CAPÍTULO TRECE

Tres días después, lady Jaina Valiente caminaba por las calles de lo que hasta hace poco había sido una ciudad orgullosa; la gloria del norte de Lordaeron que ahora sólo podía ser el escenario de una pesadilla.

El hedor era insoportable. Se cubrió el rostro con un pañuelo generosamente impregnado de esencia de flor de paz en un intento por filtrar parte de aquella pestilencia. Pero tan sólo tuvo éxito en parte. Fuegos que tendrían que haberse consumido por sí mismos, o haberse abatido al menos un poco por falta de combustible, continuaban ardiendo y las llamas alcanzaban gran altura. Jaina supo así que eran obra de una magia tenebrosa. La fetidez de la putrefacción se mezclaba con el olor acre del humo que le irritaba los ojos y la garganta.

Los cuerpos yacían en el lugar donde habían caído, la mayoría de ellos desarmados. Las lágrimas se acumulaban en los ojos de Jaina y se deslizaban por sus mejillas mientras avanzaba como sumida en un trance, pasando por encima de los hinchados cadáveres con sumo cuidado. Un quejido de angustia se le escapó en cuanto se percató de que Arthas y sus hombres, llevados por una extraña concepción de la compasión, no habían perdonado ni siquiera a los niños.

¿Acaso esos cadáveres que yacían inmóviles y rígidos por la muerte se habrían alzado para atacar a los vivos si Arthas no los hubiera asesinado? Tal vez. Muchos de ellos sí, seguramente. De lo que no cabía ninguna duda era de que el grano había sido distribuido y consumido. Pero ¿se habían comido todo el grano? La maga nunca lo sabría, y el príncipe, tampoco.

«Jaina, te lo vuelvo a pedir, acompáñame», le había rogado Arthas con un tono de voz apremiante, pero estaba claro que su mente se hallaba a miles de leguas de distancia. «Se ha escapado. He salvado a los habitantes de la ciudad de convertirse en sus esclavos, pero… en el último instante se ha escapado. Se encuentra en Rasganorte. Acompáñame».

Jaina cerró los ojos. No quería recordar esa conversación que había tenido lugar hacía día y medio. No quería recordar el aspecto de Arthas, lo frío, iracundo y distante que le había parecido. Ni su obsesión por atrapar a ese Señor del Terror, ¡qué era un demonio, por la Luz!, sin que le importara nada más.

Jaina tropezó con un cuerpo y sus ojos contemplaron de nuevo el horror que había desatado el hombre al que había amado… y seguía amando a pesar de todo; no sabía cómo ni por qué pero, que la Luz se apiadara de ella, Jaina seguía amando a Arthas…

«Arthas… es una trampa. Es un señor demoníaco. Si-si en Stratholme fue capaz de eludirte, sin duda alguna te derrotará en su territorio, donde será más fuerte. No vayas… por favor…».

Habría deseado lanzarse a sus brazos para obligarlo a quedarse junto a ella. Arthas no podía ir a Rasganorte; sería su fin. Y aunque el príncipe había sido el causante del fin de muchas personas, Jaina había descubierto que era incapaz de desear la muerte del príncipe.

—Esta masacre… —murmuró—. No me puedo creer que Arthas haya sido capaz de hacer esto. —Sin embargo, sabía que así era. Toda una ciudad había perecido a sus manos…

—¿Jaina? ¡Jaina Valiente!

Jaina se sobresaltó y abandonó repentinamente el desagradable trance gracias a una voz familiar que pertenecía a… Uther. Una extraña sensación de alivio la invadió al volverse en la dirección de la que provenía el saludo. El anciano paladín siempre la había intimidado un poco; era tan grande y poderoso y… bueno… estaba ligado de un modo tan íntimo a la Luz. Recordó con una incongruente punzada de culpa que ella y Arthas se habían burlado en su juventud de la santurronería de Uther. Para ellos aquella devoción rozaba lo pomposo y lo mojigato y les había resultado muy sencillo reírse del caballero a sus espaldas. Era un blanco fácil. Sin embargo, hacía tres atroces días, ella y Uther se habían enfrentado a Arthas.

