Capítulo 21
El rechouchío pajaril me anuncia un nuevo día antes de abrir los ojos. Me quedo así, sin moverme, disfrutando de un semisueño cariñoso. Como la bandada de pájaros que alborotan el amanecer así los pensamientos alborotan mi despertar. Hoy quiero ser feliz. Salto de la cama y abro la ventana. La primavera se esmeró en parir semejante día esplendoroso, un regalo para que los que tenemos la dicha de poder verlo lo tengamos en cuenta. Hoy siento con alegría que algo cambió en mi alma tantas veces desasistida y que puedo transitar el resto de mi vida de manera distinta a como lo hice hasta ahora.
Debe ser la primavera o el inminente parto de este retablo literario de entremundos, apenas un conjunto de recuerdos y reflexiones sembrados en unas cuantas hojas. Hoy me siento propietaria de mí misma, como si algo muy nuevo y muy viejo a la vez fuera surgiendo despacito de no sé qué lugar olvidado de mi cuerpo.
Después del capítulo anterior estuve casi una semana sin poder escribir, rumiando, pensando, elaborando los recuerdos en cada contractura de mi cuerpo. “Ya va a pasar, neniña, ya va a pasar”. Qué sabia la abuela. Y pasó, por eso éste es el mejor día para ir en busca de aquella niña asustada, desposeída de la piel de su identidad, negando su origen porque las personas y las circunstancias la convencieron de que era lo mejor.
Antes de salir tengo el impulso de llamar por teléfono a Lina; hace unos días que no hablamos. Pero hoy no quiero ni debo sentirme culpable por dedicarle tan poco tiempo en este lapso de escritura casi terapéutica. O sin casi. Necesitaba un espacio en soledad y todas las energías de reserva para enfrentarme a los fantasmas del pasado y desentrañarlos de una buena vez. Según dicen, hay fantasmas buenos y fantasmas malos. Recuerdos buenos —aunque produzcan cierta nostalgia dolorosa— y recuerdos malos, dañinos, que solo entorpecen, enlodan y confunden nuestro diario vivir. A cada uno le corresponde su lugar, y mezclarlos solo produce confusión y una horrible inquietud. Aquí, justo en este punto, podría comenzar otra historia. Tal vez algún día me atreva.
Desde la acera de enfrente miro su fachada vieja. Ya no es la misma de entonces. Yo tampoco. Nos pasaron cuarenta años por encima, en los cuales muchas veces habré pasado por la esquina, en coche o simplemente caminando, pero nunca me detuve a sentir su presencia. Nada es casual, ni los encuentros ni los desencuentros.
Me quedo un buen rato mirando el balcón de doña Lila mientras dejo que las imágenes desempolvadas afloren en mi memoria. Sonrío al pensar que tal vez la baranda de hierro aún guarde las huellas de mis manos pequeñas. Bajo la vista hasta la puerta de hierro, entreabierta, como esperándome. Sacudo la cabeza. Debo tener cuidado con la fecundidad de mi imaginación. Los escombros en la acera me llevan a pensar que la están arreglando, o echándola abajo, como tantos edificios emblemáticos de esta Ciudad de Buenos empecinada en demoler su pasado. Lucho para no dejarme ganar por el pesimismo. Quiero y necesito sacarle dramaticidad a este encuentro porque sino de nada me habrá servido escribir esta obra, ni los meses de terapia, ni siquiera haberme encontrado con Lina. Respiro hondo y cruzo la calle. El número 948 ya no está en el lado derecho del marco. Es una lástima. Fisgoneo a través de los vidrios la escalera de mármol, menos blanca, pero la misma, y ya quiero subirla de dos en dos, como entonces. Probablemente aún pueda pero me falla el atrevimiento. Cuando nos va pasando el tiempo, antes que el físico no pueda nos puede el miedo a no poder.
Dudo y vuelvo a dudar. ¿Golpeo, subo hasta encontrar a alguien? No hay timbre, nunca lo hubo. Con la misma mano —y quizás hasta el mismo gesto— que empleé cuarenta años atrás para cerrarla por última vez ahora la empujo suavemente, como pidiéndole permiso, casi con vergüenza.
—¿Necesita algo?
La voz a mis espaldas me hace sentir como una espía viajera del tiempo. Un joven de mirada agradable me mira con curiosidad.
—¿Usted es de aquí? —pregunté.
—Soy el encargado de la obra y me llamo José. Me estaba yendo cuando la vi curioseando. ¿Está buscando a alguien?
