Año 3392 de Netheril (el año de las Arboledas Esmeralda, 467 CV)

Un húmedo hedor a cieno impregnaba el ambiente. Olostin puso un pie en el suelo tras bajar el largo tramo de escalones. La bodega era húmeda y oscura; invisibles, las ratas corrían por los rincones más alejados del sótano.

—Has venido —dijo una voz en la oscuridad.

—Tal como se me ordenó —respondió Olostin.

—Nos has servido bien —dijo otra voz.

—Gracias —contestó Olostin.

—Has prosperado a partir del conocimiento y el poder que te hemos otorgado —continuó el primero—. Tus guerreros están sembrando el caos en las regiones rurales, y la simple mención de tu nombre basta para aterrorizar a los hombres comunes. Los archimagos han tomado buena nota.

—Lo cierto es que vuestra buena disposición hacia mí me ha proporcionado grandes beneficios. El día en que acabe con el poder de los archimagos, estaré en deuda con vosotros. Para siempre. —Olostin hizo una reverencia dirigida a aquellas voces.

—Bien, tenemos una misión que encomendarte.

—Una misión que sin duda se verá facilitada por el odio que sientes por los magos que están al mando —añadió la segunda voz.

—Por supuesto —respondió Olostin, quien seguía con la cabeza gacha—. Decidme qué queréis y dadlo por hecho.

—Un archimago llamado Sombra lleva tiempo experimentando con una magia de nuevo cuño —explicó la primera voz.

—Ese archimago se refiere a su nueva fuente de poder como al Tejido Sombrío —informó la segunda.

—Y este Tejido Sombrío muy bien podría ser el arma que los archimagos necesitan para destruirnos.

—¿Cómo puedo serviros? —preguntó Olostin.

—Matando a Sombra antes de que pueda hacer algo —afirmó la primera voz.

—Vuestros deseos son órdenes —respondió Olostin, antes de levantarse cuan largo era, dar media vuelta y marcharse por la escalera.

—¡En nombre de Olostin, someteos o morid!

Cy lanzó la antorcha contra la casa de tejado de paja y espoleó su caballo a través del pueblo de Kath. La noche había caído horas antes, y la luna apenas era visible sobre las altas paredes rocosas que flanqueaban un lado del valle. El ruido de casi un centenar de cascos de caballo resonaba con estrépito en la noche, que empezaba a iluminarse a medida que las llamas iban prendiendo en aquel barrio meridional de Kath.

La puerta de una casa situada delante de Cy se abrió de golpe. Un hombre vestido con un camisón salió corriendo a la calle, escapando de su casa en llamas. Los postigos de una ventana se abrieron de pronto, y una mujer con el rostro tiznado de hollín salió al exterior tosiendo y con un niño pequeño bajo el brazo. La cabeza del pequeño oscilaba inerte mientras su madre corría para alejarse de la vivienda.

Cy siguió galopando, dirigiendo a los aldeanos hacia el extremo norte de la población, allí donde el pueblo de Kath terminaba de repente ante el límite de un bosque espeso. Casi la mitad de los merodeadores estaban aguardando en aquel lugar a que llegaran los aldeanos en desbandada.

«Será fácil rodearlos y robarles todo lo que tienen», se dijo Cy.

Cy sonrió. La vida valía la pena cuando uno no hacía más que enriquecerse.

Un gritó resonó más adelante. Cy dirigió el caballo hacia allí y se detuvo en la boca de un callejón sin salida. Dos de sus jinetes acababan de desmontar de sus cabalgaduras y estaban acorralando a una mujer indefensa. Vestida con un liviano vestido blanco, la mujer se cubría el pecho con una mano, mientras con la otra palpaba las paredes del callejón, sin apartar en ningún momento la mirada de quienes la estaban acosando. Tenía el pelo enmarañado, y su mandíbula mostraba manchas de hollín o sangre reseca.

—¡Eh, vosotros! —gritó Cy a los dos bandoleros—. ¡Ahora no es el momento de divertirse! ¡Ya habéis oído a Lume! Hay que dirigir a los aldeanos hacia el bosque. No hay tiempo para juegos.

Los dos bergantes gruñeron y soltaron un escupitajo en dirección al caballo de Cy. Y volvieron a concentrar su interés en la mujer. Ésta había llegado al final del callejón sin salida y los miraba con el desespero pintado en los ojos.

«Malditos necios», pensó Cy, que espoleó su caballo.

La aldea era una pequeña agrupación de una treintena de casas situada en el límite meridional del gran bosque. Confusos y desprevenidos ante el súbito asalto, ante el retumbar de los cascos de los caballos, el crepitar de las casas en llamas y los gritos salvajes de los bandidos, los aldeanos no tardaron en caer en la trampa de los salteadores.

Cy espoleó su montura hacia el bosque. Un segundo después, de pronto se encontró derribado en el suelo, mientras su caballo escapaba al galope. La espalda le dolía por la caída; el pecho le ardía a lo largo de una línea que cruzaba su torso. Cy sacudió la cabeza y trató de ver con claridad. Una forma descomunal apareció en la noche y se dirigió hacía él. Cuando aquella sombra enorme levantó el brazo, Cy rodó sobre sí mismo de forma instintiva. Un tremendo cadenazo impactó en el suelo. Cy se levantó de un salto y desenvainó su cimitarra.

El otro levantó la mano y volteó la pesada cadena en el aire con ambas manos. Cy por fin pudo ver mejor a su oponente. El hombre tenía el pelo rubio, largo y desgreñado, y sólo iba vestido con una túnica negra anudada con una cuerda en torno a la cintura. El hombre andaba descalzo y tenía el rostro y los antebrazos surcados de cicatrices. Una de ellas, junto a la oreja, estaba cubierta por una costra. Sus hombros eran musculosos, y sus brazos fornidos manejaban la pesada cadena con facilidad, describiendo rapidísimos círculos en el aire y en torno a su cuerpo.

Cy alzó la espada, cuyo filo reflejó el fuego que ardía en el poblado, y se lanzó al ataque. Un choque de metales, y la punta de su cimitarra se vio proyectada hacia el suelo. Aunque se las arregló para seguir empuñando su arma, la cadena seguía describiendo círculos velocísimos. Un ruido sordo y brutal atravesó sus oídos, y de pronto se encontró con la mandíbula insensible y el sabor de la sangre en la boca. Su adversario de repente parecía haber crecido. Un instante después, Cy volvió a besar el suelo. La cadena silbaba sobre su cabeza.

Cy reculó valiéndose de sus píes y manos, en un intento de alejarse de su rubio enemigo. La cadena volvió a estrellarse contra el suelo, salpicando de tierra el rostro de Cy. Éste se irguió como pudo y de nuevo apuntó con la espada al frente. El hombre vestido de negro asintió en gesto desafiante y volvió a voltear la cadena, pasándosela de una a otra mano.

