Los avisos
¿Qué hay más peligroso que un mago que se ha propuesto dominar el mundo entero? Está claro: un mago que se propone divertirse un poco…
La Simbul, Reina-Bruja de Aglarond
El año del Dragón Oscuro (1336 D. R.)
La luz rosada del primer amanecer todavía no había cedido el paso a la plena luminosidad del día, pero la barda y su flaco acompañante llevaban ya rato en las sillas de montar. Storm Manodeplata, la poetisa del Valle de las Sombras, era una aventurera tan experimentada como célebre. También era una prominente figura de los Arpistas, la misteriosa asociación que tenía como objetivo mejorar el estado del mundo. Veterana de incontables escaramuzas y siempre con los ojos alerta, Storm avanzaba examinando los alrededores con atención, con la mano cerca de la empuñadura de su espada. Aquella hoja afilada más de una vez se había visto empapada de sangre en el curso de ese viaje. Storm cabalgaba musitando una canción. La poetisa disfrutaba al encontrarse a lomos de su montura, por mucho que el camino fuera peligroso.
Llevaba dos semanas viajando en compañía de un hombre de pelo blanco tan alto como ella, si bien mucho más delgado. El hombre tenía ya sus años y no era buen jinete. Su túnica basta y plagada de remiendos exhibía varias manchas de comida y olía a tabaco de pipa.
A pesar de su aspecto, aquel hombre era un aventurero todavía más famoso que Storm: el viejo mago Elminster del Valle de las Sombras. Más de quinientos años habían teñido sus barbas de blanco. Sus ojos azules y relucientes habían presenciado la ascensión y caída de varios imperios y conocido mundos vastos y extraños situados más allá de Toril. Elminster conocía secretos cuya existencia era desconocida para la mayoría de los magos y, también, para los hombres de naturaleza más sencilla y honesta. Los años le habían aguzado el temperamento y la lengua, del mismo modo que le habían dotado de unos poderes mágicos que eran el sueño de muchísimos magos.
El gran hechicero calzaba unas gastadas botas de cuero y solía tener la expresión avinagrada. Cuando descansaba por las noches a unos pasos del fuego roncaba como un reptador cornudo que estuviera siendo atormentado. Elminster era consciente de su ronquera, de modo que se valía de la magia para amortiguar el ruido y no perturbar el sueño de su amiga y compañera de viaje. Por su parte, Storm lo quería muchísimo, por mucho que roncara y muchas veces la tratara como a una niña pequeña.
A pesar de la amistad que los unía, era raro que Storm viajase en compañía del viejo mago. Cuando se marchaba del Valle de las Sombras con ocasión de un viaje prolongado, lo normal era que Elminster encomendase la defensa de la ciudad a la poetisa. Esta vez, poco antes de la partida, un agente al servicio de los Arpistas había traído a Storm el mensaje de una de sus hermanas, mensaje en el que le pedía que acompañara y protegiera a Elminster durante su viaje a la Feria de los Magos.
Durante todos sus años de experiencias, Storm nunca había oído hablar de una Feria de los Magos. El propio nombre le parecía ominoso. A Storm no dejó de sorprenderle la tranquilidad con la que el viejo mago se tomó la noticia de que Storm se disponía a acompañarlo en su expedición. De hecho, Storm sospechaba que Elminster había escogido viajar a caballo antes que transportarse a Faerun por arte de magia por el placer de pasar más tiempo con ella.
Por las noches Elminster fumaba su pipa junto al fuego mientras la escuchaba tañer el arpa y cantar antiguas baladas. A su vez, cuando Storm se tumbaba a descansar bajo el cielo preñado de estrellas refulgentes, él le contaba historias del viejo Faerun hasta que el sueño terminaba de vencerla. Después de haberse pasado años cabalgando los páramos en compañía de guerreros encallecidos, a Storm le sorprendía lo mucho que estaba disfrutando de ese viaje con el extraño mago.
Y ahora por fin parecían haber llegado a su destino, por mucho que éste no se pareciera en nada a lo que la poetisa había imaginado.
—¿Por qué aquí? —preguntó Storm Manodeplata cuando siguió a Elminster hasta un risco. El brillante sol matinal arrancaba largas sombras a los árboles y los arbustos a su alrededor. Lo único que ella veía allí era una extensión ondulada y silvestre jamás tocada por la mano del hombre—. Yo diría que estamos a mitad de camino de Kara-Tur.
El viejo mago se rascó la nariz.
—Todavía está muy lejos —explicó con aire inocente—. Si nos hemos detenido aquí es para reunimos con alguien que anda por las cercanías.
Mientras decía estas palabras, un hombre apareció de la nada, levitando a unos pasos de ellos. Los caballos relincharon y piafaron por la sorpresa. Elminster frunció el entrecejo.
El hombre seguía levitando a cosa de metro y medio del suelo. Unos ojos oscuros como la medianoche relucían en su rostro blanco, delgado y de facciones crueles. Vestido con un tabardo oscuro y ornado con relucientes símbolos místicos y un collar alto y duro, su estampa era en verdad impresionante. En una de sus manos cuajadas de anillos sostenía un bastón ricamente tallado y adornado con una gema enorme.
—¡Os desafío! —declaró en tono digno y formal, alzando la mano libre—. ¡Hablad o no pasaréis!
—Soy Elminster del Valle de las Sombras —respondió el viejo mago sin alterarse—. Soy un invitado.
El desconocido se lo quedó mirando con frialdad.
—Demuéstralo.
—¿Dudas de mi palabra? —preguntó Elminster con calma—. ¿Cómo es eso, Dhaerivus? Todavía me acuerdo de la primera vez que acudiste a una Feria de los Magos… —Elminster añadió con sarcasmo—: La verdad es que estabas muy gracioso cuando te convirtieron en rana.
Dhaerivus se ruborizó.
—Ya conoces las normas —insistió, levantando el cayado.
Por el bastón empezaron a correr unas lucecitas que culminaron en el cristal esférico que había en su extremo. Con un gesto lento y amenazador, el hombre en suspensión apuntó al viejo mago con dicho extremo luminoso.
—Ajá —repuso Elminster, quien hizo un gesto con los dedos y añadió—: ¡Problema resuelto!
El bastón que los estaba amenazando se dobló hacia arriba por efecto del conjuro de Elminster. El centinela se los quedó mirando con la sorpresa y el miedo pintados en el rostro, hasta que sus facciones de pronto se vieron afectadas por un nuevo hechizo del mago.
El conjuro provocó que Dhaerivus se echara a reír de forma involuntaria durante unos segundos. Cuando el encantamiento se disipó, la sonrisa de su rostro se transformó en una mueca de rabia.
—Asunto concluido —sentenció Elminster jovial, dirigiendo su montura al frente ante las mismas barbas del furioso centinela—. ¡Que la magia te acompañe!
Mientras ascendían por el risco, Storm volvió la vista atrás hacia el furioso desconocido. Su cayado emitía unos destellos que llevaban a pensar en una tormenta eléctrica en el mar. Con la expresión demudada por la rabia, el centinela estaba pataleando en el aire.
—¿Le has echado un conjuro? ¿Basta con hacerle reír para demostrar tu valía? —preguntó Storm, maravillada.
Elminster asintió con la cabeza.
—Basta con que el hechicero le demuestre al centinela de la Feria de los Magos que sabe hacer encantamientos. La cuestión está en impedir que a la Feria de los Magos accedan impostores e inútiles.
Elminster hizo un gesto de escepticismo y dirigió a su caballo por una ladera sembrada de piedras y malas hierbas.
—Los invitados como tú están exentos de demostrar sus poderes, aunque cada mago sólo puede venir con un acompañante. Los hechiceros novatos son dados a provocar explosiones espectaculares o espejismos de naturaleza, ejem, voluptuosa… En este caso, yo me he conformado con recurrir a un hechizo más bien insultante.
Storm frunció el ceño.
—Veo que tendré que andarme con cuidado en la feria —comentó.
Elminster hizo un gesto con la mano instándola a no preocuparse.
