Los vientos tempestuosos que llegaban del Gran Mar de Hielo muchas veces traían elementos no deseados a la elevada aldea de Capel Curig. Aquella noche, además de aportar inclementes ventiscas de nieve, el viento trajo a un hombre maligno y repulsivo.

Nadie sabía que lo era cuando abrió la puerta destartalada de El Junco Susurrante. Los parroquianos sólo vieron a un forastero corpulento, cubierto con una capucha oscura y envuelto en copos de nieve arremolinados. Los que estaban cerca de la puerta se apartaron de la corriente y de la enorme figura que entraba. Dieron otro paso atrás cuando se cerró la puerta con violencia detrás del hombre empapado. Sin limpiarse el hielo de las botas, el forastero se acercó con paso inseguro al tembloroso fuego del hogar. Tras agacharse para alimentar las llamas con unos cuantos leños, se irguió cuan largo era, eclipsando la calidez del fuego y proyectando una sombra gigantesca.

El murmullo de las conversaciones disminuyó. Todos los ojos en la pequeña taberna convergieron furtivamente en aquella figura desastrada.

Al recortarse contra el fuego del hogar, el extraño recordaba una marioneta enorme y mal elaborada. Le faltaba un brazo, como lo demostraba su manga derecha prendida al hombro con un alfiler, de forma que fue su mano izquierda la que se ocupó de quitar las ropas malolientes que envolvían su cuerpo. De manera habilidosa, la mano viuda quitó varios de aquellos ropajes, pero la húmeda figura que dejó al descubierto se reveló no menos informe. A todo esto, el desconocido no se quitó la capucha de la cabeza, una cabeza que parecía ser dos tallas menor que su cuerpo. Bajo la capucha, el rostro era viejo y amarillento, dotado de unos labios tiesos por el frío, una estrecha barba negra y una nariz ganchuda. La impresión general era de que su gran corpachón casaba mal con aquella cabeza de marioneta en la que estaba inscrito su rostro.

Cuando habló, su voz hueca y áspera lengua hicieron que todos los parroquianos se sobresaltaran ligeramente.

—¿Alguien está dispuesto a desprenderse de una moneda de plata que me permita pagar un cuenco de sopa de sangre y una jarra de cerveza?

Por toda respuesta, los demás le miraron con la expresión vacía e inconmovible. Ni siquiera Horace, el tabernero que estaba detrás de la barra, se mostró dispuesto a darle un vaso de agua al forastero. Según parecía, todos preferían arrostrar la posibilidad de enfrentarse a su ira antes que aportarle un poco de sustento.

Según quedó claro, el desconocido estaba habituado a esa clase de respuestas, pues se contentó con menear la cabeza lentamente y soltar una risa seca y carente de alegría. Tras dar unos pasos escasamente firmes, se sentó en una silla vacante desde hacía un momento y todavía tibia, en la que resolló estrepitosamente.

—En el país de Sossal, mi lugar de origen —declaró—, un hombre puede ganarse la sopa de sangre y el lúpulo si es capaz de referir una buena historia. Estoy en disposición de contar un relato así, pues de mi país provino el más heroico en vivir. Acaso mi relato me sirva para sacar mi vientre de penas.

Los que habían tratado de intimidarlo con miradas de pocos amigos y silencios crueles intentaron hacer caso omiso poniéndose a charlar entre ellos. Horace, por su parte, se metió en la cocina, donde lo aguardaban las sucias aguas del fregadero y una pila de cazos por lavar.

Sin inmutarse, el desastrado vagabundo empezó a referir su historia haciendo chasquear sus dedos azulados. Unas chispas verdosas aparecieron en el aire, rodearon su cuerpo y salieron disparadas en la penumbra. Las chispas relucientes iluminaron a todos quienes estaban sentados en el establecimiento, hasta que cada una de las estrellas minúsculas fue a morir entre los pliegues de grasa enclavados entre los ceños fruncidos de los habituales.

El ligero, mágico chisporroteo provocó que las voces se acallaran. Al cabo de un momento, el local estaba en silencio. El extraño empezó a narrar su relato.

—Hubo un tiempo en que el país de Sossal estuvo bajo la protección de un noble caballero, sir Paramore, el más heroico en vivir…

Con el cabello dorado y unos ojos que parecían de platino, envuelto en su armadura imponente, sir Paramore atravesó la sala del trono del rey Caen. Cualquier otro caballero habría sido despojado de su armamento y atavío nada más cruzar el umbral, pero no el noble Paramore. Armado con su larga espada Kneuma, contra la que nada podía conjuro alguno, arrastrando un saco por los suelos, siguió acercándose al trono real. El rey y la reina, así como su pequeño círculo de nobles cortesanos, dejaron de conversar y fijaron sus miradas en él. Paramore se detuvo a una distancia prudencial del rey, al que no hubiera podido alcanzar con su espada, se arrodilló y rindió una profunda reverencia.