«Juraste que nunca renegarías de mí, Jaina», la había acusado Arthas con un tono de voz hiriente como la gélida hoja de un cuchillo. «Pero cuando más he necesitado tu apoyo, tu comprensión, te has vuelto en mi contra».

«Yo no… tú… eh… Arthas, no sabíamos bastante como para…».

«Y ahora, además, te niegas a ayudarme. Parto a Rasganorte, Jaina. Sabes que me gustaría tenerte a mi lado para que me ayudes a detener el mal. Entonces, ¿por qué no quieres acompañarme?».

Jaina hizo una mueca de disgusto. Uther se percató de ello, pero no dijo nada. Iba ataviado con una armadura que lo cubría por entero a pesar del calor causado por esos fuegos que ardían de manera antinatural. Se acercó con celeridad a la maga. En aquel momento, su gran estatura e imponente presencia transmitían a Jaina una sensación de fuerza y solidez en vez de intimidación. El viejo paladín no la abrazó, sino que la cogió con delicadeza de los brazos con la intención de hacerle sentirse cómoda.

—Supuse que te encontraría aquí. ¿Adónde ha ido, muchacha? ¿Adónde se ha llevado Arthas la flota?

—¿La flota? —inquirió Jaina, abriendo los ojos exageradamente.

—Ha asumido el mando de toda la flota de Lordaeron y ha partido con ella. Sólo sabemos que ha enviado un breve mensaje a su padre al respecto, aunque ignoramos por qué lo han obedecido sin haber recibido órdenes directas de sus comandantes —aseguró Uther, aunque más que hablar parecía que gruñía.

—Porque es su príncipe. Porque adoran a Arthas. Además, no saben qué ha pasado… aquí —respondió Jaina, esbozando una triste sonrisa.

Una punzada de dolor atravesó las duras facciones de Uther y el paladín asintió.

—Sí —replicó él con voz queda—. Siempre ha tratado bien a los hombres que le han servido. Saben que se preocupa realmente por ellos, darían su vida por él.

Aquellas palabras estaban teñidas de pesar. Eran ciertas, ya que en su momento Arthas se había merecido contar con una devoción incondicional.

«Y ahora te niegas a ayudarme…».

Uther la zarandeó ligeramente, trayéndola de vuelta al presente.

—¿Sabes adónde ha podido llevar a la flota, hija mía?

Jaina inspiró profundamente y contestó:

—Vino a hablar conmigo antes de partir. Le rogué que no se marchara. Le dije que me parecía que se encaminaba directo a una trampa…

—¿Adónde…? —insistió Uther, inflexible.

—A Rasganorte. Ha ido a Rasganorte a dar caza a Mal’Ganis, el señor demoníaco responsable de la peste. A quien no pudo derrotar… aquí.

—¿Un señor demoníaco? ¡Maldito sea ese crío! —explotó Uther. El exabrupto sobresaltó a Jaina—. He de informar a Terenas.

—Intenté detenerlo —reiteró Jaina—. Entonces… él… —Con un gesto señaló en vano al número casi inconcebible de muertos que les hacían compañía en silencio. Se preguntó por enésima vez si podría haber hecho algo más para impedir aquello; si de haber dado con las palabras adecuadas para conmover a Arthas, habría podido persuadirlo—. Pero fracasé.

Te he fallado, Arthas. He fallado a toda esta gente… Me he fallado a mí misma, pensó Jaina.

La pesada mano enguantada de Uther se posó sobre el esbelto hombro de la maga y entonces el paladín le dijo:

—No seas tan dura contigo misma, muchacha.

—¿Tan obvio resulta que me siento responsable? —comentó, sonriendo con desgana.

—Cualquiera que albergue una migaja de compasión en su corazón se preguntaría lo mismo que tú, lo mismo que yo.

