20 de Flamerule, Año del Foso (1269 CV).
Perdido en el camino entre las ciénagas sin fondo.
De la niebla llegaban voces muy apagadas y, algo más allá, los cantos de las madres, los lloros de los niños, los gritos de los padres… Los mugidos de los bueyes… roncos y fatigados. Melegaunt Tanthul siguió andando del mismo modo —con mucho cuidado— por el camino formado por troncos de árbol partidos por la mitad que se movían peligrosamente sobre la esponjosa turba. La visibilidad no iba más allá de los veinte pasos, y el camino era una cinta marrón que se adentraba en zigzag en una nube de un blanco perlado. No por primera vez se maldijo por no haber tomado el desvío junto al paso del Hombre Muerto. Estaba claro que todavía seguía en Vaasa, si bien era imposible saber si se estaba dirigiendo al tesoro que andaba buscando o si en realidad se estaba alejando de él.
Las voces resonaron cada vez más altas y claras; el impreciso contorno del camino se disolvió en la nada. Un puñado de esferas similares a cabezas aparecieron alineadas. Algunas de ellas estaban emplazadas sobre unos hombros humanos con los brazos abiertos en cruz a fin de repartir mejor el peso. Algo más allá, dos tiros de nebulosos bueyes surgían del limo, al frente de la maciza silueta de un carromato envuelto en la neblina e inmovilizado.
Al acercarse Melegaunt a ellos, en los bultos en forma de cabeza empezaron a ser reconocibles luengas barbas y cabellos desgreñados. Melegaunt empezó a distinguir narices ganchudas y ojos con profundas ojeras. De repente, una de las cabezas lanzó un grito y se hundió bajo el limo con un sonido estremecedor. El grito fue secundado por una letanía de gemidos aterrorizados, hasta que una de las cabezas se volvió hacia las demás y ladró unas palabras en el gutural dialecto vaasa. Las voces al momento guardaron silencio, y la cabeza se volvió hacia Melegaunt.
—Via… viajero, mejor harías en dete… detenerte aquí —dijo el vaasan, a quien el frío lodo del pantano obligaba a tartamudear y hablar con dificultad—: Los tron… troncos del camino están podridos a partir de este punto.
—Gracias por el aviso —respondió Melegaunt, que se detuvo a unos quince pasos del final del camino—. Pero creo que lo tenéis difícil para salvaros vosotros.
El vaasan ladeó un tanto la cabeza.
—Yo diría que tenemos mayor opor… oportunidad de salvarnos mientras permanezcas ahí. A nuestro la… lado no harías mucho.
—Es posible —concedió Melegaunt.
Melegaunt escudriñó la neblina que se extendía más allá, tratando en vano de descubrir dónde se iniciaba otra vez el camino. Por mucho que le enojara no saber adonde se estaba dirigiendo, la posibilidad de tener que dar media vuelta le resultaba todavía más exasperante.
—¿Adónde conduce este camino? ¿A Delhalls o a Moorstown?
—¿Que… que adónde conduce el camino? —tartajeó el vaasan, tan furioso como incrédulo—. ¡A los míos, por supuesto! Y des… después de que te haya salvado, ¿no piensas ayudarnos?
—Por supuesto que voy a ayudaros. Haré todo lo que pueda —respondió Melegaunt. Entre la niebla, un nuevo vaasan gritó y fue absorbido por el limo—. Pero existe la posibilidad de que desaparezcas antes de que tenga tiempo de salvarte. Si ello sucede, me gustaría saber adonde lleva este camino.
—Si ello sucede, de nada te servirá saberlo —gruñó el vaasan—. Si qui… quieres llegar a tu destino, tendrás que salvar a mi clan, para que te guiemos.
—Hay algo que está hundiendo a los miembros de tu tribu uno a uno, ¿y tú me vienes con esas minucias? —apuntó Melegaunt, quien cogió su negra daga, se puso a cuatro patas y empezó a tantear los troncos de árbol que tenía delante para ver si estaban podridos—. No es momento para entrar en negociaciones. Y yo no pienso abandonaros.
—Si es así, tu paciencia será recompensada —dijo el vaasan.
Melegaunt alzó la mirada y frunció el entrecejo.
—¿Debo entender que no terminas de confiar en mí?
—Confiaría más si nos ne… necesitaras.
—Una respuesta tan escurridiza como el cenagal en el que estáis atrapados —repuso Melegaunt—. Si tengo éxito, ya no necesitaréis de mí. En tal caso, ¿cómo puedo saber que efectivamente me guiareis a mi destino?
—Tienes la palabra de Bodvar, el jefe del clan del Águila de Moor —respondió el otro—. Con mi palabra tiene que bastarte.
—Sé que la palabra dada a veces tiene un valor relativo entre los vaasans —gruñó Melegaunt—. Te advierto que si luego incumples tu promesa…
—No tienes que temer nada a ese respecto —dijo Bodvar—. Si tú te atienes a tu compromiso, yo respetaré mi promesa.
—Eso lo he oído otras veces —murmuró Melegaunt—. Muchas, demasiadas.
A pesar de sus quejas, Melegaunt seguía avanzando con precaución, comprobando si los troncos estaban podridos. Según todas las crónicas, los vaasans fueron siempre un pueblo duro pero noble, hasta que las fabulosas minas de sanguinaria de Delhalls y Talagbar fueron descubiertas y el mundo exterior irrumpió en su territorio para enseñarles el engaño y la doblez. Desde entonces, con la salvedad de alguna población como Moorstown, en la que la palabra de un hombre era más preciosa que su vida, los vaasans eran tan taimados y arteros como todos los demás habitantes de aquel mundo marcado por la mentira y la traición.
Melegaunt estaba ya empezando a dudar de lo que Bodvar había dicho sobre los troncos carcomidos cuando su daga finalmente dio con madera podrida. Melegaunt apretó un poco más, y el tronco entero se desintegró, convirtiéndose en polvo rojo ante sus mismas narices. Y luego, el tronco que tenía bajo las manos empezó a tornarse esponjoso, lo que le llevó a retirarse de inmediato. Asimismo, el tronco bajo sus rodillas comenzó a reblandecerse, y una viscosa cúpula de cieno de pronto se alzó ante sus ojos proyectada por una larga línea de espinas dorsales. La forma de un ser monstruoso en forma de anguila se deslizó bajo el lodo y se alejó.
Melegaunt se sentó sobre su trasero y se alejó a rastras tan rápidamente como pudo. Cuando la madera volvió a mostrarse sólida, se había alejado cinco pasos más de Bodvar, de forma que ya no podía distinguir con nitidez las formas de las cabezas de los vaasans.
Un nuevo miembro de aquel clan gritó con desesperación, antes de ser engullido por la charca con un ruido sordo.
—Viajero, ¿sigues ahí? —preguntó Bodvar.
—Por el momento —respondió Melegaunt. Tras levantarse, se alejó un par de pasos—. Algo venía a por mí.
—Uno de los hombres de la ciénaga —explicó Bodvar—. Les atrae todo lo que vibra.
—¿Todo lo que vibra? —repitió Melegaunt—. ¿El sonido de una voz, por ejemplo?
—El sonido de una voz, por ejemplo —confirmó Bodvar—. Pero no te inquietes por mí. Mi coraza amortigua el sonido; está confeccionada con escamas de dragón.
—Con todo, mejor será que no hables más que lo imprescindible. —Melegaunt empezaba a admirar a aquel vaasan, no tanto porque vistiera una coraza de dragón, sino por los riesgos que estaba dispuesto a asumir para salvar a su gente—. Te prometo que os sacaré de aquí.
—Viajero, no hagas promesas que luego no puedas cumplir —dijo Bodvar—. Aunque estoy seguro de que harás todo cuanto esté en tu mano.
Melegaunt le aseguró que así sería, se alejó unos pasos más y tendió la mano sobre el borde del camino. No había ni rastro de sombra. La magia de Melegaunt iba a verse muy debilitada, y él había visto lo suficiente de los poderes de su enemigo para comprender que sería una locura enfrentarse a él si no era en plenitud de facultades. Incluso en un mundo marcado por la putrefacción y la regeneración continuas, unos troncos de madera no se descomponían a aquella velocidad así como así.
