Capítulo 10
Querida abuela: espero que esté bien de salud, en compañía del abuelo. Yo estoy bien, aunque ayer me llevé un susto terrible. Resulta que esta casa —que todavía sigue sin gustarme aunque la gente es muy buena— tiene un fantasma que hasta ahora solo había visto Norita, una amiga más grande que yo pero que siempre me cuenta sus cosas y hasta me prometió que cuando fueran al teatro a ver una zarzuela me iban a llevar.
Pero le cuento lo del fantasma, que ahora sé que es cierto porque yo también lo vi. Y no sabe abuela el susto que me llevé cuando me estaba duchando en el baño grande y vi sus ojos mirándome desde la puerta del pasillo chico, que tiene un vidrio en la parte de arriba. Me asusté tanto que el dolor de estómago se me despertó con mucha rabia y las Pepas, que son medio brujas, me llevaron a su pieza para intentar curarme. Yo no quería, pero mamá me dijo que si no lograban sacarme el dolor tampoco me iban a matar, así que no tuve más remedio que aguantar a Pepa haciendo filigranas encima de mi estómago mientras Pepita daba vueltas por la habitación recitando cosas raras.
La verdad es que no sé si fue el bocadillo de dulce de membrillo o la copita de licor, o los poderes de las Pepas, pero al poco tiempo me sentí mucho mejor. Pepita me dijo que nunca demuestre miedo ante nadie, y que siempre trate de parecer más grande de lo que soy. Para eso tendré que esperar a ponerme los tacos altos, como Norita.
Abuela, reciba muchos besos y también déselos al abuelo de mi parte. No veo la hora de dárselos en persona. Los extraño mucho.
De corazón: Carmen
A caballo de las arrugas del tiempo cabalga mi letra menuda, pero llamativamente desprolija, esforzada en esta carta. Cada trazo y cada manchón de tinta parecen hablar de ausencias que duelen, de rabia sorda arrojada en el papel como una piedra en el agua quieta de un estanque. Los círculos concéntricos de la memoria alborotan el alma infantil de ayer, y también la de la madurez de hoy. ¿Acaso no es la misma?
Me siento triste por aquella niña que tuvo que olvidar quién había sido y quién era para sentirse aceptada en el nuevo mundo donde la soltaron sin más armas que su imaginación. ¿Por qué hablo de ella como si fuera otra persona? La busco en mis entrañas, en mi alma confundida de mujer madura que debe decidir cómo quiere vivir el resto de su vida. La necesito. Me viene a la memoria una frase de un poema de Hölderlin: “(...) Que así el hombre mantenga lo que de niño prometió”. ¿Qué prometió aquella niña que fui al llegar a Buenos Aires? Volver. Volver a la tierra, a su lugar de pertenencia. La voz de aquella niña me reclama que cumpla con mi palabra. ¿Cuarenta años después? Acaso aquélla sea una más de las muchas deudas contraídas conmigo misma, y que ya va siendo hora de saldar.
Los días vacíos de la espera infructuosa caían sobre mí como plomo derretido, y se convertían en dolor de estómago, como le cuento a la abuela. Es el síntoma del oprimido, del que no encaja, del atropello de la supervivencia de la identidad, del que no le está permitido pensar y expresarse como siempre lo había hecho, del que tiene que escuchar sentencias como “olvídate de todo aquello, así será más fácil”. Olvidar era —para mí— una mala palabra, de esas que un niño no debía repetir.
Era muy difícil asumir semejante cosa cuando no se encuentran las razones. Yo le pertenecía a mi pueblo, donde todos me conocían, me querían y me llamaban por ni nombre. En cambio en Buenos Aires me sentía un ser anónimo perdido entre multitudes anónimas y extraños de mi historia y yo de la de ellos. “Mi'jita, ya es hora de que dejes ese horrible acento gallego, sino nunca vas a tener amigos”, me dijo cierta vez la dueña del almacén que estaba a la vuelta de casa. Jamás volví a entrar en ese lugar —además ni una sola vez me había dado un caramelo, como hacían en otros lados—, aunque era el más cercano al inquilinato. Prefería caminar tres cuadras más —mamá nunca llegó a enterarse— antes de verle la cara a la primera persona que me había humillado de aquella manera.
En tales circunstancias el dolor de estómago se manifestaba a modo de una rebelión silenciosa que terminó, a poco menos de dos años de llegar, en una crisis que dio conmigo en la habitación de un sanatorio, donde me introdujeron un horrible tubo por la boca hasta llegar al estómago que dio, después de tres horas metiendo y sacando líquido, el frío diagnóstico de una “severa gastritis, impensada en una niña”. Mi estómago se había estirado tanto que descansaba sobre el empeine. Era mi alma estirándose a través del Atlántico.
Pero eso fue mucho después del episodio del baño y de los ojos del fantasma fijos en mí, según le cuento a la abuela en la carta. Aquella mañana de domingo sí que me llevé un buen susto. Se suponía que los fantasmas deambulan por las noches, así que excepto las Pepas, entendidas en asuntos del mundo de ultratumba, y la blonda Norita, nadie creyó en mi versión de los hechos, relatados no bien salí del baño envuelta en una toalla y acusando al fantasma del corredor encantado de espiarme a través del vidrio de la puerta. “Lo vi, no lo imaginé, estaba mirándome con ojos que echaban lenguas de fuego”. Quizá lo del fuego fue un exceso de mi fecunda imaginación pero los ojos estampados en el ventanuco fijos en mí era la más pura verdad.
