CAPÍTULO VEINTITRÉS

Rasganorte. Arthas tenía la extraña sensación de estar volviendo a casa. A medida que la costa se hizo visible, Arthas recordó la primera vez que llegó a aquel lugar, con el corazón henchido de dolor por la traición de Jaina y Uther, y por lo que se había visto obligado a hacer en Stratholme. Habían pasado tantas cosas que parecía haber transcurrido una eternidad desde que, sediento de venganza, vino a este páramo de hielo con la intención de matar al señor demoníaco responsable de convertir a su pueblo en muertos vivientes. Ahora, Arthas controlaba a esos muertos y se había aliado con Kel’Thuzad.

Qué extraños giros e ironías tiene el destino.

La primera vez sintió el frío que reinaba en aquel lugar; esta vez, no. Tampoco lo notaban los hombres que le habían seguido lealmente hasta allí, pues el hecho de haber muerto les impedía percibir tales sensaciones. Sólo los nigromantes humanos se abrigaban para protegerse del viento gélido que suspiraba y gemía, y de la nieve que comenzó a caer con suavidad mientras echaban anclas y desembarcaban.

Arthas se desplazó con rigidez del bote a la orilla. Si bien no sentía el frío que dominaba aquel reino helado, sus poderes y su cuerpo, estaban muy debilitados. En cuanto puso pie en tierra, sintió la presencia del Rey Exánime. Ya no escuchaba su voz en su mente, ya no le hablaba a través de la Agonía de Escarcha, aunque el tenue resplandor de la hojarruna pareció intensificarse un poco. No; Arthas percibía la presencia de su amo ahí mismo, como nunca antes la había sentido. Eso no era lo único que sentía, ya que una desconcertante sensación de amenaza reinaba por doquier.

Se volvió para observar a aquellos seres que lo habían seguido hasta la orilla: necrófagos, espectros, fantasmas, abominaciones y nigromantes.

—¡Hemos de apresurarnos! —gritó—. Algo amenaza al Rey Exánime. Debemos alcanzar la Corona de Hielo cuanto antes.

—¡Mi señor! —gritó uno de los nigromantes, señalando hacia un punto.

Arthas se giró y desenvainó a la Agonía de Escarcha.

A través del velo que conformaba la nieve, pudo ver unas siluetas de un color dorado y rojizo flotando en el aire. A medida que se acercaban, el caballero de la muerte fue entornando los ojos, presa de una mezcla de sorpresa e ira, al reconocer a aquellas criaturas y darse cuenta de quiénes debían de ser sus amos.

Se trataba de dracohalcones. Se quedó anonadado. Había exterminado a todos los altos elfos. ¿Acaso algunos de ellos habían sobrevivido y se habían reagrupado? En tal caso, ¿cómo era posible que supieran adónde se dirigía y estuvieran esperándole ahí para combatirle? Una sonrisa fue dibujándose lentamente en sus apuestas facciones y no pudo evitar sentir cierta admiración por ellos.

Los dracohalcones se aproximaron. Arthas alzó a la Agonía de escarcha a modo de saludo.

—He de admitir —dijo a voz en grito— que estoy sorprendido de encontrarme aquí con los quel’dorei. Creía que este frío le resultaba demasiado desagradable a una gente tan delicada.

—¡Príncipe Arthas! —Aquella llamada provenía de uno de los jinetes, cuya montura volaba por encima del caballero de la muerte. Con una voz clara, vibrante y potente, el jinete añadió—: Ante ti no tienes a los quel’dorei, sino a los sin’dorei, ¡los elfos de sangre! Hemos jurado vengar a los caídos de Quel’Thalas. Esta tierra muerta… ¡será purgada! Esos engendros repugnantes que has creado descansarán en paz como es debido. Y tú, asesino, al fin recibirás tu justo castigo.

Al principio, le resultó divertido. Su enemigo era bastante numeroso y Arthas supuso que tal vez se hallaba ante los últimos miembros de una raza prácticamente extinta. ¿Habían venido hasta aquel páramo sólo para cobrarse venganza? Pero su suficiencia enseguida se transformó en irritación. A pesar de encontrarse muy débil y fatigado, bramó, dejándose llevar por la ira:

—¡Rasganorte pertenece a la Plaga, a la que pronto te unirás, elfo! ¡Habéis cometido un terrible error al venir aquí!

