Residente en lo más profundo del lecho de roca, la diosa era un ser vivo mezcla de piedra, légamo y fuego cuyo cuerpo estaba recubierto por las profundidades de un mar vasto y sin huellas. Como todos los inmortales la diosa tenía muy escaso conocimiento de la lenta progresión de las eras, del medido pulso del tiempo. Sólo gradualmente, a lo largo de eones interminables, había llegado a comprender que, a su alrededor y sobre su cabeza, el océano albergaba vida en abundancia. La diosa reconocía la presencia de esa vitalidad en todas las formas que prosperaban y crecían; desde el primer momento supo que la vida, aunque fuera en su forma más simple y efímera, era una cosa buena.
Las aguas profundas bañaban su cuerpo, mientras que los fuegos volcánicos de su sangre se hinchaban en demanda de liberación. La diosa era un ser vivo, y como tal crecía. Su ser se fue expandiendo, elevándose con lentitud de las profundidades del océano, diseminándose a lo largo de milenios sobre el lecho marino, ejerciendo una presión deliberada y poderosa encaminada a la ascensión vertical. Con el paso del tiempo, su piel, el lecho del mar, ascendió hasta dejar atrás el ámbito del negro y el azul oscuro hasta alcanzar los tonos del aguamarina y una calidez que era muy distinta a la del pulso ardiente de la lava que medía los firmes latidos de su propio corazón.
La vida en múltiples formas se aceleró en torno a su ser, primero mediante elementos muy simples, más tarde en formas mayores y más elaboradas. Las aguas que rodeaban y enfriaban su ser rebosaban de animación. En la rocosa carne de su cuerpo no cesaban de abrirse heridas, mientras que su sangre de piedra fundida provocaba espumeantes estallidos de vapor al entrar en contacto con las frías aguas.
Entre todas aquellas sibilantes erupciones, la diosa intuía la presencia de unas formas enormes que nadaban en círculo a su alrededor y respiraban el mar gélido y oscuro. Seres con aletas y tentáculos, con escamas y branquias, reunidas para disfrutar de la calidez de las heridas de la Madre Tierra, unas heridas que no le causaban dolor, sino que le aportaban la ocasión de expandirse, de ascender todavía más en las aguas cada vez más claras.
Por fin, en la vida que se apiñaba en torno a sus pechos, la diosa sintió la presencia de unos grandes seres dotados de sangre caliente y corazones palpitantes. Estos seres poderosos nadaban como peces, pero estaban envueltos en una piel reluciente antes que en escamas y se elevaban mar arriba para beber del aire que llenaba el vacío existente fuera de las aguas. Las madres daban de mamar a sus pequeños, de modo muy similar a como la diosa alimentaba a sus hijos. Y, lo principal de todo, la diosa intuía que aquellos recién llegados estaban dotados de la chispa de una mente, del pensamiento y la inteligencia.
Inmune al paso de los milenios, disfrutando del frío contacto del mar con su cuerpo rocoso y emergente, la encarnación física de la diosa seguía expandiéndose. Por fin, una parte de su ser se elevó sobre el océano azotado por las tempestades hasta sentir una nueva calidez, una radiación que descendía de los cielos. De forma ocasional, ese calor se veía encubierto por un manto de polvo frío, si bien la capa helada pronto volvía a transformarse en nueva calidez, a convertirse en aguas amables que bañaban la carne de la diosa, en nuevos rayos dorados que descendían continuamente del cielo.
La carne de la diosa se fue enfriando y curtiendo por efecto de su exposición al cielo. Nuevas y distintas formas de vida arraigaban a su alrededor; los seres que vivían en aquel mar de aire muchas veces levantaban la mirada hacia las nubes. Muchos no andaban ni nadaban, sino que se tornaban sedentarios. Habitantes de un único lugar, se dedicaban a plantar ramas en el suelo y a crear unas exuberantes enramadas que se extendían por la tierra entera. El crecimiento de aquellos árboles altos y poderosos llenaba de orgullo a la diosa amante de la vida en todas sus formas. La diosa entendía que los bosques que cubrían su piel rendían fruto y se marchitaban en épocas determinadas, como entendía cada vez mejor los procesos de enfriamiento y calentamiento de las estaciones.
