Lo último que Jaybel vio fue el reflejo de la luz de la luna en la plateada hoja de la espada. Quince años atrás, cuando él y sus amigos más queridos corrieron tantas aventuras en las Tierras Centrales Occidentales, un final así habría resultado casi predecible. En aquellos tiempos, Jaybel era conocido sobre todo por su habilidad para abrir cerraduras con ganzúa, desmantelar las trampas del enemigo o deshacerse con discreción de un oponente. Era sabido que los adeptos a estas labores no solían mantenerse mucho tiempo con vida. De hecho, en más de una ocasión, Jaybel sólo se había salvado del negro abismo de la muerte merced a los poderes sanadores de la compañera Gwynn.

En todo caso, en los años posteriores, Jaybel había abandonado aquella vida de aventuras. Después de los trágicos sucesos acaecidos durante las últimas andanzas de su banda, cuando se vieron obligados a dejar al enano Shandt a merced de la dudosa piedad de una tribu hobgoblin, aquella clase de vida perdió buena parte de su encanto. Lo que era más, después de tan terrible muerte, cada uno de los miembros del Seis de Espadas pasó a ver las cosas de modo muy diferente.

—Yo ya he hecho mi fortuna —anunció Jaybel a sus camaradas—. Y ahora lo que quiero es descansar y disfrutar un poco de ella.

Lo siguiente que hizo fue pedirle a Gwynn que se casara con él, y a ésta le faltó tiempo para darle el sí. Tras separarse de sus compañeros, Gwynn y él se fueron a vivir a la gran ciudad de Aguas Profundas.

Con los tesoros obtenidos en lóbregos túneles olvidados y en un sinfín de aventuras, Jaybel y Gwynn hicieron construir un hogar elegante pero modesto. La vivienda contaba con una capilla, en la que ella podría enseñar su fe, y un taller de herrería, para que él siguiera manteniendo los dedos y los ojos aguzados.

Gwynn y él fueron felices durante cerca de década y media. La tragedia había quedado atrás, y ahora podían disfrutar de una nueva vida. Cuando Jaybel reflexionaba sobre aquellos lejanos días, siempre decía lo mismo:

—Lo raro es que no esté muerto.

Pero ahora sí que lo estaba.

El metálico chocar del acero contra el acero resonaba en unos oídos tan acostumbrados a él que muy bien podrían haber pertenecido a un sordo. A cada nuevo impacto, las chispas relucían en el aire de la noche, alzándose cual luciérnagas inquietas, cual rojizas estrellas fugaces, cual efímeros meteoritos que fueran a estrellarse en el suelo de piedra. El sol se estaba poniendo y la noche empezaba a cerrarse sobre la ciudad de Raven’s Bluff. Una y otra vez, Orlando repetía el ritual característico de su profesión. El martillo caía, las chispas saltaban y la hoja de un arado empezaba a cobrar forma.

Cuando el utensilio de labranza quedó terminado, el ruido cesó y el carbón en ascuas de la fragua se puso a enfriar. De piel morena y bruñida, Orlando empezó a dejar las herramientas en su sitio, sin advertir que una forma de ébano había aparecido en la abierta puerta de la herrería.

Durante una fracción de segundo, la sombra cubrió el umbral, taponando las estrellas y la luna en cuarto creciente. A continuación, con la gracia de un felino depredador, cruzó el portal sigilosamente y entró en la sofocante atmósfera del taller del herrero. En ausencia de los estrepitosos martilleos, la sombra avanzaba en un silencio que se diría sobrenatural.

Sin más preámbulos, una voz sepulcral resonó en la penumbra. A pesar de ser pronunciadas en poco más que un murmullo, la entonación y claridad de las palabras consiguió que éstas fueran tan audibles como un grito.

Jaybel y Gwynn han muerto.

Orlando se detuvo en seco, con su mano todavía cerrada sobre el mango del gran martillo medio suspendido de un gancho de hierro en la pared. La voz hizo que un estremecimiento le recorriera la espalda y la piel se le pusiera de gallina, igual que había sucedido la última vez que la oyó, muchos años atrás. Orlando se volvió lentamente, con el martillo en la mano y tratando de descubrir con la mirada el punto de origen de la voz. Como siempre sucedía cuando ella lo deseaba, Lelanda y la oscuridad eran una.

Cálmate, Orlando —dijo la noche—. No soy yo quien los ha matado.

—En ese caso, déjate ver —respondió el herrero.

