Capítulo 17

 

 

 

 

Cada vez que te vayas de vos misma

no destruyas la vía de regreso,

volver es una forma de encontrarse

y así verás que allí también te espero.

(“Irse”, Mario Benedetti)

 

 

Volver es una forma de encontrarse, dice el poeta, y qué razón tiene. Muchas veces necesitamos volver sobre los pasos de nuestra propia historia, desandar el camino recorrido, descubrir los senderos probables e improbables con una mirada distinta y desapasionada.

Hoy me gustaría tener la edad del amanecer y partir ligera de equipaje rumbo al puerto de todas las esperanzas. Siempre hay un puerto en mi vida, y siempre lo habrá. Pero ya casi no hay dolor, sino una profunda e imborrable añoranza de aquel paraíso llamado Bustomeu, hecho a la medida de mis sueños, solo porque me vi expulsada de sus límites maravillosos. De haberme quedado nunca hubiera atesorado en la memoria y en mis sentimientos más profundos mi paraíso personal, que nadie me podrá quitar jamás porque para verlo solo tengo que cerrar los ojos. Los paraísos son siempre los perdidos.

El día amaneció gris y lluvioso, como si solamente el cielo tuviera tiempo para llorar. Yo amanecí envuelta en una aureola de festejo, resaca del baño de recuerdos del capítulo anterior, y también con muchas ganas de abrazar a Lina. Necesito contarle que haberla conocido me está ayudando a reencontrarme con una parte de mí que nunca quise revisar, ni ver, ni aceptar. Y además quiero comenzar a cumplir en algo con lo que le prometiera. ¿Podré ayudarla a recobrar sus recuerdos prestándole los míos?

En el sillón se va perfilando un cierto orden, lo mismo que en mi cabeza: de un lado, la caja nueva en la que voy acomodando los recuerdos saneados y de alguna manera recobrados e incorporados a mi historia, a la que sumo la foto del festejo de mis once años, donde luzco un vestido floreado sin mangas y con volados alrededor de la sisa. Se me ve muy contenta soplando por primera vez las velitas de cumpleaños —en la aldea no había esa costumbre— rodeada de mamá tocando la pandereta, don José y su gaita, y Norita mostrando su generoso escote.

Del otro lado del sillón, los objetos que aún me quedan por ver. Casi todos me despiertan imágenes familiares y recuerdos, excepto la misteriosa llave que no logro ubicar en ningún lugar de mi vida: “Carmiña, no la pierdas”. La de la pieza era mucho más chica, y además nunca tuve llave propia. ¿Acaso sería la de la puerta de calle del conventillo? Ni siquiera recuerdo que tuviera llave. Después de diez minutos de tocar el metal oxidado y releer el singular y anónimo mensaje la dejo nuevamente en su sitio con la esperanza de que en algún momento pueda descubrir la huella que me lleve a su puerta.

Una idea me surge de pronto y la pongo a trabajar antes de que me arrepienta. Mientras marco el número telefónico del geriátrico pienso cómo decirle a Clarita lo que se me acaba de ocurrir sin que piense que perdí la poca cordura que me queda. “Si te empiezas a preocupar por lo que dicen los demás, estás perdida”, era la frase preferida de Lidia, la marinera. Del otro lado de la línea la voz de la asistente social me induce a pensar que se alegra de escucharme. Ya es algo.

—Clarita, quisiera hacerte dos preguntas: cómo se encuentra Lina y también si sabes cuándo es su cumpleaños.

—Lina está muy bien. Ya sé que te contó de su nueva relación. Ella y Evaristo se han vuelto inseparables aunque Lina tiene momentos de obstinada exploración de su memoria que la dejan muy triste. Y en cuanto a tu segunda pregunta, su cumpleaños es el 24 de diciembre. Si pensabas agasajarla, todavía faltan como tres meses.

—¿Dónde está escrito que debamos festejar el día de nuestro nacimiento una sola vez al año? Deberíamos celebrar cada mañana que el sol nos anuncia un nuevo día, flamante, a estrenar solo para nosotros.

—En ningún lado, pero es lo que se acostumbra. Además, dicen que festejar los cumpleaños antes de la fecha trae mala suerte —me contestó la asistente social muy amablemente, aunque me hubiera gustado saber qué pensaba realmente de mí en aquel momento.

—Todavía eres muy joven, Clarita; cuando tengas el doble de edad a lo mejor te va a gustar saltar las costumbres y hacer, aunque sea por una vez, lo que se te dé la gana.

