Por lo que sé, estás acostumbrada a encontrarte entre rejas —dijo la mujer conocida como Shark. Sus negros ojos miraron fijos y con dureza a través del ventanuco enrejado de aquella celda de la cárcel de Mistledale—. Si no me equivoco, una vez fuiste capitán de los Jinetes, ¿no es así? Te llamaban Rhynn «el Justo», ¿verdad? Claro está que eso fue antes de que traicionaras a quienes tenías que proteger.

Rhynn, una elfa lunar con el pelo color añil, no respondió. Sólo sus puños apretados, unidos con grilletes de metal por las muñecas, dejaban traslucir su tensión.

Shark abrió la puerta con la llave que le había proporcionado el nuevo capitán de los Jinetes. La mujer apoyó su cuerpo esbelto y bien torneado en la fría piedra de la celda. La mirada de la elfa se volvió más hostil, por mucho que su cuerpo estuviera temblando. Una sonrisa malévola se pintó en el rostro bronceado de Shark. Su práctico atavío masculino —guerrera de lana, pantalones de montar y capa— mantenía su cuerpo caliente, incluso en pleno mes del Martillo. Por su parte, Rhynn Oriandis apenas estaba envuelta en una astrosa túnica vestida por decenas de reclusos con anterioridad. De piel tan pálida como las de las presas que Shark gustaba de cazar, en aquel momento tenía la piel de gallina.

Shark se arrodilló a su lado y acercó su rostro bruñido al de la reclusa.

—Lo sé todo, Rhynn. Y quiero capturar al vampiro.

—No sé qué mentiras te habrán estado contando. Él se merece su libertad.

—Está claro que los elfos os protegéis unos a otros… —Shark hizo una mueca desdeñosa—. Hasta ahora nunca había oído hablar de un vampiro elfo. La verdad es que me apetece entrar en acción.

—La raza no tiene nada que ver con…

—¡Pues claro que tiene que ver! —la interrumpió Shark—. Olvidas que ese ser ha dejado de ser un elfo, que no se merece en absoluto que lo defiendas. Es un vampiro. Y los vampiros son el mal encarnado. No saben lo que es la raza, y lo único que se merecen es una estaca en el corazón. Dame la información que necesito o te la arrancaré por la fuerza.

Rhynn no pestañeó.

—Puedes torturarme. No voy a hablar.

—Yo no estaría tan segura. Me llaman Shark porque no tengo piedad, porque soy una depredadora. He combatido a veintidós vampiros y a un sinfín de humanos, y siempre he cobrado la presa. —Shark enrojeció de orgullo. Los dedos de su mano se enredaron en los cabellos de Rhynn—. Y ahora… si cooperas, saldrás de ésta conservando tu lucidez y, acaso, disfrutando otra vez de tu libertad. Pero si me plantas cara… —Sus dedos tiraron repentinamente del pelo. Rhynn soltó un gemido sordo—. Si me plantas cara, despídete de ambas cosas para siempre.

Shark recitó un encantamiento y clavó las uñas en el cuero cabelludo de Rhynn, y ésta se estremeció de dolor. Los grilletes entrechocaron entre sí. Rhynn fue incapaz de resistir el hechizo. El conjuro de Shark dejó al descubierto los secretos de su mente.

Las emociones de aquella mujer sin duda habían sido trastocadas por los poderes del vampiro, pues lo que Shark leyó era que su naturaleza era bondadosa, y no la de un monstruo. Shark había efectuado otras lecturas de mentes con anterioridad, y lo normal era que, desde el punto de vista de la víctima, el vampiro viniera a ser un verdadero santo. Shark se concentró en la presencia física de la elfa, en su nombre y en su destino, imponiéndose sin dificultad a los frenéticos esfuerzos de Rhynn por ocultar aquella información. Debilitada como estaba, Rhynn era incapaz de soportar aquella violación de su mente. Su boca se abrió y gritó en silencio, hasta que la elfa, finalmente, perdió el conocimiento.

«Tiene más suerte de lo que piensa», pensó Shark. Si hubiera seguido resistiéndose, la lucha por proteger al vampiro habría acabado por enloquecerla.

Con gesto triunfal, Shark soltó a Rhynn de golpe. De pronto tuvo un impulso y tiró las llaves a poca distancia de la elfa. Rhynn quizá reviviese y se liberase antes de que sus captores se dieran cuenta. Era posible, incluso, que se escapase. Como era posible que la matasen. A Shark le daba lo mismo. Shark se ajustó el capuchón y se esfumó merced a su capa encantada. Sin darle más importancia al asunto, se alejó caminando de la pequeña cárcel y pasó junto a los dos guardianes. Su caballo la estaba esperando detrás de la cárcel, allí donde los guardianes no podían verlo. Shark montó en la silla y se alejó en silencio, pues la nieve amortiguaba el ruido de los cascos de su montura. Sin que los estúpidos guardianes se dieran cuenta de nada, Shark se dirigió hacia la puerta principal de Mistledale.

Según Rhynn, el monstruo se proponía regresar a Siempre Unidos, el hogar de los elfos. Shark soltó un bufido de desprecio. ¿Creía de veras ese chupasangres que podría cruzar las aguas? Imposible. Iba a quedarse atrapado en la Costa de la Espada, en Aguas Profundas probablemente. Como le llevaba tres meses de ventaja, tendría que cabalgar al límite de las fuerzas de su montura para atraparlo.

Shark dirigió su caballo al oeste, hacia el lugar que estaba empezando a ser conocido como «la Ciudad del Esplendor». Con los tacones, espoleó al caballo.

Empezaba la cacería.

