CAPÍTULO QUINCE
Arthas reconoció el sonido de las pisadas cortas pero pesadas de Muradin antes de que el enano apartase la lona de la tienda y lo mirara encolerizado. Se observaron fijamente durante un largo instante y, a continuación, Muradin hizo una señal con la cabeza indicándole que saliera y se marchó dejando caer la lona. Durante un momento, Arthas se vio arrastrado en el tiempo a aquel momento en que siendo niño se le había escapado de las manos una espada de entrenamiento que había ido a parar a los pies del enano. Frunció el ceño, se puso en pie y siguió a Muradin a un lugar alejado del resto de los hombres.
El enano no se anduvo con rodeos.
—¡Has mentido a tus hombres y has traicionado a los mercenarios que lucharon por ti! —le espetó Muradin mientras acercaba su rostro al de Arthas tanto como le permitía su escasa estatura—. Ya no eres el muchacho que yo adiestré. Ya no eres el hombre que fue admitido en la Orden de la Mano de Plata. Ya no eres el crío del rey Terenas.
—Hace tiempo que dejé de ser un crío —replicó con furia Arthas, mientras apartaba a Muradin—. He hecho lo que debía hacer.
Casi esperaba que el enano lo atacara; sin embargo, la ira pareció abandonar a su antiguo mentor.
—¿Qué te está pasando, Arthas? —preguntó Muradin con voz queda, teñida de un dolor y confusión infinitos—. ¿Tan importante es la venganza para ti?
—No sabes de qué hablas, Muradin —respondió de malos modos el príncipe—. Tú no estuviste ahí para ver lo que Mal’Ganis le hizo a mi patria. ¡Para ver lo que hizo a esos hombres, mujeres y niños inocentes!
—Pero he oído hablar de ello —le rebatió Muradin con tranquilidad—. Algunos de tus hombres han largado más de la cuenta cuando la cerveza ha soltado sus lenguas. Si bien tengo mi propia opinión sobre lo que ocurrió… también sé que no puedo juzgarte. Tienes razón, yo no estuve ahí. Gracias a la Luz no tuve que tomar esa decisión. Aun así… algo extraño sucede. Estás…
El fuego de los morteros y los gritos de alarma interrumpieron su discurso. Sin perder un segundo, Muradin y Arthas regresaron al campamento preparados para luchar. Los hombres aún corrían caóticamente a por sus armas. Falric bramaba órdenes a voz en grito a los humanos, mientras que Baelgun organizaba a los enanos. Se escuchó en la lejanía el fragor de la batalla y Arthas vio que el ejército de no-muertos avanzaba hacia sus hombres. Las manos del príncipe se tensaron en torno al martillo. Aquello tenía todas las trazas de ser un ataque bien coordinado, y no un encuentro fortuito.
—El Señor Oscuro dijo que vendrías —anunció una voz que a Arthas le resultó familiar. El príncipe sintió que le invadía la euforia. ¡Mal’Ganis estaba allí! No había viajado hasta Rasganorte por nada—. Aquí concluye tu viaje, muchacho. Vas a acabar atrapado y congelado en el techo del mundo y la muerte cómo único testigo de tu desafortunado destino.
Muradin se rascó la barba mientras recorría la zona con la mirada. Desde más allá del perímetro del campamento arreciaba el fragor de la batalla.
—Esto pinta un poco mal —admitió haciendo gala de la costumbre enana de resaltar lo evidente—. Estamos totalmente rodeados.
Arthas observaba los acontecimientos mientras se lamentaba de su suerte.
—Podríamos haberlo logrado —susurró—. Con la Agonía de Escarcha… lo habríamos conseguido.
Muradin apartó la mirada.
—Bueno… muchacho, he albergado serias dudas sobre esa espada. Y, a decir verdad, sobre ti también.
A Arthas le llevó un segundo percatarse de lo que estaba insinuando el enano.
—¿Me… me estás diciendo que sabes cómo encontrarla?
Muradin asintió y Arthas lo agarró del brazo.