Más dracohalcones hicieron acto de presencia, acompañados de guardias forestales que avanzaban a pie. Las flechas surcaron el cielo, tantas como copos de nieve caían del cielo, acribillando a los no-muertos mientras éstos cargaban contra el enemigo. Sin embargo, la mayoría no cayó; las flechas, siempre que no atravesaran alguna parte vital, no suponían ningún problema para ellos.

Arthas ni siquiera se molestó en montar a lomos de Invencible para abalanzarse sobre el enemigo. La Agonía de Escarcha estaba hambrienta; pareció recuperar fuerzas y energía, al igual que el propio caballero de la muerte, con cada una de las flamantes almas que consumía. En el fragor de la batalla, Arthas escuchó una voz profunda y gélida como la misma Rasganorte, que provenía de una colina que se alzaba sobre ellos.

—¡Adelante! ¡Por la Plaga! ¡Matadlos en nombre de Ner’zhul! —vociferó el caballero de la muerte.

A pesar de todo cuanto había visto y hecho, Arthas sintió un gélido escalofrío al escuchar aquella voz fría como un hueso. Se arriesgó a alzar la vista fugazmente y abrió los ojos como platos, estupefacto ante lo que vio.

¡Eran nerubianos! Por supuesto, ésta era su tierra natal. El corazón le dio un vuelco al verlos avanzar. Podía distinguir sus siluetas a través del velo que conformaba la nieve, así como la perturbadora y familiar velocidad con la que esos seres arácnidos se lanzaron sobre su presa. Arthas reconocía su mérito a los sin’dorei, que luchaban con valentía; sin embargo, la Plaga los superaba en número, y el caballero de la muerte pronto se vio rodeado de un mar de cadáveres vestidos de rojo y oro. Alzó una mano, y, uno por uno, los elfos muertos se estremecieron y se pusieron en pie tambaleándose, con la mirada vidriosa.

—He aquí más soldados al servicio de aquél a quien servimos —aseveró Arthas, cuya mirada se posó sobre el líder de los nerubianos.

El caballero de la muerte era mucho más grande que sus esbirros, entre los cuales destacaba mientras se desplazaban con una facilidad inaudita por aquel paisaje cubierto de nieve. Se movía entre ellos como el rey que era, con resolución y precisión.

Trató de encontrar algún rasgo familiar en ese ser tan increíblemente extraño; a los ojos de un humano, Anub’arak parecía un cruce entre un escarabajo y los otros nerubianos de aspecto más arácnido que comandaba. Arthas se percató de que había dado un paso hacia atrás sin darse cuenta, así que se obligó a no moverse ni un ápice de donde estaba mientras aquella criatura se aproximaba.

En cuanto ese engendro absolutamente terrorífico se plantó ante él, se alzó amenazante y lo miró con sus múltiples ojos. Entonces Arthas se dispuso a… saludar a su aliado y habló, procurando mantener la calma.

—Gracias por la ayuda, mi poderoso señor.

Aquella criatura ladeó la cabeza, y sus mandíbulas chasquearon levemente al hablar en ese tono grave y sepulcral que tanto inquietaba a Arthas.

—El Rey Exánime me envía para apoyarte, caballero de la muerte. Soy Anub’arak, antiguo rey de Azjol-Nerub. ¿Dónde está el otro?

Acto seguido se irguió sobre sus patas traseras y miró a su alrededor buscando a alguien.

—¿Otro?

—Me refiero a Kel’Thuzad —aclaró Anub’arak con esa voz reverberante, una mezcla entre un silbido y un suspiro, que volvió a retumbar estruendosamente.

Se agachó y observó a Arthas con sus múltiples ojos.

—Le conozco. Conocí y me presenté a Kel’Thuzad cuando vino a servir al Rey Exánime, como te saludo y me presento ante ti ahora.

Arthas se preguntó si Kel’Thuzad se habría sentido tan inquieto como él cuando conoció a este no-muerto, este rey arácnido de una antigua raza. Seguro que sí, se dijo. Cualquiera se sentiría así.