Una canción obscena llegaba de La Cabeza del Orco. Vestida con recatadas ropas femeninas, ofreciendo una imagen engañosamente frágil, Shark entró en la ruidosa taberna. Nada más entrar, se sacudió la nieve de su capa y aprovechó para estudiar a los parroquianos vocingleros y más bien ebrios. Finalmente se sentó en un rincón poco iluminado. Al vampiro todavía no se le veía por ninguna parte, pero sus fuentes le habían asegurado que aquella noche acudiría a la taberna.

Shark apenas llevaba un momento sentada cuando una camarera joven y lozana dejó una jarra de cerveza espumeante en su mesa. La muchacha era bajita pero tenía la figura opulenta y los cabellos largos, dorados y rizados.

—Esta noche invita la casa —explicó—. Shallen Lathkule… —La camarera señaló a un joven extraordinariamente apuesto que estaba rodeado de alegres bebedores—… se casa mañana por la tarde. Así que esta noche invita a todos a brindar por sus felices años de soltería.

—Bien, pues por Shallen y su prometida —brindó Shark—. Parece que ese Shallen es muy querido por aquí —aventuró, deseosa de trabar conversación con la camarera, pues quizá el tal Shallen conociera al chupasangres.

—Así es. Shallen es de lo más simpático. Y tiene mucho talento. Hace una bisutería estupenda. La mejor a este lado de Siempre Unidos, según dicen.

—Lo cierto es que él mismo está hecho una joyita… —bromeó Shark.

Sin embargo, antes de que la joven pudiera responder, la puerta se abrió, y los ojos de la camarera relucieron de placer. Shark acompañó su mirada; en sus pupilas brilló un destello de excitación.

Una figura delgada acababa de entrar, cargando con un gran cajón.

Aunque el recién llegado llevaba puesta una capa gris sobre su chaqueta azul, sus cabellos, que le llegaban a los hombros, estaban a la vista, unos cabellos de brillante color pajizo moteados de canas. Ninguna capucha ocultaba sus facciones hermosas y su piel bronceada. Sus ojos observaron el interior del establecimiento con sutil precaución, de un modo furtivo que a Shark no se le escapó. Su mirada plateada se detuvo en ella un segundo y se apartó.

El vampiro elfo acababa de llegar.

Shark lo contempló con atención. Moviéndose con elegancia, el vampiro se detuvo no lejos de la puerta y dejó el cajón en el suelo. A pesar de sus movimientos discretos, Shallen reparó en su presencia.

—¡Por fin has llegado! —exclamó feliz, apartándose de sus compañeros un tanto ebrios—. Khyrra me ha dicho que te ha convencido para que mañana vengas a la boda.

—Me temo que no podré —contestó el elfo. Las gentes de Mistledale no exageraban al decir que su voz era tan melodiosa como la más dulce de las músicas—. Espero que me perdones cuando veas qué te traigo.

Con una pequeña daga, cortó la cuerda amarrada en torno al cajón y sacó una estatuilla. Tallada en suave madera de pino, la estatuilla apenas tendría cuatro centímetros de altura, pero cuando la sacó a la luz, todas las miradas convergieron en ella. Lo que sostenía en la dorada palma de su mano era una miniatura de Llura, Nuestra Señora de la Alegría. El largo cabello fluía a su alrededor, hasta confundirse con sus ropas en movimiento mientras bailaba de felicidad. Una de sus manos estaba en alto, con la palma en horizontal, mientras la otra se apoyaba en la cintura con gracilidad, siguiendo la curva de su falda.

—Aunque no tenga nada en la mano, fíjate que en la palma hay un agujerito —indicó el elfo—. En él tenéis que poner una joya que tenga especial significado para Khyrra y para ti. Nuestra Señora de la Alegría asistirá a vuestra boda de mi parte.

Shallen abrió mucho sus ojos azules, que al momento se llenaron de lágrimas. Shark lo estaba observando con atención. Con qué facilidad se dejaban engañar todos: Rhynn, Shallen y probablemente también la joven camarera. Su reacción ante la llegada del elfo resultaba elocuente. Como el vampiro que lo había tallado, el regalo era hermoso, pero sin duda también peligroso.

—Gracias. Yo… —Incapaz de terminar la frase, Shallen se volvió hacia la barra, embargado por la emoción.

—Demasiada cerveza —bromeó un amigo.

Una carcajada estruendosa resolvió lo embarazoso del momento. Los músicos volvieron a tocar. Aunque la música sonaba muy alta, lo bastante para ahogar el ruido de las conversaciones, Shark había venido preparada para la escucha subrepticia. En apariencia atenta a la canción, apoyó la barbilla en la mano y, con disimulo, ocultando el movimiento bajo sus largos cabellos negros, acercó un cuerno diminuto a su oído y musitó un encantamiento. La voz de la camarera de pronto resonó con claridad.

—¡Debes de haberte pasado meses enteros tallando esa figurilla! ¿Qué favor le debes a Shallen para hacerle un regalo tan espléndido?

El elfo miró un instante las figuras talladas con pedrería.

—Nuestro amigo Shallen gusta de compartir su juventud y su alegría con los demás —dijo—. A mí me resulta más que suficiente. Maia, cuando tú misma te cases, prometo haceros a ti y a tu marido un regalo por lo menos igual de bonito.

Maia respondió con una risa insegura.

—No sé si algún día llegaré a tener un marido —declaró. Con las manos delgadas y nerviosas se señaló el cuerpo, un poco demasiado exuberante para ser recatado, y el rostro hermoso pero de facciones endurecidas—. A los hombres les gustan las mujeres por iniciar, maese Jander, y yo hace mucho tiempo que aprendí los secretos de la pasión.

El chupasangres tocó sus manos nerviosas.

—Hace seis meses me dijiste algo parecido —le respondió en tono amable—, cuando te conocí en la Ciudad de los Muertos. Entonces te expliqué que tu pasado no tiene por qué coartar tu futuro. Y tenía razón. Kurnin te contrató sin pensárselo dos veces, ¿no es así?