Como no fuera una jarra de cerveza en alguna pelea de taberna. Orlando llevaba años sin empuñar arma alguna. Con todo, el paso de los años no habían terminado de enmohecerle los reflejos aguzados por los años de aventuras. Sí la hechicera intentaba alguna cosa, vendería muy caro el pellejo. A la vez, Orlando no ignoraba que el desenlace de la eventual lucha sólo podía ser uno. Era dudoso que Lelanda hubiese dejado de practicar la magia. Probablemente era aún más diestra en ella que antes. Los embotados reflejos de Orlando tan sólo servirían para procurarle un breve entretenimiento.

Para sorpresa de Orlando, la oscuridad de repente se abrió ante sus ojos. El rostro de Lelanda, coronado por unos cabellos del color del carbón en ascuas y ornado con unos ojos esmeralda similares a los de un gato, apareció a menos de un metro de distancia de donde se encontraba. Como siempre, Orlando se quedó anonadado ante el contraste entre su belleza externa y el alma malévola que anidaba en el interior.

Si atacaba en aquel momento, la hechicera no tendría opción de salvarse. Los músculos de su brazo entraron en tensión, pero no fue capaz de descargar el golpe. Primero tenía que escucharla.

—¿Satisfecho? —preguntó ella.

Su voz, que ahora ya no sonaba distorsionada por el mágico velo de las sombras, resonó suave y atrayente. Orlando sabía que, como su belleza, su voz era una ilusión mortal. Por mucho que supiera la verdad, el pulso se le aceleró.

El antiguo guerrero trató de no dejarse distraer y formuló la única pregunta que tenía sentido.

—¿Qué les sucedió?

—No fue un accidente —dijo Lelanda, posando la mirada en el martillo que él seguía empuñando. Orlando sonrió con embarazo y lo tiró sobre el tablero de trabajo. Ella le devolvió la sonrisa.

—Los han matado.

—¿No habrás sido tú? —preguntó él.

—Nada de eso —contestó ella—. Me dirijo a Aguas Profundas a dar con quienes hayan sido. En los viejos tiempos nos ganamos muchos enemigos.

—También amigos —recordó el herrero.

Orlando volvió a ver a Shandt lanzarse con su hacha encantada contra las huestes de hobgoblins que terminaron por engullirlo. Este último recuerdo del simpático enano distaba de ser agradable.

—Si salimos por la mañana, podemos estar allí en pocos días —dijo Lelanda—. Conozco… unos atajos.

—Si salimos ahora mismo, podemos llegar antes —dijo Orlando—. Con una hora me basta para prepararme.

Orlando se movía por su casa a oscuras sin necesidad de que la llama temblorosa de una vela iluminase su camino. Fuera, Lelanda estaba sentada inmóvil a lomos de un caballo más negro que la misma noche. Orlando sabía que estaba ansiosa de ponerse en marcha, razón que lo llevaba a no perder el tiempo mientras iba de una habitación a otra. Las paredes de su hogar estaban decoradas con espadas, escudos y otros recuerdos de sus años de aventuras. Como un ladrón en su propia vivienda, echó mano a tres de aquellos recuerdos.

El primero de ellos era Talon, la espada curva que había encontrado en un oscuro laberinto subterráneo situado bajo el lugar que los hombres de las arenas decían que había sido el escenario de la Batalla de los Huesos. La arcana hoja siempre era eficacísima en el combate con los muertos vivientes. Tras sacarla de su lugar de honor sobre la chimenea, Orlando la enfundó en la vaina que llevaba amarrada a su negro cinturón de cuero.

Lo siguiente que cogió de la colección fue un peto de bronce. Eran incontables los oponentes que habían aprendido demasiado tarde que dicho peto tenía la propiedad mágica de devolver rebotados hasta los proyectiles más mortíferos. Las flechas, los dardos y hasta las balas se habían demostrado inútiles ante el conjuro de aquel peto de bronce.

Orlando quitó el peto al maniquí de madera que guardaba un vacío corredor de la planta baja. Cuando la armadura de color entre amarillento y anaranjado se ajustó al musculoso pecho de Orlando, éste advirtió que el paso de los años había provocado que ahora le resultara un poco más estrecho.

Tras haber recobrado la espada y la armadura, Orlando cogió el tercer objeto que se proponía llevar encima: un amuleto de la buena suerte. Tras detenerse ante el pequeño altar adyacente a su dormitorio, Orlando descolgó de un gancho un pequeño amuleto de plata y se lo colgó al cuello. Por puro acto reflejo, sus dedos recorrieron la superficie del amuleto, siguiendo los contornos de las dos hachas cruzadas que eran el símbolo del dios de los enanos Clangeddin Barbaplata. El sencillo amuleto carecía de propiedades mágicas, pero había sido un regalo de Shandt. Como éste se lo había dado apenas cinco horas antes de que el noble enano se encontrara con su destino en la Antípoda Oscura, Orlando era incapaz de mirarlo sin acordarse de la ancha sonrisa traviesa y los ojos relucientes de su compañero desaparecido. El recuerdo le arrancó una sonrisa a la vez que una lágrima.