—Tu pueblo formó parte de nuestras filas la primera vez que atacamos a estos elfos y vuestra aportación nos vino francamente bien —señaló el caballero de la muerte mientras contemplaba de nuevo a los sin’dorei caídos. Arthas se alegraba de que el «pueblo» de Anub’arak apoyara a su bando—. Y vuelvo a recibir vuestra ayuda con sumo gusto. No obstante, no tenemos tiempo para andarnos con cortesías. Como el Rey Exánime te ha enviado, supongo que serás consciente de que se encuentra en peligro. Debemos llegar a la Corona de Hielo cuanto antes.

—Efectivamente —replicó Anub’arak con su atronadora voz, tras lo cual meneó aquella cabeza temible y cambió de postura al tiempo que extendía dos de sus patas delanteras—. Reuniré al resto de mi gente y marcharemos juntos a proteger a nuestro señor.

La enorme criatura se alejó rodeada de su gran aura de autoridad, con objeto de convocar a sus obedientes súbditos, que corrieron hacia él ansiosos. Arthas reprimió un escalofrío y le propinó un ligero puntapié al cadáver de un elfo caído. Como lo habían descuartizado, estaba demasiado destrozado para ser útil.

—Estos elfos son patéticos. No me extraña que destruyéramos su país con tanta facilidad.

—Lástima que no estuviera ahí para detenerte. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, Arthas.

Aquella voz era melodiosa, suave y culta… y estaba cargada de odio. El caballero de la muerte se volvió en cuanto la reconoció; le sorprendía y a la vez le regocijaba encontrarse con su dueño en ese lugar. Qué giros inesperados e ironías nos depara el destino.

—Príncipe Kael’thas —repuso Arthas sonriendo.

El elfo permaneció a unos metros de distancia, mientras el fulgor del hechizo de teletransportación se desvanecía. Parecía no haber envejecido ni un ápice: tenía exactamente el mismo aspecto que Arthas recordaba. No, exactamente no. Sus ojos azules brillaban con el fuego de la ira contenida. No se trataba de la misma rabia que había visto dibujada en su semblante en su último encuentro, sino de una furia gélida cuyas raíces eran muy profundas. Y ya no vestía de púrpura y azul como los Kirin Tor, sino con los tonos carmesí tradicionales de su pueblo.

—Arthas Menethil —dijo el elfo, omitiendo su título de forma consciente. Era evidente que pretendía desairarlo, aunque Arthas no se sintió ofendido. Sabía muy bien qué título se merecía y, muy pronto, ese principito también lo sabría—. Siento ganas de escupir cada vez que pronuncio tu nombre, pero no merece la pena.

—¡Ah, Kael! —replicó Arthas sin dejar de sonreír—. Hasta tus insultos son innecesariamente enrevesados. Me alegra ver que no has cambiado, que sigues siendo tan inútil como siempre. Lo cual me lleva a preguntarme… ¿Por qué no estabas en Quel’Thalas cuando atacamos? ¿Te sientes satisfecho por haber permitido que otras personas murieran en tu nombre mientras disfrutabas de las comodidades y la seguridad de la Ciudadela Violeta? Por cierto, creo que no podrás volver a disfrutar del confort de la ciudad de los magos.

Kael’thas apretó los dientes con fuerza y entrecerró los ojos.

—Lo reconozco. Debería haber estado allí. Sin embargo, me hallaba en otro lugar tratando de ayudar a los seres humanos a luchar contra la Plaga; la Plaga con la que destruiste a tu propio pueblo. Tal vez a ti no te preocupen tus súbditos, pero a mí sí me importan los míos. He perdido tanto… demasiado, por culpa de los seres humanos. Ya sólo lucho en nombre de los elfos, de los sin’dorei, los hijos de la sangre. Pagarás por lo que hiciste, Arthas. ¡Lo pagarás con creces!

—Casi estoy disfrutando de esta charla, ¿sabes? Ha pasado tanto tiempo, ¿verdad? No nos habíamos visto desde que… —El caballero de la muerte dejó la frase inconclusa y se percató de que el príncipe elfo sufría un leve espasmo cerca del ojo.