Una sonrisa tímida apareció en el rostro de la joven.

—Cierto —reconoció—. Pero, maese Jander, ¡ninguno de estos hombres sabe quién soy en realidad!

Su voz ahora era poco más que un susurro. La expresión divertida del elfo de pronto se tornó muy seria.

—Te equivocas, Maia. Estos hombres saben perfectamente quién eres. Lo que no saben es lo que fuiste en el pasado, cosa que ya no importa.

—¿Eso piensas?

—No lo pienso. Lo sé.

Como el mismo Shallen un momento atrás, Maia de pronto estuvo a punto de echarse a llorar. La muchacha finalmente consiguió reprimir las lágrimas y se permitió una sonrisa franca y sincera que dejaba al descubierto la pureza de espíritu que se escondía tras su fachada encallecida.

—Serías capaz de convencer a los mismos pájaros de la necesidad de bajar de los árboles —apuntó jocosamente, tratando de restarle importancia al asunto.

«Lo mismo que te está convenciendo a ti —pensó Shark con un punto de desdén—. Lo mismo que te está convenciendo de que te conviertas en su próximo almuerzo».

Maia se marchó para volver a llenar las jarras de cerveza de los festejantes, y el elfo pasó a ocuparse de sus figurillas. Con sumo cuidado, el vampiro sacó una docena de estatuillas del cajón y las depositó sobre su capa extendida sobre la mesa.

El corazón de Shark latía con excitación. Lo que en aquel momento iba a hacer era arriesgado, pero formaba parte del peligroso juego que necesitaba y le gustaba jugar. Shark se levantó y fue a encontrarse con su presa.

El vampiro levantó la mirada cuando su sombra se cernió sobre él. Por si hicieran falta pruebas adicionales, Shark advirtió que el cuerpo de Jander no proyectaba sombra alguna a la temblorosa luz del candil.

—Tus obras son verdaderamente magníficas —elogió Shark.

Su mirada se cruzó con la de los grises ojos del vampiro. Todavía no había encontrado a ningún chupasangres que fuera capaz de fascinarla, pero a Shark le gustaba fantasear con tan peligrosa posibilidad. Para su decepción, el bruñido vampiro ni siquiera lo intentó, sino que siguió reordenando las estatuillas en el interior del cajón.

—Gracias —respondió con sencillez.

—¿Tienes tu taller aquí, en Aguas Profundas?

—Me gusta trabajar durante el día y acercarme a las tabernas por la noche —contestó.

«Estoy segura de ello», se dijo Shark, sombría.

Su dedo recorrió el casco de un diminuto navío elfo increíblemente detallado.

—Supongo que la gente está más dispuesta a desprenderse de sus monedas cuando tienen el gaznate empapado.

El otro soltó una risa cortés.

—Es muy posible. ¿Te gusta esta pieza?

—Sí que me gusta, pero no llevo conmigo el dinero necesario para comprarla —contestó ella, fingiéndose decepcionada—. ¿Podría acercarme a tu casa mañana y comprarla entonces?

—Me gusta disfrutar de un poco de tranquilidad cuando trabajo —respondió el vampiro, acaso demasiado rápidamente—. Mañana por la noche volveré por aquí. ¿Quieres que te la reserve?

—Mañana tengo un compromiso, pero enviaré a una de mis sirvientes. ¿Por quién tiene que preguntar?

—Por Jander Sunstar —contestó el elfo—. ¿Y tú eres…?

—Shakira Khazaar. Gracias por guardarme la pieza.

—Es lo normal. No me gusta perder una venta —dijo Jander.

En sus ojos plateados relucía un brillo extraño; Shark, de repente, se sintió vagamente incómoda. Se había equivocado. De un modo u otro, se había dejado llevar por la imprudencia. La comprensión de dicha circunstancia vino a ser como un bofetón en pleno rostro. Shark sonrió en un intento de disipar sus sospechas y sintió cierto alivio cuando el chupasangres le devolvió una sonrisa en apariencia sincera y carente de afectación, la misma que había empleado con los demás, con sus «amos». Con todo, al marcharse de la taberna, Shark sintió los ojos de Jander clavados en la espalda.

Una vez en el exterior, Shark cruzó la calle y se metió en un callejón. Tras cerciorarse de que nadie la observaba, se cubrió la cabeza con la capucha. Tejida y encantada por sus propias manos muchos años atrás, la capa no sólo la convertía en invisible, sino que también encubría el aura de su calor corporal, un aura que los vampiros podían ver. La ventisca de nieve era muy fuerte, pero Shark se volvió para que soplara directamente en su rostro. Aunque ahora era invisible a los ojos del vampiro canto como de los humanos, no quería que su olor la traicionara.

No tuvo que esperar demasiado. El chupasangres salió al exterior en el momento preciso en que la taberna cerraba sus puertas. Lo acompañaba la camarera, Maia. Con cuidado, en silencio, Shark empezó a seguirlos, sin que se le escapara el detalle de que Jander a propósito estaba dejando las huellas de sus botas en la nieve, para perpetuar la ilusión de que en realidad era un elfo corriente y moliente. Acostumbrados a no dejar huellas a su paso, demasiados vampiros se olvidaban del detalle.

Maia y el vampiro caminaban charlando en voz baja mientras él la acompañaba hasta su hogar, una habitación situada en lo alto de una sastrería. Shark se preparó para lo inevitable. Hipnotizada por aquel ser, la muy necia sin duda ahora lo invitaría a subir. Él naturalmente aceptaría y luego bebería sangre hasta hartarse. Así sucedía siempre, y Shark nunca trataba de evitarlo. En Suzail había aprendido por las malas lo temerario que resultaba sobresaltar a un vampiro que se estaba alimentando.