Pero volvamos a aquel domingo. Como siempre hacía, comencé a enjabonarme a gran velocidad, teniendo en cuenta que como la ducha era a alcohol una vez que se ponía el elemento inflamable en el recipiente y se le prendía fuego, había que apurarse porque la autonomía del aparatejo era escasa, y el que era lento terminaba bañándose con agua fría. No sé si por casualidad o porque el pasillo chico me atraía y asustaba en la misma medida, mis ojos fueron a dar al vidrio que tenía en la parte superior la puerta interna, como casi todas las de aquella época, seguramente para que entrara la luz.
Así fue como vi unos ojos saltones mirándome devoradores. Pestañeé varias veces para ahuyentar aquel mirar sin párpados ni cara que pudiera ver, con su frío de trasmundo acechante, que dejó desnortados todos mis pensamientos y suposiciones. Pero no hubo caso, seguían allí inamovibles, como yo, tiesa debajo del chorro de agua, que insensible ante mi estupor y vergüenza iba arrastrando el jabón hasta dejarme expuesta y temblorosa.
Entonces grité como un cerdo a punto de ser acuchillado. Todo el inquilinato acudió en mi ayuda al instante, incluida mi madre, que había escuchado mis gritos desde nuestro apartado reducto. En eso me parecía a ella. Cuando mamá llamaba por mí desde nuestra casa en la aldea, hasta los muertos se enteraban en sus tumbas, y los vivos en el lugar más alejado del monte.
Los comentarios de aquella mañana de domingo en el patio del conventillo giraban en torno a “son tonterías de niños, que siempre imaginan cosas”, según doña Lila, preocupada por mantener el orden en su inquilinato. Eulogio insistía en llevarme al baño para que viera que allí no había nada, remarcando irónico que “el fantasma solo le pertenece a Norita” mientras miraba de soslayo a la muchacha antes de entrar en el baño con la toalla al cuello y el jabón en la mano, pues era su turno. Norita estaba preocupada y hasta se creyó en la obligación de disculpar al curita, arguyendo que “él no lo hizo a propósito; tal vez pensó que era yo la que se estaba bañando”. Con lo cual a muchos les quedó claro que el fantasma no solo espiaba a la muchacha en su pieza.
Pero yo no estaba para elaborar teorías. Tenía frío, estaba asustada y me dolía demasiado el estómago hasta el punto de doblarme en dos. Como la pieza de las Pepas estaba al lado del baño, allí me llevaron para vestirme y secarme el pelo mojado. Allí no había peligro de miradas indiscretas porque ellas habían tenido la precaución de poner el ropero, grande, viejo y oscuro, contra la puerta del pasillo chico, tapándola por completo. No querían correr riesgos, ni con muertos “ni con vivos”, decían desconfiadas.
—Ya nos encargaremos de este atrevido fantasma más adelante, Carmencita, pero aprovechando que estás aquí podríamos ocuparnos de ese dolor que tanto te molesta. Tal vez tengas el estómago caído, o puede que sea otra cosa. ¿Qué te parece si le echamos un vistazo? —deslizó Pepita con su voz aflautada y convincente ante una desconfiada paciente que ya se le resistiera otras veces.
—No quiero —respondí temerosa.
—Claro que quieres —dijo mi madre—. Y no se hable más.
Yo sabía muy bien cuando no había que contradecir a mamá, que era casi nunca. Así que antes de que pudiera darme cuenta estaba tendida en el piso con los brazos estirados por encima de la cabeza mientras obedecía la orden de Pepa de juntar las palmas. Cuando estuve lista ella las aprisionó con fuerza mientras Pepita recitaba uno de sus conjuros exorcizantes haciendo cruces encima de mi estómago:
Jesucristo va delante
la Madre que lo parió
Santísimo Sacramento
la Cruz donde padeció,
en este cuerpo todo son cruces
desde la cabeza hasta los pies,
si tuvieras algún demonio
Verbim cruz perpetum non est.
El diagnóstico fue categórico: “tiene el estómago caído y también un enjambre de lombrices atacando sus tripas”. Lo del estómago caído no me preocupaba, pero lo de las lombrices me sonó aterrador. Con razón me dolía tanto. Por de pronto las Pepas dijeron que eso era pan comido para ellas, por cuanto fueron muchos los días que pasé acostada en el piso de su pieza, tironeada de un brazo por una y por la pierna contraria por la otra, escuchando toda clase de invocaciones, pues al parecer mi estómago caído se resistía a entrar en razones, y ni hablar de las lombrices.
Si bien mi problema gástrico siguió su curso, aquellas tardes en la pieza de las Pepas me resultaban de lo más divertidas, y los bocadillos de queso con una buena rebanada de su exquisito dulce de membrillo casero me sabían a gloria después del “tratamiento”. Mamá también solía poner en la mesa el postre vigilante, pero ni se le acercaba al que comía con las Pepas, siempre coronado con una copita de licor, sin alcohol, por supuesto…
El rectángulo de la ventana me muestra el cielo gris de la ciudad gris. El árbol grande y frondoso en primavera que le da sombra a la vereda de enfrente ahora está desnudo, desguarnecido, expuesto ante las miradas desinteresadas de los mismos que lo admiran en la plenitud de su follaje. Las ramas parecen más débiles, más indefensas y solo unos pájaros errabundos le hacen compañía en su soledad. Me detengo a observarlo como si lo viera por primera vez. Hoy me siento hermanada con él. Yo también me estoy despojando de mi vieja coraza para cubrirme de hojas nuevas, libres de prejuicios y ataduras, viejos y dolorosos colgajos de la memoria.