—Nada de eso. En lo que a mí respecta, tengo que hacerme con cierta llave mágica de manos de una persona que en principio no está tan loca como para traerla aquí ni, de hecho, para tener algo que ver con dicha llave. Luego me voy a divertir un poco. Determinados Arpistas me han pedido que proteja a ese amigo con quien tengo que encontrarme. Del mismo modo que a ti te pidieron que me acompañaras para que no me metiera en líos…
Elminster la miró con un destello travieso en la mirada. Storm sonrió y asintió con la cabeza.
El viejo mago se echó a reír.
—Estas ferias son de carácter privado. Hace años que no asisto a una y estamos tan lejos de nuestra ciudad que nadie va a reconocerme. Hay ciertas normas para los asistentes, unas normas encaminadas a impedir que la cosa degenere en una simple competición desordenada de conjuros. En todo caso, conviene tener presente que aquí casi todo el mundo cuenta con poderes mágicos, poderes muy desarrollados. Lo mejor es que camines sin llamar la atención. Sí te ofrecen una bebida, pruébala únicamente en mi presencia y con mi autorización. Recurre a tu espada mágica únicamente en caso de fuerza mayor. Hay quien viene aquí a aprender nuevos encantamientos, pero la mayoría acude con intención de exhibir sus habilidades, como si fueran niños pequeños. Niños pequeños un tanto crueles y vanidosos…
Elminster se rascó las barbas con la expresión pensativa.
—En lo tocante a quiénes trabajan contra nosotros —agregó—, los nombres y los rostros de sus compinches en la Feria de los Magos me son desconocidos. —Una sonrisa repentina apareció en su rostro—. Como siempre, lo más conveniente es no fiarse de nadie para no tener problemas.
—¿Qué llave es ésa que andamos buscando? —inquirió Storm—. ¿Por qué es tan preciosa?
Elminster se encogió de hombros.
—Tan sólo es preciosa por lo que abre. Pronto sabrás qué forma tiene y cuál es su finalidad. Lo cierto es que yo apenas me acuerdo del aspecto que tiene y no tengo idea de por qué ahora, después de tantos años, resulta que es tan importante. —Elminster fijó la mirada en ella y preguntó—: ¿Mi respuesta es lo bastante misteriosa?
Storm se lo quedó mirando con unos ojos que en más de una ocasión habían sembrado el miedo en los corazones ajenos.
Imperturbable, el viejo mago sonrió mientras sus monturas ascendían por una ladera sembrada de brezo.
—Tendrás que disculparme, mi querida amiga, pero no hace mucho tiempo que me endilgaste un sermón acerca de mis supuestas indiscreciones en lo tocante a ciertos asuntos de naturaleza secreta. En consecuencia, prefiero mantener el pico cerrado y fingir que nada sé sobre ese secreto crucial del que el mundo entero depende… vaya, ya me estoy yendo de la lengua otra vez. No tengo remedio. No me resulta fácil andarme con misterios y secretismos después de tantos siglos. Y bien. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí…
Storm sonrió y se dijo que había cosas peores que recorrer media Faerun en compañía de Elminster. Con intención de regalarse el ánimo, trató de pensar en algunas de tales cosas.
Absortos en sus propios pensamientos, avanzaron por varios riscos cubiertos de arbustos hasta llegar al extremo de un valle encajonado y profundo. Una senda estrecha que nacía a la derecha de donde se encontraban se adentraba en un bosquecillo que tapaba parte del valle.
En aquel momento, un hombre vestido con una túnica de llamativo color rojo apareció ante sus ojos. O más bien flotó, pues el desconocido estaba erguido sobre una alfombra que ondulaba en el aire como una serpiente inquieta, siguiendo los contornos del estrecho sendero que había más abajo. Ante la mirada del mago y la poetisa, el hombre que cabalgaba aquella alfombra voladora se adentró entre los árboles. Las hojas al punto cambiaron de color, pasando del verde a un color rojizo brillante. Unas voces resonaron de pronto saludando con admiración al recién llegado.
Estaba claro que habían llegado a la Feria de los Magos.
Storm de repente se fijó en el estallido de unas bolas de fuego sobre las montañas al otro lado del valle.
Elminster miró en aquella dirección.
—Ah, sí… —dijo—. El concurso de bolas de fuego. A los aprendices de mago les encanta crear bolas de fuego de la nada para impresionar. Muy pronto tendremos que vérnoslas con ellos. Los aprendices tienen permiso para retar a los viejos creadores de conjuros como yo. Lo hacen para poner a prueba sus varoniles habilidades en oposición a los vejestorios de mi calaña. Varoniles, pero también femeniles, claro está… En todo caso, las doncellas suelen tener demasiado sentido común para embarcarse en tan vulgares ostentaciones de poder.
—¿Cómo se decide si una bola de fuego es más impresionante que otra? A mí todas me parecen similares —preguntó Storm enarcando una ceja.
El viejo mago negó con la cabeza.
—Si uno pronuncia mal las palabras del conjuro —explicó—, el encantamiento se vuelve más difícil y las bolas de fuego son menores y menos efectivas, lo que permite evaluar la capacidad de cada mago. Lo normal es que los archimagos convoquen unas bolas de fuego verdaderamente impresionantes.
Elminster hizo una pausa.
—Entre tú y yo —añadió—, propongo perder el tiempo lo menos posible en la Feria de los Magos. Eso de crear bolas de fuegos es cosa de novatos y tontorrones. Por tu parte, no te metas en líos y no aceptes los desafíos de nadie. Quédate a mi lado y no digas nada. Es la mejor forma de evitar problemas.
Una vez pronunciadas tan melodramáticas palabras, el viejo mago salió al galope sendero abajo, envuelto en una nube de polvo. Al llegar al valle, Elminster detuvo su montura frente a una multitud de magos que estaban riendo y charlando. Storm echó una mirada al grupo y se unió a ellos.
La hondonada estaba atestada de gente. Las túnicas de los reunidos eran vistosas y multicolores; su charla estrepitosa e incesante. Aquellos hombres y mujeres tenían un aspecto de lo más diverso, lo mismo que algunos individuos cuyo sexo no terminaba de estar claro para la poetisa. Muchos estaban vestidos con túnicas oscuras y de manga ancha, si bien la mayoría de los magos lucían prendas bastante más extrañas y coloristas. Storm, que había visto muchas cosas maravillosas a lo largo de su vida, estaba boquiabierta. En Faerun, quienes no eran magos solían creer que los adeptos al Arte estaban más o menos locos. Storm se dijo que así parecía indicarlo lo excéntrico de sus atavíos.
Por todas partes se veían extraños gorros y adornos corporales, relucientes en algunos casos y de forma oscilante y tornadiza en otros. Una maga únicamente se cubría con una serpiente gigantesca y emplumada que no cesaba de revolverse en torno a su cuerpo liviano. A su lado, un hombre tenía el cuerpo envuelto en llamas en movimiento. El mago con quien estaba hablando se cubría con una gran seta fosforescente de la que nacían helechos y cardos. Una mestiza de elfo situada a pocos pasos se revestía con una túnica de seda revestida de gemas preciosas. La mestiza estaba discutiendo con un par de enanos barbados enfundados en unas pieles incesantemente recorridas por dos lagartos devoradores de insectos que no cesaban de proyectar sus lenguas afiladas al exterior. Storm captó un retazo de su conversación.
—¿Y bien? ¿Qué hizo entonces el Thayan?
—Hizo estallar el castillo, por supuesto. ¿Qué otra opción le quedaba?
Otras voces se unieron a la conversación, imponiéndose a las de los enanos y la mestiza.
—¿Así que zombis de color carmesí? ¿Cómo que carmesí?
—Yo creo que la pobre se aburría. Tendrías que haber visto la cara que puso el príncipe al día siguiente. La maga hizo aparecer en el aire una docena de manos pequeñas y rojas, unas manos que empezaron a pellizcarlo allí donde él había estado pellizcándola a ella… ¡A la vista de la corte en pleno!
