Capítulo 3
Soy una trasplantada. Una de tantas. Cuando mis raíces llevaban poco más de 10 años respirando el oxígeno de la tierra que me vio nacer, la que me dio el carácter y la esencia, decidieron trasplantarme a una tierra amable y generosa, pero ajena a aquella otra que forjara mi espíritu. “Carmucha, la vida no termina allí donde remata la mirada”, me dijo doña Anunciación —una por demás extraña anciana que estimuló mi temprana imaginación hasta hacerla volar— cuando le conté que me llevarían lejos de mi aldea contra mi voluntad solo porque era una niña. ¡Cuando sea grande ya verán!, amenacé entre lágrimas de impotencia.
Pero ya no había remedio. Yo iba a ser una de los de miles y miles de emigrantes que poblaron el suelo argentino. Italianos, ingleses, alemanes, judíos, árabes, y españoles de toda la Península, pero en mayor cantidad de Galicia desembarcamos nuestras esperanzas en un Buenos Aires que para muchos era la tierra prometida. Un gallego de hace un siglo consideraba que La Habana, Venezuela o Argentina estaban más cerca de sus sueños y expectativas que Madrid, Barcelona o Sevilla, por nombrar algunas ciudades importantes. Así tenemos que Galicia es la región de España que más emigrantes aportó a América en los siglos XIX y XX. Para los gallegos América representaba una reserva de esperanza, sustentada en la creencia de que del otro lado del gran mar existía un mundo mejor del que podrían formar parte, aunque más no fuera por el tiempo necesario como para juntar el dinero suficiente para regresar a la aldea y establecerse definitivamente.
Sin duda ese mundo posible estaba en el subconsciente colectivo de aquellos gallegos como una Galicia posible detrás del extenso horizonte del océano y a la vanguardia de sus sueños inconclusos, de sus ilusiones maltratadas, sumergidas pero no muertas. Fue en los últimos años de la década del 60 cuando los barcos dejaron de descargar gallegos en el puerto de Buenos Aires, entre ellos yo, apenas una niña de 10 años que no tenía más remedio que acompañar a su madre a donde ella decidiese ir.
A modo de SOS
hablo en la madrugada:
cierren todas las puertas
y que ya nadie salga,
sin la sabia nutricia
se mueren las ramas.
Árbol antiguo, Galicia,
te partieron a hachazos.
Una rama en el mundo,
otra rama en casa.
La rama de allende el mar
es solo una metáfora.
(Celso Emilio Ferreiro)
Yo integro esa clase social en permanente conflicto emocional que se llaman emigrantes, porque siempre estamos revolviendo en ese mundo latente que dejamos al partir. Detrás de nosotros, en el adiós, se cerró una puerta con un misterioso interrogante adentro que jamás nos será develado. Las señales de pertenencia, la necesaria identidad, son fundamentales en el desarrollo de un ser humano. Cuando uno tiene esas señales divididas, compartidas entre dos países, resulta difícil la ubicación en la vida. Uno es de donde es, pero vive donde vive. Y tiene que posibilitar que ese vivir sea amable, y para eso hay que poner en su sitio el pasado, amigarse con él, que la evocación acompañe pero que no duela.
Además de mi condición de emigrante, soy una mujer de los '60, con toda la carga generacional que eso implica, aunque algunos signos de mi tiempo apenas me rozaron. Soy de la época de la revolución sexual, pero en mi familia las enseñanzas estaban muy lejos de semejantes aperturas. “Los hombres son unos recalcitrantes demonios que solo buscan ‘eso’ ”, decía la tía Dora amparada por la angélica coraza de la ignorancia. Soy contemporánea de los que experimentaban con las drogas pero yo no experimenté, ni fui a Woodstock ni tampoco me sumé a los que se fueron de la casa para cambiar el mundo porque yo quería casarme y tener hijos.
Me enseñaron —y yo soy muy bien aprendida— que la única manera de que la mujer alcanzase la felicidad y la estabilidad era mediante el matrimonio. También me sumé con algarabía a la plena entrada de la mujer al mercado laboral, si bien las obligaciones domésticas siguieron recayendo casi exclusivamente sobre nosotras, que aún no nos podíamos desprender de los malsanos prejuicios atávicos.
¿Puedo decir entonces que soy una mujer de los '60? Sí, definitivamente, porque aunque no todas nos lanzamos a bebernos nuestra década de un solo trago el mensaje nos llegó, se nos metió en la sangre y en los huesos. El resultado es éste de hoy, un envase donde cabe la mujer, la madre, la abuela, la compañera, la amiga, la hermana, la desocupada, la luchadora de batallas inútiles, la cultivadora de ancestrales mitos femeninos, la transgresora por herencia y pertenencia generacional. Una realidad en elaboración porque, entre otras coas, todavía no sé dónde está mi lugar. Estas interlocutoras que viven en mí, todas juntas y potenciadas, se encuentran en plena crisis de los cincuenta.
