CAPÍTULO SEIS

Jaina Valiente tarareaba mientras paseaba por los jardines de Dalaran. Por aquel entonces llevaba ya ocho años en la ciudad, pero la metrópoli nunca cesaba de sorprenderla. Todo cuanto había en esa urbe emanaba magia; para ella era casi como un aroma, una fragancia que inhalaba con una sonrisa.

Claro que parte de esa «fragancia» provenía realmente de las flores de los jardines de aquel lugar, que estaban tan saturados de magia como cualquier otro rincón de la ciudad. Jamás había visto unas flores más sanas y de colores tan intensos y variados, ni había comido unas frutas y verduras más deliciosas que las que allí crecían. ¡Y cuánto había aprendido! Jaina tenía la sensación de que había adquirido más conocimientos en los últimos ocho años que en toda su vida y gran parte de esa sabiduría la había adquirido en los dos últimos años, desde que el archimago Antonidas la había nombrado formalmente su aprendiza. Pocas cosas le gustaban más que echarse hecha un ovillo bajo el sol acompañada de un vaso de néctar fresco y una pila de libros. Aunque como algunos de los pergaminos más valiosos que solía leer debían protegerse de la luz solar y del néctar que pudiera derramarse, también le gustaba quedarse a estudiar en una de las muchas habitaciones que allí había, ataviada con unos guantes para no dañar con las manos el frágil papel y así poder examinar con detenimiento los textos que podían ser inconcebiblemente antiguos.

Sin embargo, en aquel momento sólo quería deambular por aquellos jardines, sentir el pulso de la vida bajo sus pies y gozar de los increíbles aromas. Asimismo, sabía que cuando el hambre la azuzara, podría arrancar una manzana madura de corteza de oro calentada por el sol, que comería muy a gusto.

—En Quel’Thalas —dijo a una voz suave y cultivada— hay árboles mucho más altos que estos que componen un glorioso conjunto de corteza blanca y hojas doradas y cantan bajo la brisa nocturna. Creo que algún día deberías ser testigo de ese maravilloso espectáculo.

Jaina se giró para ofrecer al príncipe Kael’thas Caminante del Sol, hijo de Anasterian, el rey de los elfos quel’dorei, una sonrisa y una profunda reverencia.

—Alteza —le saludó—, no sabía que hubieras regresado. Es un gran placer. Y sí, estoy segura de que me encantaría ver ese maravilloso espectáculo… algún día.

Jaina era la hija de un gobernante que no pertenecía a la realeza, sino a la nobleza. No obstante, como su padre, el almirante Daelin Valiente, gobernaba la ciudad estado de Kul Tiras, Jaina estaba acostumbrada a relacionarse con la nobleza. Aun así, el príncipe Kael’thas la hacía sentirse nerviosa. No sabía por qué. Era apuesto, ciertamente, poseía esa elegancia y belleza propias de los elfos: era alto y el pelo, que parecía hecho de oro tejido, le llegaba hasta la mitad de la espalda. A Jaina siempre le había dado la impresión de que se trataba de un ser de leyenda en vez de una persona real. A pesar de que ahora sólo iba ataviado con la sencilla túnica de color violeta y oro que vestía todo mago de Dalaran, y no con las suntuosas túnicas que llevaba en actos oficiales; nunca parecía perder del todo su característico envaramiento. Quizá se trataba de eso precisamente, de que… su comportamiento se regía por unas formalidades un tanto anticuadas. Además, era mucho mayor que ella, aunque por su aspecto pareciera de su misma edad. Era tremendamente inteligente y un mago de enorme talento y poder; entre los estudiantes se rumoreaba que era uno de los Seis, el círculo secreto del que formaban parte los magos más poderosos de Dalaran. Por todas esas razones, Jaina concluyó que no debía sentirse como una paleta pueblerina por encontrarlo tan intimidante.

Kael’thas arrancó una manzana y le dio un mordisco.

—Hay una cierta autenticidad en la comida de las tierras humanas que he llegado a apreciar sobremanera —afirmó mientras sonreía como si ocultara algo—. A veces, la comida elfa, si bien es sin duda deliciosa y suele presentarse de forma muy atractiva, le deja a uno con ganas de probar algo más sustancioso.

Jaina sonrió. Aunque el príncipe Kael’thas procuraba en todo momento que ella se sintiera cómoda en su presencia, siempre fracasaba en el intento.

