Capítulo 2

 

 

 

 

Se llamaba Etelvina Escudero Martínez, le decían Lina y estaba sola en el mundo.

Nada de cuanto nos pasa en la vida es fruto de la casualidad. Tanto el amor como los encuentros verdaderos y hasta los profundos desencuentros nos están misteriosamente reservados, sin pensar por eso en un destino impuesto como algo inexorable. El encuentro con Lina me llenó de inquietud. Sentada en un ómnibus que transitaba el conurbano rumbo a la Capital, miraba sin ver a través de la sucia ventanilla. Estaba sin estar. ¿Por qué justo ahora esa anciana se cruzaba en mi camino? ¿Para qué? Mi ahora estaba en crisis; una crisis que me tenía a bandazos por mi década 50, buscando las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes, las huellas perdidas, las horas vividas y las malvividas. Vagabundeos del espíritu de mediana edad, en la mitad de todo, cara al ocaso. Luchando contra las bisagras donde nuestra voluntad se articula con el destino.

Clarita me había acompañado hasta la salida mientras me iba contando lo poco que sabía de la historia de Lina. La anciana lo único que recordaba de su vida era que había nacido en Galicia, un dato que corroboraba su vecina que, más de eso y su nombre verdadero, no sabía de Lina, “una mujer muy reservada”, explicaba Francisca, quien la cobijó en su casa antes del desastre. El desastre, según palabras de la asistente social, comenzó cuando la anciana enfermó de bronquitis y tuvieron que internarla en el Centro Gallego, por cuanto su humilde casa situada en un barrio de San Miguel quedó sola, aunque no por mucho tiempo. Una noche unas personas inescrupulosas se metieron dentro. Su vecina que habitualmente iba a visitarla al sanatorio nada le dijo al respecto porque tenía miedo de que el disgusto la terminara de matar, así que cuando se repuso, Francisca le informó que su casa estaba ocupada por unos desconocidos y que por el momento podía quedarse en la suya hasta que consiguiera a donde ir o convencer a los intrusos de que marcharan.

Fue extremadamente duro para la anciana no poder entrar en su vivienda ni siquiera para buscar una muda de ropa. La justicia la atendió, pero muchas veces la justicia lenta, insensible y ciega ante los reclamos de una vieja que lo que menos tenía en su haber era tiempo. Por su parte los intrusos se le reían en la cara a la pobre de Lina cuando intentó convencerlos de que por lo menos le devolvieran sus pertenencias, y lo que era más importante para ella, su maleta de madera y cartón con la que bajara del barco hacía ya muchos años. “A ustedes no les sirve, ya que lo único que guardo ahí son recuerdos que solo a me interesan a mí”, suplicó Lina. “¿Ese vejestorio lleno de porquerías? Lo tiramos al basural de al lado”, le dijo una mujer apenas asomada a la puerta de su casa que ya no era suya.

Entonces Lina corrió a la medida de sus pies y de sus años al terreno lindante. Lo que vio le dolió más que el hecho de verse echada del lugar donde viviera por más de 50 años. Desparramada en el suelo, con la tapa por un lado y el cuerpo por el otro, yacía su maleta, vacía ya de sus atesorados recuerdos, convertidos en un amasijo por las lluvias y la basura que le fuera cayendo encima: papeles amarillentos, cartas borroneadas, fotos rotas tapadas de desechos. Una parte de su vida mancillada.

Aquella imagen la trastornó de tal manera que su mente se alzó con un solo pensamiento: ya sabía qué hacer. Lo único que tenía en el mundo eran esas cuatro paredes. ¿Qué más le podían quitar? No el coraje, sin duda; ella no era de las que miran complacientes la cara de su verdugo. Sin perder tiempo fue a la casa de Francisca, se hizo de un bidón de querosén y una caja de cerillas y sin más trámite se dirigió a la puerta de su casa, derramó el líquido inflamable y sin dudarlo le prendió fuego. Los vecinos la encontraron estática a punto de ser devorada por las llamas que ya daban cuenta del que había sido su lugar de vivir, recordar y seguramente también su lugar de morir de no ser por unos intrusos, que se salvaron de las llamas escapando por los fondos.

El trauma de Lina fue muy grande, y estuvo casi un mes gritando que le quemaban los pies y riendo con las travesuras de los gatos que inundaban la pared de su habitación y de sus desvaríos. Hasta que un día volvió a la realidad y entonces estuvo casi una semana llorando sin saber por qué. Ahora estaba ubicada en tiempo y espacio pero su mente había quedado en blanco.

 

El autobús avanza torpemente por calles ruidosas, amenazante ante los autos más pequeños, insensible a los cuerpos sometidos en su vientre a un continuo y agresivo zarandeo, que a nadie parece molestar. Se ve que ya tenemos somatizada la paciencia como líquenes del alma, entonces la protesta no vale, y el exigir nuestros derechos como personas y usuarios es una utopía. Lina no, ella no se resignó sin dar batalla. Qué pena que no pudiera recordar el que tal vez fuera su último acto de rebeldía.