—¿Has conseguido dar con los secuestradores? —preguntó el rey, cuyo rostro estaba enmarcado por unos cabellos largos y prematuramente blancos.

—He conseguido algo mejor todavía, mi señor —respondió el noble, levantándose con una celeridad que en otros casos hubiera sido tenida por arrogancia.

Paramore metió la mano en el saco y extrajo una ristra repugnante: las cabezas de los cinco secuestradores a los que había dado muerte.

La hija del rey se estremeció de horror. Sólo entonces, el rey Caen se fijó en el largo rastro rojizo que el saco de sir Paramore había dejado en las frías losas de la sala.

—Mi señor, estáis mirando los rostros de los canallas a quienes buscabais —explicó el caballero.

En el silencio espeso que siguió, el mago Dorsoom emergió tras el gran trono, al que solía arrimarse para dispensar murmuraciones al rey con sus labios rodeados de negra pilosidad.

—Tu misión consistía en que los trajeras aquí para ser interrogados, Paramore —indicó el mago—, no en que les cortaras la cabeza.

—Un poco de calma, Dorsoom —terció el monarca, alzando el brazo—. Dejemos que nuestro caballero nos cuente lo sucedido.

—Es fácil de relatar, mi señor —respondió Paramore—. Yo mismo me encargué de interrogar a los secuestradores. Como se negaban a darme respuestas, corté sus huecas cabezas.

—Tonterías —intervino Dorsoom—. ¿Quién nos asegura que esas cabezas no pertenecen a los cinco primeros campesinos con quienes te encontraste? Tendrían que haber sido sometidos a juicio. E incluso si esos cinco individuos eran culpables, cosa que ahora nunca sabremos con certeza, seguimos sin conocer quién asignó tan horrible encargo a tales rufianes.

—Estos secuestradores raptaron a los hijos de los nobles que nos rodean —contestó Paramore sin alterarse, pero en tono acerado—. Si de algo se me puede acusar, es de haber sido demasiado blando.

—Pero tenían que ser sometidos a juicio y…

—¡Este gusano insiste en sus insinuaciones! —zanjó Paramore, dirigiéndose al rey mientras apuntaba con su enorme espadón al mago—. ¡Me temo que mis muchachos tendrán que dar cuenta de él ahora mismo!

Las grandes puertas de la sala real se abrieron de golpe, y de pronto resonó el avance de numerosos pies… Pies pequeños, los pies de los niños que corrían felices hacia donde se encontraba su rescatador. Sus voces agudas insistían en elogiar a grito pelado las cualidades de sir Paramore.

Al ver a sus niños, los nobles bajaron de su lugar junto al trono y corrieron a abrazarse con sus hijos. El subsiguiente revuelo de lloros y exclamaciones apagó las protestas de Dorsoom, que se retiró a su rincón detrás del trono. Se diría que aquellos ruidos de alegría lo habían sumido de nuevo en la oscuridad.

Sobreponiéndose a la alegre algarabía, el sonriente Paramore se dirigió al rey.

—Majestad, me temo que estáis en deuda conmigo. De acuerdo con lo que se me prometió cuando me fue asignada la liberación de estos pequeños, me propongo reclamar como mía la mano más hermosa que hay en todo Sossal: la mano de vuestra hija tan bella, la princesa Daedra.

Las palabras de Paramore se vieron correspondidas por un entusiástico coro de gritos infantiles. Alejándose por un momento de sus padres, los pequeños fueron a situarse junto a su rescatador. Apiñados en torno a Paramore, los niños imploraban con la mirada que al caballero le fuera concedido lo que le era debido.

La piel blanquísima de Daedra enrojeció de repente; sus labios parecieron convertirse en una roja herida abierta en su faz. El rey palideció ante la duda. Antes de que alguien pudiera pronunciar palabra, los gritos de los niños se vieron silenciados por unos gritos rabiosos.

—¡Silencio de una vez, mozalbetes! —instó un noble delgado de figura. Sus ojos de ébano brillaban con furia bajo sus negros ceño y cabellos—. Vuestros infantiles entusiasmos no tienen cabida en esta cuestión. La mano de la princesa me fue prometida muchos años atrás cuando yo era niño, antes incluso de que ella naciera. Este usurpador que se las da de caballero no conseguirá robarme lo que es mío, como tampoco lo lograrán vuestros estúpidos maullidos.

—Muy cierto —secundó el monarca con tristeza, moviendo la cabeza. A continuación hizo una pausa, como si estuviera escuchando una voz que hablara a sus espaldas—. Paramore, la tradición me obliga a conceder la mano de mi hija a Lord Ferris.