Lo que esperaba se confirmó. Maia invitó al vampiro a subir de forma un tanto causal, como si lo hubiera hecho otras veces. El chupasangres aceptó con una cortés inclinación de la cabeza. Sobreponiéndose al frío, Shark esperó con paciencia nacida de la práctica. El vampiro finalmente reapareció, bajó por las escaleras y echó a caminar calle abajo, sin olvidarse de dejar sus huellas en la nieve. Shark empezó a seguirlo, un tanto sorprendida. En lugar de asumir la forma de un murciélago y disolverse en la neblina, Jander prefería seguir escudándose en su apariencia de elfo y andar el camino. En todo caso, parecía estar en tensión, como lo indicaba que cada dos por tres se volviera para mirar atrás.

Shark comprendió que el vampiro intuía que alguien lo estaba siguiendo. ¿Cómo era posible?

Shark repasó lo sucedido en la taberna y de pronto supo qué había despertado las sospechas del chupasangres. ¡No le había preguntado el precio de la figurilla! De pronto se sintió avergonzada a más no poder. Un estremecimiento de miedo le recorrió la espalda. «¡Imbécil!», se dijo en silencio. ¿Cómo podía haberse puesto de tal forma en evidencia? Su falta de precaución podía haberle costado la vida… Podía costársela todavía. A Shark se le encogió el corazón. Pero no, el vampiro no la había visto. El chupasangres dobló una esquina y siguió andando.

Finalmente se detuvo frente a una pequeña casa de piedra próxima a las afueras de la población. Cuando Jander sacó una llave y abrió la puerta, Shark comprendió con sorpresa que se trataba del hogar del vampiro. La puerta y las paredes de tablones estaban en buen estado de conservación. Bajo las ventanas con las persianas cerradas crecían los esqueléticos tallos invernales de rosas plantadas en macizos bien cuidados. Tras dirigir una última mirada ansiosa a sus espaldas, Jander se sacudió cuidadosamente la nieve de las botas y entró.

Shark sentía una decepción cuyo regusto era comparable al de las cenizas en la boca. ¿Qué clase de desafío suponía un vampiro que plantaba macizos de rosas? ¿Qué mérito tendría eliminar a un adversario tan endeble? En principio, un ser tan exótico como un vampiro elfo tendría que obligarla a valerse de todos sus recursos, de su astucia y su capacidad. Por un momento pensó que nada sería más fácil que entrar en la casa en aquel preciso momento y despachar al chupasangres sin perder más tiempo. Sin embargo, su imprudencia anterior la llevó a mostrarse prudente. Volvería al día siguiente y lo mataría. Sería fácil, lo sabía, si bien necesitaba trazar un plan alternativo por si algo salía mal.

Tras dirigir una última mirada desdeñosa a la bonita casa que era el hogar de aquel vampiro, Shark emprendió el camino de regreso a la ciudad. Todavía le quedaba una cosa por hacer aquella noche.

Protegida de todas las miradas por su mágica capa, Shark se presentó en la casa del chupasangres la tarde siguiente. El domicilio del vampiro estaba enclavado en mitad de una hilera de casas que parecían hallarse deshabitadas. La boda de Shallen Lathkule, que en aquel momento se estaba celebrando en el otro extremo de Aguas Profundas, había congregado a muchos. Rápida y habilidosamente, Shark abrió la cerradura con una ganzúa y entró en la vivienda. Después de cerrar la puerta a sus espaldas, dejó que sus ojos se hicieran a la oscuridad y echó una mirada a su alrededor.

En la planta baja de aquella casa de dos pisos no se veía nada sospechoso, con la excepción de que las persianas cerradas estaban aseguradas con clavos y recubiertas de brea para que la luz del sol no se filtrara en lo más mínimo. Las herramientas de talla de Jander estaban alineadas en orden sobre una gran mesa de trabajo. En las estanterías había varias figurillas inconclusas. Allí donde no había estantes, las paredes exhibían unas pinturas y tapices maravillosos. En un rincón, dispuestos con cuidado, había una cota de malla, una espada y un escudo. Sin duda, recuerdos de la existencia anterior del vampiro, de cuando todavía era un ser viviente. El suelo de piedra estaba cubierto de esteras. Unos extraños ruiditos llegaban del otro lado de una cortina situada en la parte posterior. Con los sentidos alerta, Shark avanzó con cuidado y abrió la cortina.

Decenas de ratas correteaban de un lado a otro en el interior de una gran jaula. Shark las contempló largamente, sabedora de que, muchas veces, los vampiros tenían el poder de controlar a dichos animales. Sin embargo, esas ratas se comportaban de forma perfectamente normal. Frunciendo la nariz por efecto de la pestilencia, Shark cerró la cortina.

—Tentempiés para degustar entre las comidas —murmuró para sí. La mayoría de los chupasangres siempre tenían algo así a mano.

Shark escudriñó el suelo de madera por si había alguna trampilla oculta, pero no era ése el caso. Shark frunció el ceño, sorprendida, y fijó la mirada en la escalera que llevaba a la planta superior. La mayoría de los vampiros gustaban de situar su guarida en rincones frescos y umbríos, bajo tierra si era posible. Shark se encogió de hombros. Arriba, abajo… Era lo mismo. En silencio, subió. Tras asomar la cabeza con precaución, lo que vio le hizo respirar con fuerza.

El vampiro no dormía en un ataúd. Ni tampoco yacía rígido con las manos cruzadas sobre el pecho. El chupasangres dormía tumbado en el suelo, con los brazos y las piernas retorcidos en ángulos antinaturales. Las hermosas facciones que la noche anterior un candil iluminara ahora aparecían contraídas con una expresión de miedo. Shark vaciló un segundo. Nunca había visto que un chupasangres durmiera en semejante posición. ¿Acaso se habría equivocado?