A veces nos encontramos de pronto parados en un cruce de caminos sabiendo que no tenemos más remedio que elegir, y eso nos produce mucha angustia e indecisión. ¿Estoy pensando en Lina o en mí?

El chofer, con el poder que le da el gran tamaño de su vehículo, presiona sobre los otros, toca bocina, frena, arranca sin importarle el anciano que se agarra hasta con los dientes para no caer antes de llegar al asiento salvador. Se sienta y suspira, resignado a su suerte. El chofer está apurado, y yo también. Quiero llegar pronto a mi casa. Algo me está dando vueltas en la cabeza, y el corazón se me acelera. Llego a Constitución. La gente corre, se empuja, se atropella sin pedir disculpas.

A veces tengo la sensación de que vamos tan aprisa con todo, de vivir todo sin vivirlo, de correr tanto o más que el tiempo, que me da vértigo. Me asusta el modelo de vida que estamos teniendo y reproduciendo entre todos. Andamos a todo correr, sin darles a las cosas el tiempo que precisan para ser digeridas. Estamos inmersos en una carrera febril sin tener para nada claras las metas a alcanzar. La sociedad de la información, eso dicen. Se da todo en dosis tan exageradas y centelleantes que sufrimos sobredosis de todo, por lo tanto, exceso, y por lo tanto, no asimilación. Todo va como un flash sin más.

Confundimos lo real con lo ilusorio, y eso nos lleva a convertirnos en seres virtuales, porque hasta el pensamiento viene por las redes. ¿A dónde va el placer de tirarse sobre la hierba, sentarse debajo de un árbol, disfrutar de un rayo de sol, de una suave canción, de una conversación entre amigos? ¿A dónde va nuestro tiempo? La mayoría de las veces nos parece que todo el tiempo está por delante y cuando nos damos cuenta resulta que ya todo el tiempo lo tenemos detrás.

En fin, que no me gusta. Que quisiera volver a los tiempos en que las canciones idealizaban. Retomar el tiempo de la poesía que conmueve el alma. Volver a encontrarnos con un paisaje que nos estremezca, disfrutarlo, saborear cada instante, cada palmo de tiempo, cada pedazo de vida. Sin prisa, con la debida pausa, para que nos dé tiempo a asimilar cuanto vivimos, y a entenderlo.

Pero ahora mis reflexiones no me sirven, no las puedo aplicar, estoy apurada. Entonces busco un taxi entre la vorágine de miles de desconocidos que pululan a mi alrededor. Estoy ansiosa por llegar a mi apartamento, buscar las cajas que hace mucho tiempo duermen en un estante del placar. ¿Cuántas son? ¿Dos, tres? Están allí desde hace años, desde que papá murió y hubo que recoger sus cosas, junto con las de mamá, fallecida diez años antes. Aunque algunas me pertenecen solo a mí nunca las miré, no quise prestarles atención. Ignoré su presencia sistemáticamente en las innumerables ocasiones que abrí el placar para buscar cualquier otra cosa que no fuera “eso” que ya no dolía, como si el paso del tiempo pudiera ser garantía de olvido.

Nada más entrar en el apartamento voy derecho al placar. Allí están, con la quietud de los que esperan y saben que en algún momento alguien se tendrá que hacer cargo de su existencia. Son dos. Las abro con ansiedad y vuelco su contenido encima del sofá. Son objetos, recuerdos, señales de mi propia identidad, una parte de mi pasado —ahora me doy cuenta, aunque hace tiempo que lo intuyo— no resuelto.

Inspiro profundamente, aliviada. Aunque resulte irracional, durante todo el viaje desde el geriátrico me asaltó el absurdo temor de que mi pequeña maleta de emigrante hubiera desaparecido, como le sucedió a Lina. Pero ahí está todo, o casi todo. Selecciono, miro, toco, huelo, acaricio las fotos amarillentas. En ésta, mi casa aldeana, con su huerta y Mora, mi perra fiel. En esta otra, los abuelos y el pueblo como paisaje y como testigo. En aquélla, mamá y yo y las sonrisas de los buenos viejos tiempos. Todas las fotografías son un nomeolvides, una carta sin palabras pero con remitente. También hay documentos de revisión médica en Vigo, de desembarco en Buenos Aires, el pasaporte, además de un sobre marrón con algo duro adentro. Lo abro y no puedo menos que sorprenderme de lo que veo: una llave de cerradura antigua, negra, de unos diez centímetros de largo. En la cavidad tiene atado un cordón de color indefinido sosteniendo un rectángulo de cartón donde hay escrita una frase: “Carmiña, no la pierdas”. La letra, de trazos imprecisos y esforzados, no me parece ni la de mamá ni tampoco la de papá. ¿Quién me habría dado esa llave y para qué?