Sir Paramore envainó la espada y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sal de tu escondrijo, mago perverso —instó—. No sigas ocultándote a la sombra de este gran hombre. Tus murmuraciones no lograrán disuadir a mi señor y monarca de acceder a lo que la princesa y yo tanto ansiamos.

Dicho esto, Paramore tocó la empuñadura de su poderosa espada, Kneuma, a fin de disipar todo conjuro que Dorsoom pudiera haberle echado al soberano. A continuación chasqueó los dedos, y la minúscula percusión de sus dedos hizo brotar chispas en el aire. El rey y los nobles que a su lado estaban se volvieron, como despertando de un sueño, hacia el mago escondido en las sombras. Con el rostro ceniciento, Dorsoom respondió al desafío de Paramore y salió a la luz.

—Mi señor, no os dejéis engañar por la magia vil de este…

—Silencio, mago —cortó el rey Caen sin levantar la voz, mirando a Dorsoom con nuevos ojos. El monarca entonces se dirigió hacia el delgado noble—: Lord Ferris, sé que la mano de mi hija te fue prometida antes incluso de que pudieras comprender el significado de tal promesa. Pero el tiempo ha corrido, y hemos asistido a la aparición de un hombre más noble y merecedor de la mano de la princesa. Ese hombre además ha sabido ganarse su corazón, y también el mío, merced a una sucesión de hazañas verdaderamente impresionantes. Todo cuanto tú has conseguido en la vida no basta para igualar una sola de esas hazañas.

—Pero…

El rey levantó la mano en demanda de silencio. Su expresión era severa.

—He tomado una decisión, y no vas a conseguir que la revoque. Lo único que lograrás será irritarme, así que más te vale guardar silencio. —Su rostro severo se ablandó al mirar a sir Paramore—. Por real decreto, establezco que mañana desposes a mi hija querida.

Los presentes acogieron la proclama con vítores de entusiasmo. Con la excepción de lord Ferris y el mago Dorsoom, claro está. Los gritos de júbilo estremecieron los mismos cimientos del palacio y resonaron en la bóveda de piedra que cubría la sala del trono.

Fue entonces cuando el grito de angustia de una de las mujeres hizo que en la sala volviera a hacerse el silencio.

—¡Mi Jeremy! —exclamó la aristócrata, retorciendo una bufanda de color azul claro con sus manos pequeñas y tiernas mientras entraba por la puerta—. ¡Ah, sir Paramore! ¡He mirado y remirado entre el grupo de niños, incluso he preguntado a los guardias de la puerta, y mi Jeremy no aparece! ¿Dónde está mi pequeño?

Sir Paramore se apartó del lugar que le correspondía, a la derecha del rey.

—Ni siquiera yo tuve ocasión de salvar a tu hijo. Esos carniceros ya se habían encargado de él… —dijo con los ojos anegados en lágrimas.

—Uno se estremecía al oír los gritos de aquella pobre mujer —musitó el hombre cubierto con la capucha, mientras la taberna entera seguía atenta a los sonidos sibilantes de su voz—. Incluso el pérfido Dorsoom se vio obligado a taparse los oídos…

—Ya está bien. Se ha acabado la cerveza por esta noche. No me importa que fuera sople un viento espantoso, peor resulta esta ventolera, ¡una ventolera que parece salir del trasero de este desconocido!

Quien así había hablado era Horace, el gordo Horace, el tabernero de aquella aldea diminuta emplazada en lo alto de las montañas Jardín de la Cripta, quien había alimentado con huevos y morcillas a los abuelos, los padres y los hijos de quienes allí se encontraban aquella noche. A lo largo de los años, las buenas gentes de Capel Curig habían aprendido a confiar en el instinto que Horace tenía para el tiempo y las cosechas, la política y las personas. A pesar de ello, aquella noche marcada por la aparición del extraño forastero, los demás por una vez no pensaron en Horace como en su amigable y familiar confidente.

—Cierra el pico, Horace —exclamó Annatha, la pescadera—. Ni siquiera has estado oyendo a este hombre. ¡Menudo escándalo has estado haciendo en la cocina con tus sartenes y cacerolas! ¡Un poco más y nos vuelves sordos!

—¡Bien dicho! ¡Sí! —secundaron bastantes.

—Desde la cocina se oye perfectamente, ¡lo suficiente para comprender que este hombre monstruoso os está vendiendo una sarta de patrañas! Se ha estado refiriendo al rey Caen como si se tratara de un viejo inestable y medio chocho, cuando todos sabemos que es un monarca fuerte, justo y consciente de sus decisiones. ¿Y qué me decís de Dorsoom, descrito como un mago pérfido cuando en realidad es tan sabio como bondadoso? ¡Por no hablar de lord Ferris!