No, se dijo al momento. Nunca se había equivocado con un vampiro. Shark terminó de subir por la escalera y se acercó con cuidado a Jander. El pecho de éste aparecía inmóvil por completo. Era evidente que estaba muerto… Pero ¿cómo se explicaba aquella posición? Entonces lo comprendió. Los chupasangres dormían tal y como la muerte los había sorprendido. La mayor parte de ellos habían sido dispuestos y enterrados en ataúdes, pero estaba claro que Jander Sunstar había encontrado su vampírico destino de forma menos plácida y nunca había sido enterrado como era debido.

Shark agachó la cabeza para contemplarlo mejor, y la capucha cayó sobre sus ojos. Enojada, se descubrió, volviéndose a convertir en visible. No importaba. Como los demás vampiros a quienes había matado, Jander era vulnerable, incapaz de moverse, y menos aún de luchar, durante las horas del día. Él también iba a morir. La única cuestión de interés radicaba en saber cómo iba a morir. Sus fuertes manos acariciaron el ancho cinturón donde llevaba sus herramientas de trabajo. La retorcida posición de Jander dificultaba el empleo de su arma preferida, una pequeña ballesta diseñada para ser usada con una sola mano. Tendría que recurrir al método tradicional, a la estaca y el martillo.

Tras sentarse a horcajadas sobre el cuerpo del chupasangres, situó la punta de la estaca sobre su corazón.

Shark alzó el martillo y pronunció las palabras que siempre formulaba antes de dar muerte a una de sus presas.

—Shark te envía a los Nueve Infiernos. —En tono desdeñoso, añadió—: La verdad es que me ha sido muy fácil.

Una mano broncínea la agarró por la muñeca. Unos ojos plateados se clavaron en su rostro.

—No tan fácil —contestó el vampiro.

Shark sólo necesitó un segundo para recobrarse de su asombro. Con un rápido giro de la muñeca liberó una diminuta probeta redonda que llevaba oculta en la manga. En el interior de la delicada esfera de cristal había agua sagrada. Shark trató de estrellarla en el rostro del vampiro, pero éste era increíblemente rápido. Soltando su muñeca al instante, la mano del chupasangres se alzó velocísima para proteger el rostro. La esfera de cristal se hizo pedazos, pero en lugar de abrasar los ojos del vampiro, el agua sagrada simplemente le quemó los dedos. Antes de que el monstruo pudiera evaporarse en el aire y desaparecer, Shark se apartó de un salto, echó mano a la ballesta que llevaba en un arnés cruzado a la espalda, apuntó y disparó. La delgada saeta de madera se hundió en pecho del vampiro, cuyo cuerpo al momento empezó a desecarse. La carne se marchitó y arrugó; su coloración pasó del dorado al marrón claro y mate. Abriendo la boca con desespero, Jander cayó de rodillas sobre el suelo de madera. Shark lo contempló fascinada, ansiosa por disfrutar de su dolor. No esperaba que el chupasangres conservara tanto de su antigua condición, lo suficiente para hacer vida normal durante el día. Pero finalmente estaba acabando con él, a pesar de que…

Sus manos doradas y temblonas se cerraron sobre la flecha. Shark comprendió que, aunque la saeta de madera se había clavado en el pecho de Jander, acaso afectando al mismo corazón, no había atravesado el más vital de los órganos del vampiro. De un tremendo estirón, Jander se arrancó la flecha del pecho. Su tez recobró el color dorado de inmediato, mientras que sus facciones volvieron a adoptar su forma normal, con la salvedad de que su expresión ahora lo era todo menos bondadosa.

Shark salió corriendo hacia la escalera, seguida de cerca por el furioso Jander. Shark se sabía incapaz de acabar con él en aquel lugar y aquellas circunstancias, y estaba decidida a salvar el pellejo como fuera. Cuando a sus espaldas resonó un gruñido salvaje, comprendió que su perseguidor había adoptado forma de lobo. En lugar de seguir bajando peldaño a peldaño, Shark se dejó caer rodando por la escalera, en el momento justo en que una formidable mandíbula se cerró ruidosamente a pocos centímetros de sus dedos.

Shark llegó a la planta baja y, mientras seguía corriendo, metió la mano izquierda en una de las bolsitas de cuero que llevaba amarradas al cinto. Sus dedos se hundieron en una viscosa mezcla de sulfuro y guano de murciélago.

—¡Tres metros por delante, a medio metro de altura! —ordenó, señalando con el índice de la mano derecha a la pared que había enfrente.

Una pequeña bola de fuego brotó de la punta de su dedo y fue creciendo en tamaño en su recorrido hacia la pared. La bola de fuego estalló al llegar a ella, prendiendo varias de las hermosas figurillas de Jander. La luz del sol irrumpió en la casa, y Shark se tiró de cabeza por el recién abierto boquete.

A pesar de la capa de nieve que había en el suelo, Shark se dio un gran topetazo al aterrizar, de forma que por un segundo se quedó sin respiración. Atónita por cuanto había sucedido, se preguntó si, además de mostrarse activo durante el día, el vampiro acaso no sería también inmune a la luz del sol, Pero Jander no la había seguido al exterior.

Shark rodó sobre sí misma, pugnando por recobrar el aliento. Finalmente, se levantó trastabillando y miró a través del boquete en la pared. Como era de esperar, al chupasangres no se lo veía por ninguna parte, pues se estaba escondiendo de la ardiente luz del día. Shark se alegró de haber pensado de antemano en la posible necesidad de salir huyendo de la casa.

—¡Vampiro! —llamó. Silencio—. ¡Vampiro! ¡Se que me estás oyendo!

—Te estoy oyendo.

La misma voz melodiosa de la noche anterior ahora resonaba con una nota de dolor y rabia. Shark se alegró de oírla. El vampiro la había pillado por sorpresa en el interior. Pero ahora era ella quien le tenía reservada otra sorpresa.