—Pocas cosas son más sabrosas que una manzana y una rebanada de queso de Dalaran —aseveró Jaina.

Un silencio se impuso entre ellos, incómodo a pesar del ambiente informal del lugar y la calidez del sol.

—Supongo que vas a quedarte aquí una temporada, ¿verdad?

—Sí. Como el asunto que me llevó a Lunargenta ha quedado cerrado por ahora, no tendré necesidad de ausentarme en breve.

El príncipe la observó al mismo tiempo que le daba otro mordisco a la manzana. Jaina sabía que Kael’thas dominaba a la perfección el arte de mantener el gesto impasible en su bello rostro pasara lo que pasase, por lo que también sabía que a pesar de no transmitir ninguna emoción, el elfo en realidad estaba esperando que Jaina continuara la conversación.

—Todos estamos muy contentos de que hayas vuelto, alteza.

El príncipe elfo la señaló con el dedo y le espetó:

—Ya te lo he dicho mil veces, prefiero que me llames simplemente Kael.

—Disculpa, Kael.

El mago la observó detenidamente y la tristeza ensombreció sus rasgos perfectos, pero desapareció con tal celeridad que Jaina se preguntó si se lo habría imaginado.

—¿Cómo van tus estudios?

—Muy bien —respondió Jaina, que por fin pudo relajarse al derivar la conversación hacia asuntos académicos—. ¡Mira!

La muchacha señaló a una ardilla que estaba posada sobre una rama muy alta y mordisqueaba una manzana, y acto seguido murmuró un hechizo. De inmediato se transformó en una oveja que esbozó un gesto realmente cómico cuando la rama se rompió ante el súbito incremento de peso. Sin más dilación, Jaina extendió un brazo y la ardilla-oveja quedó suspendida en el aire. Con sumo cuidado la hizo descender al suelo sin sufrir daño alguno. A continuación la oveja profirió un balido dirigido a Jaina, agitó nerviosa las orejas y en un visto y no visto volvió a recobrar la forma de una ardilla muy confusa. El animal se sentó sobre sus cuartos traseros, chilló a Jaina furiosa y, a continuación, tras realizar un movimiento brusco con su suave cola, volvió a subirse al árbol de un salto.

Kael’thas soltó una risita ahogada.

—¡Bien hecho! Ah, espero que no hayas vuelto a prender fuego a algún libro.

Jaina se ruborizó al recordar aquel incidente. Nada más llegar a la ciudad había tenido que aprender a controlar su capacidad para convocar el fuego; sobre todo después de que un día, mientras estudiaba con Kael’thas, un volumen con el que había estado trabajando ardiera accidentalmente.

La reacción del elfo había sido obligar a Jaina a practicar sin descanso, eso sí, cerca de los fosos de agua que rodeaban el área de la prisión.

—Esto… No, no me ha vuelto a pasar nada similar desde hace mucho.

—Me alegro de que sea así —dijo Kael’thas avanzando hacia ella al mismo tiempo que tiraba la manzana a medio comer al suelo y sonreía con suma amabilidad—. No hablaba por hablar cuando te invité a visitar Quel’Thalas. Si bien he de reconocer que Dalaran es una ciudad maravillosa y que algunos de los mejores magos de Azeroth viven aquí, y que sé que estás aprendiendo mucho; creo que te encantaría visitar una tierra donde la magia forma parte integral de la cultura. Allí la magia no está encerrada dentro de una ciudad ni se encuentra en manos de una reducida elite de magos cultivados. Allí la magia es un derecho inalienable de todo ciudadano. Allí todos estamos amparados por la Fuente del Sol. Bueno, con todo esto estoy seguro de que he despertado tu curiosidad, ¿verdad?

Jaina sonrió.

—Así es. Lo cierto es que me encantaría poder visitar algún día ese reino. Pero creo que de momento puedo avanzar más con mis estudios quedándome aquí —respondió esbozando una sonrisa cada vez más amplia—. Donde la gente sabe qué hacer cuando prendo fuego a los libros.

Si bien el príncipe sonrió entre dientes, soltó un suspiro teñido de tristeza.

—Quizá tengas razón. Ahora, si me disculpas… —le comentó, esgrimiendo una sonrisa irónica—. El archimago Antonidas quiere que presente un informe sobre mi estancia en Lunargenta. No obstante, este príncipe y mago espera con ansia una nueva oportunidad para ser testigo de más demostraciones de cuánto has avanzado en tu adiestramiento… y gozar de tu compañía durante más tiempo.

