Capítulo 13
Por más que busco en mis sombras rescatadas, hechas un revoltijo sembrado encima del sillón, no hay nada que testimonie el día en el que el conventillo se conmocionó al ver en carne y hueso a quien, según Norita, era la misma reencarnación del fantasma clerical que solía deambular por el largo y estrecho pasillo hasta su cama. Ni siquiera mi cuaderno de cartas guarda alguna referencia al respecto. Solamente cuento con las diapositivas que retengo en la memoria y que paso en cámara lenta para poder ponerlas en palabras.
La caja nueva con los objetos viejos revisados está a medio llenar. En un costado, la misteriosa llave descansa su sueño de olvido, como olvidada está para mí la puerta que supuestamente alguna vez abrió.
Aquel lunes de principios de diciembre, tal como le prometiera a Norita, pasé a buscarla, muy entusiasmada de ver a los curas que venían de mi tierra, provincia más provincia menos, y que eran tan privilegiados como para tener la certeza de que regresarían a ella en poco tiempo. Eran las cinco de la tarde de un día templado, aunque en la pieza 3 la temperatura era elevada. Abuela y nieta estaban enredadas en una discusión sobre el buen uso de las costumbres, que tenía como eje principal el suéter de media manga y escote profundo que tenía puesto Norita. Era negro azabache, lo cual hacía resaltar su piel extremadamente blanca, y a mi entender combinaba muy bien con su pollera tableada rojo fuego, que dejaba ver sus piernas hasta un poco más arriba de la rodilla.
—De ninguna manera vas a ir a la iglesia vestida de esa manera. Sácate esa ropa y te vistes como siempre lo haces para entrar en la casa de Dios. ¿Vas a confesarte o a llenarte de pecado? —preguntó realmente enojada doña Francisquita.
—Tranquila abuela, que me voy a poner encima la chaqueta de hilo, y prometo abotonarla hasta el cuello.
Por supuesto que lo que menos tenía la abuela era tranquilidad viendo por donde iban las intenciones de su única nieta, que ya estaba saliendo de la pieza poco menos que huyendo, con su chaqueta a medio poner y la mantilla blanca en la mano. Yo me maravillaba ante la destreza de Norita para bajar las escaleras de mármol casi corriendo con unos tacos de diez centímetros.
Las dos calles que nos separaban de la iglesia Norita las empleó en aleccionarme sobre cómo comportarme: yo venía a ser algo así como su dama de compañía, pero en cuanto la viera con el cura que le sorbía el seso me mantendría a prudente distancia, “para que él no se sienta cohibido con la presencia de una niña inocente”, dijo Norita sin que yo entendiera muy bien lo de cohibido y para qué.
De cualquier manera yo aceptaba las reglas, porque además de querer ayudar a mi vecina más joven me encantaba todo lo que tuviera que ver con intrigas y enredos. Las luces de la iglesia estaban encendidas, menos las del altar mayor. El silencio era casi total, pese a la gran cantidad de personas que estaban ingresando, sin contar las que ya estaban haciendo fila en los cuatro confesionarios habilitados, aunque todavía faltaban más de quince minutos para la hora de las confesiones. En tres había de siete a ocho personas en cada uno, pero en el cuarto se podría decir que tal cantidad era más del doble.
—Seguro que ahí es donde confiesa el padre Rafael, pero no me voy a arriesgar, así que esperaré a que lo vea venir para saber dónde se mete. No me voy a confesar con nadie más que con él —dijo Norita inquieta y aparentemente acalorada por la forma en que se desprendía un botón cada cuatro palabras.
No tuvimos que esperar mucho. Por los laterales de la nave aparecieron como palomas blancas cuatro de los curas visitantes. El último era Rafael, señalado por mi amiga con un codazo en mi costado derecho. Aunque no lo tenía muy cerca podía verlo bastante bien como para darle la razón a Norita. Era realmente muy buen mozo, y caminaba con garbo majestuoso hacia el confesionario donde lo esperaban más de veinte mujeres deseosas de contarle los pecados cometidos y por cometer, si fuera necesario. La última en la fila, por el momento, sería la joven Norita que ya marchaba en puntas de pie para evitar el taconeo de sus zapatos, no sin antes lanzar un suspiro como para moverle el hábito a San Francisco, que miraba azorado la multitud de féminas en el confesionario del padre Rafael.
Yo quedé sentada, resignada a la larga espera que tenía por delante, ya que como todavía no había tomado la Primera Comunión no me estaban permitidos los Sacramentos. De todas maneras, por alguna razón que prefiero no analizar, pensé que no podría contarle mis pecados, ni grandes ni chicos, a un cura tan buen mozo y joven. Para eso estaban los curas mayores, que era como confesarse con un abuelo.