Haciendo lo posible por hacer caso omiso de los gritos ocasionales que resonaban en la niebla, Melegaunt sacó unas hebras de sedasombra y las apretó en una madeja. En el siglo y medio que llevaba viajando por Toril, todavía no había revelado su condición recurriendo a tan poderosa magia ante las miradas ajenas. Pero nunca hasta ahora había tenido razón para pensar que su larga búsqueda estaba cerca de llegar a su fin. Bodvar era muy valiente, y ésa era la primera cualidad. También era prudente a la hora de hacer promesas y creer en las palabras ajenas, y ésa era la segunda cualidad. Faltaba por ver si efectivamente contaba con la tercera, cosa que muy pronto se sabría, si todo marchaba como estaba previsto.
Una vez hubo enrollado la sedasombra en una prieta madeja, Melegaunt pronunció unas palabras en netheriliano arcaico. Al momento sintió que un estremecimiento de fría energía recorría su cuerpo de los pies a la cabeza. A diferencia de tantos otros magos de Faerun, cuya magia tenía origen en la todopoderosa Urdimbre de la diosa Mystra, la magia de Melegaunt provenía del enigmático Tejido Sombrío. Universal como el mismo Tejido, el Tejido Sombrío era menos conocido y bastante más poderoso, aunque sólo fuera porque la diosa envuelta en el velo, cuyo nombre no podía pronunciarse en voz alta bajo ninguna circunstancia, estaba empeñada en que siguiera siendo secreta y determinada a enloquecer a quien osase revelar su existencia.
Una vez que se hubo imbuido de la fría magia del Tejido Sombrío, Melegaunt arrojó la madeja de sedasombra al limo de la ciénaga e hizo girar los dedos en el aire. El hilo empezó a desenmadejarse, si bien se hundió en el lodo antes de hacerlo del todo y siguió girando entre jirones de niebla.
Un buey mugió alarmado y se oyó un fuerte gluglú seguido del ruido de la madera al resquebrajarse. Varios niños y mujeres chillaron aterrorizados.
—¿Via… viajero? —exclamó Bodvar, cuya voz de pronto resonó más débil y fría—. ¿Es que va… vas a dejarnos aquí?
—Guarda silencio, vaasan, o muy pronto no tendré motivo para quedarme —contestó Melegaunt a voz en cuello—. Voy tan rápido como puedo.
A juzgar por las voces inquietas que se elevaron al instante, los del clan del Águila Moor no terminaban de creerse sus palabras. Melegaunt de nuevo les instó a tener paciencia. Mientras esperaba a que su primer encantamiento surtiera efecto, se preparó para el combate, envolviéndose en una armadura mágica y dotándose de conjuros de protección que, llegado el momento, le permitirían pasar a la ofensiva o caminar o nadar por el cieno, según lo que fuera más conveniente. Cuando hubo terminado, su encantamiento había dispersado la niebla lo suficiente para permitirle ver una larga hilera de vaasans encenagados junto a sus sobrecargados carromatos, que describían una curva que llegaba hasta las abruptas paredes grisáceas de unos lejanos cerros. El final de la columna se encontraba a cosa de unos doscientos pasos de distancia, mientras que, a una cincuentena de pasos más adelante se divisaba la oscura cinta de troncos.
Lejos de mostrarse impresionados o agradecidos, Bodvar y sus guerreros, todos ellos tan barbados como él mismo, estaban mirando el cielo azul con la alarma en el rostro. Los que tenían los brazos libres tenían las espadas en alto, prestas para la acción, mientras que, en los carromatos, las mujeres y los ancianos se aprestaban a echar mano a sus arcos y azagayas. Melegaunt contempló el cielo sin ver más que nubes blancas. En ese momento se oyeron dos ruidos como de succión, y dos guerreros más fueron absorbidos bajo el limo.
Melegaunt se acercó al final del largo camino y tendió el brazo. Al comprobar que había luz suficiente para proyectar una sombra, volvió a tender el brazo hasta que la negra línea de sombra señaló a Bodvar. Aunque entre ambos había más de veinte pasos de distancia, la niebla era dispersa, de forma que Melegaunt reparó en que Bodvar, con sus ojos azul zafiro y su pelo rojo como la planta llamada sanguinaria, tenía el pelo muy claro y era inusualmente apuesto para tratarse de un vaasan.
—¿Eres tú quien ha aclarado la niebla, viajero? —preguntó Bodvar.
Melegaunt asintió con la cabeza.
—Me gusta ver bien a mi enemigo. —En realidad se sentía más cómodo luchando en la oscuridad, pero le interesaba evitar que los vaasans descubrieran la naturaleza de su magia—. Así la lucha resulta más fácil.
—Ya —repuso Bodvar—. Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Hay una razón por la que la ciénaga de Montañasombra sólo puede cruzarse cuando la niebla es espesa.
Melegaunt frunció el entrecejo.
—¿Qué razón es ésa?
—Allí la verás.
Bodvar levantó el brazo que no estaba atrapado en el cenagal y señaló al oeste. Las cumbres cercanas ahora eran claramente visibles, semejantes a enormes colmillos cubiertos de nieve, y en sus laderas se veían hileras de puntitos blanquecinos.
—¿Grifos? —preguntó Melegaunt—. ¿O wyverns?
—Lo que tú prefieras.
—Mientras no sean dragones de las montañas, me las arreglaré para vencerlos —prometió Melegaunt.
—Te veo muy seguro de ti, viajero.
—Pronto verás que tengo motivos para ello —respondió Melegaunt.
Dicho esto, Melegaunt pronunció unas palabras mágicas, y la sombra que había proyectado sobre el lodazal se ensanchó hasta adquirir la amplitud de una senda. Melegaunt dio un paso al frente, salió del camino de troncos, y siempre con el brazo tendido hacia adelante, siguió la línea de sombra. A fin de evitar que el sendero se desvaneciera ante sus narices, avanzaba pronunciando un conjuro de permanencia. Entonces una suerte de barboteo resonó en el cieno.
Melegaunt se volvió al tiempo que un par de garras con membranas se aferraban al borde del camino de sombra; la cabeza de un gran reptil apareció entre ambas garras presta para el ataque. La cabeza era ancha y semejante a la de una rana, con la salvedad de que sus muertos ojos negros estaban fijos en la pierna de Melegaunt y su boca abierta dejaba al descubierto una hilera de dientes tan afilados como agujas. Melegaunt señaló al reptil y pronunció unas palabras mágicas. Un relámpago negro brotó de su dedo y taladró la cabeza del ser, produciendo un agujero del tamaño de un puño. Las garras del monstruo se abrieron, y su cuerpo sin vida se hundió en el lodo.
—¿Qué magia es ésa? —preguntó Bodvar.
—Magia del sur —mintió Melegaunt, que se detuvo junto al vaasan y se agachó, ofreciéndole la mano—. No creo que estés familiarizado con ella.
Bodvar no parecía tener prisa en agarrarse al moreno brazo del sombrío mago.
—¿Ah, no? —repuso—. En Vaasa no estamos tan atrasados como piensas. Hemos oído hablar de la magia oscura de Thay.
Melegaunt se echó a reír.
—No sabéis nada de nada.
Melegaunt pronunció un nuevo y rápido conjuro. De las yemas de sus dedos brotaron unos tentáculos de oscuridad que se cerraron en torno a la muñeca del vaasan.
—Y ahora sal de aquí —dijo Melegaunt—. Has hecho un trato, no lo olvides.
Melegaunt hizo que los tentáculos volvieran a sus dedos, tirando del brazo de Melegaunt a la vez. Otro barboteo sordo resonó bajo el limo, y el vaasan soltó un grito. Aunque intuyó que acababa de dislocarle el brazo, Melegaunt siguió tirando, con más fuerza todavía. El grito de Bodvar haría que las gentes del cenagal se lanzaran a por él como una bandada de alimañas.
