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Unas pesadillas recurrentes
A través del reluciente campo de resistencia, Tresk Mulander tenía la vista fija en la imagen de su joven oponente drow. Hasta el momento todo había discurrido según lo esperado. La muchacha era hábil, como Xandra le había prevenido. Incluso contaba con algunas habilidades no previstas, como su mortífera puntería lanzando cuchillos.
No pasaba nada. Mulander también contaba con sus propios recursos.
Era cierto que Xandra Shobalar le había vaciado la mente del vasto arsenal de conjuros nigrománticos. Con todo, existía un encantamiento que no se encontraba en su mente sino en su cuerpo.
Mulander era un investigador incesante, un hombre que siempre había estado buscando nuevos recursos mágicos allí donde otros sólo veían la muerte. Los cadáveres en descomposición, incluso los despojos del matadero, le habían servido para crear seres fantásticos como temibles. Su creación más extraña y secreta todavía no había entrado en acción.
En un retazo de carne sin vida —un pequeño lunar oscuro adherido a su cuerpo por un delgadísimo hilo de piel— Mulander había recluido a un ser poderosísimo. Para traerlo a la vida, lo único que tenía que hacer era terminar de separarlo de su propio cuerpo palpitante.
El mago se llevó el pulgar y el índice bajo el collar dorado. El lunar encantado se hallaba bajo aquel mágico grillete.
Mulander se arrancó el pedacito de carne, encontrando placer en aquel dolor repentino y lacerante. El lunar venía a ser la muerte en miniatura, y la muerte constituía la fuente primigenia de su poder. El humano lo tiró al suelo de la caverna y contemplo con deleite cómo el monstruo empezaba a cobrar forma.
Eran muchos los Magos Rojos que estaban en disposición de crear bestias oscuras, temibles seres voladores creados mediante la manipulación de cuerpos de animales vivos de una forma mágica y atroz. El ser que estaba cobrando forma ante sus ojos había sido creado a partir de su propia carne y sus propias pesadillas.
Mulander había creado el monstruo más terrible que su imaginación había sido capaz de concebir: una réplica de su madre hechicera, muerta tiempo atrás, a la que había dotado de colosales dimensiones físicas y los rasgos repulsivos de todos los depredadores que habían poblado sus sueños. De sus hombros crecían unas alas enormes y feas, similares a las de un gran murciélago, propias de una criatura de los abismos. Sus manos humanas culminaban en unas garras de ave de presa. El monstruo contaba con colmillos de vampiro, las ancas y los cuartos traseros de un lobo enflaquecido y la letal cola de un dragón. Su femenino torso estaba cubierto por una coraza de saurio cuyo color rojizo era el de los Magos Rojos. Sólo los ojos, tan verdes e implacables como los del propio Mulander, habían sido dejados sin retocar. Aquellos ojos se clavaron en la drow —la cazadora que se había convertido en presa— y la escudriñaron con un odio peculiar que Mulander conocía a la perfección. Un estremecimiento recorrió el cuerpo del poderoso mago que había convocado a aquel monstruo, un ser inscrito en su alma desde los lejanos días de su desdichada infancia.
El monstruo se agazapó. Sus pies de lobo se aprestaron al ataque mientras los músculos de sus ancas se preparaban para el salto. Mulander no se molestó en disipar el mágico escudo. El monstruo seguía siendo lo bastante parecido a su madre para que el mago disfrutara del rugido de dolor que emitió cuando el campo de fuerza se estremeció al chocar con él.
No menos deliciosa resultaba la expresión de horror aparecida en el rostro de la joven drow. Con todo, ésta recobró la serenidad con rapidez admirable y reaccionó lanzando dos cuchillos al rostro del monstruo. Mulander gozó como pocas veces cuando las hojas se clavaron en aquellos ojos verdes demasiado familiares.
El monstruo chilló de rabia y angustia, y se pasó por el rostro las garras similares a las de una lechuza a fin de desclavar los dos puñales. Cuando los cuchillos por fin cayeron al suelo de la gruta, su rostro estaba cubierto de largos surcos de sangre. Cegado y rabioso, el ser de pesadilla se lanzó a por la muchacha con las manos ensangrentadas trazando amenazadores dibujos en el aire.
Liriel echó mano a unas boleadoras que llevaba al cinto, las hizo girar un momento y las soltó de golpe. Las boleadoras salieron volando en dirección al monstruo ciego y se cerraron con fuerza en torno a su cuello. Sin apenas poder respirar, medio asfixiado, su oponente cerró sus garras sobre el cuero de las boleadoras y las rompió de un seco estirón que resonó en el interior de la caverna. La bestia soltó un rugido estremecedor. Resoplando de un modo ensordecedor, el monstruo creado por Mulander se abalanzó contra la muchacha con las garras por delante.
