CAPÍTULO DOS
Arthas se sentía frustrado.
Pensaba que en cuanto se corriera la voz sobre los crímenes de los orcos, por fin comenzaría su adiestramiento en serio; quizá junto a Varian, su nuevo amigo del alma. Pero ocurrió justo lo contrario. La guerra contra la Horda tuvo como consecuencia que todo aquel que fuera capaz de empuñar una espada se uniera al ejército, hasta el más humilde maestro herrero. Varian se apiadó de su joven homólogo e hizo lo que pudo por animar a su desconsolado amigo durante un tiempo hasta que al fin, un día, tras lanzar un suspiro y mirarlo con cierta lástima, le dijo:
—Arthas, no te lo tomes a mal, pero…
—Pero soy insoportable.
Varian hizo un mohín. Ambos se hallaban en la armería, donde combatían ataviados con yelmos, petos de cuero y espadas de entrenamiento de madera.
Varian se acercó al estante, donde dejó colgada la espada, y se quitó el yelmo mientras realizaba esta observación:
—Me sorprende que seas tan rápido y atlético.
Arthas se enfurruñó. Conocía a Varian lo bastante bien para saber que el príncipe intentaba quitarle hierro al asunto. Hizo lo mismo que su amigo: colgó su espada y se quitó el equipo de protección, pero con una actitud bastante hosca.
—En la Ciudad de Ventormenta empezábamos a entrenar cuando éramos bastante niños. A tu edad, yo ya tenía mi propia armadura diseñada específicamente para mí.
—No eches más sal en la herida —rezongó Arthas.
—Perdona —replicó Varian mientras le sonreía, a lo que Arthas respondió esbozando una pequeña sonrisa de mala gana.
A pesar de que su primer encuentro había resultado un tanto violento en el plano emocional y había estado teñido de tristeza, Arthas había descubierto que Varian tenía una voluntad de hierro y una visión bastante optimista de la vida en general.
—Me pregunto por qué tu padre no hizo lo mismo contigo.
Arthas sabía la respuesta.
—Porque intenta protegerme.
Varian adoptó una actitud más seria cuando colgaba su peto de cuero y añadió:
—Mi padre también intentaba protegerme, pero no sirvió de nada. La realidad de la vida acaba imponiéndose a nuestros deseos.
Entonces se giró, miró a Arthas y le advirtió de lo siguiente:
—Me adiestraron para luchar, no para enseñar a luchar. Podría lastimarte.
Arthas se ruborizó. A Varian no se le había ocurrido siquiera sugerir que Arthas podría lastimarlo a él. El príncipe de Ventormenta se dio cuenta de que acababa de meter la pata con su comentario y decidió darle una palmadita en el hombro mientras hacía este comentario:
—Mira, cuando acabe la guerra y podamos volver a tener un adiestrador adecuado, iré contigo a hablar con el rey Terenas. Estoy seguro de que entonces, en menos que canta un gallo, me estarás dando una buena paliza.
La guerra acabó y la Alianza resultó victoriosa. El líder de la Horda, el otrora poderoso Orgrim Martillo Maldito, había sido llevado hasta Ciudad Capital encadenado. Ver cómo aquel poderoso orco era humillado al ser exhibido por las calles de Lordaeron había causado una honda impresión tanto en Arthas como en Varian. El teniente Turalyon, el joven paladín que había derrotado a Martillo Maldito después de que el orco hubiera asesinado al noble Anduin Lothar, se había mostrado muy compasivo con la bestia al perdonarle la vida. Terenas, que en el fondo era un hombre muy piadoso, respetó esa decisión y prohibió que se atacara a aquella criatura. Si bien es cierto que hubo muchas protestas y quejas en un principio, en cuanto vieron que el orco que los había aterrorizado durante tanto tiempo desfilaba indefenso por la ciudad mientras era objeto de burla y escarnio, éstas se acallaron y la moral del pueblo subió como la espuma. En cualquier caso, Orgrim Martillo Maldito nunca sufriría ningún daño mientras se hallara bajo la protección del monarca.