—No... bueno, sí. Resulta que yo viví en esta casa y me preguntaba si podría... —dudé buscando las palabras adecuadas sin que pareciera una desubicada.
—¿Quiere pasar a verla?
—Me encantaría —dije absolutamente sorprendida por la predisposición del joven, que sin más preámbulos me hizo un ademán para que lo siguiera escaleras arriba, un trayecto que yo conocía muy bien.
Parecía como si me hubiera estado esperando. Otra vez mis fantasías echadas al viento, pensé mientras subía uno por uno los escalones de mármol detrás del joven tan predispuesto, que me iba contando que después de haber estado ocupada por intrusos bastante tiempo la justicia falló a favor de la dueña, que había resuelto hacer una vivienda tipo loft.
—¿La van a demoler? —pregunté parada en medio del hall, frente a la puerta de doña Lila, la pieza de Fidel y Ernestina...
—Lo que había para demoler ya está hecho, pero esta parte queda —me dijo José desde el nacimiento del pasillo largo como un gusano.
Mis movimientos entre esas paredes reconocidas se hacían cada vez más lentos como si tratara de percibir lejanas voces familiares. Es que cuando una se encuentra en el lugar donde vivió una parte tan importante y señalada de su niñez, hasta las piedras murmuran algo entre susurros que solo el corazón puede escuchar.
José me miraba con una sonrisa comprensiva mientras esperaba que yo le siguiera. Cuando me enfrenté al pasillo me dio un vuelco el corazón. Al gusano le habían cortado buena parte de su cuerpo largo y perezoso. Solamente llegaba hasta el límite posterior de la pieza de las madrileñas, que había quedado como testigo. ¡Cuánto me alegraba!
—Aquí va a ir una escalera para bajar al patio —me dijo José señalándome el espacio que veía extendido a mis pies.
Traté de ubicarme. No era difícil. Exactamente donde estaba nuestra pieza había una hermosa y amplia pileta de natación. Otra vez el agua enlazando mi historia. Lo demás había desaparecido, excepto que en el lugar donde estuviera la higuera habían plantado un pequeño árbol.
—En el sitio donde está ese árbol nuevo había una higuera que daba unos higos muy sabrosos —dije con nostalgia.
—¡Qué casualidad! No estoy seguro pero creo que fue el arquitecto que dijo que ahí había que poner un árbol, justo en ese lugar.
—Las casualidades no existen. De eso nos damos cuenta cuando resolvemos prestarles atención a las señales que nos va dejando la vida.
Me costó apartar los ojos de aquel patio moderno, hermoso y desconocido. Hasta que logré sobreimprimirle la foto que guardé en la memoria durante cuarenta años, ahora lo sé, solo para este momento. Entonces el tiempo perdido que buscaba fue en aquel instante el tiempo, todo el tiempo recuperado. No necesité cerrar los ojos para verlos. Están ahí, en las paredes que quedan en pie abrigadas por viejas y queridas voces. Son los sueños y las frustraciones de los emigrantes encallados en la antigua casa de inquilinato que no quería llamarse conventillo.
Suspiré todos los suspiros que todavía me quedaban, vacié el pecho de angustias y lo llené de todos los momentos felices que aquella casa me brindó, y que todavía guardaba para mí, intacta, la pieza que más me gustaba, la más divertida y donde encontré un lugar para apacentar mis sueños y fantasías. La pieza 3. Si antes me parecía pequeña ahora me resulta casi imposible pensar que allí vivieron tres generaciones de mujeres y una inquilina transitoria, que venía a ser yo misma. En las paredes intactas están los secretos intuidos, la voz de don Quijote, el vuelo amplio de la corta falda de Norita, los suspiros de un fantasma enamorado, los silencios de Porota y los refranes de doña Francisquita.
No puedo evitar sonreír al recordar aquella Nochebuena de fuegos fatuos. No me animo a decirle al joven encargado de la obra que tampoco me parecía casualidad que la demolición de la casa, aproximadamente la mitad, se hiciera a partir de la pieza con su respectivo pasillo, por el que deambuló —¿tiene fronteras el tiempo?— un fantasma enamorado de la doncella del inquilinato. Las casas tienen personalidad y ésta supo conseguir una dueña que le respetara su espíritu y una buena parte de su memoria viva.