—No sé cuáles son tus dudas, Muradin, pero ahora ya puedes despejarlas. Mal’Ganis se encuentra aquí. Si sabes dónde está la espada, llévame hasta ella. ¡Ayúdame a hacerme con la Agonía de Escarcha! Tú mismo lo dijiste: no crees que a Mal’Ganis le haga ninguna gracia verme empuñando a la Agonía de Escarcha. Las tropas de Mal’Ganis superan a las nuestras en número. Sin la Agonía de Escarcha, caeremos. ¡Sabes que estoy en lo cierto!
Muradin lo observó con una mirada teñida de dolor y, acto seguido, cerró los ojos.
—Tengo un mal presentimiento sobre todo esto, muchacho. Por eso no he querido apresurarme; hay algo en ese artefacto, en la forma en que ha ido surgiendo la información sobre él que no encaja. No obstante, me he comprometido a llevar a cabo esta misión. Ve a reunir unos cuantos hombres para que nos acompañen. Te prometo que daré con esa hojarruna.
Arthas dio una palmadita en el hombro a su viejo amigo. El destino seguía su curso. Conseguiré esa maldita hojarruna y arravesaré con ella el tenebroso corazón de ese Señor del Terror. Me las pagará, pensó Arthas.
—¡Cubrid ese hueco de ahí! —ordenó Falric—. ¡Davan, dispara!
El estallido del fuego de mortero reverberó por todo el campamento mientras Arthas corría hacia su segundo al mando.
—¡Capitán Falric! —gritó el príncipe.
Falric se giró hacia él y contestó:
—Señor… nos han rodeado por completo. Podremos aguantar cierto tiempo, pero al final caeremos presas de la extenuación. Además, todo aquel que caiga pasará a engrosar sus filas.
—Lo sé, capitán. Por eso Muradin y yo partimos en busca de la Agonía de Escarcha.
Falric alzó las cejas sorprendido y esperanzado pues sabía a qué se refería. Arthas había compartido lo que le habían contado acerca de aquella espada, incluido lo referente a su hipotético tremendo poder, con un puñado de sus hombres de más confianza.
—En cuanto se halle en nuestro poder, la victoria será nuestra. ¿Podrás contenerlos hasta entonces?
—Sí, alteza —contestó Falric con una sonrisa, aunque parecía igual de preocupado que segundos antes—. Contendremos a estos bastardos no-muertos.
Unos instantes después, Muradin, armado con un mapa y un extraño objeto brillante, se sumó a Arthas y a un grupo reducido de hombres. Su boca componía un gesto de descontento y tenía la mirada triste, pero caminaba totalmente recto. Falric dio entonces la señal e iniciaron la maniobra de distracción. Como consecuencia, gran parte de los no-muertos centró sus esfuerzos de improviso en él, dejando la retaguardia del campamento despejada.
—Vámonos —ordenó Arthas gravemente.
Muradin vociferaba indicaciones mientras consultaba unas veces el mapa y otras un objeto reluciente que parecía emitir luz de forma errática. Avanzaron lo más rápidamente posible a través de la profunda capa de nieve en la dirección que indicaba el enano, deteniéndose de vez en cuando para realizar unos descansos muy breves que aprovechaban para orientarse. El cielo se oscureció, las nubes se acumularon y comenzó a nevar, lo cual ralentizó aún más la marcha.
Arthas avanzaba por inercia. La nieve hacía imposible ver más allá de unos pocos metros por delante. Ya no sabía, ni le importaba, en qué dirección caminaban; simplemente daba un paso tras otro mientras seguía a Muradin. Perdió toda noción del tiempo. Y ya no sabía si llevaba andando por la nieve minutos o días.
Sólo pensaba, presa de la obsesión, en la Agonía de Escarcha. En su salvación. Arthas confiaba que lo sería. Pero ¿serían capaces de dar con ella antes de que sus hombres fueran derrotados por los no-muertos y su demoníaco amo? Falric había afirmado que podrían resistir… cierto tiempo. Pero ¿cuánto? Saber que Mal’Ganis por fin se hallaba allí, en su propio campamento base, y no poder atacar era…
—Ahí —indicó Muradin, señalando hacia delante de forma casi reverencial—. Está ahí dentro.