Entonces aparece Lina y se aferra a mis recuerdos como la hiedra a las paredes. Lina y sus manos vacías. Lina y su soledad. Lina y sus compañeros de un viaje sin retorno. Lina, que ya no sufre el destierro porque su memoria lo borró, lo quemó en la hoguera de su desaliento.
¿Y yo qué…? Estoy intentando abandonar la retaguardia de mi propia existencia, signada por el dolor del desarraigo, la división de identidad, la no pertenencia. Si voy a España —y en esto incluyo a cuantos cruzamos el Atlántico— conocidos y familiares dicen: “llegó la americana”. Y posiblemente tengan razón, porque al mes extraño muchísimo y quiero volver a Buenos Aires, donde pese a mi carta de ciudadanía, acento porteño y muchos años de residencia, soy “la gallega”, y también tienen razón. Porque nunca dejaré de serlo, y porque siempre estoy mirando hacia mi tierra de origen, sin dejar de ver en la que permanezco, vivo y formé una familia.
Sin duda vivir es pasar inevitablemente por una sucesión de pérdidas, pero hay algunas que además de herir, dividen, escinden, provocan un cisma interior que nunca tendrá la solución que quisiéramos, que es volver el tiempo atrás. Somos conscientes de que eso no es posible, pero aun así magnificamos los recuerdos y los acomodamos a nuestras necesidades que tienen la medida de un hueco interior que nunca será ocupado como quisiéramos, porque el tiempo no se detiene, no nos espera.
A veces siento la desoladora sensación de que soy una isla en medio de otros cientos y miles de islas desde donde nos gritamos unos a otros para saber que estamos ahí, aunque no nos importa saber quiénes somos, qué nos pasa o qué necesitamos. Ésta es una de esas veces. Debe ser culpa de la noche, que se hace soledad en la quietud y en el silencio, excepto por los fantasmas que pueblan mi habitación. El tiempo no cuenta y la distancia de los años puede reducirse a mi antojo en el afiebrado movimiento de los dedos sobre el teclado. Escribir me hace bien, me ayuda a parir palabras más allá de los pensamientos. Tal vez esta práctica encantadora me ayude a parir la mujer que quiero ser.
Hoy conocí a una anciana que no se entregó, que cayó luchando. Si ella pudo, yo también podré poner a descansar las viejas penas, los viejos traumas, las viejas culpas. La culpa, otra vez la culpa. Qué palabra detestable que nos define a las mujeres, seamos de la generación que fuéremos. No volveré a escribir en este libro —que no sé a qué conclusiones me arrastrará— la palabra culpa. Si se me escapa alguna pido a quien la encuentre que la borre por mí, y también en nombre de todas las mujeres culposas, que no es lo mismo que culpables.
El pasado se inmiscuye en mi presente con salvaje tozudez, desde el desorden de los objetos sembrados encima del sillón, imponiendo su presencia venida de lejos, tanto en el tiempo como en la distancia. Son las cosas que me hablan de mi propia historia, de lo que fui y de lo que soy, y hasta puede de lo que seré de aquí en más si logro darles su justo lugar. La pantalla del ordenador me devuelve pensamientos e ideas por palabras, que voy acomodando, cambiando, intercalando, hasta darle forma a la frase que mejor exprese lo que me sacude el alma.
“Tu problema es que te sientes forastera del mundo y no estás más a gusto que donde no estás”. Mi amiga Eva habla desde su lugar, desde su barrio, desde sus olores, desde la plaza de su niñez, desde la música de sus calles. En cambio yo aún no encuentro mi lugar en el mundo; estoy dividida en dos y no puedo ni quiero renunciar a ninguna de las dos mitades. Eso afecta cada acto de mi vida. Si ordeno “mi maleta” quizá pueda también ordenar mis dos mitades, aunque mejor sería integrarlas en esta mujer que soy hoy, con una edad cronológica que no le permite encontrar su sitio, el espacio donde encajar. Cuando quiero y puedo, no me dejan; cuando me dejan siento que aún no es ése mi lugar. Mis cincuenta y pico están fuera de los avisos que buscan empleados y profesionales jóvenes, pero con experiencia. Qué contrasentido. La estupidez humana no tiene límites.
Estoy en crisis, ténganme paciencia, diría a modo de disculpa ante tantas experiencias de desencuentros. Es como si estuviera viviendo una segunda adolescencia, pero apeada en la estación intermedia, donde más que nunca me siento una hipótesis de mí misma, un esbozo, una síntesis provisoria. Rebelde, sumisa, contradictoria, optimista, depresiva, enojada, comprensiva, harta de estar harta. Desespera escuchar los cambios, crea mucha inseguridad y miedo, pero aun así hay que escucharlos, eso lo tengo claro.
Me siento caminando por la vida como una extraña en mi contemporaneidad, esquiva y periférica. Voy a bandazos procurando reconocerme en los pares a quienes les pasan las mismas cosas, y que a lo mejor ya encontraron la receta que también a mí me salve de la desesperanza y del tedio cotidiano. Que alguien me rescate de los sueños-proyectos que no se concretan, como si ya nada se fuera a hacer realidad. “Te salvarás tú misma o nadie lo hará por ti”. Es una de mis interlocutoras —¿cuál de ellas?— la que me empuja a atreverme. Cuesta escucharla. Necesito un abrazo. Pienso en Lina y me avergüenzo de mis quejas.