Entonces Kael’thas apoyó una mano sobre el pecho a la altura del corazón e hizo una reverencia. Como no sabía qué hacer ante tal gesto, Jaina le correspondió con otra reverencia. Después observó cómo el elfo cruzaba aquellos jardines con una majestuosidad propia del astro solar: con la cabeza alta y exudando confianza y elegancia, cual rayos de sol, por todos los poros de su piel. Incluso la tierra parecía no desear manchar sus botas ni el dobladillo de su túnica.

Jaina propinó un último mordisco a la manzana y, acto seguido, también la tiró al suelo. La ardilla que había metamorfoseado unos instantes antes bajó disparada del tronco para reclamar un premio más fácilmente accesible que la manzana que aún pendía del árbol.

De pronto, un par de manos le cubrieron los ojos.

Se sobresaltó, pero no en demasía, puesto que nadie que pudiera suponer una amenaza habría podido quebrantar los poderosos hechizos de protección erigidos alrededor de aquella ciudad mágica.

—¿Quién soy? —susurró una voz masculina en un tono jubiloso.

Jaina, que permanecía con los ojos tapados, caviló reprimiendo una sonrisa.

—Hum… Como tienes callos en las manos, sé que no eres un brujo —dedujo—. Además hueles a caballo y a cuero…

Jaina acarició con sus pequeñas manos y muy suavemente los dedos vigorosos que no la dejaban ver, hasta tocar un gran anillo. Entonces palpó la forma de aquella piedra y reconoció el diseño: era el sello de Lordaeron.

—¡Arthas! —exclamó, y la sorpresa y el regocijo se adueñaron de su tono de voz mientras se volvía para contemplar al fin su rostro.

Arthas le quitó las manos de los ojos de inmediato y sonrió. Físicamente no era tan perfecto como Kael’thas; si bien tenía el pelo rubio como el príncipe elfo, era de una tonalidad tirando a amarilla más que de color oro tejido. Como era alto y de constitución fornida, a Jaina le daba cierta sensación de solidez, pero no de elegancia ni de fluidez de movimientos como ocurría con el elfo. Kael’thas y Arthas se encontraban al mismo nivel en la jerarquía real, aunque Jaina se preguntaba si el elfo pondría eso en duda en privado, ya que en general los de su raza se consideraban superiores a los humanos independientemente de su cargo. Y, a pesar de todo, Arthas transmitía una sencillez y una complicidad ante las que Jaina se rendía de inmediato, al contrario que lo que le ocurría con el elfo. A continuación, la muchacha recobró la compostura y realizó una reverencia.

—Alteza, ésta es una sorpresa de lo más inesperada. ¿Qué haces aquí, si puede saberse? —inquirió mientras un pensamiento cruzaba su mente de inmediato, aplacando su efusividad—. Todo va bien en Ciudad Capital, ¿verdad? Arthas, responde, por favor. Estás obligado a responder porque como en Dalaran gobiernan los magos, los seres humanos normales deben mostrarse respetuosos y corteses.

Los ojos verdes como el mar de Arthas brillaron debido a su buen humor.

—Además, desde que nos escapamos juntos para observar un campo de reclusión de cerca somos compañeros de tropelías, ¿verdad?

Jaina se relajó y sonrió.

—Supongo que así es.

—En respuesta a tu pregunta he de decir que todo va perfectamente. De hecho, todo está tan tranquilo que mi padre me ha dado permiso para quedarme aquí a estudiar unos meses.

—¿A estudiar? Pero… pero si perteneces a la Orden de la Mano de Plata. No te irás a convertir ahora en un mago, ¿verdad?

Arthas estalló en una sonora carcajada y la cogió del brazo mientras se dirigían a los aposentos de los estudiantes. Con suma facilidad, Jaina se acopló al ritmo de sus pasos.

—No, qué va. Me temo que tanto esfuerzo intelectual sería algo que me superaría. Sin embargo, se me ocurrió que uno de los mejores lugares de Azeroth para aprender historia y saber más sobre la naturaleza de la magia, así como otras cosas que todo rey debería conocer, es esta ciudad. Por fortuna, mi padre y el archimago estuvieron de acuerdo conmigo.

Mientras hablaba, Arthas cubrió la mano de Jaina que descansaba sobre su brazo, con la suya propia. Se trataba de un cortés gesto de amistad, pero Jaina sintió cómo una diminuta chispa prendía dentro de ella. Alzó la vista para mirarle y dijo:

—Estoy impresionada. Aquel muchacho que me convenció de que me escapara en plena noche con él para espiar a los orcos no estaba tan interesado en la historia ni en el conocimiento.