Elminster seguía avanzando al paso entre el gentío, como si estuviera muy seguro de su destino. Storm lo seguía unos metros por detrás, pasando junto a un hombre que estaba manteniendo en equilibrio una botella con un líquido rojo oscuro sobre su enorme narizota al tiempo que insistía ante quienes lo rodeaban en que no estaba valiéndose de recurso mágico alguno. Storm apartó la mirada un segundo antes de que la botella se cayera y se hiciera añicos en el suelo, si bien le fue imposible resistir la tentación de volver la vista para contemplar el resultado. La poetisa tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Tienes que besarla antes de convocar el encantamiento. ¡De lo contrario seguirá siendo una rana!
Storm volvió la cabeza y fijó la mirada en Elminster, tratando de hacer caso omiso del bullicio que la envolvía. De la multitud emanaba un fragor de conversaciones entrecruzadas, músicas nunca oídas, letanías impensadas y extraños ruiditos similares a pequeñas explosiones. Los magos gesticulaban para impresionar a quienes los rodeaban y sobre sus cabezas planeaban humos multicolores y vistosos globos luminosos. Los pájaros encantados cantaban raras melodías o trazaban gráciles figuras de danza en el aire. Storm miraba a uno y otro lado, alerta ante la posibilidad de peligro.
Por todas partes se oían conversaciones y discusiones, risas y regateos comerciales. Eran multitud los que tenían copas o jarras, de distintos tamaños y con distintos contenidos, en la mano o flotando a corta distancia. Storm intuyó que existía alguna clase de norma que impedía que los magos volaran, flotaran o se teletransportaran. La mayoría de ellos estaban charlando en corrillos. Storm seguía avanzando con cuidado entre la multitud. Tres tentáculos de color oliváceo brotaron del capuchón de un mago a su paso. Unos ojillos centelleantes le hicieron guiños en las puntas de dichos tentáculos. Storm trató de ocultar un estremecimiento al pasar junto a un hombre que tenía el pelo y las barbas color verde brillante y que estaba haciendo malabarismos con unas pequeñas bolas de fuego. A todo esto, la maga a quien aquel sujeto estaba intentando impresionar hacía visibles esfuerzos por contener un bostezo.
El siguiente corrillo estaba formado por unas brujas viejísimas y arrugadas que tenían los ojos oscuros y fríos, y estaban envueltas en unas túnicas negras de apariencia siniestra. Las brujas estaban riéndose mientras daban cuenta de unas grandes jarras de cerveza que nunca parecían vaciarse.
—Nunca había visto un bebé que naciera alado —contaba una con regocijo—. Nada más venir al mundo, la diablilla se echó a volar. ¡Al rey casi se le cae la corona del susto!
Storm dejó atrás a las mujeres y se dirigió a un pequeño claro, allí donde un humo ascendente y un montón de cenizas sugerían que alguien había salido chamuscado, acaso fatalmente, de un experimento reciente. Nuevas voces resonaron a sus espaldas.
—Mi querido amigo, tienes que comprender que cuando uno se ha convertido en dragón lo ve todo de forma muy distinta. ¡Pero que muy distinta!
Quien así estaba hablando, un mago vestido de rosa y carmesí cuyas muñecas y garganta estaban ornadas con encaje, subrayó su aseveración mostrándole una lengua afilada y bífida a su interlocutora, una hechicera que tenía los brazos y el dorso de las manos cubierto de blanco pelaje. Su piel era de un color rojizo más oscuro que los ropajes de quien tenía delante. Por toda réplica a las palabras del otro, la hechicera soltó una risa despectiva.
Storm entonces pasó ante media docena de bellísimas hechiceras mestizas de elfo que estaban sumidas en un atento conciliábulo. Una de ellas de pronto alzó la mirada con alarma, si bien al momento se tranquilizó y dedicó una sonrisa a la poetisa. Sumidas en sus manejos, las otras ni se dieron cuenta.
—Lo que tienes que hacer es cambiar el nombre y el modo en que efectúas el conjuro, de forma que nadie se dé cuenta. Lo cierto es que todo el mundo puede hacer un encantamiento de esa clase. Tú explícame cómo lo haces, que yo no se lo diré a nadie… A cambio te enseñaré un hechizo originario de Tlaerune, infalible para que los hombres…
Storm meneó la cabeza y siguió adentrándose en aquel batiburrillo de hechiceros, tratando de divisar al viejo mago. ¿Dónde se habría metido? Storm lo buscó con la mirada entre aquella aglomeración. ¡Allí había centenares de magos! Sin embargo, su aguzada vista finalmente dio con Elminster. El viejo mago seguía avanzando entre el gentío sin detenerse ni aminorar el paso de su montura, hasta que llegó a un extremo de la hondonada, allí donde se juntaban tres de las altas paredes rocosas que envolvían el lugar. A la luz veteada del atardecer, una maga de baja estatura y belleza impresionante estaba conversando con cinco o seis adeptos al Arte que, a todas luces, sólo tenían ojos para ella.
Storm se fijó en los negros ojos risueños y el pelo negro y largo sobre una túnica cuyo escaso escote parecía haber sido confeccionado con flores relucientes y en continuo movimiento.
Y entonces el viejo mago se lanzó o, mejor dicho, cayó del caballo a los brazos de la mujer.
—¡Duara! ¡Querida! ¡Han pasado tantos años…! —exclamó.
Los ojos oscuros y brillantes de la mujer se clavaron en los suyos, y los efusivos saludos del viejo mago al instante se vieron sofocados por un beso apasionado. Las manos delicadas acariciaron el cuello de Elminster, así como su pelo blanco y enmarañado. Los dos se abrazaron con pasión.
Después de los calurosos saludos y el beso tan largo, Storm oyó que la voz sedosa de la mujer respondía con entusiasmo. En los rostros de los hombres que la rodeaban era visible la sorpresa más profunda, la cólera después y, por último, una resignada indiferencia. Storm asimismo reparó en que los dedos de Duara se movían con habilidad por el cinturón del mago.
Otros también se habían fijado en dicho movimiento, entre ellos un hombre alto y de nariz ganchuda envuelto en un jubón de terciopelo verde oscuro con las mangas anchas. El desconocido estaba observando el afectuoso abrazo del mago con atención, con el rostro semioculto por el humo de su larga y delgada pipa de cerámica.
Cuando Elminster por fin dijo adiós a la sonriente belleza, el mago de la nariz ganchuda de pronto dejó la pipa flotando en el aire y dio un paso adelante haciendo un pase mágico sin decir palabra. Al momento, la bolsita que Elminster llevaba prendida al cinto salió levitando hacia arriba y se abrió en el aire. Un espeso silencio se hizo entre los magos presentes. Por sus expresiones se deducía que el conjuro de aquel mago vestido de verde era una descortesía.
Storm hizo amago de sacar la espada, si bien la huesuda mano de Elminster la frenó al momento.
—¿Es que te has quedado sin recursos mágicos, colega? ¿Quieres que te preste alguno de los míos? —preguntó Elminster con tono jovial.
El mago vestido de verde se lo quedó mirando y señaló la bolsita suspendida en el aire, en cuyo interior no había más que una ramita de árbol.
—¿Se puede saber dónde está, viejo? —acabó por preguntar.
—¿La magia poderosa que andas buscando? Aquí, naturalmente —respondió Elminster, llevándose el dedo índice a la sien. Storm lo miró sin saber bien qué carta quedarse: la voz de su compañero resonaba un tanto pastosa, por mucho que sus ojos fueran tan brillantes como siempre—. Pero me temo que no conseguirás arrebatármela con un simple conjuro improvisado. He necesitado años y años de estudio para…
El mago vestido de verde hizo un rápido pase mágico. La ramita salió volando hacia la palma de su mano tendida. Sin embargo, antes de que llegara, Elminster chasqueó los dedos y enarcó ambas cejas. Al instante, la ramita salió disparada hacía arriba, trazó una curva en el aire y salió proyectada hacia el viejo mago.
