Aunque no haya mucha esperanza de que se cumpla mi deseo, yo espero que nadie llegue a leer esto.
Supongo que fue anteayer cuando por fin supe la verdad, pero todo empezó hace bastantes semanas. Lo que sucedió fue que estuve presente en la destrucción de la abadía de Byfor. Tuve que ir. El Maestro Erudito Tessen había sido mi mentor. Aquello era un poco como ir a decirle adiós para siempre a un viejo amigo.
Estábamos a finales de otoño, y el día había amanecido gris y nublado. Un viento del norte insistía en importunarnos con sus fieras garras. Quienes habían decidido acercarse a la abadía se arrebujaban en sus capas para protegerse del frío. Me sorprendió que tantos hubieran tomado la decisión de participar en aquella simonía.
La abadía era vieja, y llevaba muchos años sin funcionar como monasterio. No obstante, hasta poco tiempo atrás, había seguido siendo utilizada por los vecinos de la zona como lugar de culto un día de cada diez y como refugio cuando el tiempo era inclemente. Sin embargo, en los últimos años, el muro occidental había empezado a desmoronarse, y el tejado estaba tan combado que los albañiles de la región aseguraban que no era seguro entrar en el edificio. Un hombre llamado Greal se había convertido en el responsable de la abadía después de la muerte del obispo, acaecida unos años atrás. Nunca pude determinar con exactitud qué lugar ocupaba en la jerarquía eclesiástica, si es que ocupaba alguno. Greal insistía en que no disponía de fondos para hacer las necesarias reformas, de forma que, ni corto ni perezoso, empezó a vender las piedras y el mobiliario de la abadía. Según alegaba, era para reunir los fondos que se necesitaban para construir una nueva iglesia, dedicada a Oghma, para las gentes de la comarca.
De pie ante el edificio en ruinas, miré cómo varios hombres jóvenes sacaban los bancos, el atril y hasta el altar con encimera de piedra al patio desolado y cubierto de hojas. Miré a la gente ir y venir, ocupada en regatear y comprar las viejas reliquias que habían servido a la parroquia y los fieles durante tanto tiempo. Más tarde, pues ese día no me moví de donde me encontraba, vi cómo aquellos jóvenes echaban mano a martillos y herramientas diversas. Supe que muy pronto las piedras de la abadía serían transportadas muy lejos para ser convertidas en muros para el ganado y casas de labranza.
Algo —quizá el destino, aunque yo no estoy seguro— me llevó a dirigir la mirada al alto tejado de la abadía. Allí, en lo alto sobre el gablete, se encontraba el hermoso rosetón que yo tan bien recordaba de mis días de acólito. La ventana redonda tenía un cristal de color entre azul y verde claro que formaba un dibujo muy complejo de una rosa. Aunque el rosetón aparecía más bien apagado bajo el cielo gris, yo sabía que en un día soleado centellearía como una joya de la que emanaran cascadas de luz.
Eché a andar y me acerqué al hombre llamado Greal. Rebusqué en un bolsillo y saqué una bolsa con monedas de oro, todo lo que tenía en el mundo. Greal me miró con la expresión avinagrada.
—Discúlpeme, señor —apunté—, pero tengo entendido que está usted vendiendo las, ejem, partes de la iglesia. —Su expresión se suavizó un tanto. Continué—: Es posible que usted no lo sepa, pero yo durante un tiempo fui acólito en esta iglesia, antes de que me fuera asignada otra parroquia. El sacerdote por entonces era el Maestro Erudito Tessen, mi mentor.
Los grises ojos de Greal me miraron sin expresión en su rostro de labios delgados. Greal cruzó los brazos sobre el pecho, pero siguió sin decir palabra.
—Verá… —proseguí—. Le tengo un cariño especial a ese viejo rosetón. —Lo señalé, y sus ojos siguieron la dirección de mi dedo índice—. Por eso quisiera comprarlo, para ponerlo en mi propia iglesia.
—En serio… —dijo, más que preguntó.