Esta vez, la cadena buscó sus rodillas. Cy efectuó un salto tremendo y dio una estocada al frente. La punta de su espada atravesó los negros ropajes y abrió una herida en el pecho del rubio gigantón. Cy aterrizó sobre ambos pies y dio un nuevo salto hacia atrás, esquivando por los pelos un cadenazo dirigido a la cabeza. La cadena ahora se movía con mayor rapidez todavía, similar a un muro sólido de metal en el aire.

Cy echó mano a su daga, la única arma encantada de que era dueño. Tras voltearla en el aire, cogió la punta entre ambos dedos y fingió soltar una nueva estocada con la cimitarra. El rubio alzó la cadena a la defensiva y golpeó en la empuñadura de la espada. Cy soltó la cimitarra y levantó la daga para lanzársela a su adversario. Sin embargo, el otro era muy rápido y se movió a un lado de repente, desequilibrando a Cy. El bandolero tuvo que bajar la mano en que sostenía la daga a fin de no perder el equilibrio.

La cadena silbó y salió disparada en vertical hacia su cabeza. Cy dio un salto al frente y apretó su cuerpo contra el de su rival. La sangre salpicó sus botas cuando su cimitarra sajó la pierna del rubio. La cadena cambió su curso y se estrelló contra la espalda de Cy, quien salió rebotado. Cy de nuevo se vio proyectado al polvoriento suelo.

«Esto empieza a pasar de castaño oscuro», se dijo, mientras se levantaba otra vez.

No tuvo tiempo de decir mucho más, pues la cadena volvió a impactar en su torso. Los eslabones fríos y pesados se enroscaron en torno a su estómago. El bandolero de pronto se vio alzado del suelo. El rubio siguió levantando la cadena con ambas manos, y Cy soltó un gruñido mientras el aire empezaba a escaparse de sus pulmones. El otro de pronto golpeó con la cadena hacia abajo, y Cy cayó junto a sus pies como un bulto informe, casi inconsciente. La cadena dio un estirón y empezó a desenroscarse de su cuerpo, con tanta fuerza que Cy rodó sobre sí. Cuando levantó la mirada, el rubio clavó sus ojos en él con los labios fruncidos y el odio pintado en su expresión.

Apelando a todas sus energías, Cy lanzó su daga mágica contra el rubio. El metal encantado se clavó con facilidad en la blanda carne del cuello. La empuñadura tembló arriba y abajo cuando el otro trató de respirar.

El hercúleo rubio dio un paso atrás y se llevó las manos a la garganta. El odio y el desdén habían abandonado su mirada, que ahora reflejaba el más puro miedo. Cuando agarró la empuñadura de la daga con ambas manos y se la arrancó del cuello, la sangre brotó a borbotones de la herida abierta.

Cy se aparcó, se levantó dificultosamente y buscó su cimitarra con la mirada. Mientras se agachaba a cogerla, su oponente cayó de rodillas, con las manos cubiertas de sangre roja y reluciente, con un brillo de estupefacción en la mirada. Cuando Cy se levantó con su arma en la mano, el otro yacía boca abajo sobre la tierra.

Cy respiró con fuerza y miró a su alrededor. Las casas estaban siendo consumidas por las llamas. Los gritos de pánico de los aldeanos no se oían ya. A su caballo no se lo veía por ninguna parte. Cy maldijo la mala suerte que le había llevado a tropezarse con el gorilón armado con cadena. Con las manos se palpó el cuerpo para evaluar los daños sufridos. Allí donde la cadena se había enroscado en torno a su cuerpo, la piel exhibía un intenso color rojizo. La espalda le dolía, aunque podía arreglárselas para moverse con normalidad. Aunque había perdido un par de dientes, su mandíbula seguía estando lo bastante intacta como para disfrutar del rancho en torno a la hoguera, y con ello le bastaba.

Cy se envainó la espada y se acercó al cadáver del rubio. Su daga encantada yacía sobre la tierra a dos palmos de los muertos dedos de su enemigo. El rubio yacía boca abajo en medio de un charco de buen tamaño producido por su propia sangre. Cy limpió la hoja de su daga en la parte posterior de la negra túnica del rubio.

El ruido de los cascos de caballo se impuso al crepitar de las cabañas en llamas. Cy se volvió en redondo, con la daga en la mano.

—Eres muy habilidoso en el combate, si no te molesta que te lo diga.

Cy reconoció a quien así le había hablado: Lume, el capitán de la partida de salteadores. Lume se acercó a lomos de su montura y se detuvo ante el cadáver del rubio.

—¿Señor? —musitó Cy, mirándose las heridas y moratones que cubrían su cuerpo.

—Lo he visto todo. Ninguno de estos inútiles le hubiera aguantado un asalto a semejante adversario —comentó, señalando con el brazo al límite del bosque, allí donde se encontraban los demás forajidos.

—Gracias, señor.

Cy contempló la hoja de su espada con la expresión ausente y finalmente envainó la cimitarra.

—Si todos mis hombres fueran como tú, podríamos conquistar Karsus sin ayuda de los demás bandoleros de Olostin.

Lume desmontó y caminó hasta el muerto. Tras soltarle una patada en las costillas, volteó su cuerpo con la punta de la bota.

El hombre tenía los ojos abiertos pero la mirada desenfocada. Su boca estaba muy abierta, como si aún estuviera tratando de respirar. La sangre seguía manando por su cuello, si bien empezaba a endurecerse.

Lume miró al muerto un instante.

—¿Sabes una cosa, Cy? Me parece que tengo un trabajito para ti. Ven a verme a mi tienda por la mañana, que cenemos que hablar.

Lume puso el pie en el estribo y subió a la silla de su montura.

—Por ahora, ve al campamento —indicó el capitán—. Los demás ya tienen controlados a los aldeanos.

Lume dio media vuelta a su caballo en dirección a la aldea.

—Y una cosa más, Cy —añadió volviendo la cabeza.

—¿Señor?

—Esta noche diviértete junto al fuego y no olvides reclamar tu parte del botín. Esta vez hemos sacado mucho.

—Gracias, señor. Así lo haré.

La celebración de la noche fue magnífica. Los salteadores habían sacado más botín que nunca. Uno de los hombres había entrado en el almacén de provisiones de Kath, del que había salido con varios toneles de vino tinto y un enorme barril de hidromiel. El contenido de los barriles era más que suficiente para que los compañeros de Cy se lo pasaran en grande.

Las llamas ardían en la fogata del campamento. El vino corría sin cesar. Los hombres se jactaban de las hazañas realizadas durante las incursiones. Los enemigos a quienes habían despachado crecían y crecían en tamaño. Los bienes que habían robado se convertían en fortunas sin cuento. Todos rieron, bailaron y contaron bravatas, hasta que perdieron el conocimiento. Hasta que se quedaron dormidos. Lo abultado del botín justificaba los excesos de aquella noche. El capitán Lume no participó en la juerga, pero tampoco despertó temprano a los hombres.