Arthas se detuvo y parpadeó. Sus ojos se habían reducido a rendijas para protegerse contra la ventisca y tenía las pestañas cubiertas de hielo. Se encontraban ante la entrada de una caverna inhóspita y de aspecto lúgubre envuelta por la oscuridad de aquel día gris barrido por la nieve. Dentro parecía haber algún tipo de iluminación; se trataba de un fulgor tenue, de color azul verdoso, que apenas se podía distinguir desde el exterior. A pesar de hallarse extenuado y congelado, la emoción lo embargó y realizó un terrible esfuerzo para mover los labios entumecidos:
—Agonía de Escarcha… serás el fin de Mal’Ganis. El fin de la peste. ¡Vamos!
Otro viento, distinto al que arreciaba hasta entonces, lo empujó, pero el príncipe resistió y obligó a sus piernas a avanzar.
—¡Muchacho! —El grito de Muradin lo despertó de su ensimismamiento bruscamente—. Un tesoro tan valioso no se deja ahí sin más para que lo encuentre cualquiera. Debemos proceder con cautela.
Arthas se sintió contrariado al escuchar esas palabras, pero como sabía que Muradin tenía más experiencia en la materia, asintió, aferró con firmeza su martillo y entró con suma precaución. El hecho de verse a resguardo del viento y de la nevada torrencial reavivó su ánimo y, de inmediato, se adentraron todavía más en la caverna. La luz que había entrevisto desde fuera provenía de unos cristales de color turquesa y de ciertas vetas de mineral incrustadas en las paredes, los suelos y techos de roca; y que brillaban con una luz suave. Había oído hablar de aquellos cristales luminiscentes y en ese momento se sintió agradecido por la luz que les suministraban, pues así sus hombres podían concentrarse en blandir sus armas y no en sostener antorchas. Entonces se percató de que, en otros tiempos, el martillo habría brillado con el fulgor suficiente para guiarlos a todos en esa caverna. En cuanto ese pensamiento cruzó su mente, frunció el ceño y, acto seguido, lo apartó. Lo de menos era de dónde provenía la luz. Lo importante es que existía.
Fue entonces cuando escuchó unas voces. Muradin tenía razón… los estaban esperando.
Aquellas voces eran profundas, graves y frías y sus funestas palabras flotaron por el aire hasta llegar a oídos de Arthas.
—Dad la vuelta, mortales. La muerte y las tinieblas son lo único que os aguarda en esta desamparada cripta. No avancéis más.
Muradin se detuvo.
—Muchacho —comentó en voz baja. A pesar de todo, el sonido reverberó hasta el infinito—, tal vez deberíamos hacerles caso.
—¿A quién? —gritó Arthas—. Esto no es más que un último y patético intento de desviarme del camino que lleva a la salvación de mi pueblo. Va a hacer falta algo más que unas palabras funestas para que yo abandone este camino.
Avanzó presuroso martillo en mano, dobló la esquina y… se quedó paralizado intentando asumir lo que veían sus ojos.
Habían dado con los dueños de aquellas voces. Por un instante le recordaron al obediente elemental del agua de Jaina que la había ayudado a luchar contra los ogros aquel día tan lejano antes de que su destino se tornara tan siniestro y horrendo. No obstante, esos seres flotaban sobre el frío suelo de piedra de la caverna y estaban compuestos de hielo y una esencia antinatural en vez de agua. Además, iban protegidos con una armadura que daba la impresión de haber crecido a partir de su misma sustancia. Iban ataviados con yelmos, pero carecían de rostro; tenían guanteletes, armas y escudos, pero carecían de brazos.
A pesar de que eran amenazadores, Arthas sólo dedicó una mirada fugaz a esos temibles espíritus elementales, pues su vista se vio atraída al instante por la razón que les había llevado a aquel lugar.
La hojarruna Agonía de Escarcha.