Aquélla fue la única vez que Arthas vio a Varian dominado por el odio, aunque sabía que no podía reprochárselo. Si los orcos hubieran asesinado a Terenas y a Uther, daba por sentado que también querría escupir a esas horrendas cosas verdes.
Deberían matarlo —gruño Varian con los ojos encendidos de rabia mientras miraba desde los parapetos cómo Martillo Maldito se dirigía a palacio—. Y ojalá pudiera ser yo quien lo asesinara.
—Lo llevan a Entrañas —señaló Arthas.
No se sabe muy bien cómo acabaron apodando así al conjunto formado por las antiguas criptas, mazmorras, alcantarillas y laberínticas callejuelas reales que se encontraban en las profundidades de la tierra, justo debajo del palacio. Entrañas era tenebrosa, fría, húmeda y mugrienta; allí sólo habitaban los prisioneros o los muertos, aunque los más pobres de aquellas tierras siempre se las arreglaban para encontrar la manera de entrar allí. Si uno carecía de un hogar, era mejor vivir en Entrañas que quedarse a la intemperie y morir congelado, e incluso Arthas sabía que si uno necesitaba algo… que no fuera del todo legal, tenía que ir allí para conseguirlo. De vez en cuando los guardias bajaban y realizaban una redad en un desesperado pero vano intento de limpiar aquel lugar.
—Nadie sale jamás de Entrañas —le dijo Arthas a su amigo para reconfortarlo—. Morirá en prisión.
—Me alegro —admitió Varian—. Turalyon debería haberlo matado cuando tuvo la oportunidad.
Esas palabras que acababa de pronunciar Varian resultaron ser proféticas. Aunque parecía que las burlas y el odio acumulado contra él habían hecho mella en el gran líder orco, eso distaba mucho de ser cierto. Arthas se enteró un día, mientras escuchaba a escondidas, de que los guardias ya no lo vigilaban tan estrechamente. La aparente desmoralización del prisionero les había llevado a confiarse en exceso. Nadie sabe a ciencia cierta cómo orquestó Orgrim Martillo Maldito su fuga, porque nadie sobrevivió para contarlo: les rompió el cuello a todos los guardias que encontró a su paso. Pero, en un alarde por dejar claro que no discriminaba a nadie por su estatus social, Martillo Maldito dejó un reguero de cadáveres de guardias, indigentes y criminales que partía de una celda abierta de par en par y recorría toda Entrañas hasta llegar a la única ruta de escape: las hediondas alcantarillas. Martillo Maldito volvió a ser capturado poco después y esta vez lo encerraron en un campo de reclusión. Cuando también se escapó de allí, la Alianza entera contuvo la respiración a la espera de un nuevo ataque por su parte. Pero no se produjo. O bien Martillo Maldito había muerto al fin, o bien habían logrado aplastar su espíritu combativo definitivamente.
Habían pasado ya dos años desde todo aquello y ahora se rumoreaba que el Portal Oscuro a través del cual la Horda había entrado en Azeroth la primera vez y que la Alianza había clausurado al final de la Segunda Guerra, iba a ser reabierto o ya lo habían abierto; Arthas no estaba seguro de ello, ya que nadie se tomaba la molestia de contarle «nada» a pesar de que algún día sería rey.
Hacía un día muy hermoso, soleado, claro y caluroso, y le apetecía salir de Ciudad Capital para pasear a lomos de su nuevo corcel, al que había llamado Invencible. Se trataba del mismo potro que había visto nacer dos años antes durante aquel desapacible día invernal. Decidió que quizá daría ese paseo más tarde. Por ahora, prefería pasar por la armería, donde Varian y él habían entrenado tantas veces y donde el príncipe de Ventormenta lo había humillada otras tantas. Arthas sabía que si bien su amigo siempre no pretendía con ello desairarlo, no podía evitar que eso le molestara.
Ya habían pasado dos años.