Sí, la vida como forajido a las órdenes de Olostin era gratificante para alguien como Cy. Tenía libertad para hacer cuanto le viniera en gana, siempre que no contradijera de forma directa las órdenes recibidas. Tenía vino y riquezas; por disfrutar, a veces incluso disfrutaba de los favores de una mujer o dos. La vida se portaba bien con él.

—Eres bastante rápido, Cy —elogió Lume.

Cy se había levantado poco antes del mediodía. Tras sumergir la cabeza en un tonel con agua de lluvia y volverse a vendar las heridas sufridas en la víspera, acababa de presentarse en la tienda del capitán.

—Gracias, señor.

Cy carecía de formación militar, pero siempre había creído en la necesidad de respetar a sus mayores. Lume, el capitán de la partida de bandoleros, le llevaba por lo menos diez años, razón por la que se dirigía a él como «señor».

—Siéntate, por favor —invitó Lume, señalando una silla que había en un rincón de la tienda.

Cy asintió con la cabeza y obedeció.

Para tratarse de una tienda, la de Lume era cómoda y estaba bien provista. Una hamaca pendía desde el poste central hasta otro poste emplazado en una esquina. En el rincón opuesto había un gran escritorio con una silla. El escritorio estaba cubierto de papeles apilados ordenadamente. Junto a ellos había una gran pipa de agua, a la que Lume dio varias chupadas mientras Cy terminaba de acomodarse.

El capitán se irguió de repente en la silla y apoyó las manos en el escritorio.

—¿Cuánto tiempo llevas en nuestra banda, Cy?

—Cerca de un año, señor.

—¿Sólo? —preguntó el otro.

Cy asintió.

—Verás… Por mucho que me disguste admitirlo, llevo quince años trabajando para Olostin. Hará unos cinco años que ascendí a capitán de mi propia partida. —Lume se arrellanó en el sillón y explicó—: Me temo que a veces pierdo la cuenta de los jóvenes que ingresan en nuestra banda o se marchan de ella, acaso para siempre. Yo creía que llevabas más tiempo con nosotros, pero será que te he confundido con otro.

Lume contempló la palma de su mano un segundo.

Cy se revolvió en su asiento.

—Cy, yo nunca disculpo los errores ajenos. Si uno de mis hombres resulta muerto en el combate, la culpa es suya.

Lume miró a Cy de arriba abajo y clavó los ojos directamente en su rostro. Cy le sostuvo la mirada un momento, pero terminó por desviarla.

—Si no me acuerdo bien del tiempo que llevas en el grupo, es porque he visto morir a centenares de muchachos como tú. A fuer de ser sincero, ni siquiera me acuerdo de sus nombres. Tal como yo lo veo, todos hubieran podido llamarse Cy.

Lume soltó una risita, sin que Cy lo secundara.

El capitán de nuevo adoptó una expresión de seriedad y fijó la mirada en Cy.

—Bien, vayamos al grano. Tengo una misión para ti.

—Señor… —dijo Cy, sin saber bien qué más podía decir.

—Eres el que mejor maneja la daga que he visto en mucho tiempo —dijo Lume—. Si anoche te las arreglaste para salvar el pellejo, imagino que igualmente sabrás salir indemne de este pequeño trabajito. Dime, ¿qué sabes sobre nuestro ilustre señor Olostin?

—Señor, lo único que sé es que se ha propuesto acabar con la tiranía de los archimagos como sea.

—Una respuesta prudente.

Sorprendido, Cy iba a añadir algo cuando Lume levantó la mano y se echó a reír.

—No pasa nada, hijo —aclaró—. Veo que sabes por dónde van los tiros.

Cy se arrellanó en su asiento. Se sentía como si su padre lo hubiera estado regañando.

—¿Tú quieres… acabar con la tiranía de los archimagos? —inquirió Lume.

Cy miró al capitán y se preguntó adonde quería ir a parar. Por mucho que hubiese dicho que se proponía ir al grano, no hacía más que dar vueltas y más vueltas a la cuestión. Cy estaba empezando a irritarse.

—¿Y bien, Cy? —El capitán levantó la voz—. ¿Tú crees en nuestra causa?

—Sí, señor.

Cy apretó los dientes. Aunque no creía haberse desempeñado de forma particularmente valerosa durante el combate de la noche anterior, como había dicho el capitán, lo principal era que seguía con vida. Cy esperaba que el capitán ahora no le reprendiese por haber perdido el tiempo con un guerrero experimentado en mitad de la incursión. La entrevista había empezado bien, pero ahora parecía como si el capitán quisiera acusarle de algo, de ser una especie de espía acaso.

—Muy bien, hijo —repuso Lume con calma—. Necesito que mates al archimago Sombra.

El viaje a la ciudad flotante le llevó a Cy dos días a lomos de un grifo. El archimago Sombra vivía en Karsus, una ciudad muy distinta a las que Cy había conocido hasta entonces. Para empezar, Karsus era una metrópolis flotante, sí bien ésta era la menor de las rarezas que presentaba aquella imponente urbe.

Las calles estaban surcadas por pequeñas cloacas al aire libre. Las escobas se movían por sí solas y echaban el polvo a aquellas cloacas. Sobre los amplios ríos se alzaban unos puentes que unían unas calles con otras. Los paseantes no sólo caminaban sobre las curvas estructuras de piedra, sino también por debajo. Cargando con paquetes de comida o con bultos de libros, los magos se saludaban los unos a los otros mientras caminaban cabeza abajo con toda naturalidad. En un parque de la ciudad, cuatro magos ancianos y envueltos en túnicas giraban en el aire sin dificultad con los ojos fijos en un globo del tamaño de un gran melón que flotaba entre ellos. Por turno, cada uno insertaba una gema de intrincadas facetas en el interior del globo y se echaba a reír cuando el ángulo o la velocidad de rotación de sus compañeros se veía súbitamente alterado.

Parecía como si todos los habitantes de Karsus utilizasen la magia, pues todo cuanto hacían estaba en contradicción con lo que Cy sabía sobre el funcionamiento del mundo. Los niños jugaban en las fachadas de los edificios, y no en las aceras o los parques. El agua fluía hacia arriba, y en algunos casos a través del aire. Los extraños canales que flanqueaban las calles no tenían principio ni fin, sino que simplemente transportaban el agua pura y limpia por toda la ciudad. Eran muchos los transeúntes que caminaban con pequeños dragones como mascotas por las calles de la urbe, sonrientes y saludando a todos con quienes se cruzaban. Era frecuente que varios magos apareciesen de la nada en mitad de una conversación ajena, según parecía ignorantes de que su entorno había cambiado. Las cajas y los sacos flotaban suspendidos en el aire en dirección a sus destinos.