Jaina alzó la mirada, sorprendida por la confesión que acababa de escuchar.

—¿Tú también? —le interrogó Jaina.

El viejo paladín asintió; tenía los ojos inyectados en sangre a causa de la fatiga, y en las profundidades de su mirada Jaina detectó un sufrimiento tan tremendo que conmovió a Jaina.

—No podía luchar contra él, puesto que sigue siendo mi príncipe. Pero no puedo evitar preguntarme… si podría haberme interpuesto en su camino. Si podría haber dicho o hecho algo más. —Uther suspiró y negó con la cabeza—. Tal vez sí, o tal vez no. Pero el pasado, pasado está, y las decisiones que tomé no pueden deshacerse. Los dos debemos mirar al futuro, Jaina Valiente. Tú no has tenido nada que ver con esta… masacre. Gracias por informarme de su paradero.

—Me siento como si le hubiera vuelto a traicionar —confesó la maga mientras bajaba la cabeza.

—Jaina, quizá le hayas salvado… y no sólo a él sino a todos los hombres que lo acompañan y que ignoran en qué se ha convertido.

Jaina se sobresaltó ante las palabras que había escogido el paladín y le miró a los ojos fijamente.

—¿En qué se ha convertido? ¡Sigue siendo Arthas, Uther!

La mirada del anciano reflejaba una angustia insondable.

—Sí, lo es. Pero ha tomado una decisión espantosa… cuyas consecuencias aún no alcanzamos a prever. No sé si podrá desandar el camino que ha empezado a recorrer —reflexionó Uther mientras se giraba y observaba los cadáveres—. Ahora sabemos que los muertos pueden alzarse de la muerte para llevar una existencia que no puede calificarse como vida y que los demonios existen realmente. Me pregunto si existirán también otros fenómenos que creíamos que sólo habitaban en el territorio del mito, como pueden ser los fantasmas. Si es así, nuestro príncipe camina directo hacia las fauces del mayor de los espantos.

El anciano paladín hizo una reverencia ante ella y añadió:

—Aléjate de este lugar, mi señora.

—No, aún no estoy preparada —contestó la maga negando con la cabeza.

Uther intentó descifrar la mirada de la maga y, acto seguido, asintió y respondió:

—Como quieras. Que la Luz te ampare, Lady Jaina Valiente.

—Y a ti, Uther el Iluminado.

La maga sonrió lo mejor que pudo y observó al paladín alejarse poco a poco. Sin duda alguna, Arthas consideraría que le había traicionado de nuevo, pero si de ese modo lograba salvarle la vida, Jaina podría vivir con ello.

El hedor comenzaba a superar los límites que su testarudez le permitía soportar. Aun así, Jaina se detuvo para echar un vistazo rápido a su alrededor. Una parte de ella se preguntaba por qué se hallaba en aquel lugar; la otra conocía la respuesta. Se encontraba allí para que aquellas imágenes quedaran grabadas a fuego en su mente, para entender la verdadera gravedad de lo que había sucedido. Nunca, jamás debía olvidarlo. Si bien desconocía si Arthas podría desandar o no el camino elegido, sí sabía que lo que allí había ocurrido no debería convertirse jamás en una mera nota a pie de página en los libros de historia.

En ese momento, un cuervo descendió lentamente del cielo. Sintió ganas de echar a correr para espantarlo y proteger así los cadáveres destrozados de aquellos desdichados; pero aquel pájaro sólo hacía lo que su naturaleza le dictaba. No poseía una conciencia que le indicara que lo que estaba haciendo era ofensivo para la sensibilidad del ser humano. Jaina observó al cuervo un instante y, entonces, no pudo creer lo que veían sus ojos.

El ave comenzó a difuminarse, a cambiar y crecer, de modo que, donde momentos antes se había posado un carroñero, se alzaba un hombre. La maga se quedó boquiabierta al reconocerlo: era el mismo profeta al que había visto en dos ocasiones.

—¡Tú!