Arthas se acercó al estante de espadas de entrenamiento de madera y se hizo con una de ellas. Al cumplir once años había dado lo que su institutriz había denominado «el estirón». O, al menos, ésa era la palabra que ella había utilizado la última vez que se habían visto antes de decirle: «Ahora ya eres todo un hombrecito y no necesitas una institutriz». Pues sí, la espadita con la que había entrenado a los nueve años era una espada para niños. Ahora era, efectivamente, todo un hombrecito que medía más de uno setenta y que con toda probabilidad crecería aún más a juzgar por la altura de los miembros de su linaje, si es que eso servía como referencia. Alzó la espada, repartió mandobles a diestro y siniestro y, de repente esbozó una sonrisa.
Se abalanzó sobre una de aquellas armaduras antiguas, aferrando con firmeza la espada. —¡Eh!— gritó mientras deseaba que aquello fuera uno de esos repugnantes monstruos verdes que habían sido un incordio para su padre durante tanto tiempo. Entonces se enderezó cuan largo era y elevó la punta de su espada hasta alcanzar la garganta de la armadura.
—¿Pretendías pasar por aquí, vil orco? ¡Te encuentras en tierras de la Alianza! Por esta vez seré misericordioso contigo. ¡Márchate de aquí y no vuelvas jamás!
Ah, pero los orcos no conocían el significado de la palabra «rendición» ni del vocablo «honor». Y como eran unas meras bestias, se negó a arrodillarse ante él.
—¿Cómo? ¿No piensas marcharte? Muy bien, te he dado una oportunidad y la has desperdiciado. Ahora, ¡lucha!
Y arremetió como le había visto hacer a Varian. Pero no contra la armadura directamente, porque aquel cachivache era muy antiguo y valioso, sino contra el espacio vació de al lado. Ataque, bloqueo, finta, defensa con la espada de todo el cuerpo, giro y…
Profirió un grito ahogado ya que la espada pareció cobrar vida propia y salió despedida volando. El arma culminó su vuelo estrellándose con estruendo contra el suelo de mármol y deslizándose con un chirrido mientras daba vueltas sobre sí misma antes de detenerse lentamente.
—¡Maldita sea! —juró.
Entonces miró en dirección a la puerta y se topó de bruces con el rostro de Muradin Barbabronce.
Muradin era el embajador enano de Lordaeron, el hermano del rey Magni Barbabronce y uno de los personajes más populares de la corte por el jovial y absurdo humor con el que se lo tomaba todo, desde una buena cerveza o unos exquisitos pastelillos hasta los asuntos de Estado. También tenía reputación de ser un excelente guerrero, astuto y fiero en la batalla.
Acababa de presenciar cómo al futuro rey de Lordaeron se le había escapado una espada de las manos mientras fingía que luchaba con orcos. Arthas se percató de que estaba sudando como un cerdo y tenía las mejillas coloradas, así que intentó recuperar el aliento.
—Esto… Embajador… Sólo estaba…
El enano carraspeó y miró a otro lado.
—Busco a tu padre, muchacho. ¿Puedes llevarme ante él? Este lugar infernal tiene demasiados recovecos.
Arthas le señaló una escalera que se encontraba a su izquierda sin mediar palabra. Después observó cómo el enano se marchaba mientras reinaba un silencio incómodo.
Arthas jamás se había sentido tan abochornado en toda su vida. Unas lágrimas se asomaron a sus ojos por culpa de la vergüenza que sentía, pero parpadeó con fuerza para evitar que se le derramaran. Y abandonó aquella habitación raudo y veloz sin ni siquiera molestarse en recoger la espada de madera.
Diez minutos después ya se sentía libre, tras abandonar a lomos de un corcel los establos y cabalgar en dirección al Este, hacia las colinas de los Claros de Tirisfal. Llevaba dos caballos consigo: un simpático castrado de color gris moteado bastante mayor llamado Corazón Veraz, sobre el que iba montado y el potro de dos años cuyo nombre era Invencible, que llevaba sujeto con unas riendas de entrenamiento.