Se hallaba atrapada en un trozo de hielo mellado suspendido en el aire y donde las runas que recorrían su hoja por entero brillaban con un color azul gélido. Bajo la espada había una suerte de estrado situado sobre un gran montículo cubierto por una ligera capa de nieve. Una luz suave, que provenía de algún lugar donde el techo de la caverna se abría para dejar pasar la luz del día, hacía brillar la hojarruna. Aquella prisión helada escondía algunos detalles sobre la forma de la espada y exageraba otros. La revelaba y la ocultaba al mismo tiempo, haciéndola aún más cautivadora, como una amante que se entrevé a través de una cortina vaporosa. Arthas conocía esa espada; era la misma que había visto en su sueño nada más llegar a Rasganorte. La espada que no sólo no había matado a Invencible, sino que lo había traído de vuelta de la muerte sano y salvo. En aquel momento había pensado que era un buen presagio, pero ahora sabía que era una auténtica señal. Era lo que había venido a buscar. Esa espada lo cambiaría todo. Arthas la contempló embelesado mientras sufría, hasta el punto de sentir un dolor casi real, a causa de cuánto ansiaba sostenerla entre sus manos; sufría porque anhelaba aferrar la empuñadura de aquella hoja para obligarla a trazar con suavidad la trayectoria del mandoble que acabaría con Mal’Ganis. Aquello pondría punto final al tormento que asolaba al pueblo de Lordaeron y saciaría su sed de venganza. Decidido, avanzó hacia ella.
Entonces, un espíritu elemental desenvainó su helada espada.
—Date la vuelta antes de que sea demasiado tarde —le advirtió.
—¿Aún intentas proteger la espada? —gruñó Arthas, furioso y un tanto avergonzado por cómo había reaccionado ante la visión de la hojarruna.
—No —replicó aquel ser de voz retumbante—. Intento protegerte a ti de ella.
Durante un segundo, Arthas se quedó mirándolo fijamente, sorprendido. Al instante negó con la cabeza y sus ojos mostraron su determinación sin límites. Aquello sólo era un truco. Jamás renegaría de la Agonía de Escarcha; jamás renunciaría a salvar a su pueblo. No iba a creer esa burda mentira. De modo que cargó y sus hombres lo siguieron. Esas entidades cayeron sobre ellos y los atacaron con sus armas preternaturales; no obstante, Arthas centró su atención en el líder, que tenía asignada la misión de custodiar a la Agonía de Escarcha. Descargó contra el extraño guardián toda la tensión que sus esperanzas, preocupaciones, miedos y frustraciones habían ido acumulando en su fuero interno. Sus hombres hicieron lo mismo en cuanto se giraron para atacar a los demás guardianes elementales de la espada. Su martillo se alzó y cayó, destrozando la armadura de hielo al tiempo que unos gritos de ira emergían de la garganta de aquel ser. ¿Cómo se atrevían esas cosas a interponerse entre él y la Agonía de Escarcha? ¿Cómo osaban…?
Al tiempo que profería un gruñido agónico final, similar al último estertor de un hombre moribundo, el espíritu dejó caer las extremidades que hacían las veces de manos y desapareció.
Arthas permaneció en pie con la mirada fija en el infinito y jadeando. El aliento se le escapaba de los labios helados en forma de vapor. Entonces se volvió hacia el premio que tanto le había costado ganar. Todas las dudas que albergaba se esfumaron en cuanto volvió a posar los ojos sobre la espada.
—Contempla, Muradin —le dijo mientras tomaba aire, consciente de que le temblaba la voz—. He aquí la clave de nuestra salvación: Agonía de Escarcha.
—Aguarda, muchacho. —Las bruscas palabras del enano sonaron como una orden y fueron como un jarro de agua fría para Arthas.
—El príncipe parpadeó, tras despertar de su trance extático, y se giró hacia el enano.
—¿Qué? ¿Por qué? —inquirió.
Muradin contemplaba fijamente, con los ojos entornados, aquella espada que flotaba suspendida en el aire y el estrado de debajo.
—Aquí hay algo que no encaja —afirmó al tiempo que señalaba con un dedo rechoncho la hojarruna—. Ha sido demasiado fácil. Mira cómo flota iluminada por una luz que no se sabe de dónde proviene, como una flor esperando ser arrancada.
—¿Demasiado fácil? —le espetó Arthas mientras lo miraba con cara de incredulidad—. ¿Cómo puedes afirmar eso cuando te ha costado muchísimo encontrarla y hemos tenido que combatir contra esos engendros para poder hacemos con ella?
—Bah —resopló Muradin—. Sé bastante sobre este tipo de artefactos como para sospechar que aquí hay gato encerrado, como en los muelles de Bahía del Botín.