—Tengo a Maia —anunció.

Silencio.

—Mientes.

—Anoche os estuve siguiendo desde la taberna. Y luego volví a por ella.

Sus palabras se vieron recompensadas por un gemido sordo. Su placer se incrementó al oírlas.

—Por favor, no le hagas nada… Maia es inocente. Ella no sabe nada de lo mío. ¡Yo soy quien andas buscando! —El vampiro se estaba moviendo en el interior—. Voy… Voy a salir.

Shark de pronto tuvo una intensa sensación de alarma.

—¡No! —gritó, con mayor intensidad de lo previsto.

No era la primera vez que intentaban aquella añagaza con ella: el vampiro que se ofrecía a salir a la luz del día también era un mago capacitado para crear una esfera de oscuridad en torno a ambos. De forma refleja, con la mano se acarició la cicatriz en la garganta producto de aquella ocasión. El chupasangres entonces logró morderla, si bien fue ella quien terminó por imponerse. Lo sucedido le había servido de lección sobre la naturaleza traicionera de los vampiros.

Con todo, si ese vampiro también estaba fingiendo, lo cierto es que era un actor magnífico, pues el dolor en su voz parecía sincero.

—¿Por qué te ofreces a salir? —inquirió ella—. ¿Qué significa Maia para ti, para que te ofrezcas a rendirte?

A la espera de la respuesta, Shark seguía preparada para la posibilidad de un ataque inminente.

—Maia es hermosa, y yo aprecio la belleza —contestó Jander desde el interior.

Shark soltó un bufido de desdén.

—Así que anoche en su cuarto lo único que hacías era apreciar su belleza…

Una pausa.

—Nunca la he tocado. Es cierto que la visito todas las noches. Porque le estoy enseñando a leer.

—¿Que no la has tocado? ¿A esa furcia de tres al cuarto? ¡Ja! Y en cuanto a eso de que le estás enseñando a leer…

—Yo no soy quién para juzgar lo que ella pueda haber sido en el pasado. —Su hermosa voz temblaba de indignación—. Lo que a mí me importa es su presente y su futuro. Maia quiere aprender, y yo estoy dispuesto a ayudarla.

—Ya. Así que lo que quieres es ayudarla, y no matarla.

—Alguien me dio una vez la oportunidad de redimirme de mi pasado. Por eso hoy quiero ser yo quien le dé esa oportunidad a Maia.

Shark no pudo evitarlo; de pronto se echó a reír. ¡Que el vampiro la creyese capaz de tragarse tan ridícula patraña!

—Eres muy gracioso, mi querido elfo, pero sigues sin convencerme. Si de veras quieres un futuro mejor para Maia, tendrás que atenerte a tus propias palabras. Mis términos son sencillos: tu vida de espectro por su vida verdadera. Encuéntrate conmigo cuando se ponga el sol en la Ciudad de los Muertos. Si no lo haces… Bien, esa fulana nada significa para mí.

Una nueva pausa.

—Quienes dan caza a los nosferatus suelen ser de naturaleza divina —respondió el vampiro por fin—. Pero tú, Shakira Khazaar, no lo eres. Si lo fueras, me alegraría de que hubieras dado conmigo y entendería que me hubieras estado dando caza. Me has estado haciendo preguntas, pero ahora soy yo quien quiero saber por qué utilizas así a una inocente como Maia. ¿Por qué quieres matarme cuando yo no he hecho mal a nadie en esta ciudad?

Shark se quedó atónita ante aquella pregunta impensada. Nadie le había hecho una pregunta así en la vida. Ella mataba porque tal era su labor, y punto. Era cuanto llevaba haciendo toda la vida, en legítima defensa primero, más tarde por unas monedas, como asesina a sueldo. Cuando el placer de acabar con una vida humana empezó a desvaírse, se aficionó a dar caza a los seres espectrales. Los chupasangres constituían un desafío, y todo el mundo deseaba su eliminación. Ella ya no era la mísera ladrona Shakira, sola y cargada de temores. Tampoco era una asesina anónima que tenía que esconderse en las sombras tras acabar con su presa. Se había transformado en Shark, quien siempre daba con el objeto de su cacería, cuya destreza en el noble arte de matar era bien conocida y apreciada. Sin embargo, todas esas razones no acudieron a sus labios en aquel momento.

—¿Por qué? ¡Porque el capitán Rhynn Oriandis quiere tu destrucción, maldito chupasangres putrefacto! —le espetó con rabia.

Cuando Jander dio un respingo de sorpresa, Shark sintió que su negro corazón se impregnaba de placer.

¡El muy necio se lo había creído!

Su rostro esbozó una mueca, lo que ella tomaba por una sonrisa, al darse media vuelta y dejar al vampiro a solas con su miedo hasta el anochecer.

Para ser un lugar vinculado a la muerte, la Ciudad de los Muertos gozaba de gran popularidad entre los vivos. Los habitantes de Aguas Profundas de todas las edades y clases sociales siempre acababan yendo a parar a sus colosales mausoleos y sus sencillas tumbas para los desfavorecidos: guerreros, capitanes de mar, plebeyos… Las diferencias que pudieran haber tenido en vida dejaban de tener sentido a medida que su mortalidad los unía en el sueño común. La hierba mecida por el viento, los árboles de sombra generosa y las hermosas estatuas aportaban un aura de placidez al lugar. Durante el día, la pequeña «ciudad» era un remanso de paz para los visitantes. Por la noche, sin embargo, eran otros los que acudían al cementerio: quienes preferían hacer sus transacciones bajo la desvaída luz de la luna y las estrellas, quienes no querían testigos de sus tratos y mercadeos.