Arthas sonrió para sí e inclinó la cabeza como si le ocultara algún secreto.

—En realidad, sigo sin tener interés alguno por tales materias. Bueno, a decir verdad, me interesan en parte, pero no son la verdadera razón que me ha impulsado a venir a este lugar.

—Muy bien, ahora sí que me he perdido. Entonces, ¿por qué has venido a Dalaran en realidad?

En cuanto llegaron a los aposentos de la muchacha, ésta se detuvo y se volvió para mirarle a la cara mientras dejaba de agarrarle del brazo.

Al principio, Arthas no respondió, simplemente sostuvo su mirada y sonrió de manera cómplice. Acto seguido la cogió de la mano y se la besó; un gesto cortés del que ya había sido objeto por parte de otros nobles caballeros. Sin embargo, los labios de Arthas permanecieron sobre su mano un instante más de lo apropiado; además, no soltó la mano de inmediato.

Sus ojos se abrieron como platos. ¿Acaso Arthas estaba sugiriendo que…? ¿Acaso se las había ingeniado para vencer los famosos recelos de Antonidas por la gente del exterior, toda una hazaña, para quedarse en Dalaran simplemente para… estar con ella? Antes de que Jaina se hubiera recuperado lo suficiente de su asombro como para hacerle esas preguntas, Arthas le guiñó un ojo e hizo una reverencia.

—Te veré esta noche en la cena, mi señora.

La cena fue un evento formal. El regreso del príncipe Kael’thas y la llegada del príncipe Arthas el mismo día habían provocado que los sirvientes de los Kirin Tor desplegaran una actividad frenética para poder celebrar aquella cena en un comedor gigantesco utilizado sólo en ocasiones especiales.

Una mesa lo bastante grande para albergar a más de una veintena de personas ocupaba la sala de un extremo a otro. Del techo colgaban tres lámparas de araña que centelleaban gracias a sus brillantes velas encendidas, cuyo fulgor se reflejaba en la mesa. Los apliques de las paredes sostenían unas antorchas y, para mantener un ambiente acogedor y proporcionar al mismo tiempo una buena iluminación, varios globos flotaban cerca de las paredes preparados para ser invocados, dispuestos a entrar en acción siempre que se requiriera un poco más de luz. Los sirvientes rara vez hacían acto de presencia salvo para servir los platos y retirarlos; las botellas de vino se escanciaban solas con sólo darles un golpe con el dedo. Una flauta, un arpa y un laúd tocaban una música de fondo muy relajante cuyas elegantes notas surgían de la magia y no de manos o bocas humanas.

El archimago Antonidas presidía la mesa en una de sus inusuales apariciones públicas. Se trataba de un hombre alto que lo parecía todavía más por su complexión en extremo delgada. Su larga barba era más gris que castaña y estaba totalmente calvo, pero su profunda mirada permanecía alerta en todo momento. También se encontraba presente el archimago Krasus, muy tieso y atento; su pelo reflejaba la luz de las velas y antorchas, bajo cuyo brillo refulgía con destellos plateados salpicados con reflejos rojos y negros aquí y allá. Asimismo, muchas otras personalidades de alta alcurnia se hallaban sentadas a la mesa. De hecho, Jaina era la persona de más bajo rango de los allí presentes; no obstante, participaba en la cena porque era la aprendiza del archimago.

Jaina tenía formación militar y una de las lecciones que su padre le había inculcado era que debía conocer a la perfección cuáles eran sus virtudes y defectos. «Tanto subestimarse como sobreestimarse son un craso error», le había aconsejado una vez Daelin. «La falsa modestia es tan perjudicial como el falso orgullo. Uno debe saber exactamente qué es capaz de hacer en cualquier momento y de actuar en consonancia. Seguir otro sendero sería de necios y podría tener consecuencias fatales en una batalla».

Sabía que dominaba con destreza las artes mágicas. Era inteligente y estaba concentrada en sus estudios. Había aprendido mucho en el poco tiempo que llevaba allí. Además, era obvio que Antonidas no la había escogido como su aprendiza por caridad. Era consciente de que en ella anidaba el potencial para poder llegar a ser una maga muy poderosa; sin embargo, no sentía por ello ese falso orgullo del que le había hablado su padre. Quería alcanzar la meta por sus propios méritos y no porque un príncipe elfo disfrutase de su compañía y la recomendase. Reprimió un gesto de enfado mientras daba buena cuenta de otra cucharada de sopa de tortuga.