Orlando finalmente salió de la casa, cerró la puerta y fue a reunirse con Lelanda en el establo. Lelanda acababa de ensillar a Zephyr, el caballo tordo de Orlando.

Sin decir palabra, el guerrero puso el pie en el estribo, subió a su montura y salió del establo al troce. Pasaron muchos kilómetros antes de que los dos viejos aventureros Intercambiaran unas palabras.

Orlando tiró de las riendas de Zephyr. Bien adiestrado y deseoso de complacer a su amo, el animal frenó el trote y se detuvo. El enigmático caballo negro que Lelanda montaba hizo otro tanto, sin que Lelanda en apariencia diera ninguna orden a su montura. El caballo parecía saber siempre lo que su ama esperaba de él.

—¿No te parece que nos hemos desviado un poco de nuestro camino? —inquirió Orlando.

—Sólo un poco —contestó la hechicera—. Se me ocurrió que sería buena idea que nos detuviéramos en la propiedad de Jolind para contarle lo sucedido. Está claro que no querrá venir con nosotros, pero no es menos cierto que ella también formaba parte de los Seis de Espadas. Tiene derecho a saber lo que ha pasado.

Orlando se sorprendió ante aquellas palabras. A lo largo de sus años de correrías, Lelanda siempre mostró bastante desapego hacia los miembros de los Seis de Espadas. A sus ojos, éstos venían a ser unos guardaespaldas y ojeadores adeptos a los conjuros de curación que le permitían explorar los misterios de la magia, recobrar objetos mágicos raros y, en general, poner en práctica su arte arcano. Quizá el tiempo había ablandado su corazón. También era posible que el desvío tuviese su origen en un propósito encubierto.

Con ayuda de la magia de Lelanda, los kilómetros iban pasando como rápidas imágenes captadas de reojo. Incluso a tal velocidad, necesitaron varias horas para divisar el torreón de Jolind. Cuando llegaron al llano en cuyo centro se alzaba el torreón, ambos jinetes detuvieron sus monturas.

—Jolind ha hecho una labor excelente en este lugar —indicó Orlando, señalando con el mentón el poderoso bosque que rodeaba aquel claro—. Recuerdo cómo era este lugar cuando lo vimos por primera vez. La tierra era tan árida que aquí no crecían más que malas hierbas.

—Yo iré primero —dijo Lelanda, haciendo caso omiso del comentario—. Jolind siempre ha sido muy celosa de su privacidad, y lo último que quiero es ganarme la enemiga de una druida en el corazón de su propio bosque.

Lelanda se cubrió con la capucha de su capa, de forma que los colores rojizos de sus cabellos desaparecieron en una espesa oscuridad. Mientras la contemplaba. Orlando reparó en que era incapaz de concentrar su mirada en ella. Aunque sabía perfectamente dónde se encontraba, sólo la veía como una imagen efímera percibida de pasada.

Volveré lo antes posible —dijo la oscuridad.

Antes de que pudiera responder, Orlando advirtió que de pronto se había quedado a solas con los caballos a un lado del camino. La tensión nerviosa a punto estuvo de hacer que se echara a reír, si bien aquella voz macabra le había provocado un gélido estremecimiento en la espalda.

Mientras esperaba el regreso de su compañera, Orlando abrió una de las alforjas de su caballo y sacó una manzana. Tras hurgar un poco más con la mano, a continuación cogió un cuchillo pequeño. Con un habilidoso golpe de muñeca, rebanó la fruta en dos mitades exactas. Entonces limpió la hoja, la devolvió al interior de la bolsa de cuero, ofreció una de las mitades a su caballo y miró la otra mitad durante un segundo. Encogiéndose de hombros, finalmente ofreció la segunda mitad a la montura de Lelanda. El animal de ébano contempló la ofrenda un segundo, soltó un resoplido y apartó la cabeza. Orlando volvió a encogerse de hombros y se comió la mitad de la manzana. Los primeros trazos del amanecer empezaban a iluminar el horizonte, y Orlando de pronto tuvo la desagradable sensación de que el caprichoso talante del caballo apuntaba a que la jornada iba a plantearle muchos problemas. No se equivocaba.