El breve pero significativo silencio que se produjo del otro lado me indicó que no iba a ser fácil mi cometido. Pero estaba decidida a intentarlo, así que en pocas palabras le conté a Clarita mis intenciones de hacer una reunión festiva ese mismo día como un adelanto —el primero de todos cuantos quisiéramos— del cumpleaños de Lina y también del mío, ya que las dos habíamos nacido en el mismo mes solo que con once días de diferencia, y el de cuantos quisieran sumarse a nuestro festejo anticipado, que no era otra cosa que honrar la vida sin fechas preestablecidas.

Clarita aún se resistía, argumentando que los ancianos responden a una rutina donde se sienten a salvo de acontecimientos que puedan desbordar su delicado equilibrio emocional, por lo que el mínimo cambio los saca de contexto. Entonces me jugué la última carta, diciéndole que quería hablar con Lina para comentarle personalmente lo que tenía ganas de hacer, y si ella aceptaba, yo prometía no molestar al resto de los ancianos. La espera en línea me llenó de ansiedad. ¿Estaría Lina dispuesta a seguirme la corriente?

—Hola neniña, qué gusto me da saber de ti.

Su voz se me antoja anclada en la hora imposible de la nostalgia.

—Lo mismo digo, Lina. Y como le había prometido, esta tarde iré a visitarla, pero como además me levanté con ganas de festejar porque sí, se me ocurrió que podríamos comenzar hoy mismo la celebración de nuestros respectivos cumpleaños, ya que las dos somos sagitarianas. ¿Qué le parece?

Un silencio prolongado me hace pensar si no estaré haciendo proposiciones descabelladas sin darme cuenta.

—Me quedé pensando que tu idea es como hacerle una travesura al tiempo, y también tratando de recordar alguna travesura que haya hecho de grande o de chica, pero no encuentro nada en mi memoria vacía. Así que estoy encantada con tu ocurrencia, neniña.

—¡Me alegro tanto! —dije casi tan emocionada como aquella tarde de mis once años y una impensada fiesta sorpresa—. ¿Qué le gustaría que le lleve de regalo?

—El mejor regalo es que me cuentes de tu niñez, que me hables de tus sentimientos al partir de tu pueblo y que me regales otro relato tuyo, que me llenan de emoción, como si estuvieras hablando de mí. Y ya que puedo pedir, hace días que tengo el antojo de tomar un vasito de vino tinto, pero ya sabes que en estos lugares nos tienen como envasados al vacío. Nada del afuera te llega, y eso no es bueno. Así que a ver cómo te las ingenias para darme el gusto en el primer festejo de mi cumpleaños.

—Y del mío...

—Claro, también del tuyo. Ya me contarás qué te está pasando para que tengas tantas ganas de festejar.

 

 

Mientras el coche avanza rumbo a la provincia de Buenos Aires pienso en lo afortunada que soy de haber encontrado en la madurez de mi camino a la admirable Lina. Por lo menos hace un tiempo que ya no me acuesto con un dolor nuevo como almohada. Ella me hizo volver la mirada, recorrer un tramo del camino andado y echar luz sobre los rincones oscuros y pretendidamente olvidados.

¿De qué manera, además de con la memoria, se puede recordar? Sin duda con el olfato, con el gusto, con los ojos, que a modo de cámara fotográfica imprimen fotos en el alma que ya nunca podremos olvidar. Los olores familiares están en todos lados, agazapados esperando para despertar los recuerdos: la piel del hijo recién nacido, la del ser amado, el perfume del primer lápiz labial, o el del primer novio. El olor de los barcos, el de la escuela, perfumada por la leche con toddy y los pan de leche; el aroma de la ropa secada al sol en un patio de conventillo. Y como olvidar la mezcla de olores del mercado de San Telmo, los sábados por la tarde, vacío de gente y lleno de música para que un grupo de muchachas y muchachos practicáramos, entre los pasillos de las carnicerías, verdulerías y pollerías, el rock de Elvis Presley, Little Richard, Chubi Chequer, o los revolucionarios Beatles, para no hacer papelones a la noche en el baile. Pero ya me estoy adelantando a otra época de mi vida, muy distinta de la que ahora me ocupa.

La memoria también tiene presentes los sabores que ponen en éxtasis a las papilas gustativas, que recordarán por siempre ese singular sabor de las comidas de nuestras madres y abuelas. La empanada gallega que viaja en el baúl del coche, hecha por manos expertas —que no son las mías— y piadosas de estómagos gerontes, puede que a Lina le despierte un recuerdo dormido. Es una esperanza. También creí necesario agregar unos bocadillos, algunas gaseosas y también la infaltable torta, con una sola vela, grande y gorda, donde dibujé cada letra de la siguiente frase, una de mis preferidas: “El espíritu es el plumero de cualquier telaraña”.