El otro frunció el ceño e hizo un nuevo pase mágico. La ramita se frenó en pleno vuelo, pero siguió dirigiéndose lentamente hacia el sonriente Elminster. Las manos del mago vestido de verde volvieron a esbozar un conjuro, de forma casi frenética ahora, pero la ramita siguió avanzando tan imperturbable como la sonrisa del propio Elminster, hasta posarse en la mano del viejo mago.
Elminster hizo una reverencia a su rival, quien estaba temblando visiblemente y tenía el rostro lívido.
—Con todo, si tanta ilusión te hace un bastón, puedes quedártelo… —dijo el viejo mago en tono amistoso.
La ramita de pronto se transformó en un enorme bastón negro de tres metros cuyos extremos eran de bronce repujado con motivos de serpientes. El bastón salió volando a poca velocidad hasta caer en las manos del atónito mago vestido de verde.
—Pero… ¡se trata de tu propio bastón! —exclamó Storm maravillada—. ¡Vas a necesitar uno nuevo! —agregó.
—Lo tallaré a partir de cualquier rama —repuso el viejo mago con calma—. Los bastones son simple madera de árbol.
Con el bastón en la mano, sin dejar de dirigir miradas ansiosas a Elminster, el mago vestido de verde echó mano a su pipa, musitó unas palabras, hizo un rápido pase mágico y se esfumó de repente, como si nunca hubiera estado allí.
Elminster movió la cabeza en gesto de desaprobación.
—¡Qué modales tan imperdonables! —comentó con severidad—. ¿A quién se le ocurre teletransportarse en plena Feria de los Magos? Estas cosas antes no pasaban…
—¿A qué época te refieres, anciano? Imagino que eso sería antes de la fundación de Aguas Profundas… —se mofó un joven moreno y apuesto a pocos pasos de él.
Storm se volvió en la silla.
Quien así había hablado estaba ricamente vestido con sedas ornadas con pieles preciosas. Su rostro delgado y ceñudo exhibía una expresión burlona. Storm lo reconoció como uno de los magos que unos momentos antes había estado hablando con Duara. De su voz y su actitud emanaba un poderío desdeñoso.
—Por cierto, abuelo, te recomiendo que me trates de señor… —indicó el joven sin apenas ocultar su desprecio.
Con su propio bastón en la mano —un bastón metálico de color rojo brillante, de más de tres metros de longitud y ornamentado con dorados—, el joven mago hizo ademán de coger las riendas del caballo del viejo mago.
Montada en su propia cabalgadura, Storm le soltó una patada en la mano. La punta de su bota provocó que el joven al momento apartara la mano de las riendas. El apuesto desconocido se volvió hacia ella con la expresión furiosa, pero se encontró con la punta de una espada a pocos centímetros de la nariz.
—Ji, ji, ji… —rió Elminster—. Me temo que todavía no has aprendido a tratar con las señoras, mi joven amigo…
El otro enrojeció hasta la raíz de los cabellos y de nuevo se volvió hacia el viejo mago.
—Puede que no, viejo sabelotodo —replicó con sarcasmo—. Aunque me parece claro que tú mismo llevas años y años sin tratar con una mujer…
El insultante comentario arrancó unas risitas entre los magos más jóvenes que estaban contemplando la escena. Sin embargo, los magos de mayor edad, que conocían bien a Elminster, se quedaron mirando con horror a aquel joven insolente. Los murmullos se intensificaron. Mientras varios magos se acercaron para ver lo que estaba sucediendo, otros pretextaron ocupaciones urgentes y aprovecharon para marcharse prudentemente del lugar.
Elminster bostezó.
—Envaina la espada —indicó a Storm sin alterarse. En voz más alta y preñada de ironía, añadió—: Por lo que veo, la Feria de los Magos se está llenando de jovenzuelos que quieren hacerse un nombre ofendiendo a quienes están por encima de ellos.
El viejo mago suspiró de forma teatral.
—Supongo, pisaverde, que estás decidido a desafiarme a un duelo de magia… Pero eso no sería justo. Al fin y al cabo, la experiencia me acompaña, mientras que tú sólo cuentas con el vigor de la juventud. Me ha quedado bonita la frase… Pues bien, ¡soy yo quien te desafía! ¡A ver quién es mejor a la hora de convocar bolas de fuego! ¿Qué te parece?
La multitud vitoreó aquella oferta.
El mago más joven, que seguía teniendo el rostro enrojecido, aguardó a que cesara el griterío.
—Un juego de niños. Y de viejos que ya no sirven para nada.
Elminster sonrió como el gato que tiene a su presa arrinconada.
—Es posible. Aunque tengo la impresión de que te asusta la posibilidad de quedar en evidencia…
El otro enrojeció aún más y dirigió una mirada a su alrededor. Nadie perdía ripio de cuanto estaba sucediendo.
—Acepto —declaró.
Dicho esto, el joven mago adoptó una expresión petulante y se esfumó en el aire. Un instante después reapareció, entre un estallido de humo rojizo, en el otro extremo de la hondonada y dedicó un gesto insultante al viejo mago. Elminster se echó a reír, hizo un gesto de indiferencia con la mano y montó en su caballo con cierta torpeza. Storm le vio saludar a Duara con un guiño. Los ojos de Duara a continuación se cruzaron con los de la propia Storm, quien al momento leyó el mudo ruego implícito en aquella mirada: «Cuida de él, por favor».
Cuando por fin llegaron a caballo a los prados vecinos al valle, los magos se habían arremolinado para contemplar el duelo. Aunque eran muchos los magos novatos que se habían pasado la jornada convocando bolas de fuego, la expectación era enorme en aquel momento, lo que apuntaba a que el mago del bastón rojo gozaba de buena reputación, a que muchos de los viejos hechiceros conocían bien a Elminster, o a ambas cosas a la vez.
Con escasa elegancia de movimientos, casi cayéndose, Elminster bajó de su montura, se las arregló para mantener el equilibrio y se limpió el polvo de sus ropas.
Al advertir que su joven oponente estaba aguardándolo, una sonrisa complacida se dibujó en su rostro.
—Bien… ¡adelante, jovencito! —lo invitó.
—Tú primero, abuelo —contestó el joven mago con voz sombría, agitando su bastón en el aire—. ¿O es que no tienes miedo a morir envuelto en una bola de fuego?
Elminster se mesó las barbas.
—Ah, sí… —murmuró. De pronto parecía haberse olvidado del motivo que lo había llevado allí—. ¡Ahora me acuerdo! Aquellas bolas de fuego en el cielo eran en verdad impresionantes…
El joven mago lo empujó a un lado.
—¿Cómo se hacía aquel conjuro? Ah, sí, creo que ya recuerdo… —musitó Elminster, con la mirada abstraída.
Con una actitud desdeñosa, el joven mago se colgó el bastón del brazo, murmuró un encantamiento en voz baja para que el anciano no pudiera oírlo, y trazó un veloz pase mágico con las manos. Un instante después, una gran esfera violácea de fuego brotó de la nada sobre el prado. La gran bola de fuego giró un par de veces sobre sí y estalló en mil lenguas anaranjadas que se precipitaron como una lluvia ardiente sobre la hierba. Los rostros de los presentes se contrajeron por el calor, y la tierra tembló durante un segundo.
Cuando el rugido del fuego por fin desapareció, la voz del viejo mago seguía rememorando en voz queda las glorias del pasado. Elminster finalmente alzó la mirada.
—Mi querido amigo, esa bola de fuego ha sido más bien birriosa. ¿Es que no sabes conjurar una mejor?
—¿Es que tú sí que sabes? —replicó con sarcasmo el joven mago.
Elminster asintió con la cabeza sin alterarse.
—Pues claro que sí.
—En tal caso, ¿nos harías el favor de conjurar semejante prodigio? —inquirió el otro con ácida cortesía, imitando con la voz el tono del propio Elminster.
El viejo mago pestañeó.
—Mi joven amigo —contestó con desaprobación—, el misterio principal de la magia radica en saber cuándo no es conveniente hacer uso de los propios poderes, pues siempre existe la posibilidad de que el terreno que a uno lo rodea acabe convertido en restos ennegrecidos y humeantes.