Al volverse hacia mí, en sus ojos brilló una luz. Sus labios apretados reflejaban tensión.
—Sí. Sería un buen… —traté de dar con la palabra adecuada—… recuerdo del Maestro Erudito.
Greal sonrió, y no puedo decir que su sonrisa me gustase. Más bien parecía la mueca ancha y tensa de un depredador.
—Sí —dijo finalmente—. Un recuerdo muy bonito. Todos estamos en deuda con Tessen.
Greal tendió la mano, sobre la que dejé la bolsa. Con lentitud, empezó a contar las monedas una a una en su mano ancha y blanda. El espectáculo me desagradaba, así que dirigí la mirada a la vidriera. Aunque me había salido muy caro, el rosetón me iba a permitir disfrutar del recuerdo de Tessen durante mucho tiempo.
Satisfecho con el precio, Greal ordenó a los mocetones que subieran a la fachada y quitaran el rosetón con cuidado. La carreta en la que había venido era pequeña, pero se reveló suficiente para transportar la vidriera. Se diría que el destino había decidido que yo tenía que quedarme con el rosetón. No tardé en encontrarme dirigiendo el tiro a través del valle en dirección a la parroquia donde tenía mi hogar.
Me llevó unos pocos días contratar a unos peones para que me ayudaran a instalar el rosetón muy por encima del suelo del santuario. Yo sabía que allí proyectaría una luz brillante sobre los fieles congregados durante los oficios de la mañana y la tarde. La vidriera serviría además para glorificar el nombre de Oghma y la fe del Maestro Erudito Tessen. Yo estaba contento. Una vez instalado el rosetón, advertí que el joven Pheslan, mi acólito, estaba fascinado por la vidriera.
—Es maravilloso —observó—. Y también muy raro…
—¿Raro? —pregunté, fijando la mirada en mi corpulento acólito tras contemplar el rosetón un momento.
—No lo digo en sentido negativo, hermano. Discúlpeme. Es la forma que tiene… Cada vez que lo miro me parece ver algo nuevo. Una faceta nueva del cristal o un nuevo juego de luces a través de sus ángulos. Sí, eso es… ¡Los ángulos son precisamente los que resultan tan fascinantes!
Volví a mirar el rosetón y tuve que admitir que Pheslan estaba en lo cierto. Aquella vidriera era fascinante.
—Ya no hay artesanos como los de entonces —observé, a sabiendas de que eso era lo que los mayores siempre decían a los jóvenes.
Sonreí ante mis propias palabras y trasladé mi sonrisa al muchacho. Bañados por la cálida luz del sol, ambos seguíamos extasiándonos en la contemplación del rosetón.
Durante las siguientes semanas tuve que ocuparme de otros asuntos. Oghma, el Señor del Conocimiento y el Dios Sabio, obliga a sus servidores a difundir la nueva y dispensar enseñanza, pues no basta con promover el bienestar de nuestros fieles: hay que guiarlos hacia la sabiduría. En consecuencia, los deberes de un sacerdote de parroquia son innumerables, aunque éste no es lugar para que yo me extienda al respecto. Bastará con decir que andaba muy atribulado, hasta el punto de que no presté atención al hecho de que el joven Pheslan seguía mostrándose fascinado por el rosetón. Una noche en que nos sentamos a cenar después de la ceremonia vespertina, Pheslan me contó que había visto algo raro en la vidriera. Lo escuché sin prestar mucha atención, pues yo estaba de lo más fatigado.
—Es algo que hay en el dibujo de los cristales, o acaso en una de las facetas —explicó.
Estábamos sentados a una pequeña mesa de madera en la sala que se encuentra entre nuestros dormitorios, al fondo de la iglesia. Era ya oscuro, y la estancia sólo estaba iluminada por un candil situado en el centro de la mesa donde estábamos celebrando nuestro magro festín.
—¿A qué te refieres? —pregunté, con la boca llena de pan.
El joven acólito se mostraba demasiado agitado para comer.
—Hermano, como decía… —explicó—… hay unas cosas que parecen moverse en los cristales cuando el sol se pone.