El enano profirió un suspiro con el ceño aún fruncido.
—Espera… hay una inscripción en el estrado. Déjame comprobar si soy capaz de leerla. Quizá contenga algún mensaje relevante.
Ambos avanzaron hacia la espada, Muradin para arrodillarse y examinar la inscripción, y Arthas para situarse más cerca de aquella hojarruna que tanto lo atraía. El príncipe echó un vistazo de soslayo a la inscripción que intrigaba a su mentor. No estaba escrita en ninguna lengua que él conociera; sin embargo, el enano parecía capaz de leerla, a juzgar por cómo seguía el curso de las letras con la mirada. Arthas alzó una mano para golpear el hielo que le separaba del arma; un hielo suave, resbaladizo y mortalmente frío. Sí, era hielo, aunque había algo muy extraño en él. No se trataba sólo de agua congelada. Ignoraba cómo era capaz de saberlo, pero lo sabía. Había algo muy poderoso, casi sobrenatural, en él.
Agonía de Escarcha…, pensó el príncipe.
—Ya sabía yo que reconocería esta escritura. Está escrito en kalimag, el idioma de los elementales —aseguró Muradin, quien frunció el ceño mientras leía—. Es… una advertencia.
—¿Advertencia? ¿Sobre qué?
Quizá si quebramos el hielo, dañemos de algún modo la espada, pensó Arthas. No obstante, aquel bloque de hielo sobrenatural parecía haber sido cortado de otro bloque mucho más grande. Entretanto, Muradin fue traduciendo la inscripción poco a poco, pero Arthas le escuchaba a duras penas; su atención estaba centrada en la espada.
—Quienquiera que empuñe esta hoja blandirá el poder eterno. Así como su filo desgarra la carne, su poder corrompe el espíritu.
De inmediato, el enano se puso en pie de un salto; parecía más inquieto de lo que jamás Arthas lo había visto.
—Ay, debería haberlo sabido. ¡Esa hoja está maldita! ¡Demonios! ¡Salgamos de aquí cuanto antes! —gritó Muradin.
El corazón de Arthas le dio un extraño vuelco al escuchar las palabras de Muradin. ¿Cómo podía plantear siquiera que debían marcharse? ¿Cómo iba a dejar esa espada ahí, flotando en su prisión helada, sin ser tocada, sin ser usada, cuando podría otorgarle un poder inconmensurable? No obstante, tenía que admitir que si bien la inscripción prometía el poder eterno, también advertía de que era capaz de corromper el espíritu.
—Mi espíritu ya está corrompido —afirmó Arthas.
Y así era. Había quedado marcado por la muerte innecesaria de su amado corcel, por el horror de ver a los muertos alzarse y por la traición de alguien a quien había amado; sí, había amado a Jaina Valiente: podía reconocerlo en ese momento puesto que su alma parecía presentarse desnuda ante el severo juicio de aquella espada. Había quedado marcado al verse obligado a masacrar a cientos de personas, por la necesidad de mentir a sus hombres y silenciar para siempre a los que lo cuestionaban y desobedecían. Había quedado marcado por tantas cosas. Sin duda alguna, las marcas que le iba a dejar ese poder, que le iba a permitir enmendar un mal terrible, no podían ser más profundas que las ya sufridas.
—Arthas, muchacho —le rogó Muradin con esa áspera voz tan característica—. Ya tienes bastantes cosas que afrontar como para llevar la pesada carga de una maldición sobre ti.
—¿Una maldición? —le espetó Arthas, riendo amargamente—. Con sumo gusto soportaría cualquier maldición por salvar mi patria.
Por el rabillo del ojo, el príncipe observó que Muradin se estremecía.
—Arthas, sabes que soy un enano muy pegado a la tierra, que no soy muy dado a dejarme llevar por las fantasías. Pero insisto: esto me da muy mala espina, muchacho. Déjalo estar. Olvídate de Mal’Ganis. —Deja que se le congele su culo demoníaco en estos páramos nevados. Olvida todo este asunto y guía a tus hombres de vuelta a casa.
