Mientras estaba sentado en el balcón de El Nauseabundo Otyugh, en Scornubel, entre la resaca de la víspera y la que estaba por venir, medité sobre la frase «Tendrías que haberte quedado en la cama». Un sabio consejo, acaso postulado por un mago que una mañana había tenido muy escaso éxito a la hora de convocar bolas de fuegos, rayos relampagueantes y demás.
Por supuesto, dicho consejo no me era de mucha ayuda, pues yo estaba en la cama la noche anterior cuando todo estalló. Todo menos yo, claro está.
Me explicaré. Sería poco antes de las tres campanadas cuando Tertius Wands, un servidor, estaba durmiendo a pierna suelta en mis dependencias del Otyugh, una gran estancia en la tercera planta con pestíferas vistas a los establos. El Otyugh es uno de esos nuevos establecimientos que han proliferado tras la aparición de la última Guía de Volo. A medida que Volo insiste en popularizar determinados establecimientos entre los viajeros, los de toda la vida van dejando de ser populares entre los nativos, que pronto se ven necesitados de nuevas tabernas, garitos y locales en los que divertirse. Ampi cierta vez sugirió la conveniencia de seguir el recorrido de Volo y abrir nuevos locales siguiendo su estela, pues aquéllos que aparecen mencionados en su guía al punto se ven atestados de guerreros y magos cargados de sus malditos libritos.
Pero me estoy yendo por las ramas: Simplemente estaba explicando la escena, adornando el escenario, poniendo los cimientos de mi relato. Tres campanadas. Dormitorio. Otyugh. Y entonces el techo estalló.
Bien, no es que estallara exactamente, si bien la estrepitosa explosión en el piso superior llevaba a pensar que el techo acababa de hundirse. Me senté de sopetón en el lecho y advertí que mi cama, una maciza estructura de bronce con cuatro postes, se estaba estremeciendo y dando botes como una alimaña nerviosa. Cada objeto que había en el dormitorio, desde el orinal hasta el espejo de acero, estaban vibrando en aquel baile siniestro.
Hice lo que todo hombre racional habría hecho en mi lugar. Me escondí bajo las mantas y prometí a los dioses que pudieran estar escuchándome que nunca más volvería a beber cerveza Aliento de Dragón ni a comer queso de la muerte.
—¡Tertius Wands! —tronó una voz ominosamente familiar desde lo alto.
Asomé un ojo y vi la imponente cabeza de mi tío abuelo Maskar. Me dije que su cabeza sin duda seguía unida a su cuerpo allá, en Aguas Profundas, y que me estaba enviando algún chisme astral o fantasmal para comunicarse conmigo. En aquel momento, estaba demasiado aterrado para averiguarlo.
Haciendo acopio de valor, afronté la mirada del mago más poderoso de Aguas Profundas.
—¡No fue culpa mía! —grité, cubriéndome la cabeza de nuevo con las mantas—. ¡Yo no sabía que ella era una sacerdotisa de Sune! ¡Nadie me dijo nada! ¡Soy inocente!
—¡Eso ahora no importa! —exclamó mí tío abuelo—. ¡La cuestión es que quiero que hagas algo importante para mí!
Volví a asomar la mirada.
—¿Yo? —pregunté con un hilillo de voz.
—Tú —ladró mi tío, con visible desagrado en la expresión—. Me han robado cierto artefacto mágico, un objeto del legendario Netheril.
—¡Yo no he sido! —grité al momento—. ¿Has preguntado al primo Marcus? ¡Marcas siempre está afinando…!
—¡Silencio! —tronó la fiera cabeza de dimensiones divinas que flotaba junto a un poste de mi cama—. Sé quién lo robó. Un ladrón conocido como el Cuervo, que se dirige a tu encuentro. Quiero que recuperes ese artefacto. Su aspecto es el de tres esferas de cristal, cada una de las cuales está flotando en el interior de otra. ¡Recupéralo para mí, y podrás volver a la Ciudad del Esplendor!
—La verdad, justo estaba planteándome la posibilidad de llevar una vida errante y… —traté de alegar.
—¡Tienes que recuperar la esfera tripartita de Hangrist! —ordenó mi fantasmal tío abuelo—. ¡Pero ya!
Dicho esto, la cabeza de Maskar estalló en una cascada de fuegos artificiales que dejaron manchas de chamusquina en las paredes e hicieron añicos la jarra de agua que había junto a mi cama. El tío abuelo Maskar nunca fue amigo de las despedidas discretas. De hecho, en todos los años que llevo conociéndolo y eludiéndolo, ni una sola vez lo he visto utilizar una puerta.
Envuelto en mi camisón, me levanté tambaleante y recogí los añicos de cristal. Toda pretensión de que aquella aparición había sido una pesadilla o un delirio producido por el queso acababa de saltar por los aires. El tío abuelo Maskar quería algo, y quería que fuese yo quien lo recobrara.
Uno nunca quiere indisponerse con un tío abuelo, y menos aún cuando dicho tío abuelo tiene el poder de convertirte en sapo.
Con un silbido, convoqué a mi genio, Ampratines. Bien, lo del silbido más bien es una licencia poética. Lo que hice fue frotar mi anillo con el dedo y llamarlo para que apareciese.
