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Una gran aventura

La puerta del dormitorio de Bythnara Shobalar se abrió de golpe proyectada con un vigor que sólo podía pertenecer a una persona. Bythnara no se molestó en apartar la mirada del libro que estaba leyendo. Estaba demasiado acostumbrada al temperamento vivaz de la joven Baenre para prestar atención a ese detalle.

Pero era imposible hacer caso omiso de Liriel durante mucho tiempo. Con los brazos en alto y la espesa mata de cabellos blancos en movimiento, la joven elfa oscura entró en la habitación que compartían y empezó a girar sobre sí misma y dar saltitos.

Bythnara, la mayor, se la quedó mirando con resignación.

—¿Quién te ha sometido a un encantamiento de derviche? —preguntó con aspereza.

Liriel se detuvo en seco y se abalanzó sobre su compañera de cuarto con los brazos abiertos.

—¡Oh, Bythnara! —exclamó—. ¡Por fin me voy a someter al Rito de Sangre! ¡La Dama acaba de decírmelo!

La joven Shobalar se separó de ella con delicadeza, se levantó del sillón y trató de dar con una excusa que le permitiera liberarse del todo del impulsivo abrazo de su compañera. En el otro extremo de la habitación, un par de pantalones de lana descansaban arrugados en el suelo. Liriel tenía la manía de tratar sus ropas con la misma indiferencia que una serpiente mostraría ante una piel recién mudada. Bythnara se pasaba el día recogiendo las prendas tiradas con descuido por la pequeña diablilla. Los pantalones en el suelo le sirvieron para alejarse de las molestas muestras de afecto de su joven rival.

—Ya era hora —repuso la joven aprendiza de la casa Shobalar, mientras alisaba y doblaba la prenda—. Pronto cumplirás los dieciocho años y accederás a la Década Ascharlexten. Más de una vez me he preguntado por qué mi Ama ha esperado tanto tiempo.

—Yo también me lo he preguntado —apuntó Liriel con franqueza—. Pero Xandra me lo ha explicado. Según me ha dicho, el ritual no podía ponerse en práctica hasta que diera con la presa adecuada para poner a prueba mi capacidad. ¡Espléndido! ¡Una cacería preñada de emoción, una aventura en los terribles túneles del Dominio Oscuro! —se maravilló, dejándose caer en el camastro con un suspiro de satisfacción.

—La señora Xandra —corrigió Bythnara con frialdad.

Como todos quienes vivían en la casa Shobalar, Bythnara era consciente de que a Liriel Baenre había que tratarla con consideración especial. Sin embargo, incluso la propia hija del archimago tenía que observar el protocolo.

—La señora Xandra —convino la muchacha. Liriel rodó sobre el lecho hasta situarse boca abajo y se llevó las dos manos a la barbilla—. Me pregunto qué voy a cazar —apuntó con voz soñadora—. Hay tantos seres maravillosos y temibles en la superficie… He estado leyendo acerca de ellos —confió, sonriente—. Acaso se trate de un gran felino salvaje con el pelaje negro y dorado o de un enorme oso pardo similar a un quaggoth de cuatro patas. ¡Puede que incluso se trate de un dragón que escupa fuego! —añadió, echándose a reír ante lo absurdo de la idea.

—Eso sería fantástico —murmuró Bythnara.

Liriel no dio muestra de haber oído el sarcástico matiz en la voz de su compañera de cuarto.

—Sea cual sea la presa, me propongo enfrentarme a ella como es debido —prometió—. Haré uso de lo necesario para contrarrestar sus armas y defensas naturales: una daga contra sus garras, una flecha contra su embestida frontal. No pienso recurrir a las bolas de fuego ni a las nubes ponzoñosas, y no pienso transformarla en una estatua de ébano…

—¿Es que conoces ese encantamiento? —preguntó la Shobalar, con la voz y el rostro demudados.

Se trataba de un conjuro que requería un poder considerable, una transformación irreversible. También era una de las herramientas punitivas preferidas por las sacerdotisas Baenre que regían la Academia. La posibilidad de que aquella niña impulsiva pudiera conjurar un encantamiento tal resultaba estremecedora, más aún al tener en cuenta que Bythnara había insultado a la joven Baenre en dos ocasiones desde que había entrado en la habitación. De acuerdo con las costumbres de Menzoberranzan, dos desplantes que justificaban el recurso a dicho conjuro.

Con todo, Liriel se contentó con dedicar una sonrisa traviesa a su compañera de cuarto. La otra arrugó el entrecejo y apartó la mirada. Aunque hacía doce años que conocía a Liriel, nunca había terminado de aceptar sus bromas bien intencionadas.