—Todos sabéis que siempre he sido partidario de la verdad, pero los bardos ambulantes siempre la adulteran un poco —dijo Fineas, el sacerdote viajero encomendado a Torm—, del mismo modo que los taberneros lo hacen con el licor. Así que déjale hablar, Horace, y mejor ocúpate de servirnos un poco de bebida. A ver si entre los dos conseguís hacernos entrar un poco en calor en esta noche gélida.

El forastero tendió aquella mano temblorosa que hacía el trabajo de dos.

—A ti te toca decidir, amigo —añadió con voz rasposa—. ¿Vas a atender a los deseos de tu parroquia o sigues decidido a echarme?

Horace hizo una mueca.

—En una noche como ésta, yo no echo a la calle ni a un perro rabioso. Pero sí que me gustaría que te callaras de una vez, compadre. Además de mentir, estás consiguiendo que a mis parroquianos les esté entrando una expresión antinatural y soñadora, y no me gusta que la clientela se duerma en mi establecimiento.

Las palabras de Horace sólo consiguieron originar nuevas protestas, que el tabernero intentó sofocar sin éxito.

—Muy bien. Le dejaré hablar. Pero escuchadme bien: este hombre se ha hecho con vuestras almas. Os ha estado echando algún tipo de conjuro mágico fascinador a través de sus palabras. Lo que soy yo, no pienso seguir escuchándolo.

El forastero asintió con su cabeza encapuchada y todavía húmeda. Horace se marchó a la cocina, donde pareció seguir mirándolo con desconfianza mientras el extraño proseguía con su historia.

—Aunque la lengua viperina de lord Ferris aquella mañana se había visto achantada en presencia del rey, los nobles y los niños, sus manos estaban prestas a entrar en acción aquella noche, cuando se dirigía sigilosamente a la habitación de sir Paramore.

Pero otro ser de la noche, el fantasma del pobre Jeremy, se interpuso en los planes siniestros de Ferris. Al advertir que el mal entraba en acción, el fantasma de Jeremy se dirigió a montar una espectral guardia en las escaleras que llevaban al cuarto de Paramore. Cuando vio que lord Ferris llegaba en silencio al pie de la escalera, Jeremy voló a advertir a su antigua amiga del alma, la pequeña Petra, que en aquel momento estaba durmiendo en su cama…

Petra era una niña de cabellos castaños, la líder natural del grupo de pequeños miembros de la nobleza. Jeremy la encontró dormida en una de las habitaciones del castillo, pues el rey Caen había invitado a los niños y sus padres a pasar la noche allí. El pobre Jeremy contempló con sus tristes ojos de espectro el cuerpo dormido de Petra, los mismos ojos tristes que poco tiempo atrás contemplaran su propio cuerpo decapitado y sin vida.

—Despierta, Petra, despierta… Sir Paramore, nuestro salvador, se encuentra en un apuro muy serio —susurró el pequeño fantasma.

Y Petra despertó. Al ver a su amigo desaparecido, el corazón le dio un vuelco. A diferencia de los fantasmas de mayor envergadura, cuyo cuerpo solía aparecerse en una envoltura diáfana al tiempo que imprecisa, el pobre Jeremy no tenía cuerpo alguno. Jeremy ahora no era más que una cabeza solitaria que flotaba al pie de la cama de la niña, una cabeza de cuyo cuello seguían manando gotas de la roja vida que antaño fluyera a borbotones. Tan grotesco y horrísono era el efecto que Petra, niña de carácter animoso, fue incapaz de dedicar una palabra de saludo a su compañero muerto.

—Es lord Ferris… —informó el fantasma del niño en tono urgente—. Se propone matar a sir Paramore en su dormitorio, esta noche.

Boquiabierta, Petra se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—Le diré a mi madre que… —musitó la pequeña.

—¡No! —La voz de Jeremy de nuevo resonó urgente, estridente—. Los mayores no te creerán. Recuerda que sir Paramore te salvó la vida esta mañana. ¡Ahora eres tú quien tiene que salvarle a él!

—Yo sola no podré detener a Ferris…

—En tal caso, llama a los demás —sugirió Jeremy—. Despierta a Bannin y a Liesle, a Ranwen y a Parri, a Mab y a Karn, a todos… Diles que cojan los cuchillos de sus padres. Entre todos podréis salvar a quien os salvó la vida.

Tras anudarse bien el camisón, Petra se calzó las zapatillas a toda prisa.

—¡Rápido! —urgió Jeremy—. ¡Lord Ferris se dirige al cuarto de sir Paramore por la escalera en este mismo momento!

Petra dio un respingo al oír aquello. Un momento después, Jeremy había desaparecido.