Quiero dejar una cosa clara: carezco por entero de poderes mágicos, lo que me convierte en una excepción en el seno de la familia Wands, que es conocida por albergar a un sinnúmero de hechiceros, magos, prestidigitadores y demás adeptos a la magia. Con todo, cuento con un genio ligado a una sortija que encontré años atrás en una cloaca de Aguas Profundas. Pero ésa es otra historia.
Ampratines se materializó como un castillo espectral que de repente apareciese en el desierto. Los djinns son una raza por naturaleza inteligente, y Ampi es el más listo de todos: su cerebro cuenta con mayor número de neuronas por centímetro cúbico que de cualquier otro ser de Faerun.
Ampi estaba vestido con sus ropas normales, unas largas túnicas azules que contrastaban con su piel escarlata. Su negra cola de pelo aparecía aceitada y trabajada a la perfección, surgiendo de su birrete azulado como la cola de un caballo de carreras. Su boca solemne estaba enmarcada por un bigote y una barba asimismo perfectamente recortados.
—¿Qué me dices, Ampi? —apunté—. ¿Has oído algo?
—Los druidas del Bosque Alto sin duda habrán oído algo —respondió Ampi con calma, con una voz tan profunda como las criptas de Bajomontaña y tan persuasiva como la promesa de un halfling—. Está claro que tu tío abuelo te necesita.
—Lo que quiere es que sea yo quien me juegue el cuello —murmuré, mirando a mi alrededor, tratando de dar con mis pantalones. Ampi hizo un gesto con la mano, y los pantalones aparecieron mágicamente entre los dedos bien cuidados de su enorme mano. Los genios son siempre muy habilidosos para estas cosas; todo el mundo debería contar con su propio genio. Por lo demás, después de haberme visto aterrorizado por mi propia carne y sangre, me convenía contar con la ayuda de mi djinn—. ¿Cómo es que Maskar me necesita?
—Puedo tratar de averiguarlo —dijo Ampi sin inmutarse—. Aunque acaso necesitaré un poco de tiempo.
Traté de volver a dormirme, pero cuando una proyección mágica del patriarca familiar te acaba de amenazar en tu propia cama, se hace difícil conciliar el sueño. Inquieto, me levanté, empecé a pasearme por la habitación y me senté en la repisa de la ventana, donde contemplé los caballos de la cuadra y me maravillé de lo sencillas que eran sus vidas.
Cuando llegó la mañana sin que Ampi hubiera regresado, comí un pequeño desayuno de serpientes en salsa (o eso me pareció que era). Luego me dirigí a la terraza de El Nauseabundo Otyugh, no sin antes ordenar a los camareros que me fueran trayendo una nueva Aliento de Dragón cada media hora y que lo siguieran haciendo hasta que fuera capaz de devolverles las jarras vacías. Mi propósito era el de esquivar la inminente resaca producida por los excesos de la víspera mediante la directa inmersión en una nueva borrachera.
Por cierto. El Nauseabundo Otyugh es un local más bien destartalado, un antiguo almacén al que Aurora y su catálogo dejaron sin clientela. El segundo piso del local contaba con una gran terraza en la que era posible dedicarse a la ocupación preferida de quienes habitan Scornubel, esto es, beber hasta perder el conocimiento mientras uno contempla cómo otros hacen lo mismo calle abajo. Yo llevaba dos semanas dedicándome a ambas actividades con éxito considerable y estaba más que dispuesto a convertirme en permanente expatriado de Aguas Profundas, empapándome del sol y el alcohol a todas horas mientras me quejaba ante todo el mundo de lo horrible que resultaba vivir en una ciudad como Aguas Profundas, donde la mitad de los nobles son magos y la mayoría están emparentados entre sí.
A todo esto, como es natural, yo me reprendía por no haberme marchado de Scornubel a tiempo. Ampi había insistido en que nos fuéramos hacía una semana, pero yo me resistí. No quería ser como tantos de mis primos, marionetas manejadas por sus sirvientes, juguetes en manos de sus mayordomos, esclavos de sus mágicos homúnculos. En su momento le dije a Ampi que, si efectivamente tenía prohibido el regreso a Aguas Profundas, no había mejor exilio para mí que la terraza del viejo Nauseabundo, desde donde uno podía entretenerse contemplando el paso de las caravanas. Sin embargo, Scornubel se encontraba a apenas unos centenares de kilómetros del Camino del Comercio que sale de Aguas Profundas y, según parecía, no lo suficientemente lejos de los manejos del tío abuelo Maskar.
Mis extravíos mentales se vieron interrumpidos cuando me fijé en el joven que apareció a mi derecha en lugar de la paciente camarera que había estado trayendo las bebidas. Me dije que aún no era mediodía, de forma que no podía haberse producido el cambio de turno. Si fuera tan tarde, alguien habría salido ya a ofrecerme el menú del día.
Fijé en él un ojo inyectado en sangre y descubrí que el recién llegado, que traía cerveza en una bandeja de plata, era un halfling. Su ancha sonrisa de marfil relucía bajo las sombras producidas por un sombrero de paja mal entretejida. Pestañeé dos veces y cuando el halfling no desapareció, me dije que tendría que hablar con él.
—¿Sí? —pregunté. Así de ingenioso me sentía yo en aquel momento.