Fue esta nueva conciencia lo que finalmente aportó a la Madre Tierra el sentido último del paso del tiempo. Conocedora de las estaciones, el curso de los cambios en el clima le llevó a entender el patrón de todos los años. La diosa llegó a contar el tiempo como lo haría un hombre, contando su propio aliento o los latidos de su corazón, de forma que cada aliento equivalía al paso de un año. A medida que los años transcurrían por decenas y centenares, la diosa se tornó más vibrante, fuerte y consciente de la realidad.
La sangre ardiente de los eones primigenios terminó de enfriarse; las erupciones del mar finalmente terminaron por verse recubiertas de sólida piedra. Allí donde emergía sobre las olas, el firme lecho marino estaba en la base de todo bosque, pradera y páramo. Los mares y los lagos se unían a la tierra, manteniendo siempre fresca a la diosa al tiempo que las aguas, dulces o saladas, alimentaban la creciente población de seres vivos.
A todo esto, la diosa seguía en comunión con los seres de sangre cálida que vivían en las profundidades, de las que a veces salían a la superficie para sumergirse muy pronto otra vez, quienes compartían la misma imagen mental de una vasta cúpula celeste del dulce beso de la brisa marina, de la imponente majestad de las altas nubes. Su preferido era un ser al que había estado alimentando de su pecho durante tiempo inmemorial, un ser que se alimentaba de las algas y el plancton producto de sus cálidas emisiones, un ser que en ocasiones podía pasarse décadas enteras adormilado entre sus brazos. La diosa acabó por referirse a él como Leviatán, el primero de sus hijos.
Este ser era la poderosa ballena, superior en tamaño a cualquier otro pez o mamífero que nadara en aquellas aguas. Su alma era gentil, su mente observadora, despierta y paciente, pues sólo quien ha vivido durante siglos enteros conoce el significado de la paciencia. Su pecho enorme albergaba sendos pulmones gigantescos, y la ballena entendía la existencia a un ritmo que la diosa podía entender. A veces, tras respirar un poco de aire, descendía a las profundidades, en las que permanecía el tiempo equivalente a muchos latidos del corazón de la diosa, años enteros desde el punto de vista más acelerado de los demás seres de sangre caliente.
En comunicación prolongada y muda con la diosa que era su madre, el Leviatán yacía acomodado en el fondo del mar, disfrutando del calor vivificante que le proporcionaba la fiera sangre de su madre al latir sobre el lecho rocoso del océano. En momentos así, la gran ballena rememoraba las imágenes contempladas al asomar la cabeza sobre las olas, imágenes del verde exuberante que cubría tantas de las islas creadas por la Madre Tierra, de los seres innumerables que poblaban, no sólo el mar y la tierra, sino también los mismos cielos.
La ballena asimismo compartía con la diosa los recuerdos de las nubes. Tales recuerdos alimentaban, en mayor medida que ningún otro, la imaginación de la Madre Tierra, aportaban regocijo a su corazón y provocaban que la curiosidad germinase en su ser.
En comunión con el Leviatán, quien compartía con ella el recuerdo de las cosas prodigiosas que había visto, la diosa empezó a intuir cierto rasgo propio: a diferencia de tantas de las criaturas que habitaban su carne, la diosa era ciega por completo. La diosa no tenía ninguna ventana, ningún sentido que le permitiera ver la vida ubérrima que florecía sobre su encarnación física.
Las únicas imágenes visuales de que disponía provenían de la memoria de la gran ballena, y tales imágenes no eran sino pálidas, vaporosas imitaciones de la realidad. La diosa quería ver por sí misma el cielo de lluvia y nubes, conocer los animales que recorrían sus bosques y claros, los árboles cuyas raíces tan profundamente se hundían en su carne.
Gracias al Leviatán, la diosa Madre Tierra sabía lo que eran los ojos, las mágicas órbitas que permitían a los animales del mundo contemplar las maravillas que los rodeaban. La diosa sabía de ellos y ansiaba tenerlos… De forma que trazó un plan destinado a dotarle de un ojo.