Después de ser alertados por Petra, los demás niños la siguieron hasta las escaleras. Éstas eran largas y sinuosas y llevaban al alto torreón en el que sir Paramore había escogido dormir. Los escalones estaban en penumbra, apenas iluminados por los destellos de la luz de la luna que ocasionalmente se filtraban por las aspilleras del muro. Cuando Petra y los demás niños empezaron a subir, vieron por encima de donde se encontraban el tembloroso resplandor de una vela.

—Silencio —musitó ella.

Bannin, un niño de cabellos castaños que tenía la mitad de edad que Petra, asintió con el rostro serio y se agarró a ella con su manita. Los mellizos Liesle y Ranwen intercambiaron sendas sonrisas, tan nerviosos como excitados. A todo esto Parri, Mab, Karn y los demás estaban apelotonados en la retaguardia del grupo con los cuchillos en las manos.

—Ésa debe de ser la vela de lord Ferris —apuntó Petra, señalando la luz—. Mejor que nos movamos en silencio, o se dará cuenta de nuestra presencia.

Los niños asintieron con la cabeza, pues adoraban a Petra tanto como el propio Jeremy la había adorado. La siguieron, haciendo lo posible por avanzar con sigilo y cuidado, aunque no con mucho éxito, pues los niños no son como los adultos. Andaban de puntillas, siguiendo con las puntas de los dedos la pared curva, haciendo especulaciones en voz alta con sus labios infantiles. A medida que iban subiendo, la luz era más brillante, más intenso era su miedo, y sus voces se tornaban más roncas por la tensión.

Como hacían tanto ruido, no fue de extrañar que, al doblar una de las frías curvas de piedra de la escalinata, se encontraran con que lord Ferris, delgado, de largas piernas y vestido de negro, los estuviera contemplando desde lo alto, con los nervudos brazos abiertos bloqueando el estrecho paso.

—¿Qué hacéis aquí, niños? —preguntó con una voz que dejó helados a los pequeños.

Sobreponiéndose, los niños valerosos plantaron cara al noble.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Petra, que ni había pestañeado.

Los ojos de Ferris centellearon ante aquella pregunta. Su mano enguantada fue a por la daga que llevaba prendida al costado.

—Marchaos —ordenó.

El grupo titubeó. Algunos de los que estaban en la retaguardia dieron un involuntario paso atrás. Pero Petra hizo algo increíble. Liviana y de movimientos felinos, pasó corriendo junto al hombre de la negra capa y su cuchillo. Unos escalones más arriba, se dio media vuelta, bloqueando el paso.

—Nos quedamos. Eres tú quien se va —anunció con sencillez.

Lord Ferris hizo una mueca de desprecio. Con la mano agarró el hombro de la muchacha, a la que proyectó con violencia hacia abajo. La niña resbaló sobre los húmedos escalones; su pierna se retorció de forma antinatural a sus espaldas. A continuación se oyó un crujido similar al que produciría una rama verde al quebrarse. Petra soltó un grito y cayó rodando sobre sus compañeros, respirando con dificultad.

Los pequeños se quedaron atónitos. Rompiendo a llorar, el pequeño Bannin se agachó a su lado. Los demás contemplaron un instante la rota pierna de su amiga y se lanzaron furiosamente a por el noble. Sus voces juveniles se unieron en un chillido que los adultos no son capaces de emitir y al instante se abalanzaron sobre el aristócrata de la capa negra, que en vano trató de zafarse de su ataque.

Los niños clavaron los cuchillos de sus padres en los muslos del adulto. Éste cayó hacia adelante y trató de defenderse como pudo, soltándole un puñetazo a la pelirroja Mab entre las coletas y enviándole un rodillazo en el cuello a Karn. Las dos primeras bajas mortales del combate cayeron muertas al suelo; los escalones de pronto se vieron empapados de sangre.

Como si su anterior acometida hubiera sido un simple aperitivo, los niños se lanzaron a un asalto sin cuartel. Los pequeños cubrieron de puñetazos y cuchilladas a su oponente, el antaño orgulloso Ferris, quien ahora gimoteaba y pedía clemencia. En un momento dado, Parri se hizo con la daga cubierta de sangre que Mab empuñaba en su mano fría y la clavó repetidamente en la espalda del noble.

Sin embargo, lord Ferris se aferraba a la vida con desespero. De un codazo tremendo, envió contra la pared a Liesel, que se rompió la cabeza en el acto. La siguiente en caer fue su hermana melliza Ranwen, que, anonadada por la muerte de Liesel, se quedó súbitamente paralizada, con tan mala fortuna que cuando Ferris soltó la vela encendida que llevaba en la mano, ésta fue a caer sobre ella, prendiéndole fuego a sus ropas. Una patada propinada al azar por el noble terminó de rematarla.