—Una simple ilusión óptica provocada por el reflejo de la luz en los cristales —repuse, tragándome el pan.
—Sí, claro… Eso debe de ser. —Pheslan bajó la mirada.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A que parecía de lo más real —contestó, mirándome a los ojos—. Se movían.
—¿Qué es lo que se movía?
—Las imágenes de la ventana. Como si hubiera algo al otro lado.
—Quizá había algo al otro lado, Pheslan. —Estaba empezando a irritarme un poco—. ¿Un pájaro?
—La verdad es que salí de la iglesia a comprobarlo —informó—. Pero fuera no había nada.
Bebí la última gota de mi vaso y me puse en pie.
—En ese caso, sin duda se trataba de una ilusión óptica provocada por la luz del atardecer —concluí—. Ya está bien por hoy, Pheslan. Es hora de acostarse.
Nos fuimos a dormir. Pheslan siempre fue obediente en extremo. Cuando hoy lo pienso…
Pero mejor será que termine con mi relato.
Pasaron dos días sin que Pheslan volviera a hacer mención a la vidriera. El muchacho se mostraba poco hablador y se tomaba su tiempo a la hora de terminar con sus ocupaciones. Yo sabía que tenía que hablar con él, pero lo cierto era que me encontraba demasiado ocupado. Ya habría tiempo.
Dos noches después de nuestra conversación, oí un ruido extraño después de acostarme. Llevaba un rato leyendo en la cama, como tantas veces solía hacer antes de apagar la luz y echarme a dormir. Volví a oír el mismo ruido. Parecía provenir del exterior de la iglesia. Quizá alguien estaba llamando a la puerta. Marqué la página de mi libro, me levanté de la cama y eché a caminar hacia la puerta vestido en camisón. Cuando volví a oír aquel sonido, me pareció como si un animal estuviera arañando el muro exterior del edificio.
Mis pies desnudos sufrían por el contacto con el helado suelo de piedra, así que aceleré el paso en la oscuridad. Perfecto conocedor del lugar, me las arreglé para no tropezar con nada en mi camino al santuario. La luz de la luna llena relucía a través del rosetón, iluminando mis pasos hacia la puerta.
Aunque siempre hay peligros en la noche, incluso en nuestro pacífico valle, yo nunca echaba el cerrojo de la puerta. Tal como lo veía, la iglesia tenía que estar siempre abierta, acogedora para los pobres y los necesitados de sabiduría, el secreto don de Oghma. Abrí la puerta y miré a la negra noche. Un viento amargo provocaba que las parduscas hojas muertas se arremolinaran en el patio que había frente a la iglesia.
No veía nada que se alejase de lo ordinario.
De nuevo volví a oír aquel sonido como de arañazos. Había algo fuera, algo que estaba arañando los muros de la iglesia. ¿Un árbol? El ruido ahora había resonado con fuerza, así que decidí salir a echar un vistazo. Aunque no tenía zapatos, ni una capa ni una mísera luz, salí. Rodeé el edificio entero, sin ver nada en absoluto. Ningún árbol era lo bastante alto como para que sus ramas arañasen los muros de piedra. Mis ojos no dieron con ninguna persona o animal, aunque lo cierto es que veo muy mal por la noche, y ésta era oscura en extremo.
Y sin embargo, ¿no acababa de ver la luz de la luna llena a través de las ventanas? Miré hacia arriba. Las nubes eran espesas. Por lo demás, ahora que estaba un poco más despierto, sabía muy bien que aquella noche no era de luna llena.
Volví al interior. Sí, tanto el santuario como la nave estaban impregnados de una límpida luz azulina que llegaba del rosetón. Mientras contemplaba la vidriera, supe que tendría que subir a comprobar qué pasaba. Apretando los dientes para enfrentarme al frío, salí otra vez al exterior.
No había el menor rastro de luz. Apretando el paso, me dirigí a la fachada septentrional de la iglesia, allí donde se encontraba el rosetón. Ni rastro de luz. Miré la vidriera, cuyo aspecto encontré perfectamente normal, o así me pareció en la oscuridad.