El Leviatán iba a ayudarla. La gran ballena bebió de una fuente situada bajo el mar a fin de absorber el poder y la magia de la Madre Tierra. A continuación, ayudándose con sus poderosas aletas, subió a la superficie, atravesando aguas cada vez más claras hasta que sus anchos lomos emergieron entre las olas y sintieron el beso de la brisa y la luz del sol.
Nadando con vigor, el Leviatán se dirigió a una bahía de aguas profundas enclavada entre dos penínsulas rocosas, hacia la orilla occidental de una de las pequeñas islas tan apreciadas por su madre. Al norte se elevaban unas montañas, una cadena de promontorios rocosos coronados de nieve, pues la calidez de la primavera se tomaba su tiempo en ascender aquellas alturas. Al sur se extendía un verde bosque, cuyos límites llegaban muy lejos de la costa rocosa, cubriendo por entero toda aquella región de la isla.
Allí donde terminaba la bahía, la tierra se unía del norte y del sur, si bien las aguas seguían siendo lo bastante profundas para que el Leviatán pudiese moverse con facilidad. La ballena finalmente llegó al lugar escogido por la diosa e hizo que la cálida, mágica esencia de su madre atravesara su cuerpo de abajo arriba. Con un estallido tan formidable como espumeante, lanzó el líquido por los aires, originando una precipitación de lluvia caliente. El agua preciosa se estrelló contra las rocas de la orilla y se unió formando pequeños arroyos que fueron a descender hasta unirse en una hondonada rocosa próxima a la playa sembrada de guijarros.
En aquel charco yacía la esencia de la diosa, unas aguas lechosas cuya magia era potente. Su presencia se reflejó en los cielos, en la bóveda celestial que tantas veces había recreado en su imaginación. Lo primero que se hizo visible fue una órbita perfecta y blanca que se elevó hacia los cielos en crepúsculo y más allá todavía, proyectando el reflejo de la luz sobre el cuerpo y la sangre de la Madre Tierra.
Merced a las aguas estancadas en el pozo reciente, la diosa contempló la luna. Una luz de alabastro se reflejó en las aguas de la orilla, bendiciendo la tierra entera. La Madre Tierra vio dicha luz y su alma se llenó de regocijo.
Con todo, en su vista había cierto matiz borroso, una neblina que le impedía asimilar por entero la presencia del mundo. El Leviatán se encontraba lejos de la orilla, rodando juguetonamente entre las olas, pero la charca seguía estando a larga distancia de él, separada por una extensión de rocas y tierra seca. La diosa comprendió que no le bastaba con que sus hijos habitaran el mar.
La diosa necesitaba una presencia en la tierra.
El lobo, cuyos ijares estaban flacos por el hambre y cuyo enmarañado pelaje aparecía desgastado por efecto de la larga hibernación, corría en pos del gran ciervo. Éste galopaba con facilidad sobre la hierba primaveral, sin rendirse al pánico que acaso habría llevado a un cervatillo inexperto a emprender una huida precipitada y en último término desastrosa. El orgulloso animal avanzaba saltando con elegancia y sin fatigarse, contentándose con mantenerse a distancia de las mandíbulas famélicas, alterando su rumbo sólo cuando resultaba estrictamente necesario.
En la faz lupina y ansiosa, los ojos azules del perseguidor estaban fijos en la imponente cornamenta del ciervo. Paciencia, aconsejaba el instinto del lobo, sabedor de que la manada podía conseguir lo que resultaba imposible para un cazador en solitario. Como en respuesta a los pensamientos de su cabecilla, varios lobos más salieron de su escondite, uniéndose en bloque a la persecución. Sin embargo, el ciervo había escogido bien la ruta de huida: le bastó trazar una larga curva en el camino para alejarse de los nuevos perseguidores sin permitir que el gran macho le comiera el terreno.
Al frente se extendía un acantilado bajo, y aunque en el llano no soplaba la menor brisa, el ciervo intuyó una nueva emboscada. Unas formas caninas estaban ocultas en los espesos helechos que flanqueaban las umbrías profundidades de las enramadas. El ciervo se tiró sin vacilar por el precipicio de piedra caliza, se irguió con gracia felina unos metros más abajo y reemprendió la escapatoria por las salientes cornisas cubiertas de musgo de aquella pared rocosa.