Jolind está muerta —dijo de pronto la familiar voz de la oscuridad—. Su cuerpo todavía está caliente. El asesino aún debe de andar cerca.

El interior del torreón trajo recuerdos a Orlando de cuando los Seis de Espadas lo exploraron por primera vez.

En aquellos días, los alrededores del torreón estaban dominados por un dragón negro que se había asentado en la comarca. La zona entera había sido emponzoñada por el monstruo y rebosaba de charcas ácidas, enjambres de insectos con aguijón y enormes macizos de zarzas espinosas que se habían hecho con los torturados restos del viejo bosque. Desde que habían entrado en aquella región, la druida Jolind se había estado mostrando solemne y taciturna. Toda aquella destrucción no podía quedar impune, juraba.

Cuando llegaron al torreón, una estructura en ruinas construida por manos desconocidas muchos siglos antes del nacimiento de los Seis de Espadas, Jolind encabezó el ataque al dragón. Que dirigiera los elementos naturales contra la bestia fue decisivo para destruir al dragón.

Dieciocho meses más tarde, cuando la partida se deshizo, Jolind anunció su intención de volver a aquel lugar y devolverle al bosque su antigua y perdida gloria. Cosa que cumplió con creces.

Con todo, Jolind no restauró el torreón. O, mejor dicho, no lo hizo del modo que Orlando hubiera hecho. Las paredes y los suelos del interior fueron demolidos y la estructura fue cubierta con una gran cúpula de cristal, bajo la cual Jolind situó una fuente de agua espumeante. La combinación de aquella cúpula similar a un gran ojo de pez y el agua espumeante de la fuente hacía que la atmósfera en el interior fuera cálida y húmeda.

En circunstancias normales, una atmósfera así hubiera resultado insoportable. Sin embargo, los cuidados de Jolind habían conseguido transformar el interior en un paraíso tropical. Grandes ramas de hiedra ascendían graciosamente por las paredes puntuadas con flores de brillantes colores. Los rayos de la luz matinal, proyectados a través de las facetas de la cúpula de cristal, iluminaban una docena de árboles y las coloristas mariposas que volaban entre éstos.

Los horrores del pasado habían sido borrados por la mano cuidadosa de la druida. Por desgracia, ahora se habían visto reemplazados por los horrores del presente. En el corazón de todo ese esplendor se extendía un charco rojizo que olía a cobre. Y en el centro de la gran mancha carmesí yacía el muerto cuerpo de la druida Jolind, cuya cabeza había sido limpiamente cercenada del cuello.

Orlando tuvo que hacer acopio de todo su valor para acercarse al cadáver. Jolind había sido una amiga, una compañera… y más. Durante un tiempo, el guerrero y la druida fueron amantes que buscaban calidez el uno en los brazos del otro. La relación duró menos de un año, pero durante ese período ambos aprendieron mucho sobre la filosofía y la profesión del otro. Orlando aprendió a apreciar con sinceridad los secretos de la naturaleza, el delicado equilibrio del entorno, el lugar que él mismo ocupaba en el orden natural. Jolind nunca le había tenido miedo a la muerte. Tal como ella lo veía, la muerte no era sino el final de la vida. Para Orlando, la muerte siempre había sido un enemigo al que convenía mantener a distancia. Al final —lo sabía— la muerte acabaría por imponerse. Hoy, sin embargo, prefería mantenerse lo más alejado posible de aquel enemigo inmisericorde.

—Una forma horrible de morir —murmuró.

Jaybel y Gwynn fueron muertos de la misma manera —apuntó una voz surgida de la nada.

Aunque aquella voz seguía irritándolo. Orlando había empezado a acostumbrarse a las macabras cadencias que resonaban en el vacío. A Orlando le dejaba atónito lo fácil que le resultaba acostumbrarse otra vez a las viejas formas de pensar. A todo esto, en aquel momento se dio cuenta de que había desenvainado Talon sin pensarlo. Por puro instinto, el viejo guerrero ya se aprestaba a defenderse del asesino de Jolind.

—La lucha fue enconada —repuso Orlando, fijando la mirada en la tierra removida que había en torno al charco de sangre y el cuerpo decapitado—. Pero hay algo que no entiendo. Todas estas pisadas pertenecen a las sandalias de Jolind. El asesino no parece haber dejado la menor huella de su paso.

Es posible que se trate de un doppelganger u otro ser capaz de transformar su envoltura corporal. Si el asesino asumió la forma de Jolind, ello explicaría que sea imposible distinguir unas huellas de otras.