El vaasan seguía sin liberarse, y aunque Melegaunt tenía fuerzas para arrancarle el miembro de cuajo, ello no serviría para arrancar a Bodvar del frío abrazo del lodo viscoso. Melegaunt dejó de tirar. Bodvar seguía gimiendo, aunque no tan alto. A todo esto, una larga línea dibujada bajo el cieno se estaba acercando.
Melegaunt señaló con el dedo al extremo de la larga línea y pronunció una sílaba mágica. Un rayo de sombra negra perforó la superficie y se hundió bajo el fango. Aunque aquel ser estaba a demasiada profundidad para saber si la treta había dado resultado, la cosa dejó de avanzar.
—No perdamos la calma —instó Melegaunt—. A ver si puedes quitarte las botas y los pantalones.
Bodvar dejó de gemir por un segundo y dirigió una mirada esquinada a Melegaunt.
—¿Los pantalones? ¿Mis pantalones de escamas de dragón?
—Hay que frenar la succión —explicó Melegaunt—. Son tus pantalones o tu vida.
Bodvar suspiró, si bien se las arregló para hundir su mano libre bajo el cieno.
—¿Llegas a ellos? —preguntó Melegaunt.
—No, no puedo… —Bodvar de repente abrió mucho los ojos y gritó—: ¡Tira! ¡Tira!
Melegaunt sintió que algo estaba arrastrando al vaasan al fondo y empezó a tirar. Bodvar soltó un aullido de rabia y dolor, revolviéndose sin cesar mientras pugnaba por liberarse. De pronto se oyó un sonido apagado que recordaba un hueso al quebrarse, y Bodvar se liberó y salió del limo sin botas ni pantalones, pero con una daga en la mano y el cinto de su espada sobre el hombro.
Melegaunt atisbó una figura viscosa que descendía con los pantalones del vaasan prendidos de una de las comisuras de su bocaza sonriente. Melegaunt proyectó un rayo de sombra en su dirección, pero era imposible saber si el conjuro había dado en el blanco o se había perdido en el fondo del lodazal.
—¡Que el infierno se lleve a ese ser del fango! —imprecó Bodvar—. ¡Mira lo que ha hecho con mi espada!
Melegaunt hizo que el vaasan se colocara en el camino de sombra, momento en que advirtió que estaba desnudo de cintura para abajo y que uno de sus brazos pendía inerte de su hombro.
—¿Cómo voy a luchar con esto?
—¿Luchar? ¿En el estado en que te encuentras?
Melegaunt miró las montañas y vio que los puntitos lejanos se habían convertido en varias formaciones en «v» que se estaban dirigiendo hacia el cenagal, en el que seguía atrapada la mayor parte del clan del Águila de Moor. Melegaunt se llevó la mano bajo la capa y desenvainó su espada, un arma cuya fina hoja parecía haber sido elaborada con cristal negro.
—Usa esta espada —indicó—, pero sin forzar las estocadas. Verás que este filo corta mucho mejor que el de esa espada de hierro tuya.
Bodvar apenas miró la espada.
—Usaré mi propia daga —afirmó—. Esa espada tuya se romperá a las primeras de cambio y…
—No lo creo.
Melegaunt descargó un golpe con la espada sobre la daga de Bodvar, cuya hoja rebanó como si fuera de blanda madera y no de hierro de fragua. A continuación, con la punta, apartó la empuñadura de la mano del atónito vaasan y le pasó la espada.
—Ten cuidado. No te vayas a cortar un pie.
Bodvar apretó los dientes con determinación y, con el brazo todavía inerte sobre el costado, pasó junto a Melegaunt y cercenó las cabezas de dos seres del cenagal que acababan de emerger del limo.
—No está mal —indicó. A pesar del evidente dolor que le causaba su hombro dislocado, el Vaasan repuso con calma—: Gracias por el préstamo.
Melegaunt observó con desaliento que las gentes del cenagal no habían estado desocupadas mientras él rescataba a Bodvar. La mitad de los guerreros que estaban empantanados con el limo al cuello se había esfumado bajo la superficie, mientras las mujeres y los ancianos hacían lo que podían por rechazar a las criaturas del lodazal, que por decenas se estaban lanzando al asalto de los carromatos repletos de niños que no paraban de sollozar.
Melegaunt sacó un puñado de hebras de sedasombra del interior de su capa y las arrojó en dirección a los carromatos; luego extendió los dedos y los movió como si con ellos quisiera representar el movimiento de la lluvia. Un manto oscuro descendió sobre los seis primeros carromatos, sumiendo en un sueño profundo e inmediato a todos a quienes tocaba, vaasans y criaturas del limo por igual.
—¿Cómo has hecho eso? —inquirió Bodvar—. ¡La magia del sueño no funciona con las criaturas del lodazal!
—Me temo que andas equivocado. —Melegaunt dirigió el brazo hacia el carromato más próximo y extendió el camino de sombra hasta que estuvo a tres pasos del pescante del primer cochero—. ¿Crees que…?
Pero Bodvar ya estaba corriendo por el camino de sombra con la espada prestada en la mano. Al llegar al final se lanzó en un salto prodigioso sobre los cuernos de un buey empantanado, rebotó sobre los semisumergidos hombros de la bestia y aterrizó en el pescante entre el cochero dormido y el anciano derrumbado a su lado. A pesar de las advertencias de Melegaunt sobre la necesidad de emplear la espada con cuidado, Bodvar empezó a dar cuenta de los dormidos seres del lodazal con un ardor que delataba la naturaleza primitiva del armamento de los vaasans. Melegaunt le vio rebanar a dos enemigos y atravesar con el filo tres de los tablones laterales del carromato, hasta que ya no fue capaz de seguir mirando y dirigió su atención a los guerreros atrapados en el cieno.
El más próximo de ellos se hundió antes de que Melegaunt llegara a su lado. Dos más soltaron sendas exclamaciones de alarma. Al comprender que no podría rescatar ni siquiera a una docena, Melegaunt tiró una cuerda sobre la superficie y empezó a desgranar un largo conjuro. El extremo se elevó sobre el lodo, y la negra cuerda empezó a serpentear hacia adelante. Melegaunt señaló al guerrero más cercano, y la cuerda se dirigió hacia él.
—Cuando llegue la cuerda…
Melegaunt no tuvo que decir más. El guerrero asió la cuerda y, tras quitarse los pantalones, dejó que ésta lo liberase del cieno. El guerrero se deslizó tres pasos sobre la resbaladiza superficie, rodó sobre sí mismo y empezó a soltar estocadas con su arma a algo que iba a por él bajo la superficie. Al advertir que podía arreglárselas por sí solo, Melegaunt dirigió la cuerda hacía el siguiente guerrero, quien asimismo salió del limo sin pantalones ni botas. Ahora eran dos los vaasans que estaban dando buena cuenta de su invisible perseguidor.
Aunque éstos se las ingeniaron para acabar con él al cabo de una docena de metros, la cuerda ahora estaba aferrada por tres nuevos guerreros, dos de los cuales estaban siendo seguidos por un ser del pantano. Melegaunt dirigió la cuerda hacia el camino de sombra y empleó su último rayo de sombra en eliminar a uno de los perseguidores. Los mismos guerreros entonces remataron al segundo enemigo antes de correr a unirse a Bodvar para defender los carromatos.
Melegaunt miró hacía las montañas. Para su alarma, los lejanos seres voladores ahora estaban tan próximos que podía ver, no ya sus cuerpos blanquecinos, sino también sus patas combadas y las cimitarras con que estaban armados. Fueran lo que fuesen aquellos seres —y Melegaunt no había visto nada igual en el siglo y medio que llevaba recorriendo el mundo—, avanzaban con tanta rapidez como un baatezu. Melegaunt esperó que no fueran tan inmunes a su magia de sombra como los demonios de los abismos.
Melegaunt de nuevo dirigió la cuerda en la dirección oportuna y rescató a seis guerreros más antes de que las criaturas del lodo dieran cuenta de los demás. Aunque sus bajas eran considerables, pues se acercaban a la veintena, los vaasans supervivientes asumían la situación con entereza, murmuraban su agradecimiento con rapidez y corrían a unirse a Bodvar y los demás en la misión de defender a las mujeres y los niños.