En cuanto el enano mencionó a sus hombres, una imagen inundó la mente de Arthas repentinamente. Los vio rodeados de cientos de soldados que ya habían sucumbido ante la horrible peste. Habían muerto para alzarse como pedazos de carne putrefacta sin cerebro. ¿Qué iba a ser de ellos? ¿De sus almas, su sufrimiento y su sacrificio? Entonces otra visión ocupó el lugar de la anterior: se trataba de un enorme bloque de hielo, el mismo hielo en el que estaba encerrada la Agonía de Escarcha. Ya sabía de dónde procedía. En su día había formado parte de algo más grande y más poderoso… El hielo, junto con la hojarruna que contenía, eran un regalo del destino con el que vengar a los que habían sucumbido. Acto seguido, una voz susurró en su mente: Los muertos claman venganza.
¿Acaso la vida de un puñado de hombres era más importante que vengar el tormento sufrido por aquellos que habían caído de manera tan horrible?
—¡Al diablo con ellos! —bufó Arthas.
Esas palabras parecieron surgir como una explosión de algún lugar recóndito de su ser.
—Tengo un deber para con los muertos. Nada podrá evitar que me cobre venganza, viejo amigo —afirmó el príncipe.
Apartó la vista de la espada fugazmente y se topó con la mirada teñida de preocupación de Muradin, lo que provocó que relajara un poco el duro gesto que dibujaban sus facciones.
—Ni siquiera tú —advirtió al enano.
—Arthas… yo te enseñé a luchar. Quise ayudarte a ser un buen guerrero así como un buen rey. El buen guerrero es aquel que escoge qué batallas debe librar… y con qué armas —aseveró mientras señalaba con su rechoncho dedo índice a la Agonía de Escarcha—. Y ésa es un arma que no debes añadir a tu arsenal.
Arthas colocó ambas manos sobre el hielo que hacía las veces de vaina de la espada y acercó su rostro a sólo un centímetro de su suave superficie. Si bien seguía escuchando hablar a Muradin, lo hacía como si éste se hallara en algún lugar lejano.
—Escúchame, muchacho. Encontraremos otra forma de salvar a tus súbditos. Ahora marchémonos, regresemos a casa y busquemos esa alternativa.
Muradin se equivocaba. Simplemente, no lo entendía. Arthas tenía que hacerlo. Si se marchaba en ese preciso instante, habría fracasado una vez más, y no podía permitir que eso ocurriera. Ya había fracasado demasiadas veces.
Esta vez no sería así.
Creía en la Luz, porque podía verla y la había utilizado; también en los fantasmas y en los muertos vivientes, porque había luchado contra ellos. Pero, hasta aquel momento, la idea de que pudieran existir poderes invisibles, o que habitaran espíritus en los lugares o en las cosas, le provocaba hilaridad. Sin embargo, ahora su corazón latía desbocado, embargado por la emoción y un ansia que parecía devorarle el alma. Al instante, las palabras surgieron de sus labios como si poseyeran voluntad propia, henchidas de una espantosa determinación.
—Invoco a los espíritus de este lugar —declaró, al tiempo que su aliento se congelaba en aquel aire quieto y helado y la Agonía de Escarcha pendía en el aire a escasa distancia de él, aguardándolo—. Quienesquiera que sean, benignos o malvados, ambas cosas a la vez o ninguna, puedo percibirlos y sé que me escuchan. Estoy listo. Lo entiendo. Y les prometo que… estaré dispuesto a darlo todo, o a pagar cualquier precio, el que sea, si me ayudan a salvar a mi pueblo.
Durante un momento eterno y terrible no sucedió nada. Se le heló el aliento, se le cortó y se le volvió a helar mientras un sudor frío le salpicaba de gotitas la frente. Les había ofrecido todo cuanto tenía… ¿Acaso habían rechazado su propuesta? ¿Es que había vuelto a fracasar?
Entonces se escuchó un crujido que le hizo contener la respiración y una grieta quebró de improviso la suave superficie de hielo. Con gran celeridad ascendió, zigzagueó y se extendió hasta que Arthas prácticamente ya no pudo ver la espada que albergaba en su interior. A continuación trastabilló hacia atrás, tapándose los oídos ante el tremendo estruendo que llenó la cámara.