—Lo dudo —contestó el guerrero. Orlando ladeó la cabeza y dijo—: La posición de las huellas indica que son producto de una sola persona. ¿Y si se tratara de un ser espectral? ¿Te acuerdas del vampiro al que dimos caza no lejos de Lanza de Dragón? Aquel chupasangres no dejaba rastro de su paso, no proyectaba sombra ni hacía el menor sonido al moverse.

Al momento deseó no haber mencionado aquel episodio. Fue en la vieja cripta donde se ocultaba el féretro del vampiro donde Lelanda dio con aquel misterioso velo de sombras.

Es posible —respondieron las enigmáticas sombras del jardín—, aunque me parece poco probable. Este lugar está protegido contra la intrusión de vampiros y otros seres espectrales. Si el asesino fuera un ser de esa clase, sólo pudo entrar en el torreón merced a unos poderes verdaderamente extraordinarios. Por la cuenta que nos trae, espero que no sea ése el caso.

Orlando guardó silencio unos minutos. Esforzándose en rechazar los pensamientos sombríos que atenazaban su mente, trató de concentrarse en lo que estaba a la vista. Con pasos medidos, recorrió una y otra vez la estancia, recurriendo a su experiencia en combate para tratar de solventar aquel rompecabezas cuyas piezas habían sido desperdigadas en la oscuridad de la víspera.

Al poco, algo le llamó la atención. Orlando metió la mano en un arbusto tan hermoso como erizado de dolorosos pinchos y, quejándose y jurando, sacó un palo de madera de casi un metro de largo. Pintado con una especie de esmalte blanco reluciente, el bastón resultaba desagradablemente frío al tacto. Y sin embargo, por pasadas experiencias, Orlando entendía que estaba más caliente de lo predecible.

¿Qué has encontrado? —preguntó el jardín vacío.

Orlando de repente comprendió que lo que en realidad le incomodaba no era tanto el hecho de que no pudiera ver a Lelanda, sino la naturaleza espectral de la voz que llegaba a través del velo. La muerte y la oscuridad ya resultaban excesivas de por sí en el lugar donde se encontraban. Orlando ya no aguantaba más aquella conversación unidireccional.

—¡Quítate ese maldito velo y te lo enseñaré! —espetó.

Casi al momento, la sombra de un peral se iluminó y la elegante hechicera apareció ante sus ojos. Lelanda se había prestado a su requerimiento de forma instantánea, de forma que el acento hostil de su voz ahora parecía innecesario.

—Lo siento —musitó Orlando—. Pero no sabes lo nervioso que me pone todo eso.

Orlando esperaba que la otra se mostrase tan beligerante como en el pasado. Para su sorpresa, la respuesta de Lelanda fue perfectamente razonable.

—No —contestó ella—. Supongo que no lo sé. Hace mucho tiempo que no he tenido un compañero de viaje. Así que me he acostumbrado a ir con el velo por todas partes. Trataré de no volver a usarlo más que en caso de emergencia.

Se produjo una breve pausa, un momento de abierto contraste con la violencia que se había desatado en el lugar. Orlando se quedó sin saber qué decir.

Lelanda tampoco parecía mostrarse muy cómoda. Finalmente retomó la conversación allí donde la habían dejado.

—Te preguntaba qué habías encontrado… —recordó.

—Creo que se trata de un trozo del cayado que Jolind siempre llevaba consigo a todas partes. Está tan frío como las ventiscas de nieve que conjuraba.

Lelanda ladeó la cabeza y miró el bastón roto. Sus labios se fruncieron al fijarse en su extremo quebrado y en los diversos puntos en los que la madera aparecía maltrecha en extremo.

—Alguien aplicó una magia muy poderosa a este cayado —explicó—. No era fácil romper un bastón así. El arma que hizo esas muescas en la madera y terminó por quebrarla tuvo que ser igual de potente, por lo menos. Tendremos que andarnos con precaución.

El silencio volvió a hacerse en el jardín. Orlando de nuevo revolvió entre los matorrales y finalmente sacó el otro extremo del bastón de Jolind.

Lelanda contempló la seccionada cabeza de Jolind, fijando la mirada en los ojos muertos como si quisiera adivinar los últimos pensamientos de la druida. Lelanda entonces dio unos pasos hacia Orlando, a quien indicó que se acercara. Éste así lo hizo, reuniéndose con ella a mitad de camino entre los arbustos y el cadáver.

—El examen del cuerpo y el lugar nos ha aportado alguna información, pero Jolind puede proporcionarnos nuevos datos.

—¿Nigromancia? —apuntó Orlando. La palabra resonó tan amarga como el sabor en su propia boca reseca. Lelanda asintió. Orlando soltó un gruñido.