En el centro de la necrópolis se alzaba un monumento erigido apenas unos años atrás. Construido con intención de rendir homenaje a los habitantes primigenios de Aguas Profundas, aquella estatua enorme era una maravillosa obra de arte. Labrados a tamaño natural sobre aquella piedra de casi veinte metros de altura, decenas de guerreros aparecían enzarzados en combate con toda suerte de adversarios no humanos. Muy ancho en su base, el monumento se iba estrechando a cada nivel hasta verse coronado en el pináculo de aquella lucha interminable por un héroe solitario. Congelados para siempre en el momento culminante de la acción, los orcos atravesaban a sus oponentes con azagayas y los aguerridos espadachines arremetían a estocadas contra los seres del averno. Heroicas o monstruosas, todas las figuras representadas fenecían con similar despliegue de dramatismo.

Allí había encontrado el vampiro a Maia por vez primera, muchos meses atrás, cuando la muchacha todavía se dedicaba al vil comercio carnal. Jander esperaba volver a verla allí aquella noche.

Jander se presentó como un elfo, caminando pero sin dejar huellas en la nieve. Un poco antes de llegar al monumento, se detuvo. Un círculo blanquecino rodeaba la escultura colosal, y el característico intenso olor del ajo impregnaba el frío aire de la noche. Al oír un gemido apagado, Jander levantó la mirada. Con ironía deliberada, Shark había amarrado a la camarera al primigenio héroe de piedra que coronaba la rocosa aglomeración de combatientes. Atada de pies y manos con cuerdas, la muchacha tenía una mordaza de tela que no terminaba de acallar sus sollozos de temor.

Sin apresurarse, Jander rodeó el círculo de ajos hasta que descubrió una pequeña brecha de medio metro en la barrera aparentemente infranqueable. Tras un segundo de vacilación, dio un paso al frente y entró en el círculo. Se veía que era una trampa, pero ¿qué otra alternativa tenía?

Junto a la base del monumento, de pronto soltó un grito y cayó al suelo. Su pie se había visto atrapado en un cepo para animales de aguzados dientes de madera y oculto con astucia. Al caer al suelo, un segundo cepo aprisionó una de sus manos. Los dientes de la trampa estaban empapados en agua sagrada. De las heridas del vampiro empezó a brotar vapor y sangre reluciente a la luz de la luna.

Con su mano buena, Jander consiguió astillar la madera que mordía su tobillo y su muñeca. Se puso en pie de un salto, a la espera de un segundo ataque. Pero éste no se produjo.

Jander se acercó a la escultura extremando la precaución, con los ojos atentos a la nieve que se extendía ante sus pies. Escondidas con habilidad, había varias trampas más destinadas a él. Caminando con cuidado, evitó un cepo tras otro.

—Estoy aquí, Maia —avisó el vampiro, sin levantar demasiado la voz—. Ya estás a salvo.

La figura de piedra que había delante de él representaba a una guerrera con una larga trenza de pelo a la espalda. Jander llevó la mano hacia ella, preparándose para trepar hasta donde Maia se encontraba, pero la estatua de repente sonrió y volvió a la vida. Sin perder un segundo, Shark empuñó una pequeña ballesta y disparó una saeta de madera al pecho de Jander, quien se encontraba apenas a un par de metros de distancia.

Jander soltó un gruñido por efecto del impacto, si bien el dardo rebotó en su cuerpo y cayó al suelo.

Shark se quedó boquiabierta. Con una sonrisa malévola, el vampiro se tocó el pecho con su dorado dedo índice. Demasiado tarde, Shark se acordó de la cota de malla que había visto en la casa de Jander. Shark se cubrió con la capucha, tornándose invisible, y saltó a un lado. La mano del vampiro se cerró sobre su capa, pero Shark al momento se soltó y salió corriendo.

Jander asimismo echó a correr en su persecución.

Al cabo de un momento, Shark comprendió que el chupasangres no necesitaba verla para seguir sus pisadas en la nieve. Sin pensárselo dos veces, dio un salto enorme, se agarró al poderoso brazo de un orco de piedra y se izó a pulso. No sin dificultad, finalmente consiguió encontrar acomodo encima de una enorme cabeza con yelmo de combate, sobre la que aguardó inmóvil, conteniendo el aliento.

Durante un segundo, el vampiro de piel bruñida se quedó tan inmóvil como la misma estatua, mirando a su alrededor con obcecación, como si su fuerza de voluntad bastase para quebrar los mágicos poderes de Shark. Su mirada pasó por ella sin verla. Por fin, Jander se dio media vuelta y empezó a trepar.

Cuando el vampiro se encontraba ya a la mitad de su ascensión por el monumento, Shark bajó al suelo en silencio y se ajustó bien la capucha, para que no le cayera en el momento más inoportuno. Tenía que obrar con rapidez, antes de que el vampiro se fijase en sus reveladoras pisadas impresas en la nieve.

Tras acercarse al círculo de ajos, cerró la brecha con las cabezas que llevaba consigo. El vampiro estaba atrapado: ni siquiera podría atravesar el círculo volando. Shark volvió a la base de la escultura y empezó a trepar en persecución de su presa.

Por su parte, Jander seguía ascendiendo con movimientos rápidos y seguros pero no precipitados o antinaturales. No quería que Maia reconociera su verdadera naturaleza. Su prudencia obraba en beneficio de Maia, que lo estaba siguiendo a un ritmo vertiginoso, trepando sobre los guerreros enzarzados en batalla con tanta presteza como si lo hiciera por un árbol de ramas retorcidas.

Jander llegó a lo alto. Se produjo un silencio, y Shark supo que el chupasangres estaba con la vista fija en el símbolo sagrado que ella había dispuesto sobre el cuerpo de Maia. Con cuidado, en silencio, Shark continuó subiendo, atento a los sonidos que llegaban desde arriba.