Sí; Kael’thas lo recordaba. Recordaba haberse tropezado con Jaina y Arthas enzarzados en un apasionado beso. Aquel recuerdo también perturbó al caballero de la muerte fugazmente, de modo que el placer que sentía al infligir ese tormento a Kael’thas se vio atenuado.

—Sin embargo, he de decir que estoy bastante decepcionado con estos elfos que lideras. Esperaba que fueran un reto mayor. Tal vez maté a todos los que merecían la pena en Quel’Thalas —añadió Arthas.

Pero Kael no mordió el anzuelo.

—Sólo te has enfrentado a una avanzadilla. No te preocupes, Arthas, pronto te verás ante un auténtico reto. Te aseguro que derrotar al ejército de Lord Illidan te resultará mucho más difícil —afirmó el príncipe, esbozando una sonrisa con sus labios carnosos mientras el caballero de la muerte se sobresaltaba al escuchar aquel nombre.

—¿Illidan es el responsable de esta invasión?

Maldita sea. Más me hubiera valido haber matado a Tichondrius yo mismo, en lugar de involucrar a los kaldorei en el plan. Sabía que Illidan era un ser ávido de poder, pero nunca me imaginé que el elfo de la noche pudiera llegar a convertirse en una amenaza tan grande, pensó el caballero de la muerte.

—Así es. Nuestras fuerzas son inconmensurables, Arthas —le respondió. Esta vez, su voz sedosa estaba teñida de deleite. Aquella rata estaba saboreando el momento—. Mientras hablamos, se dirigen al Glaciar Corona de Hielo. No lograrás llegar a tiempo para salvar a tu querido Rey Exánime. Considéralo como el tributo que has de pagar por lo de Quel’Thalas… y otros insultos.

—¿Otros insultos? —replicó Arthas con una sonrisa—. Tal vez debería darte detalles de esos otros insultos. ¿Quieres que te cuente qué sentía al estrecharla entre mis brazos, al paladear su sabor, al escucharla gritar mi…?

Entonces el dolor regresó con más intensidad que nunca.

Arthas cayó de rodillas. Y lo vio todo rojo. De nuevo contempló al Rey Exánime (o Ner’zhul, como recordaba que lo había llamado Anub’arak) atrapado en esa prisión de hielo.

—¡Apresúrate! —urgió el Rey Exánime—. ¡Mis enemigos se acercan! ¡Apenas nos queda tiempo para remediar esto!

—¿Te encuentras bien, caballero de la muerte?

Arthas parpadeó y, acto seguido, se encontró mirando a la cara (si se la podía llamar así) de Anub’arak. Una de las largas patas del arácnido estaba extendida hacia él; era su forma de ofrecerle ayuda para incorporarse. Dudó, pero se encontraba demasiado débil para ponerse en pie por sí solo. Armándose de valor, se agarró a aquella pata y se levantó. Era como un palo al tacto, estaba seca y parecía… momificada. Se soltó en cuanto pudo permanecer en pie por sí solo.

—Mis poderes menguan, pero me recuperaré —contestó, al tiempo que tomaba aliento y miraba a su alrededor—. ¿Dónde está Kael’thas?

—Ha huido —respondió el arácnido con una voz fría como una piedra henchida de desagrado—. Empleó su magia para teletransportarse antes de que pudiéramos despedazarlo.

Una vez más, había recurrido a ese cobarde truco de mago de la teletransportación. Si los nigromantes de Arthas fueran capaces de hacer tal cosa, el Rey Exánime no correría ningún peligro. El caballero de la muerte recordó los otros cadáveres, y sabía que, sin duda alguna, ése habría sido el destino de Kael’thas si no hubiera recurrido a ese truco barato.

—Odio tener que reconocerlo, pero ese maldito elfo tenía razón —aseguró, mientras se volvía hacia su intimidante aliado—. Anub’arak… he tenido otra visión sobre el Rey Exánime: se enfrenta a un peligro inmediato. Illidan y Kael’thas se aproximan. ¡No podremos llegar al glaciar a tiempo!

He fracasado…

Anub’arak no parecía en absoluto preocupado.