Jadeante y con el hocico temblón —las primeras señales de desesperación—, el ciervo ascendió por una nueva pared tres veces más alta que su propio cuerpo. Tres lobos surgieron del camuflaje de helechos y aullaron frustrados y famélicos cuando el ciervo de cornamenta poderosa alcanzó el terreno llano situado al pie del precipicio y de nuevo incrementó su velocidad. Los cascos galoparon sobre el suelo firme; el ciervo de nuevo enfilaba campo abierto.
Con todo, el cabecilla de la manada de lobos estaba lejos de darse por vencido. Tras lanzarse él mismo por la pared de roca, el macho dominante trepó por la pared opuesta con todo el vigor de sus ancas poderosas, aferrándose a marojos y salientes, empujado por la desesperación del cazador hambriento. Por fin, sus anchas garras delanteras alcanzaron la cima. El carnívoro de nuevo emprendió la persecución de su presa, emitiendo unos aullidos que se imponían al jadeante galopar del ciervo en fuga.
Varios de los lobos intentaron seguirlo, si bien muchos se quedaron atrás. No obstante, un puñado de machos jóvenes y una orgullosa hembra de ojos amarillentos lograron coronar el ascenso. Su canción de aullidos se sumó al ruido de la cacería, aportando una referencia a los demás miembros de la manada. Los lobos más jóvenes corrieron a ambos lados, tratando de dar con ascensos más sencillos por la pared que se erguía sobre aquel lecho de piedra caliza.
La fatiga empezó a hacer mella en el líder, cuya carrera se tornó un punto desgarbada y titubeante. Sin embargo, el olor de la presa era intenso, y mezclado con dicho olor acre se intuía el cansancio del ciervo, su creciente desespero. Estas señales aportaron nuevos bríos al lobo, que alzó la cabeza y aulló llamando al resto de la manada, en un grito de anticipación que resonó como una plegaria entre los mudos gigantes del bosque, sobre el verde manto que recubría la tierra fría.
Sin embargo, el imponente ciervo gozaba de una reserva de energía que dejaba anonadado al orgulloso depredador. El cazador corría por el bosque con el vientre a ras de tierra y la cola de pelambrera desmañada erecta hacía atrás. Sus ojos azules y relucientes continuaban concentrados en la imagen del ciervo en fuga, cuyos cuernos rozaban las ramas y hojas de los árboles. Presa de la fatiga, sin aullar ahora, decidido a no malgastar el aliento, el lobo seguía avanzando en un silencio mortal.
Y en dicho silencio empezó a intuir su fracaso. Las formas en movimiento de sus compañeros susurraban a sus espaldas como espectros en el terreno boscoso y sembrado de helechos, pero ninguno de ellos conseguía acortar la distancia que les separaba de la presa lanzada al galope. La hembra de ojos amarillos, cuyas largas mandíbulas abiertas exhibían sus colmillos hambrientos, no iba a resistir aquel ritmo mucho más tiempo.
En ese momento, el ciervo dio un repentino giro y se lanzó a su izquierda. El inesperado desvío facilitó que los dos lobos que iban en cabeza recortaran distancias. Muy pronto el macho se encontró corriendo cerca del cuarto trasero izquierdo de su presa, mientras la hembra, vigorosa, se iba acercando por el lado opuesto. Los dos cazadores se alinearon junto a su presa, bloqueando cualquier intento de imprimir un nuevo giro a su carrera.
Con todo, el ciervo seguía huyendo con ciega determinación, como si tuviera un propósito definido que no fuera huir. El majestuoso animal se lanzó pendiente abajo por un risco, atravesando espesuras y ascendiendo por peñascos enormes que hubieran frenado en seco a seres menos dotados. Los bosques terminaron de abrirse por completo hasta dejar ver una gran extensión de aguas azules, una bahía enclavada entre sendas penínsulas de terreno pedregoso.