De nuevo volví al interior del santuario. Sí, todavía estaba bañado en luz (¿acaso ésta ahora era un poco más tenue?). Miré el rosetón y, luego, la iglesia iluminada. De pie entre los bancos de madera de la nave frente al altar, vi que la luz de la vidriera proyectaba una sombra a mi alrededor. Para mi horror, ¡no se trataba de la sombra de una rosa, sino de la de un enorme monstruo inhumano! Cuando miré mis pies, advertí que me encontraba directamente situado en la boca abierta dibujada por la sombra de aquel ser bestial.
Eché a correr. Llamando a Pheslan a gritos, me dirigí a la parte trasera de la iglesia. Mi acólito salió de su cuarto con los ojos marcados por la alarma y el sueño. Sin decir palabra, agarré del atril el pergamino en blanco que servía como símbolo del poder de Oghma y conduje a Pheslan a la nave.
Todo estaba a oscuras.
—Trae una luz —ordené en un susurro.
—¿Qué pasa?
—¡Trae una luz!
Pheslan encendió uno de los muchos cirios que había en torno al altar y volvió a mi lado. Ahora que lo pienso, está claro que Pheslan conocía el interior de la iglesia tan bien como yo, pues no tuvo dificultad en encontrar en la oscuridad el pedernal necesario para encender la vela. Ah, Pheslan…
La luz del cirio iluminaba gran parte de la nave, aunque con poca intensidad. Miré a mi alrededor cuidadosamente, primero al punto del suelo donde había visto aquella sombra, luego a la vidriera en lo alto.
—Por favor, hermano —intervino Pheslan—, dígame qué pasa…
—Me pareció ver algo —respondí con prudencia, sin dejar de mirar a mi alrededor.
Su respuesta fue inmediata.
—¿En la ventana?
—Eso creo. Mejor dicho, lo que vi que la sombra proyectada por una luz en la ventana…
Pheslan clavó sus ojos en mí. Sus ojos apuntaban a un sinfín de preguntas. Las mismas preguntas que yo mismo me hacía.
—No tengo idea, hijo mío.
Puse mi mano en su hombro y, tras dirigir una última mirada al interior, volví con él a nuestros aposentos.
Le quité el cirio de la mano.
—Oghma nos protege, Pheslan —dije—. Aunque no seamos capaces de comprenderlo del todo, es seguro que contamos con su protección, pues ningún secreto se le escapa. Por lo demás, si bien las imágenes de la noche con frecuencia resultan aterradoras, la luz de la mañana siempre termina por disipar los miedos de la noche. Todo irá bien. A mis años, hago mal en inquietarme por unas sombras.
Pheslan sonrió y asintió con la cabeza.
Después de que el muchacho se fuera a su habitación, me quedé un momento inmóvil. Todavía con el cirio en la mano, fui a la puerta delantera y eché el cerrojo. Mis ojos seguían fijos en el rosetón.
Al día siguiente, con intención de asegurarme del todo, recurrí a todas las bendiciones y conjuros de rechazo que me habían enseñado, con la esperanza de que el poder divino librara de todo mal al rosetón y el mismo santuario. Tales rituales y plegarias sin duda nos protegerían de cualquier presencia maligna que hubiera podido estar presente la noche anterior.
La tarde la empleé en confortar a Makkis Hiddle, un vecino que vivía a unas cuantos kilómetros de la iglesia y llevaba cierto tiempo enfermo. Mi condición de Señor del Saber implicaba que yo fuese el sanador más reputado de nuestra pequeña comunidad. Era de noche cuando emprendí el regreso a la iglesia. Como en la noche previa, el viento soplaba del norte, y el frío hizo que el camino de vuelta fuera más bien desagradable. Cuando llegué a la iglesia, desaté el tiro y puse a las bestias en los establos situados tras la fachada oriental del edificio. Los animales parecían inquietos e insistieron en piafar y relinchar hasta que los calmé con una manzana en principio reservada para mí mismo. Al dirigirme a la puerta frontal, rodeé la fachada septentrional y alcé la mirada.