—Por tierra, tal vez no —reflexionó aquella criatura colosal—. Si bien es un viaje largo y arduo… no nos queda otra alternativa, caballero de la muerte. El antiguo reino devastado de Azjol-Nerub se encuentra en las profundidades de esta tierra. Durante muchos años goberné ese reino. Conozco sus caminos y pasadizos secretos. A pesar de que ahora atraviesa una época tenebrosa, podría proporcionarnos un atajo hacia el glaciar.

Arthas alzó la vista. Si pudieran volar como un cuervo, no sería un viaje largo. Pero si tenían que atravesar el hielo y las montañas que se erguían ante ellos…

—¿Estás seguro de que podemos llegar al glaciar a través de esos túneles? —inquirió.

—En este mundo no hay nada seguro, caballero de la muerte —contestó el nerubiano, y, por un momento, le dio la impresión de que estaba sonriendo—. Correremos mucho peligro en las ruinas. Pero merece la pena correr el riesgo.

Atraviesa una época tenebrosa. Una frase curiosa en labios de un antiguo señor arácnido muerto. Arthas se preguntó qué significaría eso.

Estaba a punto de averiguarlo.

Anub’arak y sus súbditos partieron hacia el norte, avanzando a buen ritmo. Arthas y sus seguidores de la Plaga los siguieron en cuanto dejaron el océano atrás. El sol se desplazó veloz en el cielo oscuro, hasta rozar el horizonte. Una larga noche se aproximaba. Sin detener la marcha, Arthas envió a algunos de sus guerreros a recoger todas las ramas de árboles y palos que pudieran; tendrían que quemar muchas antorchas para atravesar aquel peligroso reino subterráneo.

Después de varias horas de progresar muy lentamente (los no-muertos no podían sentir el frío, pero el viento y la nieve ralentizaban su paso), Arthas se dio cuenta de que, a pesar de las palabras irónicas de Anub’arak, una cosa era segura. Nunca habría llegado a tiempo de salvar al Rey Exánime (y, por tanto, salvarse a sí mismo) si hubiera realizado aquel viaje por la superficie. Al final, era el instinto de supervivencia lo que le impulsaba con tanta fuerza a seguir adelante. El Rey Exánime lo había encontrado en su día, lo había transformado en quien era. Le había concedido un gran poder. Arthas lo sabía y se sentía agradecido, pero aquello no tenía nada que ver con la lealtad, ni con que estuviera en deuda con el Rey Exánime. Si ese ser de poder excepcional era asesinado, sin duda alguna, Arthas sería el próximo en caer, y, como le había dicho a Uther en su momento, tenía intención de vivir eternamente.

Por fin, llegaron a las puertas que buscaban. Estaban tan cubiertas de hielo y nieve que Arthas no las reconoció de inmediato. Anub’arak se detuvo, se irguió y estiró dos de sus ocho patas para señalar lo que se encontraba delante de ellos.

Unas piedras curvas que recordaban a unas hoces (o a las patas de un insecto, se dijo Arthas) sobresalían y sus puntas se entrelazaban hasta formar una especie de túnel simbólico. Más adelante se podían distinguir las puertas. Había una araña gigante tallada sobre ellas. Arthas esbozó un rictus de disgusto, pero entonces evocó las estatuas que poblaban Ventormenta. ¿Acaso aquélla era distinta? Tras cruzar la entrada del «túnel» y las puertas, llegaron al corazón de lo que parecía ser un iceberg. Por un momento, sólo por un momento, Arthas contempló la silenciosa y enorme figura de Anub’arak, pensó en cómo atrapan las arañas a las moscas, y se preguntó si estaría haciendo lo correcto.

—He aquí la entrada a un otrora poderoso y antiguo lugar —indicó Anub’arak—. Yo era su señor, y mis órdenes eran obedecidas sin ser jamás cuestionadas. Era fuerte y poderoso, y no me inclinaba ante nadie. Pero las cosas cambian. Ahora sirvo al Rey Exánime, y es mi deber defenderlo.

Arthas recordó brevemente lo indignado que se había sentido cuando surgió la peste, su ardiente necesidad de venganza… la mirada de su padre cuando la Agonía de Escarcha consumió su alma.

—Cierto. Las cosas cambian —musitó el caballero de la muerte—. Pero no hay tiempo para la nostalgia.

Se volvió a su nuevo y extraño aliado, sonrió fríamente y añadió:

—Descendamos.