Desde el mismo momento en que se cruzaron sus miradas, pocos instantes después del nacimiento del potrillo, Arthas sintió que había un vínculo especial entre ellos. El príncipe supo, desde entonces, que ese caballo sería su corcel, su amigo, el equino de gran corazón que formaría parte de él al igual, o incluso en mayor grado, que su armadura o sus armas. Los caballos de buena raza como aquél podían vivir veinte años o más si se les cuidaba bien; ésa sería la montura que llevaría Arthas sobre sus lomos con elegancia en las ceremonias y fielmente en los paseos diarios. No era un caballo de guerra. Ese tipo de equinos se criaba aparte y era utilizado para determinados propósitos en determinados momentos. Dispondría de uno para tales menesteres cuando tuviera que combatir. De todos modos, Invencible formaría parte de su vida aunque no lo utilizara en combate; de hecho, ya formaba parte de ella.
El pelaje, la crin y la cola del semental, que al nacer eran de color gris, habían pasado a ser de un blanco muy similar a la nieve que había cubierto el suelo aquel mismo día. Ese color no era frecuente ni siquiera entre los caballos criados por Balnir, cuyos pelajes «blancos» eran, en general, de color gris claro. Arthas se había planteado ponerle algún nombre como Nevada o Luz Estelar; pero al final cumplió con la ley no escrita que suelen observar los caballeros de Lordaeron, que consiste en bautizar a sus caballos con un rasgo de la personalidad. Por eso la montura de Uther se llamaba Firme, y las de Terenas, Valeroso.
La suya era Invencible.
Arthas ardía en deseos de montar a lomos de Invencible, pero el cuidador de caballos le había advertido de que al tener sólo dos años, aún le quedaba al menos uno para poder hacerlo, «Con dos años aún todavía es un bebé», le avisó. «Está creciendo; sus huesos se están formando. Sea paciente, alteza. Esperar un año no es mucho si uno tiene en cuenta que ese caballo estará a su servicio durante más de dos décadas».
Pero para el príncipe un año si era mucho tiempo de espera. Demasiado. Arthas miró hacia atrás para contemplar el caballo, impacientándose cada vez más ante el medio galope que, por lo visto, era el máximo ritmo que con gran denuedo Corazón Veraz era capaz de alcanzar. En contraste con aquel viejo castrado, el potro de dos años cabalgaba casi como si flotara, sin apenas realizar ningún esfuerzo. Sus orejas estaban erguidas, y sus fosas nasales se ensanchaban al oler los intensos aromas del claro. Los ojos le brillaban y parecía estar diciendo: «Vamos, Arthas… Nací para esto».
Sin duda alguna, por cabalgar con él una vez no iba a pasar nada. Sólo pensaba dar un corto paseo a medio galope y luego volverían a los establos como si nada hubiera ocurrido.
Obligó a Corazón Veraz a reducir la marcha hasta un mero trote de paseo y ató sus riendas a la rama baja de un árbol. Invencible relinchó cuando Arthas se acercó a él. El príncipe sonrió ante la suavidad aterciopelada de aquel hocico que acariciaba con la palma de la mano mientras le dada de comer un trozo de manzana. Invencible ya estaba acostumbrado a portar una silla de montar; conseguir que el caballo se habituara a llevar algo en la espalda era un paso más que formaba parte de un proceso muy lento capaz de agotar la paciencia de cualquiera. Pero transportar una silla vacía era muy distinto a tener que cargar con un ser humano vivo. Aun así esperaba que todo fuera bien, ya que había pasado mucho tiempo con el animal. Arthas rezó una plegaria corta y, rápidamente, antes de que Invencible pudiera apartarse, se subió a lomos del caballo.
Invencible se encabritó y relinchó con furia. Arthas se agarró a la hirsuta crin con las manos y se aferró como una lapa a sus ijadas con toda la fuerza que albergaba en aquellas largas piernas. El caballo brincó y corcoveó, pero Arthas resistió. No obstante, soltó un grito cuando Invencible trató de quitárselo de encima al pasar a gran velocidad bajo la rama de un árbol. Pero Arthas no lo soltó.
Poco después Invencible estaba galopando.
O más bien, «volando». O, al menos, eso le pareció a aquel joven príncipe un tanto mareado, que al agacharse sobre el cuello del caballo esbozó una amplia sonrisa. Nunca antes había cabalgado a lomos de un animal tan rápido; el corazón le latía desbocado, embargado por la emoción. Ni siquiera intentó controlar a Invencible; lo único que podía hacer era aguantar. Aquello era algo glorioso, salvaje y hermoso, tal y como lo había soñado. Serían…
Antes de que pudiera ser consciente de lo que había pasado. Arthas se encontró volando por los aires hasta que se estrelló con fuerza contra el suelo. Durante un momento que le pareció eterno fue incapaz de respirar por culpa del impacto. Luego, se puso en pie lentamente. Le dolía todo el cuerpo, pero no se había roto nada.