Cy tenía que hacer esfuerzos para no quedarse boquiabierto. Tras pasar por un puente y dejar atrás varias calles, llegó a un edificio alto y estrecho en el que las puertas se agolpaban las unas encinta de las otras a lo largo de toda la fachada. Un letrero de madera situado a la altura de la calle exhibía la leyenda «Posada Charlesgate». De las puertas situadas más arriba salían flotando magos envueltos en sus túnicas, imperturbables, tras tener buen cuidado de cerrar las puertas antes de alejarse por los aires.

Cy entró en la planta baja del edificio y alquiló una habitación para varios días. Quería averiguar todo lo posible sobre su presa antes de enfrentarse directamente a aquel hombre.

Cy se decía que, con un poco de suerte. Sombra estaría tan ocupado en sus investigaciones que no repararía en él.

Era la única esperanza del joven asesino. En lucha abierta, Cy había logrado derrotar a su experimentado oponente de Kath, pero un archimago era cosa muy distinta. Su única oportunidad consistía en pillarlo por sorpresa y acabar con él al momento. Si no, no tendría nada que hacer. Mientras entraba en su cuarto, se dijo que sólo iba a tener una ocasión de cometer aquel asesinato, y que mejor que la aprovechara.

Antes de que Cy partiera para Karsus, Lume le había permitido escoger el material y el armamento que iba a necesitar para llevar a cabo la misión. Los forajidos contaban con hileras y más hileras de espadas, corazas y arcos, y hasta con algunas armas que Cy no había utilizado en la vida. Aunque estaba claro que su misión no iba a ser fácil, no servía de mucho acarrear con un equipo demasiado pesado. Cy finalmente escogió una pequeña ballesta, una coraza de cuero con propiedades mágicas y su daga encantada. Mejor viajar ligero de equipaje.

Cy no tuvo dificultad para introducirse subrepticiamente en el imponente torreón de ladrillo donde vivía Sombra. De hecho, la puerta ni siquiera tenía cerradura. Atento a no dejarse sorprender, el asesino entró con mucho cuidado por el corredor de la entrada, vigilando que no hubiera trampas o glifos mágicos a su paso. A pesar de todas sus precauciones, en el pasillo no había trampa alguna.

«Temía verme volando por los aires en cualquier momento», se dijo.

Tras girar por el pasillo, entró en una sala muy grande y lujosísima. El ladrón que había dentro de Cy se quedó anonadado ante tal despliegue de riqueza. Quizá Lume hubiera hecho mejor en ordenarle que se contentara con robar al archimago. Las riquezas que había en la sala bastarían para pagar a un millar de asesinos. En torno a las mesas de madera primorosamente trabajadas se erguían elegantes sillas de respaldo alto. En las ventanas había apliques de plata con piedras mágicas, mientras que los escritorios, las mesas y las repisas de las ventanas exhibían una enorme profusión de candelabros engastados con pedrería. Las paredes estaban cubiertas por decenas y decenas de estanterías que atesoraban centenares de libros encuadernados en piel y dispuestos con meticuloso orden.

Una puerta se abrió de repente en el extremo opuesto de la sala. Cy se ocultó tras una de las grandes sillas de respaldo alto. Procurando no dejarse ver, contuvo el aliento. Unas pisadas resonaron sobre el suelo de madera. Cy se llevó la mano a la daga. ¡Y era él quien había querido aprovechar el factor sorpresa!

Las pisadas se acercaron y pasaron de largo tras llegar junto a la silla. Cy sintió una levísima corriente de aire junto al rostro; sus ojos vieron un abigarramiento de colores chillones: magenta, amarillo y plata. El muchacho guiñó los ojos varias veces, tratando de librarse de aquella magia que provocaba la confusión. Sin embargo, no se trataba de magia. Cuando su vista se aclaró, Cy vio las faldas de una mujer. Una joven rubia vestida con recias telas de lino bordado acababa de pasar con una bandeja de plata en las manos. La mujer se marchó por el pasillo.

Cy se levantó, en el momento preciso en que la puerta volvió a abrirse. Cy se escondió tras los muebles, convencido de que esta vez lo habían visto. De nuevo, unas fuertes pisadas cruzaron la estancia. Cy se agachó tras la silla, rodeó por el suelo y se situó tras una mesa, con intención de lanzarse sobre quien acababa de entrar. Presto a asestar el primer golpe, apretó la empuñadura de su daga y de pronto se quedó de una pieza. La misma mujer rubia y vestida con ropas multicolores se encontraba en el centro de la habitación, con una gran jarra de plata en la mano esta vez. Las faldas de la mujer se agitaron cuando ésta siguió andando por la sala sin prestar atención a Cy.

La puerta volvió a abrirse. Cy se giró en redondo, con la daga al frente. La mujer rubia acababa de entrar en la sala por tercera ocasión, con la salvedad de que ahora llevaba una gran caja en las manos. Sus brillantes ojos azules miraban fijos al frente mientras seguía andando hacia el joven asesino. En aquel momento, nuevas pisadas resonaron a ambos lados de donde Cy se encontraba. Sacudiendo la cabeza por el asombro, convencido de que estaba siendo víctima de algún tipo de agresión mágica, Cy se apartó de un salto del camino de la mujer y fue a caer sobre una silla de cuero, que se quebró bajo su peso.

Cy se levantó al instante y corrió a refugiarse en un rincón. Cuando miró en busca de una vía de escape, se quedó de una pieza. Dos mujeres rubias —vestidas ambas con idénticas faldas de lino color magenta, amarillo y plateado; una con una jarra, la otra con una caja— seguían andando sobre el piso de madera. Ninguna de las dos mostraba el menor interés por Cy. Ambas salieron al pasillo cargando con sus objetos respectivos. Atónito, Cy las contempló entre jadeos.

La puerta volvió a abrirse. Dos nuevas mujeres rubias y vestidas con colores llamativos —las mismas mujeres que Cy había visto tres veces hasta el momento— entraron en la sala y siguieron andando sobre el suelo de madera. Cy esta vez no trató de ocultarse. Las mujeres hicieron caso omiso de su presencia. El joven asesino cogió un libro y lo arrojó sobre una de las mujeres. El libro rebotó en ella y cayó al suelo. La mujer siguió sin reparar en él.

«Si no son unas imágenes ilusorias, tienen que ser una especie de monstruos», pensó Cy.

Convencido de que no se hallaba bajo los efectos de ningún conjuro, siguió adelante con su misión.

A un lado de la sala había una escalera que llevaba abajo. Desentendiéndose de aquellos gólems femeninos, Cy cruzó la estancia y empezó a bajar por ellas. La escalera era larga; el aire se fue tornando más frío a medida que fue bajando. Los viejos escalones de madera en ocasiones estaban combados, de forma que Cy procuró bajar con sumo cuidado, para que no crujieran bajo su peso. Al llegar al final, descubrió un nuevo pasillo. Al final del corredor había una puerta entreabierta tras la que se veía luz. Otra de las mujeres vestidas con faldas multicolores salió de la puerta en ese instante y echó a andar por el pasillo.