—Dicúlpeme, señó —repuso el pequeño semihumano, descubriéndose de su sombrero y mostrando unos cabellos rojizos y enmarañados—. Según entiendo yo, e usté el caballero que anoshe etaba alojao en el último piso. El caballero en cuyo cuarto hubo un etrépito de padre y muy señor mío…
Deseé contar con poderes mágicos para comprender mejor la extraña jerga en que se expresaba aquel sujeto. Finalmente me contenté con recurrir a una respuesta que nunca falla.
—¿Sí?
—Verá, señor… Yo etaba en el pasillo y lo oí casi todo. En un momento dao, el vozarrón dijo que andaba usté buscando al Cuervo.
Asentí lentamente con la cabeza, tratando de mostrar expresión de sagacidad, por mucho que temiese que el melón se me cayera de los hombros en cualquier momento y rodara por los suelos.
—¿Y tú eres…?
—Gaspar Millibuck, a su servisio —respondió el halfling—. Verá… Yo mimo ando detrá del Cuervo y se me ocurrió que un caballero como usté, que cuenta con la ayuda de eso vozarrone, igual podría ayudarme. Yo soy más bien canijo, pero entre los do igual podríamo echarle el guante a ese ladrón.
—Ajá —dije yo, pugnando por disipar la neblina que cubría mi mente en aquellos instantes—. ¿Y por qué quieres agarrar al Cuervo?
Yo no me chupaba el dedo. Era sabido que los halflings siempre contaban con un mínimo de tres razones para hacer algo, dos de las cuales iban contra las leyes del país.
El halfling examinó el pelaje de sus pies.
—E que el Cuervo también ha robao algo que pertenece a mi familía, y le supone que tengo que recóbralo. No puedo volver a casa hata que lo haya recobrao.
A pesar de estar empapado en cerveza, mi corazón latió con simpatía por aquel pequeño individuo atrapado en una situación tan parecida a la mía.
—¿Y qué es lo que el Cuervo os robó?
—Oro, seño —contestó el halfling al instante—. Todo el oro del orfanato.
—¿Un orfanato? —repetí, meneando la cabeza—. Creí haber entendido que se lo habían robado a tu familia…
—Así e, señó. —El halfling asintió rápidamente con la cabeza—. En mi familia todo somo huérfano. Hemo tenío mu mala suerte.
—Ya —murmuré, preguntándome qué sería lo que andaba buscando en realidad.
Por supuesto, Ampratines no andaba cerca, y ya era casi mediodía. Si me las arreglaba para hacer progresos sin el concurso de mi extraño aliado, tanto el genio como mi tío abuelo se verían obligados a reconocer que yo sabía arreglármelas por mí mismo.
—Muy bien —dije—. Llévame ante el Cuervo. Arreglaremos las cosas de hombre a hombre.
—Ah, eso e imposible —murmuró el halfling—. El Cuervo no e un hombre, sino un doppelganger que tiene el podé de cambia de forma a volunta. Creo que sé dónde encontralo, pero e presiso que eterno preparaos para entra en acción cuando llegue el momento. ¿Me ayudará? ¿En atención a lo demá huerfanito, por lo meno?
Con lágrimas en los ojos, alzó la mirada hacia mí. Por supuesto, le dije que sí. Al fin y al cabo, se supone que uno es de buena cuna. Y además, ese pequeñín sabía cómo dar con el Cuervo, lo que me facilitaría mucho las cosas.
Eché mano a la jarra de cerveza que el halfling acababa de traer, pero no la terminé. Asimismo devolví intacta la siguiente cerveza que me trajeron y pedí una tablilla, un estilo y papel. Estaba yo ocupado en redactar una carta destinada a mi tío abuelo Maskar en la que consignaba que la situación estaba bajo control, cuando Ampi reapareció de improviso. Un momento antes no había nada junto a mi hombro izquierdo, pero al siguiente ahí estaba él, el djinn más noble que vieran los siglos.
—Imagino que habrás encontrado algo —solté un tanto bruscamente, quizá por efecto de la resaca—. Has estado fuera casi toda la mañana.
Ampi hizo una pequeña reverencia.
—Mil disculpas, lord Tertius. Me ha llevado cierto tiempo averiguar cuál es la naturaleza exacta de ese artefacto y saber qué pasó con él. Finalmente hablé con una sílfide empleada por tu tío abuelo como deshollinadora. Según parece, la sílfide presenció buena parte de los sucesos de esta desagradable historia.
—Pues bien, escúpelo ya de una vez —dije con impaciencia, mientras daba golpecitos con el estilo sobre la tablilla.
—La Esfera Tripartita es un artefacto de Netheril —explicó el genio, llevándose las manos a la espalda como un escolar que estuviera recitando la lección—. Netheril fue un reino de magos que desapareció hace millares de años, antes de la fundación de Cormyr o Aguas Profundas. Según se dice, el menos habilidoso de esos magos contaba con poderes superiores a los de los magos más reputados de los Reinos.
—¿Un reino poblado por seres como mi tío abuelo Maskar? —Me costó reprimir un estremecimiento—. Uno se queda de piedra.
—Muy cierto, mi señor —dijo Ampratines—. Según parece, la Esfera Tripartita era un arma muy potente, pues poseía la capacidad de eliminar toda la magia que hubiera en su entorno inmediato. Ninguna bola de fuego podía estallar en su vecindad, ningún conjuro era efectivo, ninguna mágica arma servía de nada. Se entiende que fuera tan apreciada en aquel reino habitado por magos.