Su rival volvió a mirarlo con desprecio.
—Veo que no quieres perder el tiempo con un conjuro tan vulgar, oh, mago entre los magos. ¿Es eso lo que nos estás diciendo?
—No, no —respondió Elminster con un suspiro—. Hay que hacer lo convenido. Tú ya has hecho lo que has podido, y ahora me toca a mí.
El viejo mago volvió a suspirar, hizo un vago gesto con la mano y carraspeó.
—¿Cómo decía aquella pequeña rima…?
Varios de los espectadores soltaron unas risitas. Elminster se rascó la barba y echó una mirada en derredor con aire desorientado. El joven mago hizo una mueca desdeñosa y miró a Storm con abierto desprecio. La poetisa, que estaba muy cerca y con la mano posada en la empuñadura de la espada, le sostuvo la mirada sin inmutarse.
Elminster de pronto se irguió cuan largo era y exclamó:
Lengua de gato y olores de sulfuro,
sabias palabras que digo porque puedo.
Que se haga mi voluntad,
¡y que el aire estalle en lenguas de juego!
En respuesta a sus palabras, el mismo aire pareció estremecerse con un crujido ensordecedor. Una gigantesca bola de fuego se cernió de pronto sobre la pradera. El ardiente calor obligó a los presentes a cerrar los ojos y apartar el rostro.
Se diría que el sol acababa de precipitarse sobre la tierra.
Los magos gritaban y se tapaban los ojos. La colosal bola de fuego de repente remontó el vuelo por un segundo antes de explotar en un cegador estallido blanco del que brotó un largo hilo de fuego que fue a perderse al mismo horizonte. La tierra tembló y pareció ascender un palmo, de forma que todos los presentes al instante cayeron de rodillas al suelo. Todos menos Elminster.
Cuando los temblores cesaron, Storm se encontró de bruces sobre la hierba junto a sus caballos. Cuando por fin se levantó y alcanzó a comprender lo sucedido, el humo ardiente se había esfumado casi por entero, y todos advirtieron que la magia de Elminster había devastado la pradera. Lo que había sido la pradera, mejor dicho. Allí donde la gran bola de fuego había aparecido un momento atrás, había un cráter humeante, tan gigantesco como profundo e impresionante.
—Bonito, ¿eh? —comentó Elminster con tono distraído—. ¡Había olvidado lo divertido que resulta crear bolas de fuego! Hum… ¿Cómo funcionaba el conjuro? He vuelto a olvidarlo…
El viejo mago se contentó con agitar un dedo en el aire.
Con el puño todavía cerrado en torno a lo que había sido su bastón carmesí, que había saltado roto en media docena de pedazos, su joven oponente estaba empezando a levantarse del suelo cuando una segunda bola de fuego, tan monstruosa como la primera, rugió sobre la pradera. El simple ruido provocó que de nuevo rodara por tierra, y el joven mago al momento se encontró tumbado de bruces sobre un atónito y orondo brujo calishita. Cuando por fin volvió a levantar la mirada, un segundo cráter humeante era visible a cierta distancia. Un generalizado murmullo de asombro era audible entre los magos que habían estado contemplando lo sucedido.
—Y bien —repuso Elminster con calma, levantando del suelo a su joven rival—. ¿Hay algún otro conjuro que sea de tu capricho? ¿La creación de esferas prismáticas, por ejemplo? Yo las encuentro muy bonitas… Siempre me han gustado mucho. ¿La fabricación de extraños artefactos, quizá? ¿No? Ah, bueno… Pues que te vaya muy bien en el Arte, joven maestro de lengua afilada, y que aprendas a mostrarte un poco más prudente, si es que eres capaz. Hasta nuestro próximo encuentro.
Elminster dio una animosa palmadita en el hombro del joven, chasqueó los dedos y se esfumó. Un momento después reapareció a un paso de la ansiosa Storm.
—Montemos sobre nuestros caballos —invitó con jovialidad—. Esta noche vamos a tener que cruzar unos reinos…
—¿Unos reinos? —preguntó Storm.
Ambos emprendieron la cabalgata monte arriba, dejando la Feria de los Magos atrás.
—Yo pensaba que tenías una llave… ¿O acaso era la ramita? ¿Es que ese joven mago te ha dejado sin llave? —preguntó Storm.
—Oh, no, nada de eso —dijo Elminster bienhumorado.
El viejo mago se acercó a su lado y puso la mano en su brazo. Al momento, el paisaje desapareció de vista y una cambiante atmósfera gris lo envolvió todo. Los dos viajeros parecían estar suspendidos en la nada, si bien los caballos seguían avanzando como si pisaran suelo firme. A Storm todavía no se le había pasado el asombro cuando el entorno volvió a transformarse por sorpresa, y repentinamente se encontraron en un lugar oscuro en el que piedras y rocas de todos los tamaños continuamente rodaban y chocaban entre sí mientras se precipitaban al vacío. El ruido de la piedra al chocar contra la piedra era incesante, y la escena aparecía iluminada por los destellos de fosforescencia que cada nuevo impacto despedía.
Storm reaccionó echando mano a la capa para la lluvia que llevaba enrollada tras la silla, con la que envolvió la cabeza de su montura a fin de que ésta no se encabritase de miedo y se despeñase de la minúscula superficie rocosa sobre la que estaba avanzando. A todo esto, la cabalgadura del viejo mago se mostraba impertérrita, sin duda bajo la influencia de la magia de Elminster.
Mientras contemplaba la incesante destrucción que los rodeaba, Storm de repente agachó la cabeza de forma instintiva cuando un peñasco enorme y afilado se precipitó sobre sus cabezas. La gran roca, que parecía ser del tamaño de cuatro caballos juntos, rodaba sobre sí misma en su caída.
Imperturbable, Elminster hizo un gesto con la mano, y la colosal piedra giró hacia un lado y fue a chocar con otra roca de tamaño aún mayor. Un ruido ensordecedor se oyó de inmediato, y una lluvia de esquirlas cayó sobre ambos. Storm meneó la cabeza con incredulidad. No sabía bien dónde estaban, pero saltaba a la vista que ya no se encontraban en Faerun.
—Ese mentecato del jubón verde pensaba que se había hecho con nuestra llave —indicó el viejo mago en tono casual—. Sin duda sospechaba que Duara trataría de pasarme la llave, pero a estas alturas ya se habrá dado cuenta que su poderoso bastón se ha convertido en una simple ramita. Me temo que, durante lo que resta de la Feria de los Magos, se va a ver obligado a vigilar a Duara, por si ésta le entrega la llave a alguien. Y ese alguien muy bien podría ser yo mismo, envuelto en otra presencia física. Duara lo va a tener en un puño. A ella le gustan los hombres jóvenes y robustos, ¿sabes? —Elminster soltó una risita—. Los planes más elaborados con frecuencia no sirven para nada…
Las piedras y las rocas seguían cayendo ante sus ojos. Storm se mordió el labio para reprimir un grito de miedo, cerró los ojos para no ver unas afiladísimas astillas de piedra.
—¿Duara? Pero ella te hizo entrega de la llave, ¿no es así? Yo misma vi cómo te ponía las manos en el cinturón.
Elminster asintió con la cabeza.
—Es cierto. Duara me pasó la llave. Nuestros tres enemigos en la feria se dieron cuenta de ello: los dos que me desafiaron, y un tercero que no se atrevió a plantarme cara.
Elminster esquivó media docena de piedrecillas.
—El tercer mago sin duda sólo estaba controlando la situación —añadió—, para informar de nuestras idas y venidas. Utilicé un recurso mágico para cegarlo, lo mismo que a ese jovencito adepto a las bolas de fuego, cuando provoqué los dos estallidos sobre el prado. Tiene suerte de que las normas de la Feria de los Magos prohíban emplear encantamientos que adormezcan los sentidos; de lo contrario, iban a pasar mucho tiempo sin ver nada en absoluto. Su ceguera temporal muy pronto se disipará, pero para entonces nosotros estaremos lejos y con la llave en nuestro poder.