De pronto vi que una sombra se movía por los paneles de vidrio de colores del rosetón. La sombra era grande, lo bastante grande para pertenecer a una persona. De forma instintiva, pensé en Pheslan. ¿Era posible que, de un modo u otro, hubiera subido a la vidriera? Corrí al interior del santuario, que estaba en calma absoluta. En el rosetón no se veía nada inusual.
La estancia estaba iluminada por un candil situado sobre el altar. Sabedor de que yo llegaría tarde, Pheslan la había dejado allí para mí, como siempre hacía. A mi vez, yo sabía que en la mesa encontraría un poco de pan y vino. La perspectiva me llevó a sonreír. Suspiré. Estaba portándome como un necio por unas tonterías. Cené rápidamente y me fui a la cama.
Esa noche me desperté sobresaltado. De nuevo volvía a oír aquel sonido como de arañazos en la pared. Como si un perro estuviera arañando la puerta del hogar de su amo para que éste lo dejara entrar. Un perro muy grande, eso sí. Encendí el candil que había junto a mi cama con unas ascuas del brasero con que en vano trataba de caldear un poco mi cuarto todas las noches. Cuando abrí la puerta de mi habitación, vi que la del cuarto de Pheslan asimismo estaba abierta. Asomé la cabeza; en el dormitorio no había nadie. Estaba claro que el muchacho había salido… ¿Acaso porque también había oído aquellos arañazos?
Fue entonces cuando oí el grito.
Corrí al santuario; la llama de mi candil a punto estuvo de apagarse por efecto del aire frío. Frenéticamente, miré una y otra vez a mi alrededor.
—¿Pheslan? —llamé. Mi voz se vio absorbida por el negro vacío del santuario. ¿A qué se debían los repentinos temores que sentía en mi propia casa?—. ¡Pheslan, hijo! ¿Dónde estás?
Nadie me respondió.
Mis ojos buscaron el rosetón. Unas formas oscuras parecían moverse por la superficie. ¿Un efecto provocado por la luz sobre las facetas? ¿Hasta cuándo iba a seguir repitiéndome esa cantinela?
Quise examinar la vidriera de cerca, pero no había forma de subir a semejante altura sin contar con una escalera, y estaba demasiado oscuro para ello. De nuevo grité el nombre de Pheslan.
Salí al exterior y miré en la cuadra. Los caballos y la carreta seguían donde los había dejado. Recorrí todo el exterior de la iglesia, gritando el nombre de mi amigo.
—¡Pheslan!
Cuando por fin terminé de buscar en el interior de la iglesia, la luz del amanecer era ya visible, de modo que apagué mi candil. Sabía qué era lo que tenía que hacer. Volví a los establos y eché mano a la escalera. A pesar de que era muy larga y pesada, conseguí meterla en la iglesia, donde la apuntalé bajo el rosetón. No recuerdo bien qué era exactamente lo que esperaba encontrar en la vidriera, pero lo cierto es que aferré un pesado candelabro que había en el altar. Respiré con fuerza y emprendí el ascenso.
Cuando llegué a lo alto, me agarré al último travesaño de la escalera con una mano. Mientras con la otra empuñaba el candelabro como si fuese una maza, acerqué el rostro al rosetón.
Lo que vi me dejó atónito. Al mirar a través de la vidriera, lo que vi no fue el patio exterior de la iglesia, sino un ámbito infernal dominado por las sombras y poblado por unos seres viscosos que se arrastraban por un paisaje de pesadilla. Algo aleteaba en el cielo con unas alas similares a las de un murciélago, dejando un rastro viscoso tras de sí. Esa vidriera no daba al exterior. O, mejor dicho, sí que daba, pero no al exterior convencional. Lo que mis ojos estaban viendo era cuanto se extendía más allá del velo de nuestro mundo. Mi mente se vio asaltada por el pensamiento de que al otro lado de la vidriera se extendían unos lugares horribles. Unos lugares poblados por unos seres empeñados en cruzar al otro lado, en llegar a nuestro mundo.