Comprendiendo que no era mucho más lo que él podía hacer, Melegaunt recuperó la cuerda y se volvió hacia los carromatos atrapados en el lodazal. Mientras los guerreros semidesnudos corrían a auxiliarlos, los ancianos y las mujeres se las estaban componiendo para mantener a raya a las criaturas del cieno con sorprendente destreza y valentía. Con todo, por más que se desempeñasen bien en la lucha, estaba claro que los niños y los ancianos carecían de la agilidad necesaria para saltar de carromato en carromato como estaban haciendo los guerreros.
Melegaunt corrió hacia la caravana y acercó el camino de sombra, a fin de que los vaasans atrapados pudieran saltar de los carromatos y dirigirse al camino de troncos. Las criaturas del limo redoblaron sus acometidas. Sin embargo, las gentes de Bodvar se mostraban tan diestros y disciplinados como los propios guerreros, de forma que les fue fácil repeler el ataque. A todo esto, Melegaunt no terminaba de comprender por qué los seres del cenagal no recurrían a su magia de putrefacción. Acaso porque su hechicero se había quedado sin más encantamientos a los que echar mano, quizá, tal vez, porque el conjuro era de aplicación demasiado lenta.
Mientras sus amos intentaban salvarse como podían, los bueyes empantanados mugían en demanda de un auxilio que nunca iba a llegar. De haber contado con más tiempo, Melegaunt habría tratado de salvar a las bestias y el cargamento de los carromatos, pero ahora lo principal era ayudar a los vaasans. Al acercarse al extremo de la caravana, Melegaunt se quedó de una pieza al advertir que los seres del lodo no habían desenganchado ni a uno solo de los bueyes. Estaba claro que sus razones para atacar al clan del Águila de Moor tenían menos que ver con el hambre que con el ansia de aniquilar a aquella tribu.
Melegaunt se hallaba a veinte pasos de distancia del último carromato hundido en el fango cuando tres criaturas del cenagal aparecieron de pronto ante él y se lanzaron a por sus piernas con sus manos membranosas. Melegaunt despachó al que estaba en el medio con un negro rayo de sombra, y de pronto oyó que las garras curvadas de los otros dos empezaban a arañar su mágico escudo protector con intención de destrozarle los tobillos. Melegaunt propinó un tremendo golpe con el tacón en la frente deforme de uno de sus agresores, hundiéndole el cráneo. Entonces agarró a su otro oponente por el brazo y lo arrojó al cenagal. Aparte de sus viscosas escamas marrones y su cola plana de langosta, aquel ser del lodo tenía un aspecto vagamente humanoide, con los hombros muy anchos y un ombligo que sugería que había nacido de un vientre materno, que no de un huevo.
La criatura del limo trató repetidamente de alcanzar a Melegaunt con su garra libre. Comoquiera que sus acometidas se estrellaban infructuosas contra la armadura de sombra que protegía al mago, de repente cesó en su empeño, abrió la boca y atacó rapidísimamente con una lengua larga y puntiaguda. Melegaunt apenas tuvo tiempo de desviar la cabeza para salvar un ojo. Sin embargo, al punto agarró la lengua cuando ésta ya volvía al interior de la boca de su rival. Melegaunt advirtió en ese momento que Bodvar y los demás vaasans se habían quedado mirándolo con una mezcla de anonadamiento y terror.
—¡No os quedéis ahí mirando! —ordenó—. ¡Matadlo!
Sólo Bodvar tuvo la necesaria presencia de ánimo para obedecer. Con la espada prestada, rebanó al ser del limo en dos, con una furia tal que a punto estuvo de sajar el ancho barrigón de Melegaunt. Mientras dirigía una mirada de reojo al jefe de los vaasans, Melegaunt tiró a un lado el torso sin vida de su rival y señaló una larga hilera de criaturas del cieno que justo estaban emergiendo a la superficie ante los estupefactos vaasans.
—¡No os quedéis boquiabiertos! ¡Acabad con vuestros enemigos!
Sin esperar a comprobar si le obedecían o no, Melegaunt se giró en redondo y extendió el camino de sombra, tras lo cual echó a caminar hacia el relativamente sólido camino de troncos. Rehaciéndose de su estupor, los vaasans lo siguieron en el acto. Las criaturas del pantano vieron frustrado su ataque, pues a sus enemigos les bastaba con retirarse al centro del camino para disfrutar de relativa seguridad, pues allí los seres del limo no podían alcanzarlos.
Sin embargo, las criaturas que llegaban volando de las montañas planteaban un nuevo problema. Ya estaban lo bastante cerca como para que Melegaunt pudiera distinguir sus cuerpos cubiertos de escamas y dotados de largas colas puntiagudas; sus angulosos cráneos de saurio con largos hocicos, grandes ojos amarillentos y unos cuernos que apuntaban hacia atrás.
Melegaunt aplastó un círculo de seda de sombra entre las palmas de las manos y lo arrojó contra aquellos hombres dragón que llegaban volando por los aires, al tiempo que pronunciaba unas palabras en netheriliano arcaico. Un brumoso disco de oscuridad apareció entre los dos grupos y empezó a proyectar negros rayos de sombra al cielo. Con todo, Melegaunt no había sido lo bastante rápido con su mágico escudo. De pronto sintió que los troncos empezaban a ceder bajos sus pies; los vaasans comenzaron a gritar y a retroceder corriendo por el camino. Justo lo que no había que hacer. Los troncos podridos vencieron, hundiendo a todos los miembros de la tribu en fango hasta las rodillas.
En un intento de repartir el peso y ralentizar su hundimiento, todos se tumbaron de bruces y abrieron los brazos. Todavía de pie sobre el limo gracias a sus anteriores encantamientos, Melegaunt soltó un juramento y de nuevo extendió el camino de sombra antes de volverse para hacer frente a los hombres dragón.
Melegaunt sacó unas nuevas hebras de sedasombra de su bolsillo, giró en círculo con lentitud y, como esperaba, los vio descender con las espaldas vueltas al sol. Melegaunt sonrió levísimamente. Los hombres dragón hacían bien en respetar su poder, cosa que no habían hecho otros enemigos más reputados en las tierras meridionales. Melegaunt entonces tiró la hebra de sedasombra al cielo y pronunció uno de sus conjuros más potentes.
Toda aquella porción del cielo se abrió de repente, dando paso a una lluvia de lágrimas de sombra. Sin embargo, en lugar de deslizarse cuando caían sobre un cuerpo, esas gotas de lluvia se aferraban a todo aquello con lo que entraban en contacto y se alargaban en unas largas líneas de fibra pegajosa. En un momento, la columna entera de hombres dragón se vio atrapada en unas viscosas esferas de oscuridad y proyectada de cabeza al cenagal. Melegaunt los estuvo observando hasta cerciorarse de que ninguno de aquellos seres voladores escapaba a su destino. Al volver el rostro, los Águilas de Moor estaban huyendo por el camino de troncos.
Los vaasans les miraron entonces inquietos, gesticulando como si se hallaran ante un demonio. Melegaunt se sintió más solo e incomprendido que nunca. Reprimiendo una risa amarga, se acercó a Bodvar y tres de sus guerreros más bravos, quienes le estaban esperando.
—Siento que hayas tenido tantas pérdidas, Bodvar —dijo—. Quizá habría podido salvar a algunos más de los tuyos, pero te olvidaste de decirme algunas cosas…
—Lo mismo que tú —contestó Bodvar, que a continuación puso la empuñadura de la negra espada sobre su brazo, ofreciéndosela al mago—. Gracias.
Con un gesto de la mano, Melegaunt le quitó importancia al asunto.
—Quédatela. Como te dije, últimamente casi nunca la uso.
—Ya sé lo que me dijiste —repuso Bodvar—. Pero sólo un necio aceptaría el regalo de un demonio.
—¿Demonio? —repitió Melegaunt, sin hacer ningún gesto de recobrar su espada—. ¿Así es como agradecéis mi ayuda? ¿Con insultos?