En las madrugadas de insomnio, como ésta, busco estrellas errantes que me indiquen el camino a seguir. No obtengo respuesta. Sé que está dentro de mí y lucho por encontrarla. “Ya va a pasar, ya va a pasar, neniña”, me repetía la abuela como un conjuro salvador cuando algo me afectaba. Es la esperanza. ¿Qué sería de nosotros en este escenario repetido sin ella? En esta meditación escrita en la que le doy audiencia a mis recuerdos, vivos y presentes en los objetos desparramados en toda la habitación, fijo la vista en el cuaderno forrado de azul. Lo abro al azar. Paso las hojas deprisa mientras leo palabras sueltas: volver, partida, dolor, Bustomeu, mamá, abuelo, abuela. Los extraño...
Vuelvo a la primera hoja. Me cuesta reconocerme en la letra pequeña y despareja y también en la mano delineada en el centro de la hoja por encima de frases y palabras venidas de lejos. Es mi mano, la de entonces, pequeña y de dedos cortos y regordetes, que yo dibujé extendida y abierta. Pongo mi mano de ahora sobre aquélla otra y compruebo que la tapo, la sobrepaso, la oculto, como hice con la asustada niña emigrante. Cada vez comprendo más a Lina y su angustia al perder sus huellas. De no ser por este cuaderno y esta hoja nunca habría recordado lo mucho que me gustaba dejar la marca de mi mano en cuanto papel se me pusiera delante. Desde pequeña, desde la aldea y también en la inmigración seguí con la costumbre, que un día de no sé cuándo dejé y olvidé. Miro mis manos, son las mismas de entonces, ¿acaso cruelmente desmemoriadas? Las manos deberían servir para sujetar aquello que no quisiéramos dejar huir jamás, si caso estuvieran hechas del mismo blando material del corazón.
En el fondo del tiempo una mano pequeña
siembra el amor como lloviendo;
un polvo ligero cae en el sentimiento,
una canción antigua o un perfume
de esa esencia que queda en la memoria.
(Antón Avilés de Taramancos)
Comienzo a leer con la ilusión de un encuentro esperado y definitivo. Algo me dice que los manchones que desdibujan las letras no son de la pluma cucharita demasiado cargada. En aquellos tiempos artesanos las lágrimas solían corporizarse e inventar dibujos anárquicos con la complicidad de palabras escritas con tinta azul, que se iba corriendo en la humedad salobre. Hoy tienen que inventarse nuevas peripecias para no morir en el olvido de un descartable pañuelo de papel.
Querido abuelo: espero que esté bien, lo mismo que la abuela y el resto de la familia. Esta es la primera carta que le escribo desde Buenos Aires. Antes que nada quiero decirles que los extraño muchísimo. Tanto que no sé cómo decirlo. Y después quiero decirle que no es cierto lo que me dijo que el viaje en barco me iba a gustar mucho. Fue horrible. Por poco morimos todos, y no solo ahogados sino tragados por unos enormes peces que le llaman ballenas que iban al lado del barco comiendo los restos que tiraban de la cocina. Eso me lo dijo un camarero amigo mío. Puede que sea cierto, o no. Nadie parece decirme la verdad de nada. Ser pequeña es una desgracia.
La casa donde estamos viviendo no es una casa, por lo menos como la nuestra de Bustomeu ni tampoco como su hijo nos había dicho que era muy bonita. Nuestra pieza —así llaman aquí a la habitación de cada una de las familias— es más pequeña que el corral de sus vacas, abuelo, que tienen más libertad que yo. Las piernas se me van a entumecer al no poder correr y saltar de piedra en piedra, como antes. A veces para entretenerme subo y bajo las escaleras hasta que mamá me dice que me quede quieta o me va a calentar las cachas. Nunca mamá me había dicho que me quedara quieta, salvo que estuviera enferma. A ella no le molestaba que yo corriese por las fincas o por el monte, porque ella también corría, bueno no corría, caminaba, pero aquí nos tropezamos todo el tiempo unos con otros.
La verdad abuelo es que no sé dónde ponerme, y tengo mucha rabia. Yo no sé para qué me trajeron, porque mamá solo ve por los ojos de su hijo, al que le dicen mi padre, y al que no pienso hablarle aunque mamá me mate a palos ni me diga que soy una maleducada. Y por encima me dicen que no hable como en la aldea porque sino los chicos argentinos se van a reír de mí. No entiendo por qué se tendrían que reír de mí si yo no me río de cómo hablan ellos. Estoy tan rabiosa que nadie podrá escucharme decir una palabra ni aunque me saquen la piel a tiras. Ya le contaré abuelo. Ahora voy a dejar de escribirle porque mamá y su hijo ya vienen de hacer las compras.
De corazón: Carmen