—Pero ¿qué clase de llave es ésa exactamente? ¿Y dónde está? —preguntó Storm mientras rebuscaba un poco de queso en su zurrón—. ¿Cómo es que no sabían dónde la habías escondido?
—Porque lo vieron pero no lo vieron —respondió el viejo mago, valiéndose de la magia para hacer que la porción de queso que Storm le estaba ofreciendo volara directamente a su boca—. Lo que no sabían es que Duara y yo somos viejos amigos, y que Duara es una maga con muchos recursos.
Elminster se metió los dedos en la boca y sacó un pequeño objeto metálico alargado y decorado con una esmeralda.
—La llave —anunció enfáticamente. Su voz de repente había dejado de ser pastosa y resonaba con la claridad acostumbrada—. Duara me la pasó cuando me dio un beso. —Elminster chasqueó los labios y agregó—: A mi vieja amiga le siguen gustando mucho las almendras.
La porción de queso suspendida en el aire entró en su boca. El viejo mago masticó, hizo un gesto de aprobación y tomó la mano de Storm. El entorno que los rodeaba al momento volvió a transformarse.
En un abrir y cerrar de ojos, la oscuridad y las rocas proyectadas al vacío se esfumaron por entero. Sus caballos ahora se encontraban sobre un ruinoso puente de piedra que cruzaba una fétida laguna pantanosa cuyas orillas estaban cuajadas de árboles con lianas. Unas estatuas cubiertas de limo emergían de la superficie de las aguas. Storm advirtió que formaban parte de una sumergida avenida de piedra, cuyas ruinas yacían bajo las oscuras aguas de la laguna.
Cuando Storm volvió la mirada atrás, unos tentáculos negros y relucientes emergieron de las negras aguas y trazaron unas figuras lánguidas y caprichosas sobre el pasadizo de piedra. Después de moverse con pereza sobre las losas viejísimas, como si las estuvieran olfateando, los tentáculos volvieron a sumergirse bajo las aguas.
La poetisa señaló con el dedo unas ondas en la superficie que indicaban la presencia de que algo enorme se acercaba en su dirección bajo las aguas. Elminster asintió con la cabeza, sonrió y movió una mano con rapidez. De pronto volvieron a encontrarse en un lugar muy distinto. Los caballos ahora se encontraban en un camino viejo y hundido en medio de un bosque umbrío.
Storm suspiró.
—¿Y los Arpistas quieren que sea yo quien te proteja a ti? —inquirió.
Nada más decir estas palabras, Storm reparó en que una pléyade de ojos relucientes los estaban observando desde la espesura. La poetisa echó mano a su espada.
Elminster soltó un gruñido y puso su mano en la muñeca de Storm.
—No pasa nada —indicó con calma—. Yo diría que más bien pensaban en proteger a otros de lo que yo pudiera hacerles.
Storm puso los ojos en blanco y bajó con agilidad de su montura.
—No sé qué hago aquí —dijo—. Con llave o sin llave. Este continuo viajar de un lugar a otro, de un mundo a otro, no me parece prudente ni aconsejable.
Elminster esbozó una sonrisa torcida.
—¿Y te parecía prudente y aconsejable acompañarme a la Feria de los Magos? He optado por volver a nuestro hogar trasladándonos de un ámbito a otro para eludir la vigilancia de los magos que hayan podido estar siguiéndonos. Pocos de ellos tienen la capacidad para ir de un mundo a otro del modo en que lo hemos estado haciendo. —El viejo mago le dio una palmadita en el brazo—. Gracias por tu paciencia, muchacha. Pronto estaremos a salvo y tendrás ocasión de hablar con un amigo muy especial.
Mientras Elminster avanzaba por delante a través de un sendero tortuoso entre los árboles, el sol de la mañana se cernió sobre el bosque viejo y desconocido. La luz rojiza provocó que el viejo mago de pronto pareciese reparar en algo. Elminster se volvió y señaló detrás de ellos. Storm se volvió justo a tiempo para ver cómo los caballos desaparecían. La poetisa fijó la mirada en Elminster. Éste respondió a su pregunta implícita con una ancha sonrisa y, a continuación, echó a caminar otra vez por la senda.
Refrenando sus ansias de hacerle preguntas, Storm lo siguió. A pesar de las palabras del viejo mago, la poetisa desenvainó la espada. Conociendo a Elminster, el amigo tan especial muy bien podía ser un dragón azul o algo peor todavía.
El sendero discurría entre dos enormes piedras cubiertas de musgo. Cuando estuvieron cerca de las piedras, Elminster se volvió y tomó la mano de Storm. Cuando así unidos echaron a caminar entre las piedras, la poetisa tuvo un extraño estremecimiento.
Otra vez estaban en un lugar nuevo. En un lugar familiar esta vez. Storm comprendió que se hallaban en el Valle de las Sombras.
Elminster soltó su mano y se alejó unas pasos, mientras rebuscaba entre sus ropas hasta sacar su pipa. Storm se lo quedó mirando un momento. Después se acercó a su lado, puso la mano en su hombro y lo miró fijamente.
—No des un paso más —indicó—. Primero tienes que decirme qué significa todo esto. ¿Dónde están nuestros caballos? ¿Y por qué hemos tenido que atravesar media Faerun para dar con la llave? ¿Es que esa Duara es incapaz de teletransportarse? ¿Y por qué…?
Elminster la hizo callar con un gesto.
—Ya no es necesario que sigamos avanzando con prisas. Dudo que alguien haya sido capaz de seguirnos por todos esos lugares que hemos atravesado. Nuestras monturas simplemente nos han precedido en el camino a los establos de la Torre Espiral. Ven conmigo a mi hogar. Allí encontrarás a un amigo común de los dos: Lhaeo.
El viejo mago prendió la pipa y no volvió a añadir palabra hasta que se encontraron caminando por el sendero enlosado que llevaba a la puerta de su destartalado torreón de piedra.
La puerta se abrió por sí sola cuando llegaron ante ella. Elminster se volvió.
—Puedes envainar la espada, Storm. Bienvenida a mi hogar.
—¡El té estará listo en un momento, viejo! —gritó Lhaeo desde la cocina.
—Prepara también una taza para Storm —respondió Elminster con voz queda.
Por medio de algún recurso mágico, Lhaeo oyó las palabras de su señor.
—¡Bienvenida a casa, poetisa! —exclamó Lhaeo.
—Hola, Lhaeo —dijo ella, mirando al viejo mago con expresión divertida.
Elminster apartó la pila de papel que cubría un sillón e invitó a Storm a sentarse. Una nube de polvo había brotado de los viejos papeles. Elminster musitó unas palabras, hizo un gesto con la mano, y el polvo desapareció por ensalmo.
—Aquí está demasiado oscuro para apreciar la belleza de una joven invitada —murmuró el viejo mago, tocando con la mano un brasero de bronce.
Elminster hizo un sonido con los labios, y unas llamas brotaron de pronto en el brasero, iluminando el sillón con su resplandor. Con un gesto deferente, el viejo mago de nuevo invitó a Storm a tomar asiento. La poetisa estaba mirando el brasero con el asombro pintado en la expresión.
—¿Cómo consigues que arda sin combustible? —preguntó.
—Por medios mágicos, como es natural.
Elminster se volvió y levantó nuevas nubes de polvo al revolver entre otros montones de pergaminos.
—Como es natural —convino Storm. La poetisa se volvió hacia Elminster, puso la mano en su hombro y dijo con frialdad—: Elminster. Explícate.
Su voz de repente resonaba acerada a más no poder.
El viejo mago se sentó tranquilamente en el aire, dio una chupada a su pipa y esbozó una sonrisa traviesa.