Sin embargo, Invencible era una mota que desparecía con gran celeridad en la lejanía. Arthas lanzó un juramento con suma violencia, mientras daba una patada a un montículo y alzaba los puños. Esta vez no se iría de rositas.
Sir Uther el Iluminado le estaba esperando. Arthas desmontó con mala cara de Corazón Veraz y le entregó las riendas a un sirviente que le comentó:
—Invencible ha vuelto sólo hace poco. Tenía un corte muy feo en la pata, pero estoy seguro de que le alegrará saber que el cuidador de caballos afirma que se recuperará.
Arthas barajó la posibilidad de mentir, de contarle a Uther que algo los había asustado e Invencible había salido corriendo. Sin embargo, resultaba obvio, por las manchas de hierba que le salpicaban la ropa, que se había caído y Uther jamás creería que, por mucho susto que se hubieran llevado, el príncipe no hubiera sido capaz de mantenerse a lomos del buenazo de Corazón Veraz.
—Sabes que no deberías montarlo aún —le regaño Uther sin miramientos.
Arthas suspiró.
—Lo sé.
—Arthas, ¿acaso no lo entiendes? Si lo presionas demasiado a esta edad, se…
—Lo entiendo perfectamente, ¿vale? Sé que podría lisiarlo. Sólo ha sido esta vez. No volverá a pasar.
—Más te vale.
—Sí, señor —replico Arthas hoscamente.
—Te has saltado las clases… una vez más.
Arthas permaneció callado y no se atrevió a alzar la vista para mirar a Uther. Estaba enfadado, avergonzado y dolorido; sólo quería darse un buen baño caliente y tomar un té de brezospina para calmar el dolor. Además, la rodilla derecha se le estaba hinchando.
—Al menos llegas a tiempo para las oraciones de esta tarde —le indicó Uther mientras lo observaba de arriba abajo—. Pero será mejor que te asees un poco.
Lo cierto era que Arthas estaba empapado de sudor y se dio cuenta de qué también apestaba a caballo. Aunque consideraba que era un buen olor; un aroma honesto.
—Date prisa. Estaremos en la capilla —le conminó Uther a Arthas.
Arthas ni siquiera estaba seguro de en qué se centrarían las oraciones de aquel día, y se sintió un poco mal por eso precisamente. La Luz era muy importante tanto para su padre como para Uther y era consciente de que querían que él fuera tan devoto como ellos. Si bien no podía refutar la evidencia de que la Luz era sin duda algo real, ya que había visto con sus propios ojos cómo los sacerdotes y la nueva orden de paladines obraba verdaderos milagros en cuestiones de curación y protección, nunca se sintió dispuesto a sentarse a meditar durante horas como hacía Uther, o a referirse a la Luz con un tono reverencial como hacía su padre. Para él era algo que simplemente… estaba ahí.
Una hora después, tras haberse aseado y cambiado de sus ropas de montar por un atuendo sencillo aunque elegante, Arthas se acercó presuroso a la pequeña capilla familiar que se hallaba en el ala real.
No era una sala muy grande, pero sí muy hermosa. Se trataba de una versión reducida de la capilla tradicional que uno podía encontrar en cualquier ciudad humana, aunque quizá un poquito más espléndida y fastuosa en los detalles. Por ejemplo: el cáliz estaba forjado en oro y tenía incrustaciones de gemas; y la mesa sobre la que yacía era una antigüedad muy valiosa. Incluso los bancos estaban almohadillados para proporcionar más comodidad a los fieles, mientras que el vulgo se tenía que conformar normalmente con sentarse sobre la madera desnuda.