—La verdad no es ningún insulto —dijo Bodvar—. Hemos visco lo que haces.
—Simple magia —protestó Melegaunt—. Magia del sur. Si nunca la habías visto…
—Ahora eres tú quien nos está insultando a nosotros —repuso Bodvar mientras insistía en entregarle la espada—. En Vaasa estaremos atrasados en muchos aspectos, pero no en el de la inteligencia.
Melegaunt empezó a reiterar sus protestas, hasta que comprendió que por ese camino sólo conseguiría ofender a Bodvar. Y, por supuesto, la posibilidad de revelar la verdad sobre el Tejido Sombrío estaba fuera de cuestión. Si tenía suerte y no caía muerto en el acto, perdería para siempre los oscuros poderes que tanto habían impresionado a los vaasans.
Melegaunt no insistió.
—Pienso atenerme a nuestro trato —dijo Bodvar. Con la barbilla señaló a los tres guerreros que estaban a su lado—. Éstos son los guías que te prometí. Ellos se encargarán de llevarte a donde vayas.
Melegaunt iba ya a decir que no los necesitaba, cuando una idea cruzó por su mente y le hizo sonreír.
—¿A cualquier lugar? —preguntó.
Bodvar se mostró incómodo, si bien asintió con la cabeza.
—Ése era nuestro trato.
—Bien. Entonces quiero que me lleven al mismo lugar adonde se dirijan los Águilas de Moor.
Melegaunt recuperó la espada.
—Y no me vengas con trucos, Bodvar —añadió—. Ambos sabemos qué les sucede a quienes tratan de engañar a los demonios.
Festival de la Gran Cosecha, el Año del Foso.
Bajo las sombras de las montañas de los hombres dragón.
Bodvar llegó a la isla, tal como Melegaunt imaginaba, a última hora del día, cuando el sol empezaba a ponerse sobre las montañas de los hombres dragón y las sombras de los picos se proyectaban largas sobre el frío cenagal. Lo que el mago no había supuesto era que Bodvar vendría con su mujer, una hermosa joven con el pelo del color de la noche y los ojos azules como el cielo. La muchacha parecía tener el vientre un tanto más abultado que la última vez que Melegaunt la viera, aunque con las mujeres vaasans uno nunca podía estar seguro, pues sus formas con frecuencia estaban ocultas por las pieles con que se recubrían.
Melegaunt los contempló mientras sorteaban las piedras que emergían de la superficie, hasta que un ruido metálico a sus espaldas de pronto le llamó la atención. Melegaunt miró al cielo para asegurarse de que ningún blanquecino ser alado se dirigía a por ellos, se puso un gran guante de cuero y sacó un molde alargado y estrecho del horno ardiente desde hacía tres jornadas. En el molde, flotando sobre un lecho de estaño líquido, yacía una espada similar a la que había prestado a Bodvar tantas semanas atrás, con la salvedad de que esta espada ardía al rojo vivo.
Melegaunt depositó la espada sobre un lecho de hielo —las heladas eran tempranas en aquella parte del mundo— y esperó a que el metal se enfriara. Cuando estuvo seguro de que la temperatura era la apropiada, el mago empezó a disponer fibras de sedasombra sobre la hoja de cristal, teniendo buen cuidado de emplazarlas a lo largo, después en diagonal en ambas direcciones y a lo largo otra vez, para que el arma contara con la misma dureza y vigor en todos sus puntos. Por último, Melegaunt empuñó su daga y se abrió un nuevo corte en el brazo, dejando que la cálida sangre goteara sobre la espada mientras susurraba los viejos conjuros que aportaban al filo su mágico ardor.
Cuando hubo terminado, la espada estaba lo bastante fría como para sacarla del molde y meterla en un barreño con agua sucia dispuesto junto al horno a propósito. Cuando el calor terminó de fundir todas las impurezas, Melegaunt echó mano a la espada, le dio la vuelta y la dejó en el lecho de estaño caliente, tras lo cual devolvió el molde al interior del horno. Así era el arte de la aleación por sombras, el sometimiento del arma al frío y el calor un millar de veces, impregnándola de sedasombra, hasta que el cristal finalmente no podía más y empezaba a soltar fibras como un perro necesitado de un buen cepillado.
Una bota suave golpeó en una de las piedras que delimitaban el taller de herrero de Melegaunt.
—Veo que sigues aquí, diablo oscuro —dijo Bodvar.
—El humo de mi horno así lo indica —respondió Melegaunt, quien, mientras se bajaba las mangas de la túnica para esconder los cortes en el brazo, añadió, volviéndose hacia Bodvar—: Imagino que habrás venido a por una espada…
—Nada de eso —dijo el otro, que miró con aprensión las diecinueve espadas alineadas en un extremo del taller. Aunque todas estaban acabadas y eran afiladísimas, su color era más pálido que el del arma de Melegaunt, pues el cristal era translúcido y dejaba ver las fibras de sombra incrustadas en el vidrio—. Me temo que estás perdiendo el tiempo…
—¿En serio? —Melegaunt hizo una mueca y añadió—: Por si acaso, aquí estarán a tu disposición cuando te hagan falta.
—Nunca llegaremos a estar tan desesperados.
Melegaunt señaló el horno.
—Ésa será la espada número veinte. Y yo diría que sólo te quedan veinte guerreros, ¿no es así?
Sin responder, Bodvar contempló el destartalado taller.
—Sólo un diablo podría vivir aquí a solas —dijo tras la pausa—. Este rincón está expuesto a todos los vientos.
—Es un lugar seguro para trabajar.
Melegaunt fijó la mirada en la joven esposa de Bodvar y le dedicó una sonrisa. Idona se la devolvió, aunque sin decir palabra. Aunque las mujeres vaasans no solían ser tímidas, Melegaunt había reparado en que la mayoría de ellas eran amigas del silencio.
Melegaunt volvió a fijar la mirada en Bodvar.
—Las gentes del limo protegen todos los accesos a este lugar, menos uno. Y los hombres dragón son fáciles de ver desde aquí.
—Los hombres dragón te tienen bajo su vigilancia —lo corrigió Bodvar—. Y las gentes del cieno te tienen rodeado.
—Es posible que los vaasans lo vean así. —Melegaunt se arrodilló y se puso a alimentar el horno con el carbón que había apilado—. Para acabar con un enemigo, lo principal es hacerle luchar en su terreno, y no en el tuyo.
Melegaunt acercó su mano enguantada a un atizador al rojo vivo. Sin pensarlo, Bodvar iba ya a cogerlo cuando de pronto soltó un grito de sorpresa: Melegaunt había recurrido a un encantamiento para que el atizador volara a su mano, ahorrándole así una quemadura en la palma.
Idona soltó una risita. Su marido la miró con una expresión de embarazo no exenta de ternura. Melegaunt movió la cabeza con jocosa exasperación ante la torpeza de Bodvar, y la mujer se echó a reír de forma incontenible.
—¿Te das cuenta? —repuso Bodvar con escasa convicción—. Esto es lo que sucede cuando uno trata con demonios.
—Claro está, querido —dijo Idona—. Este hechicero barbado no hace más que sacarte de un atolladero tras otro, el muy canalla.
—Eso es lo que me preocupa —respondió Bodvar, en tono más serio.
Deseoso de que la naturaleza suspicaz de Bodvar no acabara imponiéndose a la inesperada elocuencia de Idona, Melegaunt removió las brasas y cambió de tema.
—Hablando de canallas, Bodvar, todavía no me has dicho por qué los seres del fango y los hombres dragón estaban tan empeñados en acabar con vuestra tribu.
—¿Estaban? —repitió Idona—. Todavía lo están. ¿Por qué crees que hemos acampado al otro extremo del camino que creaste? Si no es por ti…
—¡Idona! —cortó Bodvar.
Ocultando su regocijo tras una sonrisa tolerante, Melegaunt tiró el atizador a un lado —la herramienta se quedó flotando en el aire— y volvió a alimentar el fuego con carbón.
—Siempre me alegra ser de ayuda. —Melegaunt clavó la mirada en Bodvar y añadió—: Pero todavía no has respondido a mi pregunta.