Trato de recordar pero ni siquiera tengo memoria de haberla visto alguna vez en mi vida; nada hay en mi cabeza que me vincule a la llave y a su misterioso mensaje. Me angustio al darme cuenta de que ya no tengo a quién preguntarle, entonces la dejo en su sitio; ya me acordaré. En cambio, del cuaderno de tapas duras forrado con papel araña azul me acuerdo perfectamente. Qué suerte que mis padres lo guardaron por mí. Una extraña alegría me invade de pies a cabeza. Es un amigo que vuelve. O quizá la que esté volviendo sea yo, porque fui yo quien lo dejó de lado, quien no quiso verlo más.

Es mi cuaderno de cartas dirigidas a los abuelos, que solo viajaron en el tiempo porque nunca salieron del cuaderno azul, por lo menos que yo sepa. Con ansiedad voy pasando las hojas y compruebo que le faltan algunas, como si alguien hubiera seleccionado varios de esos escritos para darles un destino diferente del que yo deseaba en aquella sufrida etapa de mi niñez recién trasplantada. Busco en la mezcolanza de la caja pero las hojas arrancadas no están, y tal vez nunca sepa qué suerte corrieron. Eso me angustia.

El hecho de que no intentara mandar esas cartas tenía su fundamento: los abuelos no sabían leer, por lo tanto no quería que tuvieran que recurrir a una tercera persona que terminaría metiéndose en nuestros diálogos y códigos secretos. Me gustaba fantasear con que de alguna manera mis mensajes les llegaban sin necesidad de pasar por el correo. De esta manera les podía contar mis cosas sin que nadie se enterase. Hasta que cierto día al entrar en la pieza descubrí a mamá leyendo mi cuaderno secreto, que por lo visto ya no lo era más.

No dije nada. No había nada que decir. Mamá solamente me miró, y me pareció que estaba emocionada. Nunca más vi el cuaderno, ni tampoco volví a escribir cartas a nadie que estuviera del otro lado del Atlántico. El hechizo se había roto. Cuando eso ocurrió el abuelo ya había muerto, a tan solo un año de verme marchar, y la abuela se fue yendo poco a poco mientras yo intentaba hacerme a la idea de que nunca más iba a volver a mi pueblo.

“La gente es lo que recuerda, es según sus recuerdos”, me había dicho Lina. Yo necesitaba poner orden en los míos, sanearlos, apaciguarlos y sobre todo aceptarlos.

Son las doce de la noche. No cené pero tampoco tengo apetito, ni sueño. Una idea va surgiendo en mi cabeza y solo quiero comenzar a darle forma. Entonces enciendo la computadora y comienzo a escribir. Desde mis cicatrices, desde mis mejillas mojadas de recuerdos, desde mis frustraciones, desde los cadáveres de mis sueños rotos, desde mis ilusiones nuevas. Desde mi lugar de mujer en la mitad de su vida. Ni joven ni vieja, en medio de mi propia historia, en medio de dos mundos, en medio de mil preguntas suspendidas en alguna dimensión de la conciencia, para las que todavía no tengo respuestas.

La imagen de Lina me persigue. La imagino sola, sin su maleta de recuerdos, la física y palpable, y la otra, la que cargamos en la memoria, tan desamparada que necesitó aferrarse a dos hojas llenas de palabras y de imágenes de otra persona, las mías, semejantes a las de cualquiera emigrante que añora su tierra lejana.

La primitiva idea va tomando forma a través de los dedos que se mueven ávidos sobre el teclado. A mi alrededor, cajas vacías y un mundo de papeles, fotos, postales, documentos y cartas. Es mi maleta de emigrante, una parte intrínseca de mi existencia, página entrañable de un diario escrito en imágenes y acuñadas en objetos. Son las sombras de los afectos cuando todavía tenía a quien llamar abuelo, abuela, madre, padre, todo el murmullo de los días señalados. Es mi maleta de emigrante, pero también puede ser la de Juan, la de Camilo, la de Dolores, la de Manuel, la de Lina, un sobrenombre corto para una vida tan larga y sufrida.

Escribiré mi historia de emigrante para que nunca pueda perderla aunque algún día mi memoria decida olvidarla, y también para que otros peregrinos de sueños puedan reconocerse en ella. Me sentaré en la cuneta del camino a contar mi experiencia de viaje, que espero que tenga muchas etapas nuevas por transitar.

¿Quién fui? ¿Qué hicieron conmigo? ¿Qué dejé que hicieran? ¿Qué quiero ahora? ¿En qué puerto amarraré mi barco de dos orillas?