¡Por todos los dioses! Al momento comprendí que aquella vidriera era un producto del mal. El rosetón ya no era —si es que alguna vez lo fue— una muestra admirable del talento de un artesano, una serie de cristales tintados de verde y azul dispuestos de forma magistral. El rosetón era un objeto siniestro y corrupto que me permitía ver lo que ningún hombre tendría que ver. ¿O acaso tenía otra función adicional? ¿Acaso se trataba de un portal o una entrada de alguna clase?
Con los ojos empañados por el miedo y el odio, alcé el candelabro, dispuesto a hacer añicos aquella vidriera. Me proponía hacer añicos aquel mundo maligno, aquellas imágenes repugnantes. Aunque ello no encerraba sacrilegio alguno, pues el rosetón no terminaba de pertenecer a un lugar sagrado, me contuve en el último segundo. De pronto se me ocurrió, no sé bien por qué, que si destrozaba aquellos cristales, en lugar de acabar con aquel universo infernal, lo que acaso haría sería facilitar el acceso a nuestro mundo de aquellos seres viscosos y repulsivos. Al romper la vidriera, ¿de veras impediría su entrada en nuestro mundo? ¿O lo que haría más bien sería franquearles el paso? El ladrón que se propone robar una casa por la noche suele romper una ventana para entrar en ella. Al romper el cristal, consigue más fácil acceso al interior.
Tenía que pensarlo bien. Pero no mientras seguía en lo alto de la escalera. Desde donde me encontraba seguía viendo aquel universo de pesadilla, y, lo que era peor, creo que aquellos seres monstruosos también me estaban viendo a mí. Bajé de la escalera y me dejé caer al suelo junto al altar.
Mi confusión era extrema. ¿Qué podía yo hacer? ¿Dónde estaba Pheslan? El grito que había oído, ¿era suyo o de otro? ¿Era posible que, de una forma u otra, hubiera desaparecido en el interior de la ventana? Aquello parecía imposible. ¿Qué habría hecho Tessen en una situación así?
Que Oghma nos proteja.
Ensillé uno de los caballos, ya no me acuerdo bien de cuál. No soy muy buen jinete, pero llegaría antes cabalgando que sentado en el pescante de mi carreta. Cabalgué buena parte de la mañana hasta cruzar el valle y llegar a la abadía.
Los hombres habían estado trabajando con rapidez. Allí tan sólo quedaban algunas de las piedras de los cimientos. Todo lo demás había desaparecido, incluyendo toda posible pista sobre la verdadera naturaleza del rosetón. El muro en el que llevaba más de cien años alojado había sido demolido. El suelo sobre el que había estado proyectando su sombra había sido arrancado y en aquel momento estaba cubierto de escombros, polvo y hojas de árboles.
Me entraron sollozos al contemplar aquel panorama. Tessen había cometido un pecado contra Oghma para el que no existía perdón posible. Tessen había estado en posesión de un secreto, de un secreto terrible. ¿Había sido el guardián de aquella vidriera? ¿O más bien su servidor? Yo esperaba que su espíritu por lo menos no hubiera estado poseído por la malignidad que emanaba del rosetón.
Harto de sollozar monté otra vez en mi caballo. Acaso por haber sido formado en el sacerdocio de Oghma, necesitaba información adicional para comprender bien lo sucedido. Hice que mi montura diese media vuelta y me dirigí al pueblo vecino, según entendía, el lugar de residencia de Greal Y la población en la que había construido su nueva iglesia provisional.
Cuando llegué allí, estaba verdaderamente fatigado. Bajé del caballo como pude y llamé a la puerta de Greal. Nadie me respondió, así que llamé otra vez, aporreando la puerta esta vez.
—¿Maese Greal? —pregunté.
Nada.
—Maese Greal, soy el Señor del Saber Jaon.
Seguí aporreando la puerta. Tan sólo dejé de hacerlo un instante, cuando me resultó claro que estaba cerrada con llave.
