya que no era capaz de explicar a los demás, ni a sí mismo, por qué había puesto fin a su relación con Jaina, Arthas se había volcado totalmente en los entrenamientos. Luchaba durante horas cada día hasta que le dolía todo el cuerpo, agotándose para así borrar de su mente la imagen del rostro de Jaina.

Había tomado la decisión correcta, ¿no? Y Jaina se lo había tomado bastante bien. Entonces, ¿por qué permanecía despierto por las noches, añorando su calor y su presencia, padeciendo un dolor que bordeaba la agonía? Incluso había llegado a pasar horas y horas practicando la meditación silenciosa en un vano intento de apartarla de sus pensamientos, algo que antes habría considerado una pérdida de tiempo. Quizá si se centraba en el combate, en saber cómo aceptar, canalizar y dirigir la Luz, podría superarlo. Superar el hecho de que él mismo hubiera roto con la chica a la que amaba.

—Podríamos partir en busca de esos orcos para dar con ellos antes que Thrall.

Terenas asintió.

—Uther me ha hablado mucho de la inmensa dedicación con la que entrenas. Está impresionado por lo mucho que has progresado últimamente —le indicó. Y, a continuación, tomó una decisión—. Muy bien. Ve a informar a Uther. Prepárate para partir. Ya es hora de que experimentes por primera vez en qué consiste una batalla de verdad.

Arthas consiguió a duras penas contener un grito de alegría. Se refrenó al percatarse del gesto de sufrimiento y preocupación que se dibujaba en el rostro de su padre. Entonces, y sólo entonces, tras matar a esos pieles verdes, quizá Arthas pudiera borrar de su mente la expresión dolida de Jaina instantes después de que él hubiera dado por finalizada su relación.

—Gracias, señor. Haré que te sientas orgulloso.

A pesar de que los ojos azules verdosos de su padre, tan parecidos a los de Arthas, estaban teñidos de tristeza, Terenas sonrió.

—Eso, hijo mío, es lo que menos me preocupa.