El ciervo dejó los bosques atrás y enfiló un ancho páramo. Mientras sus cascos galopaban sobre el terreno esponjoso, a pesar de que su lengua se movía sin control bajo las mandíbulas abiertas y sus fosas nasales se hinchaban de modo demencial a cada nuevo aliento exhausto, el animal logró aumentar la velocidad de su catrera desesperada.
Sin embargo, lo mismo hicieron los lobos. De los bosques estaban saliendo más y más cazadores tras la pista dejada por el ciervo sobre la hierba corta y húmeda, corriendo con determinación silenciosa y mortífera. Si el gran macho hubiera vuelto la mirada atrás, habría comprobado con sorpresa que le seguía un número sorprendente de depredadores caninos, bastantes más de los que estuvieran hibernando en la guarida invernal de su manada. No sólo eso, sino que nuevos lobos se estaban sumando a la persecución desde el norte y el sur, desde las tierras altas y la costa, centenares de formas grisáceas que se lanzaban a por un único objetivo.
El ciervo finalmente cedió, aunque no por la fatiga. El animal aminoró su carrera hasta avanzar a un trote majestuoso, con la enorme cornamenta en alto. El mar estaba muy cerca, pero el gran ciervo macho no trató de llegar a la orilla. En vez de ello, el monarca de los bosques siguió avanzando por la playa rocosa hasta llegar a una charca encajada a la perfección en una hondonada pedregosa.
La charca se encontraba a una altura excesiva para haber sido producida por la marea, del mismo modo que el agua no parecía de lluvia. Aquel líquido tenía un color pálido, casi lechoso, y giraba en ondas circulares de carácter hipnótico. Aunque el terreno era muy pronunciado, una progresión de rocas similares a los peldaños de una escalera facilitó que el ciervo descendiera a la hondonada.
Los lobos se distribuyeron por las rocas, rodeando la charca y el ciervo, sabedores de que la presa estaba atrapada. Sin embargo, como por acuerdo tácito, los famélicos depredadores siguieron manteniéndose a distancia. Sus ojos centelleantes observaron con aguda inteligencia el ciervo, cuyo hocico por fin tocó la superficie del agua. Sus lenguas largas y jadeantes oscilaban inertes mientras los carnívoros esperaban que su presa terminara de beber.
Durante largo rato, el gran ciervo siguió lamiendo las aguas del Pozo de la Luna, y cuando por fin estuvo saciado, alzó la testuz y empezó a ascender los peldaños rocosos en dirección al cabecilla de la manada. El ciervo levantó la cabeza, mostrando la garganta hirsuta, soltando un último bramido de triunfo a las nubes vaporosas congregadas en el cielo.
Cuando el lobo dominante mordió la garganta expuesta, lo hizo de forma casi tierna. El lobo mató a su presa de forma rápida y limpia, haciendo caso omiso de la roja sangre que bañaba sus mandíbulas. La sangre, cuyo aroma fresco y delicioso tendría que haber inflamado su hambre y su pasión. El lobo se contentó con levantar su cabeza y fijar sus ojos brillantes en las mismas nubes que habían sido lo último que el majestuoso ciervo viera en vida. Un largo aullido ululó en el páramo. El jefe de la manada fue secundado por todos los suyos en su canción de júbilo y reverencia, en la música dedicada a su madre y creadora.
Cuando la manada finalmente empezó a devorar su presa, la sangre del ciervo corría por los peldaños de roca cual pequeños ríos carmesíes. Aunque los lobos eran numerosísimos, había carne para todos. Después de saciarse, cada uno de los depredadores bebió de las lechosas aguas de la charca.
El festín se prolongó más de un día entero, hasta que la luna llena se alzó sobre las aguas relucientes. La luz de la luna fue testigo del nacimiento de varios cachorrillos y de los juegos en los que los jóvenes se embarcaban a unos metros del grueso de la enorme manada.
La roja sangre se mezcló con las aguas del Pozo de la Luna, y la diosa vio y compartió la felicidad de sus hijos. El despiadado sacrificio del ciervo era para ella un episodio preñado de hermosura. La sangre del poderoso animal había consagrado las aguas del Pozo de la Luna.
Y el equilibrio de sus hijos se mantuvo para siempre.