La conversación giró en torno a los orcos, lo cual no fue una sorpresa ya que los campos de reclusión se hallaban bastante cerca de Dalaran. Sin embargo, normalmente la ciudad de los magos solía considerarse por encima de asuntos tan mundanos.

Kael estiró un elegante y largo brazo para hacerse con otra rebanada de pan que se dispuso a untar de mantequilla mientras comentaba:

—Aletargados o no, son peligrosos.

—Mi padre, el rey Terenas, está de acuerdo con esa afirmación, príncipe Kael’thas —replicó Arthas, mientras sonreía al elfo de un modo encantador—. Por eso existen esos campos. Si bien es una pena que cueste tanto su manutención, estoy seguro de que invertir un poco de oro en ellos es un precio escaso que debemos pagar por la seguridad del pueblo de Azeroth.

—Son meras bestias, animales —espetó Kael’thas; su voz de tenor se tornó más gutural debido al enfado—. Esos bárbaros infligieron graves daños a Quel’Thalas con ayuda de sus dragones. Únicamente las energías de la Fuente del Sol evitaron que causaran más estragos. Lo cierto es que los humanos podrían resolver el problema de proteger a su gente sin necesidad de acribillarlos a impuestos: bastaría con ejecutar a esas criaturas.

Jaina recordó la breve visita a los campos de reclusión. Se había llevado la impresión de que los orcos estaban extenuados, rotos y abatidos.

Asimismo, se acordó de que también tenían niños.

—¿Has estado alguna vez en esos campos, príncipe Kael’thas? —preguntó de manera cortante, sin poder refrenar el impulso de hablar—. ¿Has visto en qué se han convertido?

Si bien las mejillas de Kael’thas se ruborizaron brevemente, éste logró mantener una expresión de placidez en su rostro.

—No, Lady Jaina, no. Ni creo que tenga ninguna necesidad. Veo lo que hicieron cada vez que contemplo los troncos calcinados de los gloriosos árboles de mi tierra natal, cada vez que presento mis respetos a aquéllos a los que asesinaron. Además, estoy seguro de que tú tampoco los has visto. No me cabe en la cabeza que una dama tan refinada como tú haya ido a visitar alguna vez uno de esos campos.

Jaina se cercioró con sumo cuidado de no mirar a Arthas cuando contestó lo siguiente:

—Si bien su alteza me ha lanzado un cumplido encantador, no creo que el refinamiento tenga nada que ver con el deseo de que se haga justicia. De hecho, creo que es bastante probable que una persona refinada no desee ver a seres inteligentes y conscientes masacrados como animales. —Sonrió con amabilidad al príncipe elfo y continuó degustando la sopa. Kael’thas la atravesó con la mirada, ya que se sentía confuso ante aquella reacción.

—Como en este asunto se aplica la ley de Lordaeron y el rey Terenas puede hacer lo que crea conveniente en su reino, él es quien decide al respecto —explicó Antonidas.

—Dalaran y el resto de reinos de la Alianza también deben contribuir con su peculio a su mantenimiento —aseguró un mago al que Jaina no conocía—. Por lo tanto, nuestra voz debería ser escuchada en este asunto ya que pagamos unos impuestos por ello, ¿no?

Antonidas desechó el comentario con un gesto de la mano.

—Para mí lo más importante del problema orco no es quién paga esos campos, ni si realmente son necesarios. A mí lo que me intriga es el extraño aletargamiento de los prisioneros. He investigado un poco la historia orca y no creo que estén tan apáticos por el mero hecho de encontrarse confinados. Ni creo que se trate de una enfermedad; al menos no de una de cuyo contagio debamos preocuparnos.

Como Antonidas nunca hablaba por hablar, todo el mundo dejó de discutir y se dispuso a escucharlo. Jaina estaba sorprendida. Era la primera vez que escuchaba a un mago comentar algo acerca de la situación de los orcos. No dudaba de que Antonidas había decidido deliberadamente revelar esa información en ese momento concreto. Al encontrarse presentes en aquella cena tanto Arthas como Kael’thas, pronto correría la voz por todo Lordaeron y Quel’Thalas. Era obvio que Antonidas dejaba muy pocas cosas al azar.