Tras pasar junto a aquel ser que nada veía, Cy miró por la rendija de la puerta y vio un dormitorio bonito, si bien un tanto desarreglado, con una cama y una mesita de noche en el centro. Fuera de su ángulo de visión, alguien estaba rebuscando en un cajón y manejando unos papeles. Cy desenvainó su daga, se apretó contra la pared y esperó.

Pasaron varios segundos. La frente de Cy empezó a perlarse de sudor. En el interior de la habitación seguían oyéndose ruidos.

Un cajón se cerró, y una figura apareció ante sus ojos y se sentó en la cama. La mandíbula cuadrada, el pelo de color arena, los ojos verdes, unas pequeñas gafas con montura de alambre… Era Sombra. Aunque era más joven de lo que Cy había esperado, el hombre respondía a la descripción que Lume le había facilitado. El archimago estaba concentrado en leer los papeles que tenía entre las manos, sobre los que ocasionalmente hacía una marca con un carboncillo.

Cy respiró con fuerza y contuvo el aliento. Con la daga en alto, irrumpió en el cuarto y lanzó el arma encantada contra Sombra. El mago ni se molestó en levantar la vista de sus papeles. Un simple gesto de su mano fue suficiente para detener la daga en el aire. Cy se quedó petrificado, incapaz de pestañear o limpiarse el sudor que a esas alturas empapaba su frente.

Sombra siguió leyendo sus papeles durante un buen rato y con toda tranquilidad, ajeno por entero al asesino estupefacto que había en la habitación. Al fin, cuando terminó lo que estaba haciendo, ordenó los papeles y volvió su rostro hacía Cy.

—¿No eres un poco joven para buscarte la vida como asesino a sueldo? —preguntó.

Cy no respondió. Aquélla era la primera vez que le encargaban un asesinato, así que no sabía muy bien cómo funcionaba aquella profesión. Y lo más probable era que nunca llegara a aprenderlo.

—No importa —dijo el archimago—. Tu edad no importa. Lo que importa es que te proponías matarme. ¿Y bien? —Sus ojos miraron directamente a Cy—. ¿Qué te parece que tenemos que hacer contigo?

Cy intentó soltarte un escupitajo, para mostrar la indignación y el desdén que sentía ante los magos que se pasaban la vida causando problemas al mundo con sus peligrosos conjuros mágicos. Sin embargo, estaba paralizado. No podía mover los labios ni la lengua.

—¿Y bien? —repitió el otro—. ¿Es que no vas a responderme?

El mago soltó una pequeña risa, puso las manos en las rodillas, se levantó de la cama y agarró la daga, que seguía suspendida en el aire.

—Un arma muy bonita… —comentó—. Lástima que esta clase de juguetes no me entusiasmen. —El mago se acercó a una cómoda, sobre la que dejó el arma—. Tengo unas cuantas parecidas que me quedé como recuerdo de los asesinos que antes intentaron matarme, pero en general no me chiflan. Eso de la sangre es muy sucio. —Sombra frunció la nariz—. No, a mí lo que me va es la magia.

Sombra cogió una varita cuya punta estaba unida a una piedra translúcida por una cinta de cuero.

—Por lo demás, la magia resulta bastante más temible —añadió, acercándose a Cy—. Si ahora te clavase esa daga unas cuantas veces, sin duda te dolería, pero pronto morirías, de forma que tu agonía sería corta. Sin embargo, recurriendo a la magia —el mago esgrimió la varita—, puedo encerrarte en el interior de esta piedra cristalina. Donde morirías muy lentamente, mientras tus antecesores se alimentaban de tu energía y te arrancaban la piel a tiras.

Sombra sonrió ampliamente. Cy seguía petrificado.

—Lo mejor de todo es que, una vez muerto, tu castigo no habría terminado. Te despertarías como una sombra y vivirías el resto de la eternidad como un ser etéreo, incapaz de modificar el mundo real a tu alrededor. ¿No te parece que eso sería lo más horrible de todo?

Cy gruñó, esforzándose denodadamente en mover los dedos.

—Sí, estoy seguro de que tú también lo ves así… El encierro es siempre mucho peor que la simple muerte.

Sombra se apartó de la puerta y empezó a poner el cuarto en orden.

—Con todo, no quiero que pienses que me sería fácil encerrarte en el interior de esta varita.

Cy continuaba debatiéndose en silencio, animado por el hecho de que ahora podía mover levemente las puntas de los dedos de los pies y también los músculos de la mandíbula.

—He necesitado años enteros para perfeccionar esta varita —siguió el archimago—. Es cierto que los conjuros de paralización y encierro en la propia envoltura corpórea son muy sencillos, como sin duda convendrás conmigo.

Sombra continuaba trajinando.

—Lo que es verdaderamente difícil es transformar la carne humana en sustancia inmaterial. Es difícil, pero no imposible.

Cy sintió que sus brazos y su pecho entraban en calor. Ahora podía mover un poco los pies.

—Esta pequeña varita representa el trabajo de casi toda mi vida. Te diré una cosa… —agregó, más para sí que para Cy—, he vivido mucho tiempo, y con los años me he dado cuenta de que las cosas acaban volviéndose cada vez más pequeñas. —El mago soltó una risita—. Supongo que se trata de lo que denominamos «progreso».

Cy casi volvía a controlar su cuerpo. Si Sombra seguía con su perorata unos minutos más, podría intentar algo. Mucho mejor resultaría morir en el intento de escapar que seguir allí plantado como un pasmarote.

—Pero dejémonos de charla. —El archimago volvió a concentrar su atención en el joven asesino a sueldo, a quien apuntó con la varita mágica—. Antes de acabar contigo, me interesa saber quién te contrató para matarme. No creo que la idea de venir aquí haya sido tuya. Eres demasiado joven.

La pared situada detrás de Sombra estalló de repente. Lo que parecía sólida piedra en realidad era una puerta secreta elaborada en madera, que ahora se deshizo en mil astillas. Dos ogros gigantescos aparecieron en lo alto de una escalera que daba a dicho acceso camuflado.

El estallido hizo que Cy se viera proyectado al suelo, muy cerca de la cama. Pillado por sorpresa, Sombra asimismo cayó de bruces sobre el piso. Sin perder un instante, los ogros se abalanzaron sobre él y empezaron a golpearlo una y otra vez con sus puños enormes. Los dos monstruos operaban en combinación, turnándose sin descanso mientras cubrían de puñetazos al mago. Hasta que uno de ellos dejó de golpearlo y desenvainó una gran espada de filo aceitado.

Poniéndose en pie con dificultad, Cy se quitó algunas astillas clavadas en su piel. Los ogros no le prestaron la menor atención, pues seguían ocupados en machacar sin piedad a Sombra, quien yacía ensangrentado junto a la puerta. Cy dirigió una mirada al otro lado de la habitación.