Sin embargo, la joven drow levitó en el aire, con tanta gracia y rapidez como un ruiseñor en la oscuridad, de forma que el monstruo fue a estrellarse de bruces contra el piso rocoso. Rehaciéndose al momento, la bestia rodó sobre sí y se puso otra vez en pie. En la caverna resonó un ruido enorme cuando sus grandes alas de murciélago empezaron a moverse. De forma lenta y desmañada, el monstruo se elevó en el aire y se dirigió contra la drow.
La joven aprendiz de maga hizo brotar una gran telaraña en el camino del monstruo, pero la bestia la atravesó sin problema. Liriel entonces la sometió a un bombardeo de dardos mortíferos, pero los proyectiles rebotaron en el corpachón de aquel ser.
La drow convocó una centella negra y reluciente que proyectó contra el monstruo como si se tratara de una jabalina. Para abatimiento de Mulander, la centella se incrustó bajo una de las grandes alas. Chillando de furor, el monstruo se desplomó y se estrelló contra el suelo con tal fuerza que la gruta entera reverberó.
Pero el combate mágico también había dejado exhausta a la joven drow. Tras posarse con suavidad sobre el piso, Liriel dio un paso hacia el monstruo malherido pero todavía peligroso.
Sus ojos dorados de pronto se tornaron frenéticos y se volvieron hacia el embelesado rostro de Mulander.
—¡Ya basta! —exclamó Liriel—. ¡Sé muy bien qué es lo que quieres! Haz desaparecer a este ser y te proporcionaré aquello que ansías sin necesidad de seguir luchando. ¡Te lo juro por todo cuanto es oscuro y sagrado!
Una sonrisa malévola apareció en el rostro del Mago Rojo. Mulander no confiaba en las promesas de ningún drow, pero sabía que a Liriel se le estaban acabando los conjuros de combate. Por lo demás, no le sorprendía que su rival estuviera empezando a darse por vencida. Liriel era tan joven que resultaba patética: a los ojos de un humano no tendría más allá de doce o trece años. A pesar de su maligna ascendencia y su dominio de la magia, seguía siendo una muchachita inexperta incapaz de plantarle cara.
—Lánzame la llave —ordenó.
—El monstruo —pidió ella.
Mulander lo pensó un instante y se encogió de hombros. Incluso sin la ayuda de aquel ser monstruoso, la situación seguiría estando bajo su dominio. Mulander hizo un pase mágico con la mano y devolvió el monstruo al ámbito de pesadilla del que provenía. Con la otra mano convocó una gran bola de fuego, suficiente para proyectar a la drow contra la pared opuesta de la caverna y no dejar más rastro de ella que una negruzca mancha en el suelo. El miedo que apareció en los ojos de Liriel delataba que ésta veía lo comprometido de su situación.
—Aquí… Aquí está —dijo ella con nerviosismo, rebuscando en el interior de un saquito que llevaba prendido al cinto.
Sus esfuerzos se veían entorpecidos por el miedo. Su aliento no era sino una entrecortada sucesión de sollozos y lamentos; sus estrechos hombros temblaban por efecto de sus sollozos convulsos. A duras penas se las arregló para sacar una bolsita de seda.
—Aquí está la llave —anunció—. ¡Por favor, cógela y déjame marchar!
Liriel le lanzó la bolsita, que el Mago Rojo recogió en el aire. En la palma de su mano relucía una esfera pequeña y reluciente. Se trataba de una burbuja de protección, un sencillo recurso mágico que Mulander disipó con similar facilidad. En su mano apareció un delicado botellín de cristal verde translúcido. Dentro del botellín había una minúscula llave dorada que prometía la libertad y el poder.
Si se hubiera fijado en el rostro de la joven drow, Mulander se habría preguntado por qué sus ojos estaban secos a pesar de sus sollozos, por qué ahora no parecía tener dificultad para mantenerse levitando en el aire. Si hubiera apartado la vista de la llave ansiada, acaso habría reconocido el frío destello de triunfo en los dorados ojos de la muchacha. Un destello idéntico al que una vez apareciera en los ojos de su propio aprendiz.
La soberbia en aquella ocasión lo dejó ciego ante la traición, llevándolo a cometer un error que le ocasionó la esclavitud perpetua.
Mulander por fin comprendió las dimensiones de este nuevo error, el último que cometía en la vida.