Entró sin hacer ruido, se percató de inmediato de que era el último e hizo un mohín de disgusto al recordar que varios personajes importantes estaban visitando a su padre. De este modo, además de los fieles habituales como su familia, Uther y Muradin, también asistía a la ceremonia el rey Aterratrols, aunque daba la impresión de estar aún menos contento que Arthas. Pero había… alguien más. Una muchacha esbelta y bien formada, de melena larga y rubia, de la que el príncipe sólo podía ver la espalda. Arthas la examinó con curiosidad detenidamente, se distrajo y tropezó con uno de los bancos.
Fue como si hubiera roto un plato. La reina Lianne, que seguía siendo toda una belleza a sus cincuenta años, se giró al escuchar ese estrépito y sonrió con afecto a su hijo. El vestido que lucía era perfecto y llevaba el pelo recogido en una cofia dorada de la que no se escapaba ni un mechón rebelde. Calia, que contaba ya catorce años y tenía un aspecto tan desgarbado como el de Invencible nada más nacer, le lanzó una mirada de reprobación con el ceño fruncido. Resultaba obvio que, o bien ya se había corrido la voz sobre las fechorías de Arthas, o bien simplemente estaba enfadada con él porque había llegado tarde. Terenas lo saludó con una leve inclinación de la cabeza y acto seguido volvió a posar la vista sobre el obispo que oficiaba la ceremonia. Arthas se sintió avergonzado por culpa de la desaprobación muda que transmitía aquella mirada. Aterratrols no le prestó ninguna atención y Muradin tampoco se giró.
Arthas se sentó encorvado en uno de los bancos de atrás que estaba apoyado sobre el muro del fondo. Entonces el obispo habló y alzó los brazos, mientras una tenue luminosidad blanca bordeaba su silueta. Arthas ansiaba que la muchacha se diera la vuelta para poder atisbar fugazmente su rostro. ¿Quién era? Resultaba obvio que debía de tratarse de la hija de algún noble o de alguien de alto rango; de no ser así, no la habrían invitado a participar en aquella ceremonia religiosa íntima y familiar. Caviló acerca de quién podría ser, ya que estaba más interesado de averiguar la identidad de aquella moza que en el servicio religioso.
—… y su alteza real, Arthas Menethil —dijo con un cierto tono cantarín el obispo.
Al escuchar esas palabras, Arthas abandonó sus cavilaciones y prestó atención; no sabía si se había perdido algo importante.
—Que la bendición de la Luz recaiga sobre él en todo pensamiento, toda palabra y todo acto, para que pueda germinar y florecer bajo ella y servirla como su paladín —prosiguió recitando el oficiante.
Arthas percibió cómo una corriente de calma fluía a través de él mientras recibía la bendición. El agarrotamiento y los dolores que sentía se desvanecieron dejándolo como nuevo y con una gran sensación de paz. El obispo se giró en dirección a la reina y la princesa y añadió:
—Que la Luz brille sobre su majestad, Lianne Menethil, para que…
Arthas sonrió y espero a que el obispo acabara con las bendiciones individuales, ya que entonces pronunciaría el nombre de la muchacha. Entretanto, Arthas se apoyó contra la pared de la parte de atrás de la capilla.
—Y humildemente pedimos que la bendición de la Luz recaiga sobre Lady Jaina Valiente. Que su sabiduría y su poder de curación la bendigan, para que…
¡Ajá! La chica misteriosa ya no era ningún misterio. Jaina Valiente, hija del almirante Daelin Valiente, el héroe de guerra y monarca de Kul Tiras, era un año más joven que él. Pero lo que más le intrigaba era por qué estaba ahí y…
—… y que sus estudios en Dalaran den su fruto. Pedimos que se convierta en una representante de la Luz y que en su papel de maga sirva a su pueblo con honradez y sabiduría.
Aquello tenía cierto sentido. Iba de camino a Dalaran, la hermosa ciudad ubicada no muy lejos de Ciudad Capital. Pero conociendo las rígidas reglas de etiqueta y hospitalidad que imperaban en los círculos reales y nobles, se quedaría en palacio unos cuantos días más antes de proseguir su viaje.
Lo cual podría ser muy divertido, pensó.