—Está claro —convine—. Si la esfera estaba cerca, los magos se tornaban tan inofensivos como corderillos.
—Efectivamente —dijo el djinn—. Como resultado, incontables magos de Netheril trataron de esconderlo en lugares inaccesibles, mientras que otros hechiceros contrataron a guerreros mercenarios para que dieran con él. Así sucedió una y otra vez, hasta la desaparición del reino de Netheril. La esfera siguió oculta hasta hace unos doce años, momento en que una partida de aventureros la encontró en Anauroch. Tu tío abuelo al momento entendió los peligros que se derivaban, así que lo compró y lo escondió en la más profunda de sus mazmorras.
—Lejos de las miradas curiosas, lejos de otros magos —comenté.
—Justamente. El artefacto viene a ser una combinación de tres globos de cristal, cada uno de los cuales está flotando en el interior de otro. Dichos globos son de un cristal iridiscente y recuerdan las pompas de jabón. Como tantos otros artefactos, es indestructible por medios normales, razón que llevó a tu tío abuelo a guardarlo bajo llave en lugar seguro. Pero fue robado de ese lugar hace dos semanas por un ladrón conocido como el Cuervo. A lo que parece, el Cuervo en estos momentos se dirige a Scornubel por el Camino del Comercio.
—Se explica que el tío abuelo Maskar quiera que recupere ese cacharro.
—En parte —apuntó el genio—. Si te ha escogido a ti, es porque eres uno de los escasos miembros de su familia que carece de poderes mágicos. Seguramente piensa que tú correrás menos riesgos para recobrarlo.
—O que mi pérdida no será tan importante si fracaso en la misión —musité—. Bien, por lo menos cuento con tu ayuda.
Ampratines palideció, lo que era muy raro en un genio.
—Me temo que no puedo ser tan útil como piensas. Esa esfera antimágica también tiene el poder de hacer desaparecer a los seres como yo que se encuentren cerca. De hecho, su intenso poder antimágico impide que sea detectado por medios mágicos. Quizá lo mejor sería alertar a las autoridades de este lugar sobre lo que está sucediendo.
Fruncí el ceño.
—Las autoridades del lugar… —Meneé la cabeza y añadí—: Si se hicieran con una cosa así, la guardarían bajo siete llaves mágicas, y el tío abuelo Maskar estaría furioso conmigo hasta la próxima Crisis de los Avatares. No, tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta.
—Pero, señor… Las propiedades antimágicas implican que…
—Ni pero ni pera —zanjé, levantando la mano—. Mientras tú te entretenías en charlar con una sílfide cubierta de hollín, yo he estado haciendo mis propias y diligentes averiguaciones. En este preciso momento, mis agentes están recorriendo la ciudad en busca de ese tal Cuervo.
—¿Tus… —Ampratines se quedó de una pieza, todo lo que de una pieza puede quedarse un ser básicamente compuesto de aire—… agentes? —El genio trató de que sus palabras sonaran como una pregunta, con cierto éxito.
—Exacto —respondí, levantándome un tanto dificultosamente—. Yo mismo me encargaré de resolver esta cuestión sin necesidad de que intervengas.
—Pero, señor…
—Caramba… —Me froté la frente con la mano. Las dos resacas estaban saliendo a la luz—. Si dices que no puedes ayudarme, no voy a insistir en ello. Más te valdría tener un poco de fe en las intuiciones de la familia Wands.
—Como quieras, mi señor —respondió el genio, a pesar de su expresión de escaso convencimiento.
Sonreí. Por fin había quedado claro quién estaba al mando.
—Eso sí, si puedes, prepárame una de esas tortillas místicas que tan bien van para la resaca. Siento como si los Reinos enteros estuvieran latiendo en el interior de mi cabeza.
Ampratines iba a decir algo más, pero se contuvo a tiempo.
—A tu gusto, mi señor —se limitó a decir.
Dicho esto, se desvaneció en el aire.
Me apoyé en la baranda de la terraza de El Nauseabundo Otyugh, fingiéndome sumido en profundas meditaciones. Lo que en realidad estaba haciendo era contar los segundos que faltaban para que Ampi volviera con la cura para mi funesto dolor de cabeza.
—¿Ése es el Cuervo? —pregunté al halfling—. ¡Pero si es una mujer!
—¡Sshh! —instó el pequeño humanoide de cabellos rojos bajo los pliegues de su ajada túnica marrón—. Tiene tanto de mujé como yo de dragón rojo. ¡E un doppelganger! ¡Y se va a da cuenta de todo si sigue gritando y mirándolo con eso ojo de merluzo!
La mujer que no era una mujer estaba sentada a una mesa en el comedor atestado. Vestida con ropas de viaje de cuero y una capa azul, estaba situada directamente frente a nosotros, por lo que era difícil observarla con disimulo. A su lado tenía una bolsa de viaje, sobre la mesa. La mujer que no era una mujer miró con aire distraído en nuestra dirección, momento en que yo mismo me escondí bajo los pliegues de mi capa marrón con capucha y desvié la mirada, tratando de no seguir mirándola como un merluzo.