—Es cierto que mereces saber la verdad, mi querida amiga. Duara, de quien tiempo atrás fui mentor, hoy día reside en Telflamm y se unió a los Arpistas el verano pasado. —Elminster dio otra calada. El humo, entre azul y verdoso, ascendía lentamente hacia el techo bajo y en sombras—. Duara no podía recurrir a un conjuro de teletransporte, pues todavía no dispone de semejantes poderes. Como todos los magos jóvenes y ambiciosos, Duara optó por ganar experiencia recorriendo el mundo en busca de aventuras. Sin embargo, a diferencia de otros magos bisoños, sus aventuras la llevaron a encontrar un tesoro oculto en la guarida de un dragón.
Una nueva nubecilla de humo brotó de su pipa. El viejo mago la contempló mientras subía hasta el techo y asintió con la cabeza, como sí la cosa le complaciera.
—Eh… Como decía, el tesoro estaba guardado por un dragón, pero ésa es otra cuestión. Entre las alhajas del tesoro, Duara encontró mi llave. Poco después me hizo saber, mediante un mensaje transmitido por una caravana, que tenía la llave y que, si me interesaba, la llevaría consigo a la Feria de los Magos para entregármela.
—Pero ¿quiénes son esos misteriosos enemigos a los que hacías referencia? ¿Cómo llegaste a perder la llave? —preguntó ella—. ¿Y cómo es que Duara cometió la imprudencia de enviarte un mensaje que sin duda llegaría a oídos de otros?
Elminster se encogió de hombros.
—Ella no podía saber que había otros interesados en hacerse con la llave. Ni siquiera sabía que su mensaje era tan importante. Cuando lo recibí, al momento recurrí a la magia para comunicarme a distancia con ella. Me dijo que, desde que me había enviado el mensaje, había sufrido varios ataques, y que en dos ocasiones alguien había estado registrando su torreón a fondo. Y que, incluso, una noche que estaba en sus dependencias, una misteriosa voz salida de la nada la amenazó y le exigió que le entregara la llave.
—Pero ¿qué importancia tiene esa llave? —insistió Storm.
—La llave sirve para abrir este armario —contestó él con calma.
Elminster tendió su largo brazo en las sombras e insertó la llave reluciente en la cabeza de un dragón de sonrisa retorcida esculpida en la pared. Al momento, unas líneas aparecieron en la pared de piedra, trazando el dibujo de una puerta. Ésta empezó a abrirse por sí sola.
Elminster sacó la llave y la agitó en el aire.
—Me la robó un hombre sin escrúpulos hace muchos años, un hombre que fue mi aprendiz, eso sí, por poco tiempo. Según recuerdo, se trataba de un ambicioso calishita llamado Raerlin. Me temo que acabó en las fauces del dragón de Duara.
—Y bien, ¿qué hay en ese armario que provoca que los magos anden como locos detrás de la llave? —preguntó ella, con la mirada fija en la polvorienta puerta del armario.
—Viejos libros de encantamientos reunidos a lo largo de los años, cuando me dedicaba a recorrer el mundo —respondió él, mientras la puerta terminaba de abrirse.
Storm vio un desordenado montón de libracos polvorientos.
Unas extrañas luces verdes y blancas en ese momento refulgieron a sus espaldas. Cuando iluminaron el rostro de Elminster, Storm advirtió la sorpresa que se dibujaba en el rostro del viejo mago y se volvió hacia él.
La extraña luz tenía su origen en un parpadeante óvalo de fuego suspendido en medio de la estancia atestada de cosas. Su presencia desafiaba la magia poderosa que guardaba el torreón de Elminster. Una magia, según sabía Storm, que mantenía el lugar a salvo de los archimagos del malvado Zhentarim, de los Magos Rojos de Thay y de seres todavía peores. En principio, nadie estaba en condiciones de abrir las puertas del torreón.
Sin embargo, Storm comprendió que el óvalo ardiente era, precisamente, un acceso. Cuando la poetisa miró la mágica entrada en llamas, vio un largo corredor de piedra que se perdía en la oscuridad… Y algo se estaba moviendo en el interior de aquel lóbrego pasadizo.
Elminster dio un paso al frente, con el entrecejo fruncido y trazando conjuros con las manos.
—Imposible —murmuró.
Una figura sombría se estaba acercando lentamente, proveniente del oscuro y espectral corredor. El extraño ser era tan alto como delgado. Sus ojos eran dos puntos de luz relucientes y fríos incrustados en sendos círculos oscuros. Cuando estuvo más próximo, Storm reparó en que su túnica estaba hecha jirones.
A la poetisa se le heló el corazón. Sin duda se trataba de un hechicero cuya magia era tan poderosa como para conferirle vida eterna más allá de la muerte. Muy pocos habían sobrevivido al enfrentamiento con un lich, poquísimos archimagos de Faerun, en todo caso.
El lich se acercó todavía más, y Storm sintió un escalofrío al fijarse en su mirada. Sus ojos fríos y parpadeantes, que parecían estar bailando en las cuencas vacías de su rostro de calavera, la miraron con desprecio un instante antes de fijarse en Elminster.
—La muerte por fin te ha llegado, viejo mago —susurró el ser con voz sibilante y sorprendentemente alta a pesar de que aún se encontraba a buena distancia de ellos.
—¿Tienes idea de las veces que me han dicho estas mismas palabras? Todos los estúpidos aprendices de asesino de Faerun me las han dicho alguna vez. —Elminster enarcó una ceja y agregó—: Aunque en tu caso, Raerlin, es la segunda vez que me las dices.
Con una mano, el viejo mago dibujó un signo centelleante en el aire.
En la boca desdentada del lich se dibujó una sonrisa horrible. Aquel ser de pesadilla siguió avanzando en su dirección. Elminster enarcó la otra ceja. Sus manos se movieron de forma simultánea, trazando nuevos e intrincados dibujos en el aire.
Una barrera radiante y cegadora apareció en la boca del portal. Raerlin movió sus propias manos en respuesta, y la barrera al momento se desintegró en minúsculas motas de luz que se dispersaron como las chispas de una hoguera hasta apagarse por entero.
La descarnada calavera se las arregló para esbozar un remedo de sonrisa.
—Te creías muy listo por haber dejado en ridículo a mis dos sirvientes en la Feria de los Magos, Elminster —sibiló—. Pero yo soy un hueso mucho más duro de roer.
La calavera volvió a sonreír.
—Yo también estaba en la Feria de los Magos —informó el lich—. Como es natural, tus conjuros de ceguera en nada me afectaron. No sólo eso, sino que ni siquiera me reconociste oculto tras mi disfraz mágico. ¿Es que ya ni siquiera dominas tan sencillos encantamientos?
De la cocina, un tanto apagado por la cerrada puerta maciza, llegó el inesperado pitido de la tetera que Lhaeo había puesto a hervir.
Elminster de nuevo estaba moviendo las manos. Storm advirtió las líneas eléctricas que se formaron entre sus dedos un segundo antes de que el viejo mago proyectara una centella. Al salir disparada de sus manos, la energía iluminó el rostro inquieto de Elminster.
El lich se echó a reír de forma hueca cuando la centella relampagueó en torno a su forma reseca, aparatosamente, pero sin dañarlo en absoluto. El ser entonces levantó la mano huesuda y recurrió a uno de sus conjuros.
Storm miró a Elminster con alarma, y en ese momento vio que uno de los libros que había en el armario abierto tras el viejo mago de repente empezaba a relucir con la misma radiación verde y blanca. Cuando de nuevo miró al lich, los ojos de aquel ser brillaron de triunfo. Unas grisáceas líneas de fuerza emanaban del siniestro hechicero de ultratumba hacia ellos. Raerlin estaba muy próximo, a apenas unos pasos de entrar en la habitación.
—¡Corre, Storm! —la urgió Elminster—. ¡No puedo protegerte de lo que está a punto de suceder!
A todo esto, las manos del viejo mago seguían dibujando un nuevo encantamiento.
Storm movió la cabeza incrédula, pero se las arregló para apartarse un segundo antes de que una luz relampagueante saliera disparada de los dedos de Elminster y empezara a envolver y destruir cada una de las grises líneas de fuerza entre chisporroteos furiosos. Sin embargo, el lich se contentó con encogerse de hombros. Sus dedos huesudos convocaron otro encantamiento. Un libro que había dentro del armario volvió a iluminarse.