A Liriel le encantaba reír, como le encantaba que los demás participasen de su risa. Como eran pocos los drows que compartían su mismo humor, en los últimos tiempos gustaba de lanzar pequeñas bromas con las que divertir a los demás alumnos.

Bythnara nunca había sufrido sus bromas, pero tampoco las encontraba divertidas. La vida era una cuestión demasiado seria, del mismo modo que el Arte era una materia de arduo aprendizaje y no un pasatiempo para niños. El hecho de que esa niña en particular contara con mayores habilidades mágicas que ella molestaba profundamente a la orgullosa drow.

Los celos de Bythnara iban más allá. La Dama Xandra, su madre, siempre había mostrado preferencia por la pequeña Baenre, una preferencia que en ocasiones bordeaba el afecto. Circunstancia que Bythnara no podía comprender ni perdonar. Tampoco la complacía el hecho de que sus compañeros masculinos se mostraban visiblemente alterados cuando aquella mocosa se encontraba junto a ellos.

Bythnara tenía veintiocho años y estaba en el punto álgido de la adolescencia. Liriel seguía siendo una niña en muchos sentidos. A pesar de ello, en el rostro y la silueta de la muchacha había la suficiente promesa para atraer las miradas masculinas. Se rumoreaba que Liriel empezaba a devolver las atenciones tenidas con ella, cosa que hacía con el habitual entusiasmo que impregnaba todas las facetas de su existencia. Lo que a Bythnara le agradaba bien poco, aunque no habría sido decir por qué.

—¿Asistirás a mi ceremonia de iniciación? —preguntó Liriel, con un deje melancólico en la voz—. Una vez haya pasado por el ritual, quiero decir.

—Por supuesto. Pero lo primero es que pases por el ritual.

Las ásperas palabras de Bythnara finalmente obtuvieron una respuesta: una mueca casi imperceptible de decepción en el rostro de Liriel. Sin embargo, ésta no tardó en rehacerse, de forma que su compañera mayor de edad apenas tuvo tiempo de saborear su victoria. La muchacha Baenre adoptó un aire inexpresivo y se encogió de hombros.

—Lo primero es lo primero —dijo Liriel sin alterarse—. Creo recordar que muchos años atrás asistí a tu ceremonia de iniciación. ¿Cuál fue tu presa?

—Un goblin —contestó Bythnara, incómoda.

A Bythnara no le gustaba mencionarlo, pues los goblins no era considerados ni muy inteligentes ni particularmente peligrosos. Le había sido fácil acabar con él con un embrujo paralizador y un cuchillo bien afilado. En su caso, el Rito de Sangre había sido puro trámite, las antípodas de la gran aventura con que Liriel fantaseaba.

¡Una gran aventura! ¡Aquella muchacha era ingenua a más no poder!

¿Seguro? A Bythnara de pronto se le ocurrió que la última pregunta formulada por Liriel tenía muy poco de ingenua. Pocas réplicas habrían sido tan devastadoras. Su mirada se concentró en la muchacha con animosidad.

Liriel volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué nos dijo la matrona Hinkutes’nat en la capilla hace un ciclo o dos?… «La cultura drow se basa en la transformación permanente, de forma que es precisa adaptarse o morir».

Aunque su tono era jovial y nada en su rostro o sus palabras denotaba animosidad, estaba claro que Liriel, a su modo sutil, estaba anunciándole a Bythnara que a partir de ahora no iba a dejar sin réplica sus ataques verbales.

Bythnara tuvo que admitir que la otra sabía hilar fino. En aquel momento no sabía qué decir.

Un puño llamó a la puerta, liberando a Bythnara de la obligación de responder.

En la habitación entró uno de los sirvientes de su madre, un joven drow de aspecto imponente y de función más bien decorativa expulsado de un hogar con menos posibles. El drow hizo una reverencia mecánica a la Shobalar y se volvió hacia la joven Liriel.

—Os llaman, princesa —anunció, dirigiéndose a Liriel con el título debido a una muchacha de la Primera Casa.

Era obvio que la joven más adelante disfrutaría de títulos todavía más prestigiosos: archimaga, si Xandra se salía con la suya, o acaso Dama de la Magia o Dama de la Academia o, incluso, si Lloth no lo evitaba, madre matrona. La condición de princesa se obtenía por nacimiento y no por mérito. Con todo, a Bythnara le repateaba que la trataran de tal. Tras hacer salir de la habitación premiosamente a la real mocosa y al apuesto sirviente, Bythnara cerró la puerta con un portazo.

Liriel suspiró profundamente. El sirviente, que tendría su misma edad y que conocía a Bythnara demasiado bien para su gusto, le dirigió una mirada de complicidad.