—Si no se trata de una enfermedad ni es una consecuencia directa de que estén encerrados —conjeturó Arthas con suma educación—, entonces ¿de qué crees que se trata, archimago?

Antonidas se volvió hacia el joven príncipe y respondió:

—Según tengo entendido, los orcos no siempre hicieron gala de una sed de sangre tan brutal. Khadgar me contó que había sabido por Garona que…

—Garona era una mestiza, una mezcla de humano y orco que asesinó al rey Llane —afirmó Arthas en un tono de voz en el que ya no había ni el más leve atisbo de buen humor—. Con el debido respeto, no creo que uno se pueda fiar de nada de lo que diga tal criatura.

De inmediato, unos cuantos de los allí presentes empezaron a murmurar en voz baja para mostrar su acuerdo con Arthas, lo cual obligó a Antonidas a alzar una mano para pedir calma.

—Esta información la proporcionó antes de convertirse en una traidora —alegó—. Y ha sido verificada a través de… otras fuentes. —El archimago sonrió levemente negándose de manera deliberada a identificar cuáles eran esas «otras fuentes» que había consultado—. Según parece, pactaron de forma voluntaria con una fuerza demoníaca. Su piel se tornó verde; sus ojos, rojos. Creo que esa oscuridad procedente de una fuente externa les dominaba por completo cuando emprendieron la primera invasión. Sin embargo, el vínculo que los unía a esa fuente se encuentra roto hoy en día. Creo que no se trata de una enfermedad sino de una retirada masiva de energía. Hay que tener en cuenta que la energía demoníaca es muy poderosa y si uno se ve repentinamente privado de ella, sufre graves secuelas.

Kael’thas hizo un gesto con la mano para indicar que no aceptaba ese argumento.

—Incluso si tu teoría es cierta, ¿por qué deberíamos preocuparnos por ellos? Fueron lo bastante necios como para confiar en demonios. Fueron tan inconscientes como para convertirse en adictos a esas energías corruptas. En mi opinión, no creo que sea una decisión muy sabia «ayudarlos» a encontrar una cura a su adicción aunque así lográramos que volvieran a ser un pueblo pacífico. Ahora mismo están indefensos y desmoralizados. Así es como yo y cualquiera en su sano juicio preferimos verlos después de lo que nos hicieron.

—Ah, pero si conseguimos que recuperen el carácter pacífico de antaño, no tendremos que seguir manteniéndolos encerrados en esos campos y ese dinero podrá ser utilizado para otros fines —explicó Antonidas con un tono muy moderado antes de que la mesa entera pudiera estallar en un sinfín de discusiones—. Estoy seguro de que el rey Terenas no impone estos gravámenes simplemente para llenarse los bolsillos. Por cierto, ¿cómo se encuentra tu padre, príncipe Arthas? ¿Y tu familia? Lamento no haber podido asistir a tu ceremonia de iniciación, tengo entendido que resultó ser una celebración sin precedentes.

—La Ciudad de Ventormenta me recibió con los brazos abiertos —contestó Arthas, y sonrió con amabilidad mientras daba buena cuenta del segundo plato: trucha asada con suma delicadeza a la parrilla y servida con un revuelto de judías—. Volver a reencontrarme con el rey Varian fue toda una alegría para mí.

—Según he oído su encantadora reina le ha dado recientemente un heredero.

—Así es. Y si cuando sea mayor el pequeño Anduin sujeta la espada con la misma fuerza que mi dedo, no cabe duda de que será un excelente guerrero.

—Si bien todos rezamos para que el día de tu coronación llegue lo más tarde posible, estimado Arthas, me atrevería a decir que una boda real sería motivo de regocijo y alborozo —añadió Antonidas—. ¿Alguna joven dama ha llamado tu atención o sigues siendo el soltero de oro de Lordaeron?

A pesar de que Kael’thas parecía concentrado en su plato, Jaina sabía que estaba siguiendo la conversación con gran interés. Por eso evitó con sumo cuidado realizar algún gesto que delatara lo que pensaba.

Arthas no la miró y se limitó a reír mientras se servía un poco más de vino.

—Ah, eso supondría revelar una información demasiado sensible y le restaría gracia al asunto. Además, aún tengo mucho tiempo por delante para plantearme cierto tipo de cosas.