Si los ogros habían entrado por allí, estaba claro que tenía que haber una salida.

Cy respiró con fuerza y se dispuso a entrar en acción, aunque no sin verse asaeteado por las dudas. ¿Y si había más ogros fuera? ¿Y si aquellos dos brutos habían llegado por medio de la magia? ¿Y si se metía en una trampa?

—Levántalo —ordenó a su compañero el ogro armado con una espada.

El otro soltó un gruñido y dejó de aporrear al archimago, se agachó y lo agarró por la túnica.

Cy se volvió hacia la puerta y decidió salir por allí, aunque tuviera que enfrentarse con los dos ogros. ¿Quién sabía qué le aguardaba en la escalera del lado opuesto? Mientras los dos ogros se aprestaban a decapitar a Sombra, el joven asesino trató de escurrirse entre los dos brutos y el archimago que estaba a punto de morir.

Cy tomó carrerilla y se lanzó en plancha, en un intento de pasar por la vía rápida junto a los ogros y el mago. Justo en ese momento, el ogro que tenía sujeto a Sombra dio un paso atrás, de forma que Cy fue a chocar violentamente contra su corpachón. De resultas del tremendo impacto, ambos cayeron derribados, enredados el uno con el otro, contra el marco de la puerta. Sombra aprovechó para soltarse del bruto y ponerse en pie.

Con la mágica varita todavía en su mano, apuntó la piedra cristalina hacia el ogro armado con la espada y lanzó un conjuro:

Shadominiaropalazitsi.

Un rayo grisáceo salió de la varita y, ensanchándose, empezó a rodear como un aura el cuerpo del bruto, quien de pronto se vio envuelto en una especie de eléctrico torbellino negruzco. Petrificado, con la espada en alto, el ogro contempló con horror cómo dicho torbellino se transformaba velocísimamente en una agrupación de pequeñas sombras grisáceas que al instante adoptaban formas semihumanas.

Las sombras de pronto se lanzaron al ataque, arremetiendo contra el bruto armado y sajando su cuerpo enorme con unas garras que parecían brotar de la nada. El ogro aulló, como si fuera presa de un intenso dolor, aunque de su cuerpo no brotó una sola gota de sangre. El bruto finalmente dejó caer la espada y se desplomó en el suelo con un ruido sordo, similar al que produciría un gran saco de estiércol de caballo.

Cy se levantó y echó a correr hacia la puerta. Ya había visto suficiente. Sin perder un segundo, enfiló la escalera y esquivó nuevos gólems femeninos vestidos con ropas chillonas hasta salir corriendo por la puerta de la vivienda. En ningún momento volvió el rostro, y sólo cuando se encontró cabalgando a lomos de su grifo para informar a Lume de lo sucedido se dio cuenta de que había dejado atrás su daga encantada.

Tras llegar al campamento al amanecer de la segunda jornada de viaje, Cy entró a toda prisa en la tienda de Lume.

—Señor, tengo unas noticias terribles… Es urgente.

Lume estaba sentado a su escritorio disfrutando de un buen desayuno. La precipitada llegada del joven lo sobresaltó, haciendo que se le atragantara el último bocado.

—¡En nombre de los dioses! Pero ¿tú qué te has creído? —gritó. De forma abrupta, el capitán varió el tono y dijo—: Pero, Cy… ¿Qué ha sucedido, muchacho? ¿Has matado al archimago? —agregó, levantándose.

—No, señor.

Lume pegó un puñetazo en el escritorio.

—En ese caso, ¿qué haces aquí?

Cy refirió lo sucedido, sin ahorrar ningún detalle.

—¿Estás seguro de que de esa varita mágica salieron unas sombras? —inquirió al cabo el capitán.

—Completamente seguro.

—¡Dioses! Una varita así puede aportar un poder tremendo a quien la posea…

El capitán paseó en silencio por la tienda, meditando la cuestión. Finalmente fijó la mirada en Cy y meneó la cabeza.

—Pero has fracasado. Tendría que haber comprendido que el rubio de la cadena no era rival adecuado para ponerte a prueba y saber si estabas preparado para medirte con un archimago.

—¿Señor?

—¡El rubio guerrero de la cadena, hijo! —exclamó Lume—. Fui yo quien lo envié, para ponerte a prueba. ¿Cómo crees que un guerrero de su categoría había ido a parar a un agujero como Kath?

—¿Me está diciendo que lo envió allí para enfrentarse a mí? No entiendo, señor…

—¿Es que eres estúpido? Fui yo quien le ordenó que se presentara en Kath. Como fui yo quien le pagó para que te atacara —explicó Lume.

—Pero, pero… ¿por qué? El hombre casi me mata.

—Porque quería comprobar sí realmente valías para llevar a cabo esta misión —indicó el otro—. Aunque está claro que la comprobación no era válida.

Cy estaba boquiabierto.

Lume siguió paseando como un animal enjaulado, hasta que por fin volvió a fijar la mirada en Cy.

—Deja de poner esa cara —le ordenó—. Has salido con vida. Lo que ahora importa está claro: tenemos que volver a intentar eliminar a Sombra y hacernos con esa varita mágica. —Lume se acercó al joven y puso la mano sobre su hombro—. A pesar de que has fracasado en tu misión, nos has aportado (has aportado al gran Olostin) una oportunidad única para liberarnos de los tiránicos archimagos.

Cy miró a Lume con furia.

—Hijo, si conseguimos esa varita, podremos utilizarla contra todos los de la calaña de Sombra —explicó el capitán—. Llevamos años intentando matar a ese mago, y ahora ha llegado la ocasión de acabar con él haciendo uso de sus propias armas. —Lume sonrió y palmeó el hombro a Cy—. ¿Sabes una cosa? Aunque son incontables los asesinos que han intentado acabar con Sombra, tú eres el único que ha salido vivo del empeño. Tienes que estar orgulloso. Eres uno entre mil y ahora tienes la oportunidad de llevar a cabo tu misión de forma efectiva.

Cy se apartó del capitán.

—Haga usted lo que quiera, pero conmigo no cuente.

Lume lo miró con los ojos entrecerrados.

—Harás lo que yo ordene o morirás.

Lume dio un paso hacia Cy y llevó la mano a la empuñadura de su espada.

—Ya me envió una vez a la muerte, y no pienso volver —le espetó Cy sin inmutarse.

El capitán al punto desenvainó la espada y lo golpeó en la barbilla con la empuñadura. El joven asesino cayó derribado al suelo y se llevó las manos al mentón ensangrentado, sin apartar la mirada del capitán, que lo estaba mirando desde lo alto. Dos guardias entraron en la tienda con las espadas en alto.

—Lleváoslo a su tienda —ordenó Lume—, e impedid que trate de escapar. —Fijando la mirada en el joven derribado, agregó—: Muy pronto tendrá que terminar lo que dejó inacabado.