Su compañero de mesa acaso fuera un gigante de las colinas, o acaso un ogro, pues era tan alto como Ampi y casi igual de corpulento. Ese individuo estaba envuelto en una capa igualmente enorme, de color escarlata, que lo llevaba a semejar una gran puesta de sol sentada a la mesa.
Nos encontrábamos en El Unicornio de Jade, un lugar que había tenido la desgracia de aparecer incluido en la ya mencionada Guía de Volo. En consecuencia, el local estaba lleno de advenedizos, forasteros, mercenarios encallecidos y pisaverdes que se las daban de aventureros. Como El Unicornio tenía mala reputación (según Volo), la mayoría de los parroquianos se cubrían el rostro con las capuchas de sus anchas capas. Aquello parecía un congreso de fantasmas, espectros y aparecidos.
El Cuervo era la única excepción. Ella, él, o lo que fuese, estaba descubierta de su capucha, mostrando unos cabellos dorados que se le caían sobre los hombros como cerveza derramada. Parecía tener un poco de sangre elfa, pues sus orejas eran un tanto puntiagudas, mientras que su barbilla era redonda y un tanto blanda. Tuve que recordarme que todo aquello era una ilusión. Ella —él— era un ser dotado de poderes de transformación que le permitían mostrarse como el rey Azoun o mi tío abuelo Maskar, si así lo quería. En su envoltura original, un doppelganger era un humanoide delgado y esbelto, sin sexo y sin cabello, cuyo cuerpo proyectaba una sombra color gris claro. Lo que no resultaba demasiado apetitoso.
El Cuervo estaba sumido en animada conversación con el gigantesco atardecer que era su compañero de mesa, aunque en un momento dado frunció el ceno y señaló la maleta de mano con sus dedos delgados. Aunque nos encontrábamos demasiado lejos para escucharlos, saltaba a la vista que estaban regateando o así.
La verdad, no hacía falta ser un mago de primera para adivinar sobre qué estaban regateando. La bolsa era del tamaño idóneo para transportar la bola de cristal de un hechicero. O una Esfera Tripartita.
Fuera lo que fuese lo que Crepúsculo le estuviera diciendo en aquel momento, ella pareció calmarse un poco. Tras escuchar en silencio, asintió con la cabeza, echó mano a la bolsa, se levantó y se dirigió a la puerta. Crepúsculo seguía sentado a la mesa. Todas las miradas convergían en ella, pero cuando llegó a la puerta, el doppelganger se volvió y, durante un instante brevísimo, me miró directamente a los ojos. No sé si de veras sucedió o no, pero en aquel momento sentí como si el mundo entero se hubiera detenido y empezado a girar en sentido contrario al habitual.
Un momento después, ella había desaparecido. Volví el rostro y advertí que el gigantesco Crepúsculo también se había marchado, seguramente a reunirse en alguna dependencia oculta con varios Magos Rojos de Thay.
—¡Vamo a po ella! —instó el halfling—. Si no quedamo aquí, no va a da equinazo.
Un tanto aliviado al ver que mi aliado asimismo se refería a ella con un pronombre femenino acompañé a la pequeña figura envuelta en una capa al exterior de El Unicornio. Nuestra partida no pareció llamar la atención de nadie, si bien es cierto que seguíamos cubiertos con las capuchas.
La noche había caído como un enano ebrio, y las calles estaban casi vacías. Aquéllos que tenían algo que perder en la vida a esas horas estaban descansando plácidamente en la cama (a no ser que un tío abuelo mago se presentase a importunarlos). No obstante, Selune estaba llena, de forma que su luz no cesaba de iluminar los rubios cabellos de nuestra presa.
La seguimos a una pequeña posada situada junto al río. Un ogro dentón inicialmente nos prohibió la entrada, si bien unas pocas monedas de oro bastaron para arrancarle la información de que la joven recién llegada (que se hacía llamar Demarest) siempre llevaba consigo aquella bolsa de viaje y estaba alojada en el segundo piso, cerca de la parte posterior de la hostería.
Casi un día entero después de la aparición de mi tío abuelo Maskar, ataviado con una capa y seguido por un halfling vestido de forma similar, me aventuré por la cornisa del edificio. El viento de las llanuras era intenso y amenazaba con hacernos caer como sendas cometas de papel sobre las casas bajas de Scornubel.
Por primera vez, me arrepentí de haberle concedido a Ampi la noche libre. Como lo vi tan inquieto por mi intención de recuperar aquel artefacto mágico, pensé que lo mejor sería que se tomara un descanso. Lo más probable es que en aquel momento se encontrara en alguna librería de viejo, examinando una historia de las Tierras Centrales o las Historias completas de la Linea Obarskyr mientras su amo estaba a punto de salir volando por los aires.
Como es de esperar, nuestros progresos eran lentos. Si hubiéramos estado cerca de la fachada delantera del edificio, los serenos vestidos con cota de malla y tocados con yelmo de cobre sin duda nos habrían visto. Cuando alguien pasaba por el callejón que se extendía a nuestros pies, hacíamos lo que podíamos para asemejarnos a dos gárgolas antes de reemprender nuestro trabajoso avance hacia nuestro objetivo; una ventana iluminada. Cuando estuvimos más cerca, el ocupante de aquel cuarto apagó la luz. Nos detuvimos otro largo instante para asegurarnos de que la falsa Demarest no había apagado el candil para asomarse al exterior y ver con mayor claridad. Finalmente nos pusimos otra vez en marcha.