Storm advirtió que la frente de Elminster estaba perlada de sudor cuando sacó de sus ropas a toda velocidad un pequeño talismán. A modo de respuesta, un rojizo rayo de energía brotó de los hombros del lich, en el momento preciso en que aquel ser pasaba por encima de una silla volcada y entraba en el estudio de Elminster. El espectral brazo mágico seguía proyectándose amenazadoramente hacia adelante.
Un escudo color azul plateado titilaba en el aire protegiendo al viejo mago. El rayo rojizo lo bordeó con facilidad, casi perezosamente, dirigiéndose, no hacia Elminster, sino al armario situado a su espalda.
¡El lich se proponía hacerse con el libro! La espada de Storm brilló en el aire y empezó a hacer pedazos las páginas del volumen. Del portal llegó un chillido de horror. La roja luminosidad empezó a envolver a la poetisa.
El mágico brazo luminoso del lich se cernió sobre ella, tratando de paralizarla. El cuero de sus ropas se vio desgarrado, y Storm sintió un repentino dolor lacerante en el pecho. Su propia sangre ascendió en hilillos oscuros frente a sus ojos, proyectada por la energía del rayo enviado por el lich.
La poetisa del Valle de las Sombras apretó los dientes y soltó una estocada con su espada mágica, tratando de liberarse de aquella magia rojiza y radiante. Un estallido repentino hizo que brotaran chispas en el aire. La espalda saltó por los aires convertida en esquirlas de metal, mientras que Storm salió despedida de espaldas y cayó sobre una pila de libracos. La sangre se agolpaba en sus ojos; su pecho parecía estar ardiendo.
Storm oyó que Elminster soltaba un leve gemido. Pestañeando para aclararse la vista, la poetisa pugnó por levantarse. El viejo mago estaba hecho un ovillo en el suelo; un delgado rayo de luz emanaba de su brazo extendido en dirección a ella. A espaldas de Elminster, el lich celebraba su triunfo con las manos en las caderas y una risa chirriante en la boca desdentada, envuelto en un aura roja y llameante.
La luz del conjuro de Elminster llegó hasta Storm, y ésta de pronto sintió renovadas sus energías. Los dedos le cosquilleaban; la sangre había desaparecido de sus ojos.
El adversario reaccionó al momento, y la roja nubecilla que lo envolvía se convirtió en una andanada de rayos diminutos que oscurecieron el mágico escudo protector del viejo mago. Ante los ojos horrorizados de Storm, el escudo se resquebrajó hasta desaparecer, momento en que la fuerza carmesí envolvió a Elminster. Éste hizo un gesto débil, cayó de bruces y quedó inmóvil.
La energía blanca y azul convocada por el último encantamiento del viejo mago se vio entonces absorbida por la nube rojiza. El aura mágica centelleó cegadora cuando el lich pasó sobre el cuerpo del bardo y se dirigió hacia la poetisa. ¡Raerlin estaba absorbiendo la magia de Elminster para reforzar sus propios conjuros!
Un nuevo brazo escarlata brotó de aquella nube, derribando a la poetisa de forma brutal e inmediata. Storm cayó sobre un nuevo montón de libros. A escasa distancia, el brazo rojizo se proyectó sin prisa hacia el libro que había en el gran armario oculto.
Storm se levantó con tanta rapidez como pudo, jadeando y sintiendo en las fosas nasales el olor de su propio cabello chamuscado. La sangre seguía goteando de su pecho, y en la mano seguía sosteniendo la empuñadura de su espada destrozada. Sacando fuerzas de flaqueza, la poetisa arrojó lo que quedaba de su arma a su atacante y se lanzó a por el precioso libro. Una luz rojiza al momento revoloteó a su alrededor, pero sus dedos se cerraron con firmeza sobre el libro.
Raerlin soltó un nuevo chillido de horror cuando Storm apretó el libro contra su pecho ensangrentado.
—¡Que Myrkui te maldiga, mujerzuela! —aulló el lich—. ¡Vas a arruinarlo todo!
Storm supo lo que tenía que hacer.
Con los dedos temblorosos, la poetisa arrancó las páginas y arrojó los arrugados papeles a las llamas del mágico brasero de Elminster, El fuego se avivó al instante, mientras Storm sostenía el libro entre las crecientes llamas, resistiendo el dolor lacerante en su mano.
Raerlin descargó un nuevo encantamiento. Unas garras color escarlata se desplegaron sobre ella. Storm lanzó un grito de dolor, pero se mantuvo firme sobre el brasero. Las lenguas de fuego seguían consumiendo las arrugadas páginas del libro.
Storm, de repente, sintió que algo le estaba tirando del pelo con fuerza. Las lágrimas la cegaron, y, en un momento dado, algo, ¡su propio pelo!, empezó a cerrarse en torno a su garganta, dirigido por la magia del lich. La poetisa del Valle de las Sombras apretó los dientes con determinación todavía mayor, luchando por refrenar un grito de dolor, resistiéndose al conjuro con todas sus fuerzas. Finalmente tiró el libro entero al brasero.
Un rugido terrible resonó en la estancia, al tiempo que Storm salía despedida por los aires. Confusamente vio un estallido de huesos que salían volando, mientras el brasero de bronce se volcaba al suelo entre una gran bola de fuego reluciente. Storm se estrelló contra el sillón de Elminster. La poetisa se rehízo al momento y se apartó los cabellos del rostro para contemplar aquella bola de fuego.
La esfera en llamas estaba suspendida a cosa de un metro del suelo, ardiente y chisporroteante. En el centro de la esfera, el libro, ennegrecido pero todavía brillante, estaba envuelto en un círculo de lenguas de fuego multicolores. Ante los mismos ojos de la poetisa, el volumen de pronto se convirtió en cenizas y se evaporó. A su izquierda, Storm oyó un estridente silbido.
Storm se volvió a tiempo de ver cómo la calavera del lich se iba arrugando y resquebrajando. El aura rojiza de la magia de Raerlin se fue esfumando poco a poco. En un momento, aquel ser terminó por convertirse en un montoncito de polvo.
En el silencio repentino que se hizo en el estudio, Storm cerró los ojos fatigados y se preguntó cuándo dejarían de temblar sus manos martirizadas por el fuego.
Una tos resonó a su derecha. La poetisa abrió los ojos y trató de ponerse in pie. Elminster se estaba levantando, exhausto, sacudiéndose el polvo de la túnica.
—Tengo que acordarme, muchacha… —dijo el viejo mago con tono digno—, tengo que acordarme de darte las gracias en el futuro por haberme salvado la vida otra vez.
A pesar del dolor, Storm abrió los ojos con alegría. Un momento después, ambos estaban abrazándose entre risas, con las miradas brillantes. Mientras seguían abrazándose con fuerza, la puerta se abrió de pronto, trayendo ruidos de la cocina al estudio destrozado.
El repentino tintinear de una vajilla se vio secundado por la alegre voz de Lhaeo.
—¡Aquí llega el té! ¿Y qué es todo ese ruido que…? —El sirviente se quedó de una pieza al ver a los dos amigos chamuscados y heridos—. Pero, pero… ¿qué ha pasado aquí?
Elminster se separó de Storm y movió las manos con increíble rapidez para ser tan mayor. Un instante después, Storm volvió a encontrarse sentada en su sillón, envuelta en una espléndida bata. El dolor ardiente en el pecho y las manos se había esfumado por completo. Al otro lado de la mesa, a punto para el té, Elminster estaba sentado vestido con una magnífica túnica de seda con bordados de dragones. Una sonrisa amable relucía en su rostro, mientras que en la mano sostenía su pipa encendida.
—Una simple visita de amigos —comentó el viejo mago con calma.
La bandeja con el té empezó a descender sobre la mesa por sí sola. Elminster guiñó un ojo a la poetisa. Storm movió la cabeza y sonrió sin poder contenerse.