Los cuerpos se amontonaban en la escalinata empapada de sangre. A lord Ferris sólo le quedaban ya tres contrincantes: el pobre Parri y dos niños más. El simple peso de su cuerpo le sirvió para acabar con otro pequeño, que cayó derribado bajo su pecho para no levantarse más. Únicamente seguían con vida el lloroso Bannin y la maltrecha Petra, ninguno de los cuales estaba en condición de luchar.

El hombre vestido de negro se irguió entre las retorcidas extremidades de los caídos y bajó con lentitud hacia el lugar donde Bannin y Petra se encontraban.

—Dejad los cuchillos —ordenó. Sus pulmones perforados resonaron cavernosos cuando pronunció estas palabras.

El pequeño, cuyos ojos estaban cegados por la sangre y cuyos oídos estaban ensordecidos por los gritos de la lucha, retrocedió unos pasos con temor. Petra no estaba dispuesta a rendirse.

—¡Os dije que os fuerais, malditos mocosos! —bramó lord Ferris. Rojas lágrimas surcaban su rostro maltrecho—. ¡Mirad lo que habéis conseguido!

Bannin retrocedió todavía más; sus gimoteos se convirtieron en abiertos sollozos. Pero Petra, haciendo un esfuerzo monumental, se levantó. El ominoso crujido de su pierna no le impidió abalanzarse contra el noble.

—¡Muerte al mal! —masculló con los dientes ensangrentados.

Y hundió la hoja de Parri en el vientre del noble.

Fue entonces cuando sir Paramore bajó corriendo las escaleras, a tiempo de ver cómo el malvado lord Ferris caía muerto junto a la victoriosa Petra. En el centro de un mar de sangre de niños, Petra le dedicó una última sonrisa y cayó muerta.

La muerte de la niña en el relato coincidió extrañamente con el fin del fuego en el hogar. La noche tormentosa había alcanzado su momento más oscuro. Fascinados por la historia relatada por aquel narrador, los parroquianos ni siquiera repararon en el frío y la oscuridad que los envolvía. En la cocina gélida, Horace sí captó el detalle.

En consecuencia, fue Horace quien se aventuró al nevado exterior para hacerse con más leña. Por un momento se preguntó por qué esta vez ninguno de los habituales se había quejado del frío y la oscuridad imperantes en la taberna, cosa que llevaban haciendo días y años enteros. El relato del forastero había conseguido caldear el ambiente de un modo pocas veces visto.

A pesar de sus mentiras sobre el rey Caen, Dorsoom y lord Ferris —¿de veras estaría muerto?, se preguntó Horace, temeroso de que buena parte de la historia fuera cierta—, el desconocido no había cometido delito alguno, ni aunque fuera afanar un mendrugo de pan o un tazón de sopa de sangre. Y su historia había servido para que los parroquianos siguieran en la taberna cuando en otra ocasión se habrían marchado a sus cálidas camas. No obstante, había algo raro en aquel individuo. A Horace se le habían erizado los pelos de la parte posterior del cuello cuando aquel hombre entró en su local envuelto en copos de nieve. A medida que se recrudecía la oscuridad y seguía oyendo retazos de la historia siniestra que tanto había fascinado a los otros, su sensación de incomodidad no había hecho más que incrementarse. Aquel hombre era más que un simple farsante. Era malo.

A pesar de aquella certeza, a pesar de aquella intuición apuntada por todos y cada uno de los poros de su cuerpo, Horace no se atrevía a echar a aquel hombre de su taberna, por miedo a que en el local se desencadenara una bronca a puñetazos. Con todo, mientras apilaba leños bajo el brazo, echó mano al hacha helada que había junto al montón de madera y se dirigió con ella al interior.

En la taberna, el extraño estaba llevando su relato a la conclusión inevitable…

***

La cruel muerte de los niños inocentes provocó muchas otras cosas: el asombro de sir Paramore ante aquel intento de asesinato, los gritos de dolor de los padres de los niños muertos, el emocionado elogio que el rey hizo de la valentía de los fallecidos, la recogida de los cadáveres en las escaleras por parte de los propios padres, la limpieza a fondo que tuvo que hacerse de la escalera manchada de sangre, la disposición de una guardia protectora de la integridad física del prometido de la princesa…

Una vez que todo concluyó, sir Paramore rezó sin descanso a los cielos inescrutables y caóticos, a Beshaba, a Cyric y a Loviatar, tratando de dar con una explicación de tan horrible episodio. Cuando su mente trastornada fue incapaz de alimentar su devoción, y sus rodillas temblorosas le impidieron seguir en pie, sir Paramore colgó a Kneuma, la espada contra los encantamientos, en uno de los postes de su cama y se metió bajo las sábanas con intención de encontrar un descanso que insistía en eludirlo.

Sin movimiento ni ruido algunos, tan pronto como el caballero se hubo despojado de su espada y armadura, Dorsoom apareció en el interior de la habitación cerrada con llave. Sorprendido, sir Paramore murmuró unas palabras de aprobación y se sentó en la cama.