Bodvar enrojeció y no dijo nada.
—¿Vas a responderle, querido? —terció Idona con una sonrisa malévola—. ¿O tendré que ser yo quien se lo diga?
Cuanto más hablaba Idona, mayor aprecio sentía por ella Melegaunt.
—Buena idea, Idona —apuntó—. Me encantaría que fueras tú quien…
—Lo que pasó fue que tuve una idea —explicó Bodvar—. Me propuse construir un fortín.
—¿Un fortín? —preguntó Melegaunt, quien dejó de alimentar el Riego y se levantó cuan largo era.
—Para las caravanas que viajan cargadas de tesoros —intervino Idona con expresión de escepticismo—. Se le ocurrió que los mercaderes estarían dispuestos a pagar en metálico por el privilegio de dormir bajo un techo.
—Y bajo nuestra custodia —añadió Bodvar a la defensiva—. Cuando salimos de cacería, siempre nos piden permiso para dormir junto al fuego de nuestro campamento.
—¿Y te pagan por ello? —inquirió ella.
—Por supuesto que no —contestó él, frunciendo el entrecejo—. ¿Quién va a pagar por el privilegio de dormir en su propia tienda?
—Entiendo. —A Melegaunt le costaba esconder su regocijo. Por fin había descubierto un punto flaco que acaso llevase a Bodvar a aceptar la ayuda de un «diablo de la sombra»—. Es sabido que los hombres dragón y los seres del pantano se dedican a asaltar caravanas. Imagino que no estarían muy conformes con vuestro proyecto…
Bodvar asintió con la cabeza.
—Los hombres dragón arrasaron nuestro primer fortín, cuando aún estaba a medio terminar. Luego tratamos de establecernos más al sur, en un lugar más fácil de defender… Y, bueno, ya viste lo que sucedió.
Idona lo cogió de la mano.
—Casi mejor que haya sido así —comentó—. ¿Quién quiere vivir en un mismo lugar todo el año? ¿Qué sucedería cuando los rebaños se marcharan a otros pastos?
—Eso es, ¿qué sucedería? —preguntó Melegaunt con tono ausente.
El mago estaba mirando de reojo la cumbre de granito de su pequeña isla. En los días claros, la mirada alcanzaba hasta el otro lado del pantano, allí donde terminaba el camino de leños. O donde empezaba, si es que una caravana llegaba de las montañas con su cargamento de tesoros. Si él podía ver el camino, quien viniera por éste podría ver la cumbre de la isla.
—¿Melegaunt…? —preguntó Bodvar.
Melegaunt salió de su abstracción y se volvió hacia Bodvar.
—Discúlpame. ¿Decías algo?
—Bodvar quería invitarte a un festín —explicó Idona—. Por el Festival de la Gran Cosecha, por si lo habías olvidado.
—La idea ha sido de Idona —agregó Bodvar, aunque su tono amistoso dejaba claro que la ocurrencia no le desagradaba—. Dice que es un elemental gesto de cortesía.
—Es lo mínimo que te debemos —dijo Idona, frunciendo un tanto el entrecejo al mirar a Bodvar—. Después de todo lo que has hecho por nosotros…
—¿De lo que he hecho por vosotros? —Melegaunt agitó una mano en el aire—. Eso no tiene ninguna importancia. Pero me temo que no puedo aceptar. Quizá, el próximo.
—¿El próximo? —Bodvar torció el gesto mientras contemplaba la última espada, que yacía en su lecho de estaño ardiente—. Ya que vas a quedarte a terminar esa espada, harías bien en venir, porque…
—Olvídate de la espada —cortó Melegaunt—. La espada estará terminada esta misma noche. Pero luego tengo que descansar. Mañana me espera un día muy duro.
Idona no era la única que se había quedado boquiabierta.
—Entonces, ¿te marchas? —preguntó Bodvar—. Si es así, no olvides llevar tus espadas contigo, pues…
—No me marcho. —Melegaunt tuvo que volverse otra vez hacia la cumbre de granito de la isla, con intención de ocultar una sonrisa esta vez—. Mañana pienso empezar a construir un torreón.
—¿Un torreón? —repitió Idona.
—Sí. —Recobrado el control sobre su expresión, Melegaunt se volvió y dijo—: Un torreón destinado a vigilar las caravanas que transportan tesoros.
A pesar de sus propias palabras, Melegaunt sabía que aquella noche no iba a dormir. Las sombras del amanecer le habían dicho que los Águilas de Moor se trasladarían a la isla con él a primera hora de la noche. La adivinación se demostró correcta durante la velada, cuando el jolgorio y el copioso trasegar de hidromiel del clan se vio interrumpido por la campana del centinela. Melegaunt encendió una hoguera que había preparado para la ocasión y fue al frente del taller a inspeccionar la situación.
Una nube de formas blanquecinas estaba descendiendo de las cumbres de los hombres dragón. Sus alas emitían destellos plateados a la luz de la luna mientras se cernían sobre uno de los extremos del cenagal. Los hechiceros de la bandada empezaron a lanzar rayos y bolas de fuego doradas a los Águilas de Moor. A todo esto, los guerreros del grupo tenían buen cuidado de prevenir posibles contraataques manteniendo a sus hechiceros a resguardo. Una esporádica descarga de flechazos se elevó desde el campo de Bodvar trazando un arco en la noche, si bien las saetas se quedaron lastimosamente cortas.
Melegaunt abrió los brazos y sumió dicho campo en una neblina de sombras, más para evitar que los Águilas de Moor siguieran malgastando sus flechas que para obstaculizar el avance de los hombres dragón. Con todo, éstos no habían olvidado la lluvia viscosa con que Melegaunt les había obsequiado cuando volaban sobre el lodazal sin fondo —la mitad de ellos habían muerto ahogados en el cieno—, de forma que en esta ocasión dieron un ancho rodeo para eludir la nube oscura, con intención de aterrizar al pie de las montañas situadas en el extremo opuesto.
Mientras dejaba que los Águilas de Moor se defendieran por sí solos, Melegaunt se concentró en la que adivinaba iba a ser la segunda parte del plan de los hombres dragón, momento en que advirtió la aparición de una compañía entera de criaturas del limo que avanzaban con el propósito de bloquear la ruta proporcionada por los escollos salientes en el fango. Las mujeres del clan al momento se lanzaron a por ellos. Idona y algunas de sus compañeras empuñaban espadas o hachas de hierro, pero las demás estaban precariamente armadas con lanzas endurecidas por el fuego y garrotes tan livianos que Melegaunt no habría tenido dificultad en romperlos en dos con la rodilla.
—¡Deteneos!
Melegaunt había aprendido a hablar un pasable vaasan durante los últimos meses, e Idona al momento entendió la orden y gritó a sus hermanas que se detuvieran. Melegaunt señaló un agujero que había en el mismo centro del camino de sombra y pronunció una sencilla palabra mágica. Un velocísimo torbellino de negros tentáculos surgió del hoyo y, en un santiamén, hizo sangrientos pedazos a los seres del limo antes de replegarse otra vez al interior.
—Ahora podéis avanzar —indicó Melegaunt, valiéndose de su magia para proyectar la voz a distancia—. Haced que os sigan vuestros maridos, si no queréis que sean los hombres dragón los únicos en celebrar la Gran Cosecha.
Idona alzó la espada en señal de que había comprendido, ordenó a sus compañeras y a los niños que siguieran adelante y echó a correr hacia el campamento sumido en la sombra. Melegaunt aguardó con impaciencia. Idona tardaba en volver, y por un momento temió que los seres del pantano supervivientes recobraran la moral antes de que la mujer pudiera convencer a su marido de la necesidad de retirarse a la seguridad de la isla. Por fin, los guerreros empezaron a cruzar el camino de escollos en parejas o grupos de tres, apoyándose entre sí o cargando con los que no podían caminar. Melegaunt pensó que las festividades de la velada acaso habían sido excesivas, hasta que reparó en que a uno de los hombres le faltaba un brazo y en que otro de ellos avanzaba con un sangriento colgajo sobre la mejilla, lo que antaño seguramente era un ojo.