El hombre inclinó la cabeza y le obsequió con una extraña sonrisa con la que le dijo sin pronunciar palabra: Yo también te reconozco. Era la tercera vez que veía a esa mujer: la primera cuando había intentado convencer a Antonidas y la segunda cuando se había acercado a Arthas. En ambas situaciones, la maga se había ocultado bajo un hechizo de invisibilidad; no obstante, resultaba obvio que aquel conjuro no había servido para nada.

—Si bien la muerte podrá permanecer aletargada en estas tierras de momento, no te dejes engañar: tu príncipe sólo hallará muerte en el frío norte.

Aquellas palabras que le esperó sin miramientos hicieron que Jaina se estremeciera.

—Arthas sólo hace lo que considera correcto —replicó la maga.

Jaina decía la verdad. Fueran cuales fuesen los defectos de Arthas, éste había sido totalmente sincero al afirmar que, desde su punto de vista, purgar Stratholme era la única opción válida para acabar con la peste.

Esa contestación pareció suavizar la agresividad que anidaba en la mirada del profeta.

—Lo cual es encomiable —afirmó el profeta—, pero se deja llevar por las pasiones y eso lo condenará. Ahora todo depende de ti, joven hechicera.

—¿Cómo? ¿De mí?

—Antonidas no me escuchó. Terenas y Arthas, tampoco. Tanto los reyes de los hombres como los maestros de la magia han dado la espalda al verdadero entendimiento. Sin embargo, creo que tú no lo harás.

El aura de poder que envolvía a aquel hombre era evidente. Jaina casi podía verla girando en torno a él, embriagadora e intensa. El profeta se acercó más a la maga y apoyó una mano sobre el hombro de Jaina, que le miró con ojos confusos.

—Tú debes llevar a tu gente al oeste, a las antiguas tierras de Kalimdor. Sólo allí podrán combatir con las sombras y salvar este mundo de las llamas.

Jaina miró al profeta a los ojos y supo que decía la verdad. No la estaba controlando, ni obligando; si no que Jaina sabía, en lo más hondo de su corazón, que lo que el hombre decía era verdad.

—Ha… —acertó a decir mientras tragaba saliva con dificultad. Guardó silencio y contempló por última vez el holocausto que había causado el hombre al que había amado y aún amaba; y por fin asintió—. Haré lo que me pidas.

Entretanto, que Arthas cumpla el destino que ha escogido. No tengo otra opción, pensó la maga.

—Llevará tiempo reunirlos a todos y convencerles de que han de creerme —comentó Jaina.

—No creo que dispongan de ese tiempo. Ya se ha desperdiciado demasiado —observó el profeta.

Jaina alzó el mentón y dijo:

—He de intentarlo. Si sabes tanto sobre mí, seguro que ya sabes que nunca me rindo.

El hombre cuervo sonrió y dio la sensación de que se relajó un poco al escuchar esa respuesta. Además, Jaina recibió una palmada afectuosa en el hombro.

—Haz lo que creas que debes hacer, pero no te retrases demasiado. La arena del reloj se acaba con rapidez, y cualquier retraso podría resultar fatal.

La maga asintió sin pronunciar palabra; estaba demasiado sobrecogida para hablar. Había tanta gente a la que debía informar; entre ellos, el jefe de Antonidas. Si había en el mundo a quien los magos prestarían atención, sería a ella. Jaina hablaría en nombre de aquellos muertos y ofrecería su testimonio como testigo. Hablaría de aquella muerte que había tenido lugar porque habían creído estúpidamente que no era necesario retirarse a Kalimdor.

La silueta del profeta menguó y cambió de forma. Se convirtió de nuevo en la de un pájaro negro que ascendió a gran velocidad hacia el cielo con un poderoso batir de alas. De algún modo, en cuanto le pasó rozando la cara, Jaina percibió que el aire que desplazaron esas alas negras no olía a carrona, ni a humo, ni a muerte. Olía a aire limpio y fresco.

A esperanza.