Varios sentimientos encontrados se apoderaron de Jaina. Por un lado, estaba un poco decepcionada, pero por otro se sentía un tanto aliviada. Quizá fuera mejor que Arthas y ella siguieran siendo sólo amigos. Al fin y al cabo, había ido a aquel lugar a aprender para poder llegar a ser la maga más extraordinaria que su potencial le permitiera ser, no a flirtear. Una estudiante de magia necesitaba disciplina, debía ser racional y no debía dejarse llevar por las emociones. Tenía unas obligaciones y debía cumplirlas con los cinco sentidos puestos en ellas en todo momento.

Debía estudiar.

—Tengo que estudiar —protestó Jaina unos días después de la cena, cuando Arthas se acercó a ella tirando de dos caballos.

—Vamos, Jaina —insistió Arthas con una sonrisa—. Hasta el estudiante más diligente necesita tomarse un descanso de vez en cuando. Hace un día muy hermoso y deberías estar disfrutándolo.

—Lo estoy disfrutando —replicó.

Y era cierto; se hallaba en los jardines acompañada de sus libros en vez de encerrada en una de las salas de lectura.

—Un poco de ejercicio te ayudará a despejarte —le aconsejó y alargó la mano hacia la muchacha sentada bajo un árbol. Jaina sonrió a su pesar.

—Arthas, algún día serás un rey magnífico —le dijo de manera burlona mientras le cogía de la mano y permitía que tirara de ella para ponerla en pie—. Nadie parece capaz de negarte nada.

Arthas se carcajeó ante el comentario y sujetó las riendas del caballo para que Jaina pudiera montar. Como aquel día vestía pantalones, unos bombachos de fino lino, pudo montarse a horcajadas en vez de a mujeriegas. Un instante después, el príncipe se subió con suma facilidad a su montura.

Jaina echó un vistazo al caballo que Arthas montaba: se trataba de una yegua zaina y no del semental blanco que el destino le había arrebatado.

—Creo que nunca te he dicho lo mucho que lamento la muerte de Invencible —murmuró en voz baja.

El júbilo abandonó el rostro del príncipe, como si una sombra hubiera ocultado el sol. No obstante, enseguida volvió a dibujarse una sonrisa en su rostro, aunque menos amplia.

—Gracias, aunque ya lo he superado. Bueno… he traído viandas para poder disfrutar de una comida campestre y tenemos todo el día por delante. ¡En marcha!

Jaina recordaría ese día durante toda su vida. Fue uno de esos días perfectos típicos de finales de verano, donde la luz del sol parece tan densa y dorada como la miel. Arthas impuso un ritmo muy alto, pero como Jaina era una jinete experta, pudo seguirlo con facilidad. Se la llevó lejos de la ciudad con el fin de recorrer amplias campiñas verdes e infinitas praderas. Los caballos parecían estar divirtiéndose tanto como los jinetes. Las orejas tiesas apuntaban hacia delante y las fosas nasales, por las que olfateaban los deliciosos aromas del campo, aleteaban sin cesar.

La comida campestre fue sencilla a la par que deliciosa. Consistió en pan, queso, fruta y un poco de vino blanco de baja graduación. Después Arthas se tumbó con las manos detrás de la cabeza para echar una cabezadita; entretanto, Jaina se quitó las botas para acariciar con sus pies desnudos la suave y espesa hierba mientras se recostaba contra un árbol con la intención de leer un rato. El libro se titulaba Tratado sobre la naturaleza de la Teleportación, y era muy interesante; pero debido al lánguido calor de aquel día, al vigoroso ejercicio y al suave canturreo de las cigarras acabó cayendo también en un profundo sueño.

Cierto tiempo después, cuando el sol ya se estaba ocultando, Jaina se despertó con un poco de frío. Se enderezó, se frotó los ojos con fuerza, y se percató de que Arthas había desaparecido. Tampoco se divisaba por ningún lado su yegua. Entretanto, la montura de Jaina, cuyas riendas se hallaban atadas a la rama de un árbol, pastaba feliz y contenta.

Se puso en pie contrariada.

—¿Arthas?

No obtuvo respuesta. Lo más probable era que el príncipe hubiera decidido marcharse a explorar fugazmente los alrededores y volviese en cualquier momento. Aguzó el oído para ver si así escuchaba el sonido de los cascos de un caballo, pero no oyó nada.

Se suponía que aún había orcos campando a sus anchas por aquellos parajes, o eso decían los rumores. También había pumas y osos, que aunque resultaban menos extraños, eran igual de peligrosos. Jaina repasó mentalmente los hechizos que conocía. Estaba segura de que podría defenderse bastante bien si la atacaban.