Pero el mago al momento lo hizo callar con voz furiosa.

—Sé lo que has hecho, hombre monstruoso.

Sir Paramore se levantó y lo miró con rabia y sorpresa antes de tratar de echar mano a su espada invulnerable a los conjuros. Sin embargo, sus dedos no llegaron a cerrarse en torno a la empuñadura, pues en aquel instante el mago proyectó un encantamiento sobre su persona, inmovilizándolo como si fuese de hielo.

Una vez Paramore quedó así indefenso, Dorsoom habló.

—La mayoría de las gentes de este país te tienen por un valeroso caballero, pero yo sé muy bien que no lo eres. Tú eres un monstruo maquinador, despiadado y cruel.

Aunque era incapaz de mover los brazos o las piernas, sir Paramore acertó a mover la lengua.

—¡Fuera de aquí! ¡Igual que mis jóvenes caballeros acabaron con ese asesino enviado por ti, juro que te mataré!

—No juegues conmigo —le espetó el mago de las barbas negras—. Tu espada tan sólo es efectiva cuando está en tu mano. Sin ella, nada puedes hacer contra mí. Además, ni Ferris ni yo tenemos nada de asesinos. Aquí el único asesino eres tú.

—¡Guardias! ¡Auxilio! —gritó Paramore hacía la puerta que seguía cerrada.

—Sé cómo manipulaste la cuestión de los secuestros. Sé que contrataste a esos cinco hombres para raptar a los hijos de los nobles —dijo el mago.

—¿Cómo? —rugió el caballero, debatiéndose para recobrar el control sobre su cuerpo, pero sólo consiguiendo que sus piernas temblasen de impotencia.

En el exterior, los guardias empezaron a aporrear la puerta y pedir a gritos la llegada de refuerzos.

—Sé que te reuniste con los cinco raptores para pagarles sus servicios —prosiguió el mago—. Sin embargo, el único pago que recibieron fue el filo de tu hacha.

—¡Guardias! ¡Echad la puerta abajo!

—Sé que entonces te vestiste con las ropas de uno de los secuestradores, te hiciste pasar por él y, a sangre fría, mataste al pobre Jeremy delante de todos. Sé que, más tarde, ataviado como el noble caballero que nunca fuiste, te presentaste como el salvador de los demás niños —añadió el mago, en tono crecientemente acalorado.

Los guardias estaban tratando de derribar la puerta, cuyos tablones empezaban a astillarse.

—¡En nombre de lo más sagrado…! —gritó Paramore angustiado.

—Lo hiciste para obtener la mano de la princesa. No has tenido reparo en matar a niños para conseguir tu propósito. Orquestaste el secuestro y te fingiste héroe con el fin de conseguir su mano.

Las piernas de sir Paramore temblaban con violencia. El mero contacto de la punta de su pie contra el poste de la cama provocó que el lecho entero se estremeciera y, con él, la espada envainada colgada del poste.

—Sé que enviaste esta nota. —El mago sacó un papelito arrugado del bolsillo y lo alzó ante sus ojos—. Una nota dirigida a lord Ferris, invitándolo a subir a verte esta noche. Una nota que escribiste a sabiendas de que tus «caballeros» darían muerte al noble.

—¡Esa nota no ha sido escrita con mi letra! —exclamó Paramore.

Presa de temblores incontenibles, sus movimientos volvieron a estremecer la cama, de forma que su espada mágica apuntó directamente a su pierna paralizada.

El patear de las botas en la puerta era cada vez más fuerte. La madera seguía haciéndose astillas. En aquel momento, con un pase mágico, Dorsoom envolvió la puerta en una nube azulada tan sólida como el acero.

—Y en ese saco —agregó el mago, a sabiendas de que tenía todo el tiempo del mundo—, en ese saco en que llevabas las cabezas de los cinco raptores estaba también la cabeza de Jeremy. ¡Una cabeza que luego utilizaste como una marioneta para presentarte por la noche al pie de la cama de Petra!

El mago se agachó hacia el saco con las cabezas, pero su mano no llegó a aferrarlo. En aquel momento preciso, la gran espada Kneuma se soltó del poste y se clavó en la petrificada pierna de Paramore, disipando en el acto el conjuro que lo tenía paralizado. Una fracción de segundo más tarde, la espada cercenó el cuello del hechicero.

Al decapitar al mago de la corte, la hoja acerada de Paramore a la vez liberó el encantamiento que envolvía la puerta. Al irrumpir en el cuarto, los guardias se encontraron con que un chorro de sangre terminaba de proyectar la cabeza del mago sobre la cama mientras el cuerpo decapitado de Dorsoom se desplomaba inerte sobre el saco manchado de sangre, que de nuevo se vio empapado en sangre.