—Imagino que no hay otro remedio. Lo mejor es hacerlo cuanto antes.

—Tendré que…

—Lo sé —cortó él.

La bruja se acercó al charco de sangre y la cabeza cercenada de Jolind. Tras dirigir una mirada nerviosa a Orlando, volvió a cubrirse con la capucha. Orlando al momento tuvo dificultad para verla con claridad. Por mucho que supiera en qué lugar exacto se encontraba, sus ojos sólo conseguían entrever una silueta encapuchada y borrosa a más no poder.

Las mágicas energías de la muerte y la oscuridad respondieron a las súplicas de Lelanda. La hechicera musitó unos conjuros poderosos cuyos sonidos Orlando no alcanzaba a comprender. De repente éste intuyó que la muerte estaba tironeando de su espíritu y sintió el hálito de una presencia extraña y cercana que ansiaba devorar su alma y apenas se veía contenida por el poder de la voluntad de Lelanda. Si ésta dejaba de concentrarse un segundo, las consecuencias podrían ser desastrosas. Por fin, el grito agónico de la hechicera invisible señaló que el encantamiento había llegado a su fin.

Orlando apretó los dientes cuando los ojos de la cabeza cercenada de Jolind se abrieron de improviso. Los delgados labios de la boca hicieron otro tanto, y un grito ahogado y sibilante resonó en el jardín. Incapaz de soportar aquella visión, Orlando volvió el rostro. Aunque sentía el impulso de vomitar, hizo lo que pudo por imponerse a su organismo traumatizado, sabedor de que un enemigo muy peligroso acaso estaba rondando muy cerca.

Jolind… —repuso la espectral nigromante—. ¿Puedes oírme?

—Sssí —respondió una voz vacía y sin vida—. ¿Quién eres? Tu voz me resulta familiar… y distante a la vez.

Soy Lelanda, Jolind. Estoy con Orlando. Hemos venido a ayudarte.

La cabeza cortada respondió con una risa áspera y carente de alegría.

—Me temo que habéis llegado un poco tarde, amiga mía —indicó.

Orlando de nuevo tuvo que esforzarse en no vomitar.

Lo sé. Y sentimos mucho lo sucedido. Pero queremos encontrar a la persona que te ha hecho esto. También ha matado a Jaybel y Gwynn. ¿Puedes ayudarnos? ¿Reconociste a tu asesino?

—Sí. Sé quién fue —murmuró Jolind.

En ese caso, dímelo, Jolind. Rápido… El conjuro empieza a desvanecerse.

Orlando no sabía qué era más macabro, si el espíritu viviente pero invisible de la hechicera o la cabeza, muerta pero perfectamente visible, de la druida.

—Kesmarex —susurró la cabeza.

Dicho esto, sus ojos volvieron a cerrarse y su mandíbula se inmovilizó.

El hechizo se había esfumado y, con él, el espíritu de la druida había desaparecido para descansar en compañía de los de sus ancestros.

Orlando esperaba que allí finalmente encontrara la paz. Su corazón dijo un último adiós a la mujer que tanto había significado para él mucho tiempo atrás. En aquel momento sentía unos enormes remordimientos por haberse alejado de su lado. Se preguntó qué misterios ignotos habrían muerto con ella. Una lágrima solitaria recorrió su mejilla bruñida.

—¿Kesmarex? —apuntó la bruja, quitándose la capucha de la cabeza y apareciendo de súbito junto a la druida muerta—. ¿Quién es ese Kesmarex?

—Más que quién, se trata de qué —respondió Orlando—. Es el nombre que los enanos que lo forjaron dieron al hacha de combate de Shandt. La palabra significa algo así como «la venganza del rey», si bien la expresión no puede traducirse bien a nuestro idioma.

—Pero Shandt murió… —repuso la bruja, sin terminar la frase.

Un silencio de aprensión se hizo entre los dos.

—Lo sé —dijo Orlando—. Es imposible que sobreviviera. —Tras pensarlo un momento, añadió—: Háblame más de la protección que rodea este lugar. ¿Estás completamente segura de que ningún ser espectral pudo haber entrado aquí?

Una hora más tarde, Orlando seguía sin comprender el sentido de las palabras de Jolind.

—Si fue Shandt, está claro que vendrá a por nosotros —observó—. Shandt no era de ésos que dejan una labor a medias.

Sin responder, Lelanda siguió avivando la fogata que habían encendido en el centro del torreón de Jolind.