Mis pensamientos derivaron, como me solía pasar desde que me había convertido en emigrante, en la comparación de todo cuanto veía con lo que había dejado atrás. Esta iglesia era preciosa, y mucho más grande que la de la parroquia donde me bautizaron, que se llama Nuestra Señora de las Cabezas de Armenteira. La nostalgia me invadió, y no pude evitar las lágrimas al recordar la última vez que estuve allí pidiéndole a la Virgen un milagro que me permitiera quedarme en Bustomeu junto a los abuelos. Me daba mucha pena separarme de mamá pero más me daba marchar para siempre de mi lugar.
Ahora ya estaba del otro lado del Atlántico. ¿Qué le iba a pedir a la Inmaculada? ¿Que me llevara de vuelta cuando no pudo hacer que me quedara? Indudablemente mucho caso no me hacía; debía ser porque era muy chica o porque no había completado los Sacramentos. Eso iba a tener solución el año siguiente, cuando empezara el catecismo con vistas a tomar la Primera Comunión en el próximo diciembre.
¿Dónde estaría yo en un año? Todavía tenía la esperanza de que el abuelo ganara la partida y me mandaran de vuelta con él. Aunque mis esperanzas cada vez gritaban menos dentro de mí, o mejor dicho, cada vez yo intentaba ahogar con más fuerza sus gritos porque me hacían mucho daño, y siempre terminaba con ese horrible dolor de estómago que pocas veces los remedios calmaban.
Ahogar las esperanzas siempre causa mucho dolor y resentimiento. Es preferible dejarlas morir, verlas morir, que acallar sus voces indefinidamente pretendiendo que no las escuchamos, a veces por largos años de desencuentros. Pero eso yo todavía no lo sabía aquella tarde de diciembre en que Norita creía haber encontrado la llave de la felicidad en la presencia de un cura sobrenaturalmente guapo, que por las noches se convertía en fantasma para velar su sueño.
—Me hubiera gustado verle la cara cuando le conté sobre las apariciones —me dijo en un susurro no bien se sentó a mi lado, casi dos horas después de haber ido a confesarse.
El rostro de Norita expresaba mil cuestiones que mis casi once años no podían comprender del todo. Tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas, y estaba tan exaltada que no se había dado cuenta de que la mantilla apenas le cubría el escote que ya ningún botón podía ocultar. Cuando le hice notar el detalle pareció volver a la realidad, abotonándose la chaqueta apresuradamente mientras nos poníamos de pie. La misa, oficiada por el quinto cura venido de España, estaba por comenzar.
Debo confesar que no me pude concentrar demasiado en el oficio religioso, pendiente como estaba de los curas que me hacían sentir más cerca de mi tierra. Lo mismo que Norita, que tenía puesta toda su atención en seguir con la mirada y los suspiros al padre Rafael, sentado con los otros en un lateral del altar. No bien finalizó la ceremonia los curas españoles fueron saliendo en medio de una multitud —sobre todo femenina— rumbo al atrio, donde era difícil acercárseles de tan solicitados que estaban. Pero mi vecinita se las arregló para llegar a donde quería, siempre conmigo detrás como una estampilla. La mantilla había volado y la chaqueta también cuando Norita encaró al padre Rafael.
—Entonces padre, ¿qué le digo a mi pobre abuela enferma?
—Pues, dígale que mañana a eso de las cinco de la tarde iré a verla para confortarla y rezar con ella— le contestó el curita, de ojos grandes y negros que parecían bailar en la cara morena, en medio de una respetuosa pero acosadora aglomeración.
Yo no lo podía creer. ¿El cura iría al conventillo a ver a la “abuelita enferma”?
—Tuve que inventar eso porque ellos solo visitan en la casa a los enfermos. Espero que me ayudes a convencer a la abuela para que finja un poco, porque de todas formas ya escuchaste que mañana irá a la casa, mejor dicho, irá a nuestra pieza. Quiero tenerlo para mí sola aunque sea por unos minutos.
—Estás loca. Los curas no se casan ni miran a las mujeres, eso decía mi abuela. ¿No te da miedo que Dios te castigue? —pregunté preocupada.
—Espero que mañana Dios esté distraído aunque sea por el tiempo suficiente como para que me lo coma con los ojos.
—Así que lo contaste acerca del fantasma.
—Claro que le conté, porque eso es lo que me tiene sobre ascuas. Anoche mismo lo vi, y no estaba dormida, te lo juro. Se acercó hasta rozar la cama, y yo ahí quietecita, casi sin respirar, para no espantarlo, para que se quedara un rato más a mi lado, como siempre hago.
—¿Y todo esto se lo dijiste al cura en confesión?
—Ya te dije que sí, pero él pareció no darle importancia y me contestó que seguramente había estado soñando, que debe ser un sueño que mi imaginación repite por alguna cuestión que él no puede saber ni yo tampoco. Yo creo que en el fondo de su alma solo estaba tratando de disimular porque estaba en el confesionario. Cuando mañana lo tenga frente a frente en la pieza veremos si puede seguir negando que de noche se transforma en fantasma o en santo para venir a verme.