La urna de hielo que contenía la espada explotó. Varios fragmentos volaron por la cámara, convirtiéndose así en unos instrumentos cortantes afilados y mellados, que se hicieron añicos al impactar contra la piedra inquebrantable del suelo y las paredes. Al instante, Arthas cayó de rodillas, alzando los brazos de manera instintiva para cubrirse la cabeza, y escuchó un grito que se interrumpió bruscamente.
—¡Muradin! —llamó el príncipe.
El impacto de un témpano había impulsado al enano varios metros hacia atrás. Ahora yacía en una posición extraña sobre el frío suelo de piedra, con una lanza de hielo empalándole el tronco, del cual manaba la sangre con indolencia. Tenía los ojos cerrados y la vida parecía haberlo abandonado. Arthas se puso en pie torpemente y se acercó raudo y veloz a su viejo amigo y mentor, mientras se quitaba uno de sus guanteletes. Rodeó con un brazo aquel cuerpo inerte, colocó la mano sobre la herida, sin perderla de vista ni un segundo, mientras anhelaba que la Luz llegara para iluminarle las manos con energía sanadora y la culpa lo corroía por dentro.
Así que ése era el espantoso precio que había que pagar: la vida de un amigo. Alguien que se había preocupado por él, le había enseñado y lo había apoyado. En ese momento agachó la cabeza, con lágrimas en los ojos, y rezó.
Esta insensatez es culpa mía. Soy yo quien debe pagar el precio de esta locura. Por favor…
Entonces, como si se tratara de la caricia familiar de un amigo muy querido, la sintió llegar. La Luz lo atravesó cual rayo, reconfortante y cálida, y el príncipe reprimió un sollozo al ver de nuevo aquel resplandor envolviéndole la mano. Si bien había caído muy bajo en las simas de la ignominia, aún no era tarde para alcanzar la redención. La Luz no lo había abandonado. Lo único que tenía que hacer era absorberla, abrirle su corazón. Muradin no iba a morir. Iba a curarlo, y juntos…
Algo se agitó cerca de su nuca. No… era más bien en algún lugar recóndito de su mente. Alzó la vista con suma rapidez y…
Se quedó anonadado.
La espada, cuyas runas azules y blancas la envolvían en una luz fría y magnífica, se había liberado de su prisión para presentarse ante él. La Luz se desvaneció de la mano de Arthas cuando éste se puso en pie, prácticamente hipnotizado. La Agonía de Escarcha lo aguardaba, como una amante que necesitaba la caricia del ser deseado para alcanzar la gloria suprema.
Aquel susurro que escuchaba en lo más recóndito de su mente continuó hablándole: Éste es el sendero que debes seguir. Es de necios confiar en la Luz cuando te ha fallado en tantas ocasiones. No pudo salvar a Invencible, y ha sido incapaz de detener el inexorable avance de la peste que va a acabar con la población de tu reino. El poder, la fuerza de la Agonía de escarcha es lo único que puede hacer frente al poderío de un Señor del Terror. Muradin es sólo una baja más de esta espantosa guerra. Aunque, con un poco de suerte, su sacrificio será el último.
Arthas se puso en pie y dio varios pasos tambaleándose hacia aquella arma radiante; a continuación estiró un brazo en dirección a la espada e intentó alcanzarla con una mano temblorosa, aún húmeda por la sangre de su amigo. Entonces agarró la empuñadura y los dedos encajaron en ella perfectamente, como si estuvieran hechos el uno para el otro.
El frío lo recorrió cual relámpago de arriba abajo, estremeciéndole los brazos y extendiéndose por su cuerpo hasta llegar al corazón. Resultó doloroso por un instante y se alarmó y, de repente, se sintió genial, radiante. La Agonía de Escarcha era suya y él era suyo; la voz de la espada le hablaba, le susurraba, acariciándole la mente como si siempre hubiera estado ahí.
Profirió un grito de júbilo al tiempo que alzaba aquella arma, y la contempló maravillado y henchido de orgullo. Por fin él, Arthas Menethil, iba a poder hacer lo correcto gracias a la gloriosa Agonía de Escarcha, que ahora formaba parte de él como si fuera su mente, su corazón o su aliento. A continuación se dispuso a escuchar con suma atención los secretos que la hojarruna le revelaba.