—¿Y ahora qué quiere Xandra? —preguntó Liriel mientras se dirigían al apartamento en el que residía la Dama de la Magia.

El sirviente miró furtivamente a su alrededor antes de responder.

—Es el archimago quien te hace llamar. Su lacayo te está esperando en las dependencias de la señora Xandra.

Liriel se detuvo en seco.

—¿Mi padre?

—Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan —le confirmó el sirviente.

Una vez más, Liriel recurrió a la máscara. Así había bautizado en secreto la expresión mil veces ensayada ante el espejo: la sonrisilla distante, los ojos que no expresaban sino cierta cínica diversión. Sin embargo, tras su aparente despreocupación, la mente de la muchacha se veía asaltada por un torbellino de preguntas.

La existencia de los drows estaba plagada de complejidades y contradicciones. Para Liriel, sin embargo, nada era más complicado que los sentimientos que albergaba respecto a su padre. Ella reverenciaba y detestaba, adoraba y temía, odiaba y admiraba a su padre, todo a la vez y a distancia. A todo esto, la propia Liriel se decía que ninguno de tales sentimientos tenía justificación. El gran archimago de Menzoberranzan era un completo misterio para ella.

Aunque estaba claro que Gomph Baenre era su verdadero padre, el linaje de los drows era matrilineal. Enfrentándose a la tradición, el archimago había adoptado a la pequeña en el seno del clan Baenre —circunstancia que había revertido en un alto coste personal para Liriel— y luego la había dejado al cuidado de la Shobalar.

¿Que quería Gomph Baenre de ella? Hacía años que no sabía de él, por mucho que los sirvientes se ocuparan de que las Shobalar fueran recompensadas por su tutela y sus enseñanzas, y de que la pequeña contara con dinero de bolsillo que gastar durante sus espaciadas visitas al bazar. Aquella llamada era señal de que se avecinaban problemas. Pero ¿qué había hecho de malo? O, mejor dicho, ¿cuál de sus escapadas había sido descubierta y referida a Gomph?

En ese momento se le ocurrió una nueva posibilidad, un apunte de promesa y esperanza que disipó su «máscara» al momento. La joven elfa oscura soltó una risa alegre y se abrazó al atónito —si bien agradecido— sirviente.

¡Después del Rito de Sangre sería convertida en una drow con todas las de la ley! Acaso Gomph entonces la considerara digna de su atención y hasta se dignara educarla personalmente. Estaba claro que él sabía de sus progresos. Y quizá pensaba que no era mucho lo que podía seguir aprendiendo en la casa Shobalar.

¡Seguro que era eso!, se dijo Liriel, liberándose del cada vez más entusiasmado abrazo del sirviente.

Liriel echó a caminar con rapidez hacia las dependencias de Xandra, espoleada por la más inusual de las emociones para un drow: la esperanza.

Los elfos oscuros prestaban escasa atención a sus niños, pero Liriel muy pronto iba a dejar de ser una niña. Muy pronto estaría a punto para el próximo nivel de su iniciación en la magia. Dicho nivel en principio no se impartía en la Academia, pero Liriel era todavía muy joven para ingresar. Lo más seguro era que Gomph hubiese trazado otros planes para ella.

Las esperanzas de Liriel se ensombrecieron al llegar ante el mensajero de su padre: aquel gólem de piedra de estatura similar a la de un elfo era bien conocido por Liriel. Aquel ser mágico formaba parte de su recuerdo más temprano y más terrible. En todo caso, ni siquiera la aparición de aquel letal mensajero fue suficiente para sofocar su alegría por completo ni para asfixiar las esperanzas que anidaban en su corazón. ¡Quizá su padre la quería, después de todo!

A insistencia de Xandra, una patrulla de ocho soldados montados en arañas escoltó a la joven y al gólem al opulento distrito de Narbondellyn, donde residía Gomph Baenre. Por primera vez, Liriel pasó junto a las Agujas Oscuras sin maravillarse ante aquellas formaciones de negra roca semejantes a colmillos enormes. Por primera vez, Liriel no se fijó en el apuesto capitán de la guardia encargada de vigilar las puertas del recinto de Horlbar. Tampoco prestó atención a los comercios pequeños y elegantes en los que se vendían perfumes, prendas de seda delicadísima, estatuillas mágicas y otros objetos no menos fascinantes.

¿Qué eran todas aquellas cosas en comparación con la oportunidad de ver a su padre, aunque fuera un momento?