Dos días más tarde, Lume hizo que dos de sus hombres escoltaran a Cy a la armería. El capitán se encontraba allí, ocupado en informar a un pequeño grupo de bandoleros sobre el inminente asesinato.

—Os acompañaré personalmente para cerciorarme de que esta vez llevaremos a cabo lo que Cy no consiguió —informó Lume. Una sonrisa se pintó en su rostro cuando los guardias quitaron los grilletes a Cy—. Nuestro joven amigo irá el primero, vigilado de cerca por mí, para obtener los detalles necesarios sobre el hogar y los hábitos de Sombra. —Lume examinó al grupo de salteadores—. Si este hombre —agregó, señalando a Cy— intenta escaparse o rehuir su deber, matadlo sin contemplaciones. ¿Queda claro?

Todos asintieron.

A cada uno de los asesinos le fueron entregadas unas botas especiales que enmascaraban el sonido de las pisadas, así como una capa encantada, que convertía en casi invisible a su portador, y un amuleto que confería cierta protección contra la magia de Sombra.

—Estos amuletos no os protegerán del todo —reconoció Lume—, pero sí que os convertirán en unos blancos menos vulnerables para el archimago.

Cy apretó los dientes. Si al principio le hubieran entregado un amuleto así, esta misión ahora seguramente no sería necesaria.

Lume después entregó a sus hombres unas pequeñas ballestas con una sola saeta, así como unas dagas diminutas. Así armados, se pusieron en camino hacia Karsus. El plan consistía en que Cy llevara a los demás al dormitorio de Sombra, a quien confiaban en eliminar lanzándose en tropel contra él.

—El archimago no se atreverá a emplear un conjuro mortal muy potente en una habitación tan pequeña —razonó el capitán—. Lo más probable es que trate de paralizarnos, como hizo con Cy, o de hipnotizarnos a todos y hacernos creer que es nuestro aliado, para después acabar con nosotros uno a uno. Pero no vamos a permitirlo. Nada más verlo, lo acribillaremos con las ballestas. Los dardos de las ballestas están dotados de poderes especiales que garantizan que darán en el blanco. Sólo hay un dardo por hombre porque sólo tendremos una ocasión de disparar. Si logramos que no tenga tiempo de recurrir a la magia, saldremos con vida. —Lume escudriñó los rostros de sus hombres—. Una vez hayamos matado a Sombra, nos haremos con su vara. Y después lo celebraremos a lo grande.

Los salteadores lanzaron vítores y hurras, animados por las palabras del capitán. Cy se mantuvo en silencio. Las cosas no iban a ser tan fáciles. Muchos no volverían con vida, acaso él tampoco. Cy esperaba que, por lo menos, uno de los que no volvieran fuese el capitán Lume.

Al llegar a la entrada del lujoso hogar de Sombra, Lume hincó levemente la punta de su sable en las costillas de Cy.

—Ahora sé buen chico y enséñanos cómo podemos entrar —le ordenó.

Cy condujo a la muda y casi invisible partida de asesinos por el largo corredor hasta llegar a la amplia sala de decoración abigarrada. En silencio absoluto, el grupo dejó atrás a los rubios gólems femeninos y enfiló la escalera que llevaba a la habitación subterránea.

Como en la ocasión anterior, la puerta del cuarto estaba entreabierta y se veía luz en el interior. Cy hizo una señal a los demás, invitándolos a pasar adelante, y se apretó contra la pared. Los bandoleros dieron un paso al frente y se posicionaron a ambos lados de la puerta. A un lado de Cy, Lume hizo un gesto con la cabeza dirigido a sus hombres. Uno de ellos levantó la mano y empezó a contar en silencio. Al llegar a tres, todos irrumpieron en el cuarto al unísono.

Desde el lugar en que se encontraba, Cy sólo pudo ver cómo los bandoleros dejaban atrás la antesala. Sus botas mágicas hicieron que su avance se realizara en completo silencio. El capitán Lume y él esperaron a oír el ruido de la lucha, los sonidos de algún conjuro mágico pronunciado por Sombra. Sin embargo, nada se oyó. Tras unos momentos que se hicieron eternos, uno de los hombres apareció en la puerta y, con una señal, instó a ambos a pasar al interior. Lume agarró a Cy por el hombro y lo hizo entrar por delante.

El dormitorio seguía en desorden, si bien la pared destruida cuando los ogros aparecieron en él ahora volvía a estar en buen estado. Los asesinos se miraron nerviosos los unos a los otros, como si temieran ser atacados de un momento a otro por algún elemento invisible. Cy se acercó a la pared y fijó la mirada en la cómoda, sobre la que seguía descansando su daga encantada.

«Prefiero morir con un arma en la mano», se dijo. Sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura.

Tras acercarse al lugar de la pared donde había estado la puerta secreta, su mano buscó el marco de la puerta bajo el estucado. Sus dedos de pronto atravesaron la pared. El archimago no se había molestado en restaurar la pared, contentándose con someterla a un embrujo de ilusión. Bastaría con atravesar dicha ilusión para acceder a la escalera que había al otro lado.

Cy dio media vuelta y se dirigió a la otra puerta, haciendo una señal a Lume para que lo siguiera.

El capitán le dedicó una mirada furiosa.

—¿Qué está pasando aquí?

—Sombra tiene un laboratorio en el sótano y ha proyectado una ilusión sobre el lugar donde está la puerta, para hacer creer que la pared es sólida. Pero lo más probable es que cuente con otras defensas. Yo creo que lo mejor es ocultarse aquí y esperar a que llegue.

Lume asintió y, con un empujón, hizo que Cy volviera a entrar en el cuarto. El capitán entonces ordenó a sus asesinos que se apartaran de forma estratégica en el dormitorio, tras lo cual volvió a salir a la antesala agarrando a Cy del brazo.

Pasaron varías horas. Los asesinos aguardaron en silencio. Por fin, la pared se estremeció, y una figura entró mágicamente en el cuarto. Sin prestar atención al entorno. Sombra tenía la mirada fija en un objeto que llevaba en las manos. Su varita mágica estaba prendida bajo el cinto de su túnica. Su cuerpo no parecía mostrar ningunas de las heridas o moratones previsibles en quien había sido repetidamente golpeado por dos ogros enormes.

A los dos pasos, el mago pareció intuir que algo andaba mal. Al instante empezó a pronunciar un conjuro. Los asesinos respondieron con la cerrada descarga de sus ballestas. El mago soltó un grito de dolor y trastabilló en dirección a la cama, soltando el objeto que llevaba en las manos, sin terminar de pronunciar el conjuro.

Cy vio cómo Sombra caía de rodillas. Lanzando un aullido salvaje, Lume irrumpió. Con las manos en el pecho. Sombra estaba sangrando profusamente y tenía la mirada fija en el suelo.