En mi bolso —bien escondida— espera una botella de buen vino tinto con su lenguaje que sabe de viajes al fondo de la mente para alegrarle el alma a una mujer llamada Lina que se resiste a morir sin saber quién fue. También llevo un libro grande y voluminoso, que en sus trescientas páginas nos pasea por toda Galicia a través de hermosas y entrañables fotos. Será mi especial regalo de cumpleaños para Lina. Hay una hermosa foto de la Catedral de Lugo y otra de las murallas romanas, que sin duda ella habrá recorrido más de una vez, puesto que entre los pocos datos que tenemos es que Lina había nacido en esta provincia gallega y desembarcó en Buenos Aires con 15 años. Y nada más.

En la puerta del geriátrico me esperaba Clarita con una sonrisa de amable condescendencia —si no puedes con ellos, úneteles— que me hizo sentir menos responsable de desorganizarles el día con mis ocurrencias. No bien entré en el salón me sentí gratamente sorprendida. Aquella muchacha era un sol. La mesa central ya estaba dispuesta con varios vasos de colores, unos bonitos conos blancos con base azul con un ramillete de flores del jardín en cada uno, y algunas cosas para comer. De las paredes colgaban guirnaldas y globos con generosa profusión, que competían en colorido con los ancianos que revoloteaban alrededor de la mesa como niños traviesos e incorregibles. Todos lucían unos hermosos gorros multicolores y hacían sonar las matracas con sus manos artríticas, viejas, absolutamente amorosas, queribles y deseosas de dar y recibir caricias a granel.

—Ya llevamos quince minutos de retraso para la merienda, no querían empezar hasta que llegaras —me dijo Clarita con sonrisa cómplice.

Estaba realmente emocionada y agradecida por el apoyo de la gente del geriátrico, que ya se disponía a incorporar a la mesa lo que yo había traído, menos la botella de vino, claro.

—¿Dónde está Lina? —pregunté al no verla por ningún lado.

—Ya viene, está terminando de arreglarse. Esta idea tuya la puso muy feliz. Esto de festejar por anticipado la tiene ilusionada, y ya ves que van a tener varios invitados —me dijo señalando a los ancianos que se acercaban a saludarme.

Entonces apareció Lina del brazo de Evaristo, radiante con su falda roja, blusa blanca floreada al tono y una sonrisa capaz de tapar el sol, sin importar que afuera siguiera lloviendo. En el salón del geriátrico comenzábamos a festejar un día más de nuestros respectivos próximos cumpleaños. Los invitados nos cantaron el cumpleaños feliz después de arrasar con todo lo que había en la mesa, que era mucho. Luego bailamos intercambiando las parejas, excepto una: Lina y Evaristo no se separaban, como si temieran perderse de vista. Era emocionante verlos amarse con la mirada.

Pero la pícara anciana no se había olvidado de su antojo. Yo tampoco, así que la alegría le pintó los ojos de colores cuando le dije que ya había hablado con Clarita del asunto, y que había consentido en darle cada noche una copita de vino sin que nadie supiera. Lina aceptó encantada pero con la condición de que pusiera otra copa para Evaristo.

—Estoy casi feliz neniña. Solo que quisiera poder contarle a Evaristo quien fui. Él es el hombre más maravilloso que la vida me pudo haber regalado ahora, porque antes no sé si hubo otros que merecen ser recordados.

—Yo haré todo cuanto esté de mi parte para ayudarla, se lo prometo. Y como por algo se empieza, le traje un regalo que pienso puede traer a su mente algún recuerdo.

Rompió con manos temblorosas de ansiedad el papel que envolvía el libro —me gusta la gente que no abre los regalos como si quisiera guardar el envoltorio para otra ocasión— y ante el título, Galicia eterna, gritó de alegría como una niña ante su primer vestido de fiesta.

—¡Ay neniña! ¡Cuántas fotos preciosas! Mira ésta… Yo creo que estuve ahí… Mira este río… Se me vienen imágenes a la cabeza de un cubo de agua jabonosa y una mujer lavándome la cabeza en un sitio así mientras cantaba: El sol le dijo a la luna/ que no se fuera a meter/ que aquellas no eran horas/ de andar sola una mujer. Yo era pequeña —dijo Lina con una amplia sonrisa antes de que todos se pusieran a aplaudir.

Lina estaba feliz y yo no podía estarlo más. ¿Recordaría quién fue alguna vez? Puede que sí o puede que no. Ya no era una prioridad, o por lo menos eso me pareció en aquel momento.

El festejo llegó a su fin. Cuando salí del geriátrico la noche se había puesto su pijama gris y el cielo ya no lloraba. Yo tampoco, porque me sentía arropada por muchos abrazos débiles y temblorosos, pero infinitamente cálidos y llenos de afecto, y por la voz temblorosa de Lina encontrándose con sus recuerdos. “Gracias neniña”, me despidió junto a su enamorado Evaristo.