Bodvar llegó el último en compañía de Idona, quien cargaba con un puñado de aljabas en una mano y un escudo en la otra, continuamente ocupada en entregar flechas a su marido mientras desviaba con el escudo la lluvia de púas aceradas que el enemigo lanzaba. Melegaunt dejó que siguieran avanzando y pronunció un conjuro mientras señalaba con las manos el trecho de cieno que iba de la orilla opuesta al primero de los escollos.
Un muro de sombras se elevó sobre aquel tramo del lodazal, bloqueando el acceso a la orilla. Bodvar e Idona echaron a correr hacia la isla, con tanta rapidez que a punto estuvieron de caer al gélido cieno. Avanzando con un poco más de prudencia, finalmente llegaron a la isla y ascendieron por la senda siguiendo los pasos de sus compañeros.
A esas alturas, la primera oleada de los hombres dragón se cernía ya sobre el muro de sombra, planeando en vuelo rasante para no convertirse en blancos. Lo que se demostró un gran error. Al pasar, los jirones de sombras se estiraron repentinamente como serpientes, haciéndose con todo aquello que tocaban. Lo que tocaban desaparecía, y muy pronto brazos, piernas, alas y cabezas se vieron proyectados a la orilla y el cieno.
Los hombres dragón frenaron su avance en seco, mientras las mujeres y los niños de los Águilas de Moor entraban corriendo en el gran taller de Melegaunt. El mago les indicó por señas que se dirigieran a los refugios que había excavado tras la hilera de espadas. Cuando de nuevo fijó su atención en la batalla, Melegaunt vio que los nebulosos tentáculos del muro de sombras se estaban proyectando al exterior en tres conos separados, dirigiéndose en espiral a los pequeños grupos de hombres dragón que insistían en seguir con su ofensiva. Los conos, girando, atravesaron la barrera protectora con facilidad, aniquilando a los brujos tras ellos protegidos.
—Así que pretendíais disipar mi magia, ¿eh? —exclamó Melegaunt en el arcaico lenguaje de los hombres dragón—. ¡Venid aquí, que cuento con otros hechizos!
Los últimos hombres dragón supervivientes terminaron por desaparecer tras la nube de sombras. Por un instante, Melegaunt temió haber derrotado a los asaltantes con excesiva facilidad. A todo esto, los guerreros se reunían con sus familias. Aunque se oían algunos gritos de angustia y pánico por los niños desaparecidos, con la ayuda de Melegaunt, los vaasans se las habían ingeniado para no perder a demasiados de los suyos en su retirada.
—Bien, demonio, parece que otra vez nos has vuelto a salvar —apuntó Bodvar—. Nos guste o no.
Melegaunt abrió las manos.
—He venido a este mundo para servir.
Bodvar frunció el entrecejo con intención de responder de mala manera.
—¡Esos seres blanquecinos llegan por el este! —gritó alguien de repente.
—¡Y por el oeste! ¡Por lo menos vienen treinta volando bajo sobre el pantano! —añadió otro.
Melegaunt corrió al extremo occidental de su taller y vio que una larga hilera de hombres dragón se acercaba a la isla, con las blancas escamas relucientes como el marfil. La formación de enemigos trazó una curva rodeando la isla y, a juzgar por los gritos que Melegaunt oyó a sus espaldas, completó un círculo en torno al taller. El clan del Águila de Moor estaba rodeado. Pugnando por ocultar una sonrisa, Melegaunt volvió el rostro y advirtió que Bodvar e Idona estaban a su lado.
—Me temo que vuestra fe en mí era excesiva —dijo—. Te pido disculpas, Bodvar.
—No hay motivo. El culpable de esta situación soy yo. —Bodvar señaló a los atacantes y agregó—: Haz lo que puedas.
—Amigo mío, me temo que no es mucho. —Melegaunt tuvo buen cuidado de decir estas palabras en voz alta, a fin de que lo oyeran los guerreros más próximos—. Yo también tengo mis limitaciones.
—¿Limitaciones? —gruñó Bodvar.
—Esto no me lo esperaba. Se me han agotado los recursos mágicos.
Los guerreros echaron mano a sus ballestas y empezaron a disparar a los asaltantes, si bien su número era demasiado escaso —y sus saetas demasiado endebles— para frenar el avance de los hombres dragón.
Melegaunt desenvainó su espada negra y dio un paso hacia el enemigo.
—Sin embargo, todavía estoy a tiempo de llevarme a varios enemigos por delante —proclamó el mago.
El recurso a su espada prodigiosa obró el efecto deseado.
—¡Las espadas negras! —gritó Idona, volviéndose hacia la hilera de armas—. Con ellas podemos igualar…
—No. —La voz de Bodvar resonó tranquila pero firme y segura—. Idona, tú tendrías que saberlo mejor que ninguna otra mujer. Nunca hay que aceptar el regalo de un demonio.
Idona no replicó. El respeto debido a su marido, que también era su capitán en la lucha, la obligó a morderse la lengua. Idona señaló al cobertizo.
—En ese caso, mejor será que nos repleguemos —indicó—, o muy pronto no nos quedará nada que defender.
Bodvar dio la orden de replegarse cuando ya los hombres dragón se lanzaban sobre ellos desde todas las direcciones. Los asaltantes acometían valiéndose de azagayas con punta de acero, valiéndose de su superioridad numérica para aniquilar a sus oponentes. Media docena de voces humanas gimieron en el primer instante del asalto. Un segundo después, una segunda oleada de hombres dragón atacó lanzándose en picado. Parecía claro que los vaasans no tenían la menor oportunidad. Cuando los humanos tenían suerte y lograban lanzar un ataque a sus enemigos, sus endebles armas rebotaban o se quebraban sin remedio contra las gruesas escamas de los hombres dragón.
En todo caso, los vaasans se defendían con orden y valentía, replegándose con presteza hacia el refugio situado tras la hilera de espadas, luchando hombro con hombro y tratando de herir a sus oponentes en los ojos, las axilas y demás puntos vulnerables. Muy pronto, sobre el suelo rocoso de la isla yacían tantos hombres dragón como humanos.
Melegaunt no tardó en sumarse a la refriega. Protegido por un aura de sombra impenetrable y armado con una espada capaz de hendir cualquier coraza conocida en Faerun, el mago se abría paso entre las filas de los hombres dragón, rebanando piernas y cabezas de forma incesante, eludiendo las azagayas y las garras afiladísimas como el mejor espadachín de los drows.
Uno de los grandes saurios se las ingenió para agarrarlo por detrás en un abrazo de oso, levantarlo en vilo e inmovilizarlo de los brazos para que no pudiera seguir descargando mandobles. Acaso con la idea de llevarlo hacia el cieno y hundirlo bajo la superficie, el ser blanquecino abrió las alas y trató de remontar el vuelo. Melegaunt respondió con un cabezazo que le aplastó el hocico al hombre dragón e hizo que uno de sus colmillos retorcidos le atravesara el cerebro. Cuando el mago volvió corriendo al taller, los demás hombres dragón buscaron con la mirada otros rivales a los que enfrentarse.
Y en aquel momento sucedió algo decisivo.
Tres hombres dragón se fijaron en el refugio semioculto y, tras arrollar a un par de centinelas humanos con sus poderosas alas, se lanzaron a por los niños. El primer guardián se levantó, corrió tras ellos y soltó un mandoble contra la nuca de uno de sus enemigos. Su frágil espada se hizo pedazos contra el sólido cráneo reptiliano.
El otro vaasan echó mano a una de las espadas de cristal de Melegaunt. Un solo tajo le valió para cercenarle las piernas a un primer enemigo antes de rebanarle la columna vertebral a un segundo y atravesarle el corazón a un tercero por detrás. Mientras el último saurio caía de rodillas, el guerrero soltó un gemido de angustia, se llevó la mano al corazón y se tambaleó. Una de las mujeres apiñadas en el refugio gritó su nombre con desespero. Con todo, el guerrero no cayó. Su pelo y su barba de pronto se tornaron tan blancos como la nieve. El color desapareció de su rostro, que se volvió pálido como el marfil, y, cuando volvió a la batalla, sus ojos eran tan negros y muertos como los de los propios seres del limo, mientras que la espada que tenía en la mano había perdido su translucidez cristalina.