—¡Protégeme, Lathander! —gritó Maia, con el miedo pintado en la voz, cuando Jander finalmente le quitó la mordaza de la boca—. ¡Por favor, no me mates! ¡Ella… Ella me ha dicho lo que eres! ¡Haré lo que quieras, pero por favor no me mates!

Un silencio preñado de asombro. Tras subir a lo alto de un arquero moribundo, Shark pudo disfrutar de la respuesta del chupasangres.

—No, Maia —repuso la voz de Jander, súbitamente fatigada—. No voy a matarte. Yo… Deja que termine de soltarte.

Shark en aquel momento lo vio. Invisible pero tensa, vio cómo Jander se acercaba para desatarle las manos a la muchacha todavía presa del histerismo. Tras desatarle las manos, el vampiro se arrodilló para soltar las cuerdas que amarraban sus tobillos. Un estallido de luz brotó del pequeño medallón rosado escondido entre los pliegues de la falda de Maia. El conjuro de Shark había funcionado a la perfección.

El chupasangres trató de protegerse los ojos con los brazos, tropezó y se despeñó del monumento. Shark se agarró con una mano a un troll agonizante y contempló la caída de Jander. Su cuerpo de repente se estremeció en el aire y se convirtió en el de un pequeño murciélago de color pardo. El murciélago aleteó un instante y remontó el vuelo hacia lo alto. Shark oyó que Maia estaba sollozando mientras terminaba de liberarse de sus ataduras. Sin dejar de sollozar, la camarera finalmente emprendió el descenso del monumento. Shark hizo caso omiso. Maia ya no le servía para nada.

Su atención seguía concentrada en el vampiro. Asomándose peligrosamente de las espadas y jabalinas labradas en la piedra, Shark recurrió a un pequeño saquito de cuero que llevaba amarrado al cinto. Un instante después, una lluvia de granos de trigo cayó sobre el vampiro. Era éste el recurso preferido por Shark para enfrentarse a un chupasangres convertido en murciélago. Los granos de trigo servían para confundir los sentidos del murciélago, que al momento empezaba a volar de forma errática.

Sin embargo, Jander no se dejó desorientar. El minúsculo murciélago sólo perdió el rumbo un segundo, antes de seguir dirigiéndose directamente al rostro de Shark. El manto de invisibilidad de ésta de nada servía contra los sentidos aguzadísimos de que el vampiro disfrutaba en su forma de murciélago. A medio metro escaso de sus ojos, el pequeño animal abrió sus fauces plagadas de colmillos afilados.

Presa del pánico, Shark agachó la cabeza y resbaló en el saliente rocoso cubierto de nieve. Cayó hacia las jabalinas de piedra que apuntaban hacía lo alto. Shark no gritó, contentándose con soltar un gruñido cuando el descenso mortal se vio frenado en seco: su capa se había enganchado en la azagaya de un monstruo. Aunque el repentino estirón le produjo un intenso dolor en la garganta, seguía viva y coleando.

Suspendida en el aire, meciéndose ligeramente, Shark se maldijo en silencio mientras mentalmente se afanaba en dar con una salida a aquel atolladero. No disponía de encantamientos que le pudieran ayudar en aquella situación, de conjuros capaces de transformar su envoltura o hacerla volar o flotar en el aire. Gruñendo por el esfuerzo, estiró el brazo al máximo y trató de asir la lanza de piedra que la mantenía en suspenso. No logró alcanzarla. Tendió el brazo hacia su derecha con intención de agarrarse al rostro repugnante y porcino de un orco de piedra empeñado en rematar a un oponente. Sus dedos sólo consiguieron aferrarse al aire.

Más asustada de lo que había estado en décadas, Shark alzó la mirada al cielo de la noche.

La silueta del chupasangres se recortó en el cielo estrellado mirándola directamente desde arriba. Y entonces, lentamente, se movió. Uno de sus brazos trató de alcanzarla.

Soltando un chillido incoherente, Shark se apartó de su mano. La tela de su capa se rasgó en aquel momento, con el resultado de que su cuerpo de repente se encontró unos centímetros por debajo de su situación anterior. Por lo menos, el vampiro ahora ya no podía alcanzarla con la mano. Aunque, eso sí, el chupasangres siempre podía reptar por la piedra y…

—Dame la mano.

Shark tardó unos instantes en comprender lo que le decía el vampiro, tan sorprendentes resultaban aquellas palabras. Jander insistía en tenderle la mano desde la pared rocosa.

—¡Dame tu mano! Así no puedo alcanzarte…

La tela de la capa se rasgó unos centímetros más todavía. Shark miró hacía abajo. Media docena de metros por debajo le esperaban las afiladas puntas de las jabalinas de piedra de los guerreros enzarzados en combate.

—Resiste, Shakira. Voy a salvarte.

El vampiro dorado empezó a reptar pared abajo en su dirección.

Shark, de repente, comprendió con certeza que Jander Sunstar no se proponía acabar con ella. Lo que quería era salvarla, sacarla de aquel aprieto mortal. Ella, Shark, quien había dedicado su vida entera al noble arte de la muerte, por una vez había fracasado a la hora de eliminar a una presa. Con el agravante de que ahora le iba a deber la vida al ser que se había propuesto destruir. Si la mano cálida de ésta se cerraba sobre la suya, nunca más estaría en condiciones de empuñar un arma. Nunca más sería la verdadera Shark.

Ni siquiera tuvo que pensarlo. Irguiéndose en el aire, levantó ambas manos y se aferró a la tela de su capa.

—Es Shark quien te envía a los Nueve Infiernos —dijo en voz alta.

Por una vez, ella misma era la destinataria de aquellas palabras.

Cuando ya los dedos del vampiro estaban a punto de alcanzarla, Shark sonrió como la depredadora que era, escupió al rostro noble y hermoso del otro y rasgó por completo la tela de su capa.