La ventana tenía el pestillo corrido, precaución aconsejable en un lugar como Scornubel. El halfling Gaspar sacó un largo trozo de alambre que insertó entre las hojas de la ventana y con él abrió fácilmente la ventana.
—Usté primero, amigo —susurró, sonriendo abiertamente.
—¿Yo? —musité—. Tenía entendido que los seres como tú erais expertos en colarse en los cuartos ajenos.
El halfling soltó un bufido.
—Puede se, pero si entro yo primero, será tú quien se quee en la cornisa, y, enorme como ere, lo más probable e que algún sereno acabe por verte. Claro que si eso e lo que quiere… —aventuró.
Lo que decía tenía sentido. A la vez, me daba cuenta de que si verdaderamente quería obtener la Esfera Tripartita, más valía que fuera yo, y no él, quien le echara mano antes.
Me deslicé en el cuarto tan silenciosamente como pude. Aunque la enorme capa servía para amortiguar mis pisadas, también me dificultaba los movimientos. La habitación estaba iluminada por la luna llena, de forma que todo eran sombras y destellos azules. Demarest, el doppelganger ladrón, más conocido como el Cuervo, estaba dormida en la ancha cama. Tan sólo su pelo, plateado a la luz de la luna, emergía del amplio edredón.
La bolsa de viaje estaba en una mesita cercana a la mesa. Lo más probable es que en su interior estuviera la esfera, el oro del halfling o las dos cosas a la vez. Valía la pena abrirla para comprobarlo. Si el oro del halfling no se encontraba allí, sin duda podría convencer al tío Maskar de la conveniencia de abonarle la pérdida a los huerfanitos.
El cierre metálico de la bolsa se abrió con un ruido seco. La bolsa cayó abierta sobre la mesita. En aquel instante resonó otro clic, que en un primer momento atribuía a alguna clase de eco.
—Apártate de esa bolsa o te dejo frío —dijo una voz femenina y acerada de repente.
Como corresponde a quien no es mago y ha nacido en una familia de brujos, siempre soy muy cumplidor cuando me dan una orden. Dejé la bolsa sobre la mesita y di dos pasos atrás, procurando levantar bien las manos. Dejé la bolsa abierta, porque no se me dijo que la cerrara antes que por curiosidad natural.
En su interior relució un destello de cristal, que no de oro.
—Y ahora vuélvete —ordenó aquella voz tan femenina.
Al volverme, vi la silueta de Caspar en la ventana. Traté de disimular, rezando para que hubiera previsto esa posibilidad. Sentada en la cama, la mujer no parecía haber reparado en él.
El doppelganger estaba armado con una ballesta, una de esas armas peligrosas elaboradas por los artesanos drows. Sin dejar de apuntarme, la mujer se sacudió el edredón de encima. Advertí que estaba completamente vestida, lo que me alivió y decepcionó al tiempo.
Sus ojos me miraron con frialdad.
—Esta vez has escogido un disfraz más estúpido de lo habitual, Cuervo —observó—. Tu cara de esta noche me recuerda a la de alguno de esos nobles lechuguinos.
—¿Per… perdón? —conseguí murmurar, atónito a más no poder—. Yo… yo no soy el Cuervo. Pensaba que el Cuervo eras tú.
Cometí el error de bajar un poco los brazos. El Cuervo apuntó con la ballesta a mi pecho. Me apresuré a levantarlos otra vez.
—No muevas un dedo, doppelganger, si no quieres que te taladre un nuevo agujero.
—Lo siento —me disculpé, mientras me preguntaba si Ampi conseguiría oír mis mudas súplicas en la biblioteca en la que aquel momento se encontrase—, pero yo no soy el doppelganger. Tú eres el doppelganger, y si la cosa no está clara, lo mejor sería que discutiéramos la cuestión sin amenazas de taladrar a nadie.
Demarest, la que decía no ser el Cuervo ni un doppelganger, se echó a reír. Su risa era cristalina, pero también fría y cruel. Cuando su ballesta apuntó a mi rostro, cerré los ojos. No quería que lo último que viera en la vida fuese un dardo de ballesta que volaba derecho a mi cara.
En aquel momento resonó una vibración metálica, si bien me sorprendí al comprobar que ningún dardo se clavaba en mí o me pasaba rozando. Lo que se oyó fue una voz femenina que blasfemaba sordamente. Tras tomar aliento para confirmar que seguía en el mundo de los vivos, abrí los ojos de nuevo.
Demarest estaba otra vez en la cama, aferrando con la mano izquierda un dardo diminuto clavado en su hombro derecho. Su brazo derecho pendía inerte. Su ballesta no se veía por ninguna parte. La sangre de su herida bajaba por el brazo, manchando su túnica azul y formando un charco magenta en las sábanas de lino.
Caspar entró en la habitación, insertando un nuevo dardo en su ballesta de drow.
—¿Por qué has tardado tanto en intervenir? —pregunté un tanto irritado.
Por toda respuesta, el halfling apuntó con la ballesta a mi rostro, de modo similar a como Demarest había hecho un momento atrás. Los hay sin imaginación.