De forma instintiva, los guardias se lanzaron sobre Paramore con intención de contenerlo. Ya fuera por lo tarde de la hora, por las increíbles acusaciones del mago o la amenaza de dos hombres armados contra uno, sir Paramore hizo cara a los guardias sin pensarlo, hincando su espada en el ojo de uno de ellos. Cobarde, el compañero del herido retrocedió unos pasos y gritó en demanda de ayuda. A todo esto, compadecido del guardia ensartado en su espada, Paramore terminó de hincar el filo, poniendo fin a sus sufrimientos.

La alarma resonó en todo el castillo:

—¡Paramore es el asesino! ¡Detenedlo! ¡Matadlo!

Sir Paramore contempló cómo el segundo guardia salía huyendo y se arrodilló junto al muerto cuerpo a sus pies. Una lágrima surcó su noble mejilla al pensar en la existencia desgraciada que le esperaba. Determinado a acordarse para siempre del hombre que la había destruido, agarró la cabeza de Dorsoom y la metió rabioso en el saco, en el que cayó con un ruido sordo. Paramore se irguió cuan largo era, aspiró el aire, que olía a sudor y sangre, y salió a toda prisa de la habitación, sabedor de que, incluso si lograba salvar la vida, por siempre iba a ser un paria y un proscrito.

Lo fue.

—Ésta, amigos —concluyó el desconocido, mesándose la barba negra con la mano izquierda—, es la historia del héroe más grande que ha existido.

Tan sólo el chisporrotear del fuego en el hogar y el aullido del viento desafiante resonaban en la taberna enmudecida. Los mismos que antes se mofaran de aquel espantapájaros desastrado ahora lo miraban con asombro y reverencia. Y no en razón de sus palabras. Ni siquiera en razón de su relato, sino por algo fundamental en su carácter, un matiz mágico y consustancial a su persona. Por una cuestión de magia. Los mismos que antes le hubieran negado un sorbo de agua ahora se disputarían el privilegio de alimentarlo con los mejores productos de sus granjas, de entregarle sus propios maridos e hijos para que se convirtieran en soldados a sus servicios, a sus mujeres e hijas para que se divirtiera con ellas. Tan ciega admiración se vio incrementada cuando dijo a continuación:

—Y éste, queridos amigos, es el trágico relato que explica por qué hoy me encuentro entre vosotros. —El mismo viento y el mismo fuego se paralizaron cuando de pronto añadió—: Y es que, amigos, sir Paramore soy yo.

Dicho esto, se quitó los andrajos informes con que se había estado cubriendo. De entre las ropas astrosas emergió un guerrero joven e imponente, poderoso y con los ojos del color del platino. Su cara era muy distinta al rostro ajado y sepulcral que había estado hablándoles. La mano del caballero estaba encajada hasta la muñeca en la cabeza cercenada de Dorsoom, el rostro que les había estado hablando como una marioneta manejada por el joven guerrero. La muerta boca del mago muerto seguía moviéndose, manejada por los dedos del guerrero, encajados en el paladar huesudo y en la lengua seca y rasposa. Durante la noche entera, a lo largo del prolongado relato, los aldeanos habían estado escuchando a una marioneta que era la cabeza de un muerto.

La rasposa voz de anciano brotó de la boca del joven, cuyos dedos seguían moviendo la mandíbula y la lengua.

—¡Creedle, amigos! ¡He aquí el héroe más grande que ha existido!

Una baba negruzca corría en regueros por el antebrazo de Paramore.

Tan sólo Horace, al andar dificultosamente hacia la barra, se sintió horrorizado ante aquel espectáculo; los demás ni se inmutaron ante aquella depravación. Las gentes sencillas de Capel Curig se levantaron de sus sillas y se acercaron fascinados al imponente caballero y su macabra marioneta. Como los niños del relato, lo rodearon con arrobo y empezaron a gritar:

—¡Enséñanos, caballero! ¡Queremos ser tus siervos, Paramore! ¡Guárdanos y sálvanos de nuestros enemigos!

En el centro del revuelo, el sol reluciente al que adoraban repartía palmaditas con su mano cubierta de sangre.

—Por supuesto que estoy dispuesto a salvaros. Lo único que tenéis que hacer es seguirme y convertiros en mis guerreros y caballeros.

—¡Estamos dispuestos a morir por ti!

—¡Queremos morir por ti!

—¡Paramore!

Los gritos de admiración se impusieron al soplar del viento y el rugir del fuego. Los brazos en alto de sus devotos hubieran podido alzar el techo de la taberna a una señal de Paramore.

La adulación era tan intensa que nadie —ni siquiera el propio Paramore— vio la reluciente hoja del hacha de Horace hasta que ésta apareció tintada de rojo por la recién rebanada garganta del caballero.