Mientras recorro el hall me voy despidiendo de las marineras y su licor de mandarina, que me hacía saltar los colores a la cara, de Ernestina, Fidel y hasta de la agria Josefina y su servil marido, Laureano. Le digo adiós a las Pepas, a su dulce de membrillo y a sus brujerías de entrecasa, y hasta siempre a don José y a sus sueños encerrados en cada surco y en cada curva de sus tallas de madera. Me despido de doña Lila, la rígida encargada que tenía pudor de mostrar su pequeño museo de la emigración, porque los objetos tienen memoria y no había que importunarla. De Lola, que siguió aportando su sapiencia, obtenida en los montes de Galicia, para todo aquel que la pudiera pagar. De Eulogio, que por fin conquistó el corazón de Norita, y algo más, porque la doncella dejó de serlo y quedó embarazadísima de su eterno enamorado a los pocos meses de fallecer doña Francisquita, que en tales circunstancias no hubiera dudado en usar la escopeta que nunca me enseñó, y eso que insistí muchas veces.
Eulogio estaba felicísimo porque iba a ser padre y por fin podría formar una familia con Norita, si bien mantendría a buen resguardo uno de sus principios no negociables. “Padre y compañero amantísimo sí, marido jamás”, respondió el anarquista bebedor de todas las libertades. A Norita no le importó seguir la tradición familiar de no casarse y Porota, fiel a su costumbre, no tenía nada que decir. Antes de dar a luz a una niña, a la que le pusieron Libertaria, Eulogio y Norita se mudaron a un departamentito en el que ya no tendrían que compartir su intimidad con nadie más, ni siquiera con un fantasma indiscreto.
Y por último me despido nuevamente de mamá. La primera vez fue hace veinticuatro años, y de papá hace quince. Ninguno de los dos volvió a Galicia. Pero en esta historia falta alguien: mi hermano argentino, Camilo. Cuando él nació mamá le agregó otra cortina a la pieza. Todavía nos íbamos a quedar unos años más allí a pesar de las protestas de nuestra madre, que se estrellaban con la negativa de papá a abandonar el lugar con el que sin duda se sentía plenamente identificado.
Ya no quiero abusar más de la paciencia de este José joven y amable y me despido de él. Cuando bajo las escaleras lo hago como saboreando una fruta madura. Me detengo en el descanso y no puedo evitar sonreírle a la historia, que me guiña el ojo de las complicidades adolescentes. Tenía poco más de quince años cuando descubrí el primer amor. Él se llamaba Carlos, era guardiamarina y estaba a punto de embarcarse en la Fragata Libertad para recorrer el mundo. Otra vez los barcos y el mar formando parte de mi vida. No quise ir a despedirlo. No era por él sino por mí, que tenía que seguir manteniendo la promesa que me hiciera a mí misma a los once años de no recordar, de no mirar atrás, aunque a veces, como un secreto inconfesable, me hacía trampa para visitar subrepticiamente la popa del barco de mis recuerdos. Cuando el guardiamarina volvió, yo ya navegaba otras aguas y la escalera seguía siendo mi amiga incondicional.
La calle me recibe con un hermoso sol que ilumina mi memoria rejuvenecida y sanada. Al llegar a la esquina de Bernardo de Irigoyen doy vuelta la cabeza para mirar mi rincón amado, mi lugar especial en la porteña Buenos Aires que me recibió allá hace tiempo. En la otra orilla del Atlántico, en un pequeño bonsai llamado Galicia, también tengo mis lugares amados, entrañables y jamás olvidados. Son mis lugares en el mundo, y nunca dejarán de serlo. Siempre estaré mirando hacia atrás en cualquiera de las dos orillas donde me encuentre. Darme cuenta primero y aceptarlo después no fue fácil.
Ya estoy nuevamente en casa. Sin duda hoy es un día para ser feliz. Me siento en paz conmigo misma y con una parte tan fundamental de mi pasado. Encima del sillón descansa la caja, mi renovada maleta de emigrante, con papeles y fotografías que son un nomeolvides. A su lado el cuaderno sigue abierto en la última página. Su presencia ya no me produce inquietud ni angustia, tampoco la llave y su mensaje impenetrable. La tomo, y vuelvo a leer: “Carmiña, no la pierdas”. No sé si la perdí o alguien la guardó para que yo no la perdiera, lo que sí sé es que ella me encontró.
La iba a meter en la caja pero me pareció que tantos años de olvido merecían un sitio especial. Agarré el cuaderno y deposité la llave entre la última carta dirigida a la abuela y los restos de otras cartas de las que nunca conoceré su mensaje. Quedarán en las entrañas de mi historia y de mi memoria, que hay cosas que prefiere no recordar, igual que Lina.
Ahora sí: cierro el cuaderno con la llave acurrucada en su corazón, y los dos en el mío.