—Sitúate junto a la mujer, idiota —dijo el halfling con una voz muy distinta a la que había estado empleando, una voz aguda y autoritaria.
Me acerqué a la mujer que gimoteaba sordamente sentada en la cama. Sus ojos se estaban tornando vidriosos.
—Veneno —explicó el halfling, sin dejar de apuntarme mientras se dirigía a la mesita—. No es el más rápido, pero sí es efectivo. Muy pronto tendrás ocasión de comprobarlo.
Mientras avanzaba, el halfling empezó a fundirse y alargarse como una vela de cera. Sí, ya sé que las velas de cera no tienen la propiedad de alargarse, pero eso era lo que Caspar estaba haciendo. Los pliegues sebosos de su cuerpo de halfling empezaron a desaparecer. La capa oscura se estaba tornando de color claro, la cabeza se estrechó y los ojos se volvieron blancos y sin pupilas. Cuando llegó junto a la mesa, ya no era un halfling. Ahora era un doppelganger.
—El Cuervo, imagino —dije yo, procurando que la voz no me temblase.
—Por fin lo ves claro. Lástima que ya sea demasiado tarde para ti —dijo aquel ser, sin dejar de apuntarme mientras metía la mano libre en la bolsa de viaje.
Su mano sacó un globo cristalino de buen tamaño. En su interior flotaba un segundo globo de cristal, y dentro de éste había un tercero. Las tres esferas relucieron en la habitación iluminada por la luna.
—Me has sido de gran ayuda, Tertius Wands —dijo el doppelganger, sonriendo con sus dientes marfileños—. Me has servido para distraer a mi antigua compinche, lo suficiente para que yo pudiera acertarle con la ballesta. Y ahora otra vez vas a serme de ayuda. Cuando encuentren vuestros cuerpos, los serenos pensarán que nuestra amiga se vio sorprendida por un ladrón y que ambos se dieron muerte mutuamente. No habrá testigos que puedan declarar contra el nuevo dueño de la Esfera Tripartita.
Cuando yo iba a alegar sin mucha convicción que estaba dispuesto a pagar bien por la esfera, me vi sorprendido por un gruñido sordo. La mujer fue muy rápida, mucho más rápida de lo imaginable. A pesar de la oscuridad y del dardo envenenado que tenía clavado en el hombro, aprovechó la distracción del Cuervo para lanzarse contra él.
Confiado, el doppelganger seguía con la ballesta apuntada hacia mí. Al reparar en que la otra se abalanzaba sobre él, se giró en redondo y disparó pero erró el blanco. La saeta venenosa fue a clavarse en la madera de la pared en el momento preciso en que la mujer se le echaba encima. El globo se escurrió de su mano como si estuviera dotado de vida y flotó un segundo en el aire a la luz de la luna.
Me lancé a por él como si fuera el último panecillo que quedara en un banquete de la Gran Cosecha. La mente me decía que, después de tantos eones, no iba a romperse por una simple caída, pero mi corazón se vio estremecido por la imagen de mi tío Maskar. Me tiré al suelo y lo agarré una fracción de segundo antes de que llegara a la alfombra.
Con el artefacto en la mano, rodé sobre mí mismo, apartándome de la lucha. Al ponerme de pie, oí unos gritos lejanos y unas puertas abriéndose. El ruido de la pelea había llamado la atención de otros.
Los dos ladrones, el humano y el doppelganger, seguían luchando en el centro del cuarto. En el fragor de la lucha, el doppelganger había adoptado la envoltura corpórea de Demarest, así que parecía como si dos gemelas rubias estuvieran rodando sobre la alfombra, tratando de despedazarse mutuamente. Los miré, miré el globo en mi mano, volví a mirarlos y me pregunté si había forma de esquivarlos y salir de allí. No me apetecía nada salir por la ventana y pasear otra vez por la cornisa.
Entonces la puerta se abrió, y en el cuarto irrumpieron entre tres y una docena de serenos tocados con cascos de bronce, cada uno de ellos armado con una ballesta enorme, de las que pueden perforar con sus dardos las paredes de una cuadra. Algunos de ellos portaban candiles y antorchas, y a sus espaldas de pronto apareció el gigantesco Crepúsculo vestido con su túnica rojiza.
Las dos Demarest dejaron de pelear, se separaron y se pusieron en pie, con las miradas fijas en los recién llegados. Di un nuevo paso hacia atrás. La ventana empezaba a parecerme una opción perfectamente razonable.
Crepúsculo se bajó la capucha, revelando un rostro imperturbable y familiar.
Ampratines. Por supuesto. Sentí que el corazón volvía a latirme.
Inseguros de quién era quién, los serenos apuntaban a una y otra gemela. Ambas ladronas estaban de pie con los rostros rabiosos, tratando de separarse unos pasos la una de la otra.
—La que está herida es la de verdad —dije—. La que no está herida es el doppelganger.
La gemela que no había sido herida, Caspar —el Cuervo— el doppelganger, giró sobre sí misma y se lanzó hacia mí. Sus colmillos empezaron a alargarse; unas alas enormes aparecieron en su espalda. Aquel ser arremetió contra mí, decidido a cogerme como rehén y quedarse con la esfera como fuese.