Al final del servicio, Arthas, que era quien se hallaba más cerca de la puerta, fue el primero en abandonar la capilla. Muradin y Aterratrols salieron a continuación; ambos parecían sentirse aliviados de que la ceremonia hubiera concluido. Terenas, Uther, Lianne, Calia y Jaina fueron los siguientes en salir.
Tanto su hermana como la hija de Valiente eran rubias y esbeltas. Pero ahí acababan los parecidos. Calia era de constitución delicada y su rostro de piel pálida y suave parecía sacado de un retrato antiguo. Jaina, por su parte, poseía unos ojos brillantes y una sonrisa arrebatadora; además, por la forma de moverse cabía deducir que estaba acostumbrada a montar a caballo y a viajar a pie. Era obvio que pasaba gran parte de su tiempo al aire libre ya que su rostro estaba bronceado y tenía algunas pecas en la nariz.
Arthas concluyó que se trataba de una muchacha a la que no le importaría recibir un bolazo de nieve en la cara o ir a nadar un día de mucho calor. Alguien con quien, al contrario que su hermana, podría jugar.
—Arthas… me gustaría hablar contigo —oyó decir a alguien de voz áspera.
Arthas se giró y comprobó que el embajador enano se dirigía a él.
—Por supuesto, señor —replicó Arthas compungido.
Lo único que quería hacer ahora era hablar con su nueva amiga, porque aunque aún no habían sido presentados, Arthas estaba seguro de que se iban a llevar muy bien. Además, probablemente Muradin querría regañarlo por el bochornoso espectáculo de la armería. Al menos, el enano fue lo bastante discreto como para alejarse discretamente del resto de la gente.
Se giró para encararse con el príncipe; tenía los pulgares rechonchos metidos en el cinturón y el ceño fruncido por la intensa concentración con la que estaba pensando:
—Muchacho —le dijo—, iré directo al grano. Tu técnica de lucha es horrenda.
Una vez más, Arthas se ruborizó.
—Lo sé —contestó—, pero mi padre…
—Sí, tu padre tiene muchas cosas en la cabeza. No deberías criticarlo.
Entonces, ¿qué quería que dijera?
—Bueno, es que no se me da muy bien eso de tener que enseñarme a mí mismo a luchar. Ya viste lo que sucede cuando lo intento.
—Ya. Pero yo puedo enseñarte si quieres.
—¿T… tú me enseñarás?
Arthas, al principio, se mostró incrédulo; luego, encantado. Los enanos eran famosos por su destreza en combate, entre otras muchas cosas. Arthas se preguntaba si Muradin también le instruiría en el arte de beber cerveza, otra «singular» destreza por la que los enanos también eran bien conocidos, pero al final decidió que era mejor no preguntárselo.
—Sí, eso es lo que he dicho, ¿no? He hablado con tu padre y le parece bien. Ya lo hemos demorado demasiado. Pero dejemos una cosa clara: no me valen excusas y voy a obligarte a trabajar muy duro. Y como en algún momento me diga a mí mismo: «Muradin, estás perdiendo el tiempo», dejaré de ser tu maestro. ¿Estás de acuerdo, muchacho?
Arthas reprimió una risita, que hubiera estado totalmente fuera de lugar, al darse cuenta de que alguien que era mucho más bajito que él le estaba llamando «muchacho».
—Sí, señor —replicó el príncipe fervorosamente.
Muradin asintió con la cabeza y alargó el brazo para ofrecerle una mano grande y callosa. Arthas le dio la suya. Sonrió y dirigió la mirada hacia su padre, que estaba inmerso en una conversación con Uther. Ambos se giraron al unísono para observarlo y entornaron los ojos especulando sobre qué estaría pasando; entonces Arthas suspiró en su fuero interno. Conocía esa mirada. Ya podía ir despidiéndose de jugar con Jaina; probablemente ya no tendría tiempo siquiera de volver a verla antes de que se marchara.
Se dio la vuelta para observar cómo Calia se llevaba a Jaina, a la que había puesto el brazo sobre el hombro a modo de gesto cariñoso. Justo antes de que se atravesara la puerta, la hija del almirante Valiente giró su cabeza rubia, cruzó su mirada con la de Arthas y sonrió.