A lo largo de las últimas horas, sus hermosas facciones habían empezado a mostrarse ajadas y fatigadas. Orlando estudió su rostro, que seguía pareciendo gentil y delicado, con una inocencia en la expresión que casaba mal con el ánimo de víbora que había en el interior. Con todo, tras la fachada de su rostro se seguía adivinando la presencia de un componente humano.

—¿Qué te llevó a elegir una vida de aventuras? —se interesó Orlando.

—No sabría decirte —respondió la bruja—. Supongo que son cosas que pasan. Yo estudié en Aguas Profundas, donde recibí la educación privilegiada reservada a la hija de un príncipe mercader. Sin embargo, mis estudios nunca terminaron de interesarme. Uno de los alumnos me contó que estaba siendo iniciado en la magia por una anciana que vivía en las afueras de la ciudad. Un día lo seguí sin que él se diera cuenta y descubrí dónde vivía la vieja. Una vez que el otro se hubo marchado, entré en la casa y pedí a la anciana que me educara en la magia. Ella me miró fijamente y se negó.

—Me enfurecí. Me temo que por entonces era una niña mimada y caprichosa. Cuando le ofrecí pagar por sus enseñanzas, se negó a aceptar mi oro. Yo hasta entonces nunca me había encontrado con una persona como ella, con una persona que no se dejara comprar. Tuve que insistir semanas enteras, pero al final accedió. Supongo que quería asegurarse de que mi interés era auténtico.

»Cosa de un año más tarde, un día fui a su hogar y la encontré muerta. La habían matado unos maleantes, unos asesinos al servicio de cierto oscuro sacerdote. Juré vengar su muerte. Hacerlo me llevó otro año. A aquellas alturas me había acostumbrado a la vida errante, de forma que no me apetecía demasiado regresar a Aguas Profundas. Nunca volví a la escuela o para ver a mi familia. Supongo que acabaron por pensar que el intento de vengar a mi mentora me había costado la propia vida. En codo caso, lo que ellos pudieran pensar por entonces ya no me preocupaba mucho.

Una bocanada de viento envolvió el torreón, retorciendo las llamas en el hogar y levantando una nube de ascuas al rojo. Lelanda las contempló en silencio, como si en ellas se escondiera algún significado oculto.

—¿Y tú? ¿Cómo escogiste una vida así? —preguntó.

—¿Alguna vez has tenido que trabajar el campo? —inquirió él a su vez.

—No.

—Si hubieras tenido que hacerlo, lo entenderías perfectamente.

Lelanda se echó a reír. Su risa resonó limpia y dulce, de un modo que Orlando nunca hubiera imaginado. En aquel jardín en el que antaño dieran muerte a un negro dragón y justo acababan de enterrar a una vieja amiga, Orlando empezaba a descubrir una faceta de Lelanda que hasta la fecha nunca le había supuesto. Como dotada de vida propia, su mano de pronto se posó sobre la de ella. Lelanda cesó de reír y posó su mirada en los ojos de Orlando.

—Orlando… —musitó. Y de pronto, su cuerpo se vio sacudido por un estremecimiento.

Todos sus músculos tornaron rígidos por un segundo, mientras que sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. El espasmo fue tan repentino como efímero. Lelanda se desplomó de bruces. La hoja de la gran hacha Kesmarex estaba clavada en su espalda.

Los revivificados reflejos del guerrero entraron en acción al momento. Si pensarlo siquiera, Orlando empuñó su espada encantada Talon y la interpuso entre su persona y la de quien pudiera estar empuñando aquella vieja hacha de combate.

—¡Shandt! —exclamó—. ¿Eres tú?

Orlando al punto comprendió que su pregunta iba a quedar sin respuesta. De forma repentina, Kesmarex se elevó en el aire. Por mucho que su hoja estuviera empapada en la sangre de Lelanda, ninguna mano humana empuñaba el mango del hacha.

Orlando finalmente comprendió. Aunque siempre supo que el hacha de Shandt estaba encantada, hasta el momento no había comprendido el verdadero alcance de sus poderes. Años después de que su amo muriera, el hacha se había encargado de dar caza por sí sola a quienes tenía por responsables de la muerte de Shandt.

Trazando un amplio arco en el aire, Kesmarex se lanzó a por el guerrero. Éste retrocedió un paso, inseguro sobre el mejor medio de enfrentarse a un arma por nadie manejada. Cuando dirigió una estocada de su Talon, el hacha hizo un rápido molinete, tan habilidosamente como cuando Shandt empuñaba su mango.

—¡No lo entiendes! —gritó Orlando—. ¡No pudimos hacer nada!