Bueno… bastante segura.

El ataque se produjo de manera repentina y silenciosa.

Sintió un golpe en la nuca que le dejó el cuello frío y húmedo, y ése fue el único aviso que recibió por parte del agresor. Su atacante era un borrón que se movía con suma celeridad, que saltaba de un rincón oculto a otro con la velocidad de un venado y que se detuvo el tiempo justo para lanzarle otro proyectil. Este último le acertó en la boca y se empezó a ahogar… de risa. Dio un manotazo para sacudirse la nieve y se estremeció mientras parte de ella se deslizaba bajo la camisa.

—¡Arthas! ¡Ésta no es una pelea justa!

Cuatro bolas de nieve rodaron hasta Jaina como respuesta a su observación y ella se acercó gateando a recogerlas. Estaba claro que Arthas había ascendido hasta algún lugar en la montaña donde el invierno había llegado prematuramente y había regresado con esas bolas de nieve como trofeo. ¿Dónde se había metido? Entonces percibió de modo fugaz su casaca roja…

La batalla se prolongó durante un buen rato, hasta que ambos se quedaron sin munición.

—¡Tregua! —gritó Arthas.

En cuanto Jaina expresó que estaba de acuerdo con esa petición, riéndose de manera tan estruendosa que apenas era capaz de pronunciar palabra alguna, Arthas abandonó de un salto su escondite entre las rocas y fue corriendo hasta ella. El príncipe la abrazó, riendo también, y Jaina se sintió muy contenta al apreciar que él, al igual que ella, tenía nieve en el pelo.

—Siempre lo he sabido, durante todos estos años —afirmó Arthas.

—¿E-el qué?

Jaina había recibido tantos bolazos de nieve que, a pesar de que se hallaban a finales de verano, tenía mucho frío. Arthas se percató de que estaba temblando y la abrazó con más fuerza. Jaina sabía que debía apartarse de él; un abrazo amistoso y espontáneo era una cosa, pero no hacer ademán de apartarse del abrigo de sus brazos era otra totalmente distinta. Permaneció inmóvil y apoyó la cabeza en el pecho del príncipe, donde pudo oír los latidos rítmicos y acelerados de su corazón. Cerró los ojos en cuanto sintió que una mano le acariciaba el pelo para quitarle la nieve y escuchó a Arthas decir:

—La primera vez que te vi, pensé que eras una chica con la que seguro que podría pasarlo bien. Alguien a quien no le importaría ir a nadar un caluroso día de verano, o… —Se apartó un poco para quitarle a Jaina restos de nieve de la cara sin dejar de sonreír—. O recibir un bolazo de nieve en la cara. No te he hecho daño, ¿verdad?

Jaina le devolvió la sonrisa y sintió una repentina oleada de calor recorriéndola por entero.

—No. En absoluto.

Sus miradas se cruzaron y Jaina sintió una cierta sensación de rubor en las mejillas. Hizo ademán de dar un paso atrás, pero entonces el brazo de Arthas la rodeó con tanta firmeza como una cinta de hierro. El príncipe no cesó de acariciarle la cara, recorriendo con unos dedos fuertes y encallecidos la curva que trazaba su mejilla.

—Jaina —susurró quedamente, y la muchacha se estremeció aunque esta vez no fue por culpa del frío.

Aquello no estaba bien. Ella sabía que tenía que apartarse. Pero en vez de eso, alzó la cara y cerró los ojos.

Aquel beso, el primero que recibía Jaina en su vida, fue muy tierno y dulce al principio. De inmediato levantó los brazos, que parecían poseídos por una voluntad propia, para rodearle el cuello con ellos y apretarse más contra él a medida que el beso se volvía más y más apasionado. Entonces experimentó la sensación de que se ahogaba en el mar y él era lo único sólido en el mundo a lo que podía aferrarse para no hundirse.

Por fin se hacía realidad lo que tanto había deseado. Por fin tenía en sus brazos a quien tanto había deseado; a aquel joven que, a pesar de su título real, era su amigo, que entendía su parte intelectual pero también sabía cómo engatusar a la parte juguetona y aventurera de su personalidad, a la que rara vez tenía la oportunidad de dar rienda suelta, que rara vez mostraba al mundo.

Pero aquel muchacho sabía quién era Jaina en todas sus facetas, no conocía únicamente la parte que ésta exhibía en público.

—Arthas —susurró mientras se aferraba a él—. Arthas…