Pero Liriel refrenó su entusiasmo al encontrarse ante la mansión de Gomph Baenre. Liriel había nacido allí y había pasado los primeros cinco años de su vida en los lujosos apartamentos de su madre. Sosdrielle Vandree, quien fuera la amante de Gomph durante tantos y tantos años. Su madre y el puñado de sirvientes asignados a su cargo. Liriel más tarde había comprendido que Sosdrielle —cuya belleza era excepcional pero que carecía del talento para la magia y la ambición sin escrúpulos necesarios para triunfar en Menzoberranzan— la había mimado de niña, hasta convertirla en el centro del universo. A pesar de ello, o quizá como consecuencia, Liriel había sido incapaz de volver a su antiguo hogar.

Esculpido en el mismo centro de una estalactita colosal, el hogar del archimago estaba protegido por un número de encantamientos superior al que los otros dos hechiceros de la ciudad hubieran podido convocar juntos. Liriel se bajó de su arácnida montura, el medio de transporte preferido entre las Shobalar, y siguió al gólem mudo y letal hacia la gran estructura negruzca.

El gólem de piedra tocó una de las runas móviles. Ésta se hundió en la oscura pared; una puerta apareció. Tras invitar a Liriel a acompañarlo con un gesto, el gólem pasó al interior.

La joven drow respiró con fuerza y siguió al sirviente. Liriel se acordaba con vaguedad del camino que llevaba al estudio de Gomph Banere. Allí había conocido a su padre por primera vez; allí fue donde por primera vez fue consciente de su amor y talento para la magia. Le parecía adecuado que la siguiente fase de su existencia fuera a iniciarse precisamente allí.

Gomph Baenre alzó la mirada cuando ella entró en el estudio. Sus ojos color ámbar, tan similares a los de Liriel, la miraron con frialdad.

—Siéntate —invitó, tendiendo su esbelta mano hacia una silla—. Tenemos mucho de lo que hablar.

Sin decir palabra, Liriel hizo lo que se le mandaba. El archimago guardó silencio un momento, contentándose con estudiarla con la mirada. Liriel se dijo que tenía el mismo aspecto de siempre: sobrio y a la vez apuesto, un varón drow en el mejor momento de la vida. Ello no resultaba sorprendente si se tenía en cuenta que los elfos oscuros envejecían con extrema lentitud. Gomph había asistido al nacimiento y la muerte de siete centurias, o tal era lo que se rumoreaba. El protocolo exigía que Liriel esperase a ser interpelada por el prominente mago, pero después de varios segundos más en silencio la joven ya no pudo contenerse más.

—Voy a someterme al Rito de Sangre —anunció con orgullo.

El archimago asintió con la expresión sombría:

—Eso me han dicho. Permanecerás aquí, en mi hogar, hasta que llegue el momento del rito, pues es mucho lo que te queda por aprender y es muy escaso el tiempo para prepararte.

Liriel frunció el entrecejo con sorpresa. ¿Acaso no llevaba doce años preparándose? ¿No había aprendido los elementos básicos del combate con la magia y las armas de los drows? Aunque la espada no le decía mucho, nadie que ella conociera era mejor tirador con la ballesta o se desenvolvía mejor con las armas arrojadizas. Estaba claro que se las arreglaría para salir victoriosa y con las manos ensangrentadas del anhelado ritual.

Una leve sonrisa y resabiada apareció en los labios del archimago cuando explicó:

—Ser un drow significa ser mucho más que ser un buen carnicero en el campo de batalla. Y no termino de estar seguro de que Xandra Shobalar haya tenido presente esa circunstancia crucial.

Las crípticas palabras no dejaron de incomodar a Liriel.

—¿Señor?

Gomph no se molestó en explicarse. Su mano hurgó en un compartimento situado bajo el escritorio y sacó un botellín de color verde oscuro.

—Una poción de captura —indicó—. Te servirá para capturar y encerrar en el botellín a todo ser que la Dama Shobalar lance contra ti.

—Pero ¿y la cacería…? —protestó ella.

La sonrisa seguía fija en el rostro del archimago, pero sus ojos se tornaron fríos.

—No seas necia —musitó—. Si la cacería se vuelve en tu contra y tu presa de pronto se encuentra en ventaja, siempre puedes aprisionarlo en este botellín. Luego te será fácil verter su sangre, ajustándote a lo estipulada en los requerimientos del ritual. Fíjate…

Gomph desenroscó el tapón y le mostró la reluciente aguja de mithrl que salía del extremo inferior del tapón.