Un hombre dragón fue a por él y le dedicó un lanzazo con su azagaya de roble. El vaasan descargó un tajo con la espada y cortó la lanza en dos como si fuera una ramita. Una sonrisa siniestra apareció en su rostro antes de atravesar el pecho de su oponente y lanzarse a por nuevos enemigos.
Su éxito provocó que un segundo guerrero esgrimiera otra de las espadas mágicas y que una mujer del refugio hiciera otro tanto para proteger a sus hijos de la amenaza de un atacante cercano. Tras liquidar a sus primeros enemigos, ambos sufrieron una transformación similar a la del primer guerrero. Lo mismo que éste, al momento acometieron a los demás saurios. Una docena de hombres dragón al momento levantaron el vuelo con intención de coger las fabulosas espadas. Sin embargo, la intentona se vio ahogada en sangre por un número similar de defensores más rápidos a la hora de hacerse con las espadas.
Bodvar se acercó a Melegaunt y a punto estuvo de perder la mano cuando cometió el error de posarla sobre el hombro del mago sin previo aviso.
—¡Deténlos!
—¿Cómo? —preguntó Melegaunt, quien respondió a la arremetida de un enemigo cercenándole un ala de golpe y rebanándole las piernas por las rodillas—. Es su decisión. Prefieren vivir a perecer.
—¡Pero no quieren vivir a tu servicio! —objetó Bodvar—. ¡Tú planeaste todo esto!
—Yo no planeé nada —respondió el mago, mientras señalaba con el dedo a un rival y lo fulminaba con un relámpago de sombra—. No soy tan poderoso.
—Ni yo tan necio como piensas —dijo Bodvar. El vaasan dio un paso al frente. Melegaunt sintió que la punta de una espada se hincaba en su espalda—. Libera ahora mismo a los míos.
Melegaunt miró al otro de forma furibunda.
—Bodvar, me temo que en este momento cuentas con enemigos peores que yo. —Seguro de que su coraza de sombra le confería invulnerabilidad, echó la mano hacia atrás y quebró la espada de acero con un giro de muñeca—. Si quieres verlos libres del encantamiento, ocúpate tú mismo de conseguirlo. Todo lo que tienes que hacer es convencerlos de que suelten las espadas.
Melegaunt apartó a Bodvar de un empujón y volvió a sumirse en la lucha. Armados con casi todas las espadas de cristal, los vaasans parecían tener la situación controlada. Los hombres dragón se veían obligados a retroceder, y cuando abrían las alas para escabullirse de sus oponentes, lo normal era que una sombra centelleante los derribara en el acto. Los pocos que seguían indemnes finalmente se las ingeniaron para escapar volando a toda prisa.
En la isla quedaban decenas de saurios malheridos y con las alas hechas trizas, imposibilitados de huir pero todavía peligrosos. Los vaasans fueron a por ellos, los acorralaron y los obligaron a retirarse hacia los acantilados situados al este del taller. Al advertir que tan sólo una de las mágicas espadas seguía en su sitio, Melegaunt dejó que los guerreros terminasen de rematar al enemigo, empuñó la espada y la metió en la funda vacía que llevaba amarrada al cinto. Fue entonces cuando Bodvar de nuevo trató de imponerse.
—¡Mis guerreros, miraos bien un momento! —exhortó—. ¿Veis lo que las armas funestas de Melegaunt han hecho de vosotros?
Melegaunt soltó un bufido y negó con la cabeza. Bodvar era testarudo a más no poder y tenía una enorme confianza en su propia posición; razón por la que el mago lo había escogido. El jefe guerrero y su leal esposa en aquel momento se estaban dirigiendo hacia los suyos. Idona llevaba en las manos un manto repleto de espadas de acero, que Bodvar intentaba infructuosamente entregar a los guerreros de su tribu.
—¡Acabad la batalla con vuestras propias espadas! —insistía.
Uno de los guerreros hizo un gesto de desdén.
—¿Para qué? —El guerrero levantó su espada oscura y dijo—: Ésta es mucho mejor.
—¿Mejor?
Bodvar trató de echar mano a la espada, momento en que recibió un codazo en pleno rostro que dio con él en el suelo.
—¡Esta espada me pertenece! —afirmó el guerrero.
—¿En serio? —apuntó Idona, dejando caer al suelo las espadas de acero—. ¿No será más bien que tú le perteneces a ella?
Idona fulminó a Melegaunt con la mirada. Un estremecimiento recorrió la espalda del mago mientras Idona trataba de levantar a su marido del suelo.
—Vamos, Bodvar. —La mujer se las arregló para ponerlo en pie—. Ya no somos Águilas de Moor.
—¿Vais a abandonarnos? —preguntó con incredulidad el guerrero que acababa de derribar a Bodvar. El guerrero miró su espada negra un segundo mientras un murmullo de descontento y decepción resonaba entre los demás. El guerrero bajó la espada y suplicó—: ¡Esperad…!
Melegaunt maldijo a Idona para sus adentros y dio un paso al frente sin saber bien qué hacer ante aquella reacción inesperada. Como en otras ocasiones, fueron los hombres dragón los que lo salvaron. Todos a una se lanzaron al contraataque, embistiendo contra los distraídos vaasans. Dos guerreros cayeron muertos al instante. El taller entero se vio sumido en un torbellino de violencia todavía más feroz que el anterior. Al advertir que un par de saurios se lanzaban contra Bodvar, Melegaunt derribó al primero de ellos con un relámpago de sombra. El segundo, sin embargo, resultó demasiado rápido. Tras derribar a Bodvar en su carrera, el saurio se fechó encima de Idona. En el fragor de la batalla, Melegaunt perdió de vista a la mujer.
El mago corrió en su dirección espada en mano, descargando relámpagos de sombra a su alrededor, pero la lucha era tan confusa como rápida y desordenada. Antes de que pudiera unirse otra vez a Bodvar, Melegaunt tuvo que atravesar a dos hombres dragón con su espada y agarrarse por los pelos a una línea de sombra para no verse precipitado acantilado abajo.
Cuando por fin dio con Bodvar, Melegaunt deseó no haberse salvado de la muerte. Bodvar estaba de pie entre un montón de cadáveres ensangrentados de saurios y vaasans, con dos rotas espadas de acero en la mano y con el terror más absoluto pintado en el rostro mientras contemplaba los restos de la matanza.
—¿Idona?
En ese momento se fijó en una pierna de mujer que pateaba el suelo bajo un hombre dragón muerto. Bodvar se valió de su bota para apartar el cuerpo blanquecino y escamoso, momento en que advirtió que la pierna era la de otra mujer.
Sin decir palabra, Bodvar le volvió la espalda.
—¿Idona…? —preguntó.
—Allí —barbotó alguien—. La hemos perdido.
Melegaunt se volvió hacía aquella voz. Con el rostro lívido, uno de los guerreros estaba señalando a un extremo del campo de batalla, allí donde un grupito de hombres dragón estaban escapándose. Los saurios estaban empezando a atravesar el camino de escollos sobre el cenagal, y cada uno de ellos cargaba con el cuerpo muerto de un vaasan sobre el hombro. El último cadáver visible era el de la joven esposa de Bodvar, quien tenía la garganta cercenada y la cabeza echada hacía atrás. De un modo u otro, sus ojos azules parecían seguir fijos en Melegaunt.
—¡No! —exclamó éste. El mago puso su mano en el hombro de Bodvar y se lamentó—: Lo siento mucho, Bodvar. No sabes cuánto lo siento…
—¿Y por qué? Al fin y al cabo, has conseguido lo que te proponías —afirmó Bodvar, quien llevó su mano a la funda de Melegaunt, empuñó la última espada oscura y fue a por los dragones con intención de recobrar el cuerpo de su mujer muerta—. Ya tienes tus veinte almas.