El filo del hacha se lanzó contra sus piernas, obligándolo a saltar hacia atrás. Al poner los pies en el suelo, sintió que la tierra blanda cedía bajo sus botas. Al retroceder, se había situado sobre la misma tumba de Jolind. Incapaz de recobrar el equilibrio, Orlando finalmente resbaló y cayó de espaldas. La hoja del hacha centelleó en el aire a pocos centímetros de su nariz. Si hubiera seguido en pie, sin duda le habría cercenado la pierna por la rodilla.

—¡Shandt quería proporcionarnos tiempo para escapar! —gritó.

Inconmovible, el hacha se alzó en el aire como si su amo muerto la estuviera sosteniendo con ambas manos. Por fin, como la hoja de un verdugo en el patíbulo, Kesmarex se precipitó hacia su víctima. Orlando trató de rodar sobre sí mismo, pero el hacha mágica advirtió su propósito y alteró su curso. Con estrépito de metales, el filo cayó sobre el peto de bronce del guerrero, rajando el ambarino metal y mordiendo la blanda carne.

Un dolor ardiente anegó el cuerpo de Orlando. Unas nubes rojizas envolvieron su mirada. Talon se separó de su mano inerte, cayendo sin ruido sobre la recién excavada tumba de Jolind. Cuando el arma sedienta de venganza se elevó de nuevo para descargar el golpe final, Orlando llevó su mano a la herida abierta. Sus dedos palparon el metal retorcido, la carne expuesta, la sangre cálida y fluida.

Y algo más. Algo liso, cálido y reconfortante: el amuleto de Clangeddin Barbaplata. Sus dedos se cerraron en torno al medallón y lo arrancaron del cuello. Orlando levantó el amuleto en el mismo momento en que el hacha enorme iniciaba su descenso mortífero.

—¡Shandt era mi amigo! —exclamó—. ¡Yo estaba dispuesto a morir por salvarlo!

Atravesando el cielo sin nubes, la luz de la luna se proyectó a través de la cúpula de cristal y se cernió sobre el jardín. Los rayos de la luna iluminaron el cuerpo exánime de Lelanda, la recién excavada tumba de la druida y el hacha plateada que se aprestaba a vengar la muerte de su dueño.

La luz de la luna arrancó sendos destellos al filo del hacha y el medallón. Orlando se alejó unos pasos de la pared. Tras situar a Talon en su lugar habitual, ladeó la cabeza a izquierda y derecha para asegurarse de que la espada estaba bien recta en la pared. Orlando dio un paso al frente y levantó la empuñadura un centímetro insignificante.

—No le des más vueltas —tercio Lelanda, tumbada en el diván de la estancia—. Ya está bien como la has dejado.

Orlando asintió y se volvió hacia la mesa que estaba a sus espaldas. Con la mano derecha, hizo amago de coger el hacha Kesmarex, pero una fuerza invisible detuvo sus dedos cuando éstos ya se iban a posar sobre el mango. Orlando se llevó la otra mano al cuello y acarició el medallón de plata que pendía de la cadena recientemente reparada.

Sus pensamientos volvieron a la lucha en el jardín de Jolind. Se acordó del momento en que la gran hoja empezó a cernirse sobre su cabeza, del débil sonido de su propia voz en el jardín desierto, del estallido de luz que se produjo cuando alzó sobre su rostro el emblema sagrado. De un modo u otro, el hacha reconoció el amuleto y supo que el emblema de plata perteneció al mismo guerrero que antaño había empuñado su mango. Sabedora de que quien portara aquel medallón con las hachas cruzadas tan sólo podía haber sido amigo de su amo, Kesmarex de pronto cayó inerte. Su misión había concluido.

Orlando volvió al presente cuando una mano delicada se posó en su hombro. Al volverse se encontró con los ojos color esmeralda de Lelanda que le miraban a pocos centímetros de los suyos. El anillo de oro en el dedo de la mujer reflejó su rostro de forma distorsionada.

—Haces mal en estar de pie —dijo él, invitándola a volver al diván.

—No pasa nada —contestó ella—. La herida casi ha cicatrizado del todo. Cuelga el hacha y vámonos a la cama de una vez.

Con un gesto de la cabeza, Orlado alzó en vilo el arma mágica del lugar donde descansaba. Volviéndose a la pared, la dirigió hacia su lugar de honor encima del hogar. Junto a ella colgó el amuleto que le había salvado la vida.

—Puedes descansar tranquilo, mi viejo amigo —dijo la hechicera de cabellos rojizos.

Orlando no dijo nada, pero en su corazón supo que el deseo de Lelanda se había convertido en realidad.