Dos cosas sucedieron a la vez. Tiré el globo hacia Ampi. Al tiempo, tres o una docena de ballestas entraron en acción. El doppelganger se desplomó al suelo.
Flotando como una pompa de jabón, el artefacto fue a parar a la mano de Ampi.
Ampi me miró, hizo una pequeña reverencia y dejó caer la esfera.
El globo se estrelló contra el suelo con estrépito. Mil añicos de cristal de colores salieron despedidos por los aires.
Me temo que yo fui el siguiente en caer, desmayado, al suelo.
Sentado de nuevo en la terraza de El Nauseabundo Otyugh, me había recuperado lo bastante para contemplar cómo el sol ascendía sobre las destartaladas casas de Scornubel.
—Podrías haberme avisado —indiqué, con la expresión enfurruñada y la jarra de cerveza en la mano.
—Te negabas a aceptar mis consejos —respondió Ampi—. Así que hice lo que pude. He dicho a los serenos que desde el primer momento comprendiste que el halfling era un doppelganger, que le seguiste la corriente para averiguar dónde estaba el artefacto. Así que no pueden culparte de nada. El doppelganger está muerto, y su antigua cómplice, la ladrona Demarest, ha sido tratada con antídoto contra el veneno y espera ser sometida a la justicia de la ciudad.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía con seguridad, aunque no dejaba de interesarme que hubieras encontrado ayuda fortuita con tanta facilidad. Me bastó hablar con los camareros del Otyugh para saber que tu asociado era el halfling. No me fue difícil dar con un halfling pelirrojo y tocado con un sombrero de paja. Seguí sus pasos y comprobé que estaba observando cierta posada. Más tarde fui a la posada y me presenté como un mago interesado en adquirir cierto artefacto… Deseosa de vender el artefacto sin que su compinche lo supiera, Demarest me envió una nota citándome en la taberna donde luego nos viste. Con todo, la ladrona trató de endosarme un artefacto falso.
Todavía un tanto alterado por lo sucedido, me costó comprender.
—¿Un artefacto falso?
—Pues claro —dijo el genio—. Como expliqué a los serenos (de hecho, me tomé la libertad de atribuirte a ti estas palabras), si el artefacto era auténtico, yo no podría acercarme a él, porque soy un genio. El hecho de que no tuviera problemas para sentarme a la mesa con ella dejó claro que se trataba de una falsificación elaborada con cristales y gases de densidad variable, para que cada esfera flotase en el interior de la otra. Cuando acudí a la taberna, me olvidé a propósito de llevar el pago que ella demandaba por la esfera. Luego no tuve más que alertar a los serenos. Como dije, tenía la sospecha de que una extraña pareja de individuos planeaba entrar a robar en la habitación de Demarest. Llegamos justo a tiempo.
Atónito, meneé la cabeza.
—¿Un artefacto falso? En ese caso, el doppelganger quizá escondió la Esfera Tripartita en otro lugar…
—Lo más probable es que el Cuervo tampoco supiera que se trataba de una falsificación. De lo contrario, no habría tratado de reclutarte como peón. Y si Demarest hubiera tenido la esfera auténtica, se habría contentado con dejar que el Cuervo se hiciera con la réplica creyendo que se trataba de la verdad. Ninguno de los dos tuvo tiempo de crear una réplica.
—En tal caso, ¿quién creó la réplica? —pregunté—. El tío Maskar no habrá sido…
—Yo diría que la inquietud de tu tío abuelo iba en serio —apuntó el djinni.
—Entonces, si no fueron los ladrones ni fue Maskar… —Bebí un largo trago de cerveza—. Mi tío Maskar nunca tuvo en sus manos la auténtica Esfera Tripartita, ¿verdad?
—Me temo que no —contestó el genio—. Al fin y al cabo, ¿cómo se puede aplicar poderes mágicos a un artefacto que en principio rechaza todo conjuro mágico?
En mi rostro apareció una sonrisa, la primera en doce horas.
—Así que a mi tío abuelo Maskar se la dieron con queso desde el principio. —Me eché a reír—. A ver qué cara pone cuando se entere al leer la carta que voy a escribirle.
Con la expresión muy seria, Ampratines soltó una tos sorda. La clase de tos a la que siempre recurre cuando está en completo desacuerdo con algo pero no se atreve a decirlo abiertamente. Cuando clavé los ojos en él, su mirada se posó en un punto impreciso situado entre él y yo.
—Sí tu tío abuelo se entera de la verdad, hará lo imposible por obtener la auténtica esfera —indicó con solemnidad—. Y está claro que quien descubrió lo de la esfera falsa tendrá todos los números para ser el encargado de hacerse con la verdadera.
Mi mente macerada en alcohol consideró la cuestión.
—Quizá sería mejor que no estuviéramos aquí cuando le llegue la noticia…
—Quizá.
—En fin… —suspiré, antes de liquidar la última jarra de cerveza y alinearla junto a sus compañeras previamente finiquitadas—. Se acabó el sueño de vivir expatriado en Scornubel. Me temo que tendremos que marcharnos al sur, mucho más lejos de Aguas Profundas.
—Se me ocurrió que pensarías así —dijo Ampratines, que al punto levantó con las manos nuestras respectivas bolsas de viaje—. Por eso me tomé la libertad de comprar los billetes para la diligencia. Salimos dentro de una hora.