—Te bastará con volcar el botellín boca abajo para atrapar a tu presa. Después sólo tendrás que hacer pedazos el botellín para que el cuerpo de tu rival aparezca muerto a tus pies con una daga (la aguja, transmutada) clavada en su corazón o su ojo. No hace falta decir que durante la ceremonia de apertura llevarás una daga idéntica, por si luego alguien pretende indagar sobre la muerte de tu presa. Dicha daga será una daga mágica que se esfumará tan pronto como la aguja del botellín sea ensangrentada. Así eliminaremos el riesgo de que seas descubierta. Si el orgullo es lo que más te preocupa, nadie tiene que saber la verdad sobre la muerte de tu presa.

Sintiéndose extrañamente traicionada, Liriel cogió el botellín de cristal y apretó el tapón con firmeza. Lo cierto era que le parecía detestable recurrir a una agañaza semejante. Pero como el botellín era un regalo de su padre, rebuscó en su mente hasta dar con algo positivo que decir.

—La señora Xandra se quedará fascinada al verlo —repuso mecánicamente, sabedora de que la hechicera de Shobalar gustaba de todas las invenciones de carácter mágico.

—Ella no tiene que saber nada del botellín ni de los demás conjuros que aprenderás en mi hogar. Como es mejor que nada sepa sobre tus demás habilidades de carácter más dudoso… Por favor, no te hagas la inocente conmigo. A mi no me engañarás con la misma facilidad con que engañas a los guardianes de la Casa —afirmó con sequedad—. Yo mismo he tenido que oír cómo un capitán mercenario se jactaba de haber enseñado a cierta princesa a desenvolverse con el cuchillo con tanta habilidad como el más encallecido hampón de taberna. No entiendo cómo te las arreglas para escabullirte de esos guardianes montados sobre arañas que la matrona Hinkutes’nat dispone por todas partes, como se me escapa el modo en que te orientas para llegar a esa taberna de mala muerte.

Liriel sonrió perversamente.

—La primera vez entré en esa taberna por casualidad —contestó—. El capitán Jarlaxle me reconoció por mi medallón familiar y se prestó a enseñarme lo que yo tanto quería aprender… Las tantas cosas que yo quería aprender. Y es verdad que muchas veces he dado esquinazo a los vigilantes montados en arañas. ¿Quieres saber cómo me las arreglo?

—En otra ocasión. Ahora lo principal es que me jures por tu sangre que Xandra nunca llegará a ver ese botellín.

—Pero ¿por qué? —preguntó ella, perpleja ante aquella exigencia.

Gomph estudió largamente a su hija.

—¿Cuántos jóvenes drows mueren durante el Rito de Sangre? —le respondió.

—Unos cuantos —reconoció Liriel—. Las batidas en la superficie a veces salen mal. Los humanos o los elfos feéricos en ocasiones se dan cuenta de lo que se les viene encima y no se dejan sorprender: luchan mejor de lo esperado o combaten en grupo. Cuando el Rito de Sangre tiene lugar en los túneles, los iniciados a veces se pierden en la Antípoda Oscura o se topan con un monstruo ante el que nada pueden ni su magia ni sus armas.

—Y a veces los mata la presa que están cazando —indicó Gomph.

Era sabido. La muchacha se encogió de hombros.

—Yo no quiero que te pase nada malo. Pero es posible que Xandra Shobalar no comparta mis sentimientos —informó con crudeza.

Liriel se quedó helada. Su espíritu se vio asaltado por un torbellino de emociones contrapuestas, sin que la muchacha fuera capaz de quedarse con ninguna de ellas.

—¿Cómo podía Gomph sugerir que Xandra Shobalar se disponía a traicionarla? La Dama de la Magia era precisamente quien la había educado, colmándola de atenciones y favores que eran la envidia de los demás jóvenes drows. Aparte de su propia madre —quién no sólo la había traído a la vida sino que durante cinco años también le había permitido disfrutar un maravilloso refugio cálido y seguro, marcado por el amor incluso—, Liriel estaba convencida de que Xandra era la persona que había moldeado su identidad. Lo que era mucho decir. Aunque Liriel no se acordaba del rostro de su madre, instintivamente comprendía que Sosdrielle Vandree le había aportada algo que era muy raro entre sus gentes, algo que nadie podría arrebatarle jamás. Nadie, ni siquiera Gomph Baenre, quien hizo matar a su madre bienamada doce años atrás.

Liriel seguía con la mirada fija en su padre, demasiado anonadada para comprender que sus ojos estaban reflejando con fidelidad el torbellino de ideas que era su mente.

—No confías en mí —dijo el archimago sin emoción en la voz—. Eso es bueno. Estaba empezando a dudar de tu juicio. Al final igual te las arreglas para salir viva de esa prueba. Ahora escucha con atención: voy a explicarte lo que tienes que hacer para activar el botellín de captura.