—Bien, bien, bien… —aprobó Lume, quien se encontraba a pocos pasos del archimago y exhibía una ancha sonrisa en el rostro—. Mi querido archimago Sombra… ¿Tienes idea del tiempo que llevo intentando acabar contigo?

El otro alzó la mirada del suelo y terminó de pronunciar las últimas palabras de un nuevo encantamiento. Sus ojos miraron furibundos al capitán en el momento preciso en que unas saetas mágicas salieron disparadas de su propio cuerpo y fueron a clavarse en los cuerpos de los asesinos a sueldo de Lume. Todos cayeron muertos en el acto, con un dardo clavado en la frente. Sin dejar de sangrar. Sombra trató de incorporarse. Su faz estaba cada vez más pálida.

—Pues no, no lo sé —espetó en respuesta a las palabras de Lume—. La verdad, son incontables los que han intentado matarme.

Lume no perdió más tiempo. Se acercó al hechicero y lo empujó al suelo, le quitó la varita mágica del cinto y acercó su daga a su garganta.

—Pues bien, permíteme que me presente. Me llamo Lume y trabajo para Olostin.

—Sí… —Sombra tosió dificultosamente—. Me suena tu nombre… Encantado de conocerte.

—El placer es mío, y lo digo muy en serio. —Lume se volvió hacia Cy—. ¿Ésta es la varita de que me hablaste? —preguntó, alzando la varita con una piedra cristalina en la punta.

—Eso creo, sí.

El capitán dio un paso atrás y miró al archimago.

Cy aprovechó que ningún asesino lo vigilaba ya y arremetió contra Lume con su daga.

—¡Muere de una vez, cerdo!

El capitán esquivó el tajo, pero resbaló al hacerlo y perdió el equilibrio.

Cy se lanzó sobre la espalda del capitán. Su daga encantada atravesó con facilidad la coraza de cuero de Lume, abriendo una herida roja y profunda en su costado.

—¡Maldito estúpido…! —barbotó Lume.

El capitán desenvainó su sable en el acto y lanzó dos rápidas estocadas contra Cy.

Éste consiguió bloquear la primera, pero la segunda fue a dar bajo su muñeca, haciéndole soltar la daga. Lume de nuevo arremetió contra él. Cy retrocedió, esquivando la afilada hoja, si bien al hacerlo tropezó con la cama y cayó de espaldas al suelo, junto a Sombra. Con la mano buena, el joven apretó la roja herida que Lume acababa de abrirle en la muñeca.

El capitán apuntó con la varita mágica a sus dos enemigos indefensos.

A pesar de su respiración dificultosa, el archimago soltó una risa fatigada.

—La varita de nada te va a servir —afirmó—. No sabes cuál es la palabra mágica necesaria para…

—Estás muy equivocado, mago, y lo voy a demostrar liquidándote con tu propia arma. —Una sonrisa pérfida apareció en el rostro de Lume—. Me divierte que te hayas pasado la vida perfeccionando un arma como esta varita, la varita con que voy a acabar contigo.

—No sabes con qué clase de fuerzas te la estás jugando… —tosió el mago con voz ronca. Un hilillo de sangre apareció en la comisura de su boca.

—Ni tú tampoco. —Lume apuntó con la varita y pronunció la mágica palabra que Cy le había repetido en el campamento—: Shadominiaropalazitsi.

Una vez más, un rayo grisáceo brotó de la vara. El rayo se dirigió hacia el archimago encogido en el suelo, a quien envolvió con su luminosidad, una luminosidad que empezó a desgajarse en pequeñas formas negruzcas. De forma instintiva, Sombra levantó el brazo para protegerse el rostro, pero esta vez las sombras se fraccionaron todavía más y empezaron a volar en torbellino por la habitación entera, hasta sumir aquel espacio en una oscuridad absoluta.

Un instante después, las sombras empezaron a reagruparse, formando un pequeño ciclón en torno al capitán Lame.

—¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? —chilló éste.

—¿No lo comprendes, necio? —apuntó el archimago—. ¿No reconoces esas sombras?

—¡No sé de qué me hablas! —gritó Lume, tratando de defenderse del acoso de las sombras a sablazo limpio—. ¡Dejadme en paz de una vez, malditas! ¡Dejadme!

Sombra se levantó del suelo.

—¿Te parece bonito tratar así a las sombras de los anteriores asesinos que enviaste contra mí?

Lume se quedó boquiabierto, paralizado por un segundo.

—Justamente. —Sombra sonrió—. Castigué a tus asesinos convirtiéndolos en sombras y atrapándolos por siempre en la varita. Pero ahora tú mismo los has liberado, y se proponen vengarse de la eternidad de sufrimientos a la que les condujo tu maldad.

Sin perder un segundo, las sombras seguían cerniéndose amenazadoras sobre el capitán, que continuaba anonadado ante aquella revelación.

—Pero… tú fuiste quien les causó la muerte —barbotó finalmente.

—Las sombras entienden que yo me limité a defenderme. Por eso te culpan a ti, por haberlas enviado a un final ignominioso. Mejor habrías hecho en no jugar con fuerzas que escapaban a tu control.

Crecientemente fatigado, Lume apenas podía defenderse ya del acoso de las sombras. Las estocadas de su sable eran cada vez más lentas e inefectivas. Las sombras empezaron a adherirse a su cuerpo. Lume finalmente cayó al suelo.

—Que seas tú precisamente quien haya dicho estas palabras… —le espetó a Sombra.

Su cabeza entonces cayó desmadejada, golpeando en el piso de madera. Las sombras se lanzaron en masa sobre su cuerpo inerte. Una forma oscura se formó en torno al cadáver del capitán, hasta unirse en una gran sombra humana que de pronto se elevó en el aire, arrastrando consigo a aquella masa en torbellino. Al momento, la confusa masa en suspensión se dirigió al extremo de la varita que Lume seguía aferrando con su mano muerta. El grisáceo ciclón en miniatura se fue estrechando al acercarse a la piedra cristalina, donde desapareció como por ensalmo.

El archimago rebuscó en un bolsillo de su túnica y sacó una botella de cristal rojizo, que descorchó al momento y de la que bebió con avidez. Una extraña aura blanca brotó en torno a su cuerpo, y al punto dejó de sangrar. Su aspecto mejoró considerablemente.

El mago miró a Cy, que seguía tendido en el suelo apretándose la herida de la muñeca con la mano.

—Como te dije una vez, me parece que eres demasiado joven para ser un asesino a sueldo —repuso Sombra—. Lo mejor sería que te buscaras otra ocupación.

Dicho esto, el archimago se dio media vuelta y desapareció por la pared ilusoria.

Cy contempló el cadáver del capitán Lume y asintió con la cabeza. Luego se levantó, subió por las escaleras y esquivó a un rubio y hermoso gólem femenino mientras se dirigía a la salida.