—¡Tengo que hacerle unas preguntas sobre el rosetón que le compré!
Cada una de mis palabras venía puntuada por los golpes de mi puño en la madera, cuyo ritmo llevaba a pensar en algún ritual de las junglas meridionales.
—¡Tengo que hacerle unas preguntas sobre el Maestro Erudito Tessen!
Exhausto a más no poder, me derrumbé sobre la puerta.
—¡Dígamelo! —imploré—. ¡Dígame qué era lo que realmente adoraban en la abadía!
Mientras volvía a la parroquia a lomos de mi caballo, era consciente de que alguien me había visto. Alguien me había estado observando todo el tiempo que pasé aporreando aquella puerta. Y todo el tiempo que estuve derrumbado en el suelo, exhausto, frente a la casa de Greal mientras las hojas del otoño revoloteaban a mi alrededor como muertos recuerdos que acaso no eran sino simples mentiras. Nadie en todo el pueblo asomó la cabeza en respuesta a mis gritos. Nadie abrió la puerta de su casa, pero yo sabía bien que me habían estado espiando. Incluso ahora…
¿Cuántos de ellos habrían tomado parte en los rituales repulsivos e inimaginables que sin duda fueron puestos en práctica bajo aquel rosetón? ¿Era posible que aquellos rituales hubieran seguido desarrollándose mientras yo mismo me encontraba en la abadía? ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? No, no quería pensar más en ello… La cuestión me resultaba demasiado dura y dolorosa, y me quedaban cosas por hacer cuando por fin me encontrara otra vez en mi propia iglesia. Lo que me lleva al presente.
Estoy escribiendo esta historia un día después de mi visita al lugar de la vieja abadía. No he pegado ojo en toda la noche ni tampoco he pegado bocado. Cuando llegué a la iglesia, seguía alimentando la improbable esperanza de que Pheslan estuviera allí, de que, de un modo u otro, yo me hubiera equivocado. Pero no me había equivocado, y Pheslan no estaba allí. Me vestí con las ropas de mi orden: camisa y pantalones blancos, así como la kantlara, un chaleco negro con bordados de oro. La kantlara había sido confeccionada por mi abuela, quien también fuera Señora del Saber. Eché mano a mi símbolo sagrado y empuñé el cayado que guardaba junto a la puerta por si se daba una emergencia, un cayado de punta de hierro, susceptible de ser empleado como arma de combate. Me dispuse a entrar en acción, a enfrentarme al mal que yo mismo había traído a mí parroquia.
Pero esperé. ¿Y si me estaba equivocando, como había pensado antes? ¿Y si en realidad facilitaba el acceso de aquellos seres a nuestro ámbito? Me convencí de que tal eventualidad era improbable. Una cosa tan maligna como aquel rosetón tenía que ser destruida. Su destrucción tan sólo podía redundar en el bien. Incluso existía la posibilidad de que liberase a Pheslan de aquello que lo mantenía cautivo, si es que Pheslan seguía con vida.
Pasé el resto de la jornada de ayer al pie de la escalera, que seguía apuntalada bajo la ventana. Miré arriba incontables veces, pero sólo vi la vidriera verde y azul. Ningún movimiento, ninguna sombra, nada. Mi indecisión me impedía subir por la escalera, ni que fuese un solo travesaño.
Después de muchas horas de discutir conmigo mismo, más exhausto de lo que nunca había estado hasta la fecha, empecé a escribir este manuscrito en la mesita que hay en mi dormitorio.
A lo largo de la noche he escrito mi relato en estas pocas hojas de pergamino. Ahora que he terminado, me apresto a subir por la escalera. Voy a destruir ese rosetón, a hacerlo añicos por entero. Si tengo razón y el mal desaparece volveré a este cuarto y tiraré este manuscrito al fuego, para que nadie llegue a saber de estos horribles acontecimientos. Pero si estoy equivocado… por eso ahora estáis leyendo este relato. Si tal es el caso, acaso vosotros, quienes quiera que seáis, sepáis qué se puede hacer para poner remedio a mis errores.
Estoy preparado.