Capítulo 18
Querida abuela: espero que se encuentre bien de salud, lo mismo que el abuelo.
Abuela, quise escribirle antes para contarle lo bonito y diferente que fue mi cumpleaños, pero justo una semana después me pesqué lo que aquí se llama tos convulsa y ahí tos ferina. Creí que me moría, abuela. Se me salían los ojos de tanto toser. Y por encima tenía que estar todo el día encerrada en la pieza, con el calor que hace aquí. Y por encima de encima, mamá se siente mal porque como usted ya sabrá, voy a tener una hermana o hermano, que va a ser argentino. ¿Qué raro no?
A lo mejor como no voy a ser la única hija ellos me dejen marchar para allá. Yo tengo muchas ganas de verlos a todos. Aunque no les digo nada a ellos, me cuesta dormir de noche y el estómago se me cierra de dolor. La comida no me gusta, porque todo sabe distinto aquí, así que como lo que puedo. Todavía tengo tos, eso que papá me llevó a un puente que por debajo pasa el tren. Nos quedamos esperando hasta que vino la primera locomotora y comenzó a largar chorros de humo negro y apestoso, y papá diciéndome que respirara hondo, bien hondo que eso me iba a aliviar la tos convulsa.
Yo no sé de dónde sacó semejante idea su hijo, abuela, porque por poco muero ahogada, sobre todo cuando el segundo tren largó la bocanada de humo justito de debajo de nosotros y directo a mi boca abierta, por orden de papá pero sobre todo porque me faltaba el aire.
Ahí recién su hijo se asustó y me llevó casi en andas hasta el autobús porque a mí ya no me quedaban fuerzas para caminar. Cuando llegamos mamá se enojó mucho con papá, que insistía en ir al día siguiente para seguir tragando humo. Por suerte ganó mamá así que por el momento estoy salvada, por lo menos por ese lado, porque hoy mamá me va a llevar al médico. Estoy esperando que ella baje de ducharse y nos marchamos. Falta solo una semana para Nochebuena. ¿Se acuerda abuela? La anterior Nochebuena cuando todavía vivía ahí también estaba enferma y no pude festejar con mis amigos. Debe ser por la tristeza que uno se enferma. Ahí estaba triste porque faltaba poco para marchar; aquí estoy triste porque los extraño mucho y además no tengo un lugar donde ponerme. Bueno, lugar tengo, pero me siento rara.
Mamá dice que estoy hecha una piltrafa. Estoy pensando que a lo mejor me mandan de vuelta a Galicia para que me cure ahí, como le pasó al tío Juan cuando lo mandaron de Brasil para que se curase en su tierra, aunque usted siempre decía que en realidad lo que quisieron decirle era que fuese a morir a su tierra. Pero el tío sanó en la aldea, porque seguro que lo que le pasaba era que extrañaba, como yo. A lo mejor hoy el médico le dice a mamá que me tienen que mandar de vuelta para que reviva allá. Ya le contaré en la próxima.
Ahora la tengo que dejar, abuela, porque mamá ya está bajando las escaleras. Dele un beso muy grande al abuelo.
De corazón: Carmen
La carta hace de disparador a los recuerdos, me ahonda en el ayer que me recorre entera y me golpea en el estómago, que aún hoy sigue rebelándose como entonces cuando no sabía manejar el poder de mi alma enojada, entristecida, asolada por el confuso pensamiento de que tenía que ocultar mi angustia para que no me acusaran de un pecado tan grave como es el desagradecimiento. Estaba en el mejor país del mundo, donde sobraba la comida y había trabajo para todos, y por encima me quejaba. Recuerdo a mi madre diciendo, al ver una gran bolsa de pan en la vereda de una panadería esperando que se la llevase el basurero, “ojalá que los argentinos algún día no paguen tanto derroche”.
Hoy me doy cuenta de que pasé la mitad de mi vida ocultando lo que genuinamente sentía y quería. Ocultaba para que no me hirieran las miradas de reproche, callaba lo que mi cuerpito gritaba, que era que estaba triste porque no podía estar de otra forma, salvo que hubiera dejado las entrañas antes de subir al barco. Por eso llegué a aquellas primeras fiestas en el exilio, tosiendo, vomitando y culpándome por no ser capaz de elaborar el olvido. Me dolía el alma y el cuerpo porque no podía sacudirme de encima el tenaz recuerdo de castaños y robles, de lluvias inagotables bañando mi pequeño universo verde; porque ya no escuchaba mis voces familiares, no habitaba la casa donde naciera ni me calentaba las manos en el fuego que crepitaba en el centro del lar, ni me podía subir al manzano que tendría por siempre las huellas de mis pisadas en cada rama. Tampoco tenía a mi perra Mora, ni a mis muñecas de piedra, ni el chocolate de la abuela, ni las risas de mis compañeros de infancia, ni los bigotes del abuelo, ni mis montañas ni mis ríos, ni mi aire con olor a monte y a arena salada. Estaba de duelo porque había perdido mi mundo conocido y amado y junto con él, mi infancia, pero yo me negaba a reconocerlo, sencillamente porque no podía perder la esperanza.
En los tres o cuatro primeros meses de emigrante me plantaba delante de mis padres para protestar con el ánimo encabritado por una vida que no aceptaba y que ellos habían elegido por mí, aunque tuviera que sufrir las consecuencias. Pero luego, y poco a poco, fui sucumbiendo a distintos latiguillos tales como “ya quisieran otras estar en tu lugar”; “tienes mucho que aprender, y sobre todo a no ser desagradecida”; “aquí serás alguien, en la aldea no serías nadie”; “¡qué dirían las gentes de este bendito país si te escucharan renegar de tu suerte”.
En esas frases había mucho de verdad y mucho de agradecimiento incondicional. Solo que los niños emigrantes no lo podíamos comprender porque solo escuchábamos nuestro corazón. Por mi parte, tuvieron que pasar muchos años y circunstancias para que hoy pueda —¡por fin!— descongelar aquel dolor.
El médico no me mandó de vuelta a Galicia aquel día porque no podía ni tampoco tenía la menor idea de que fuera ése el único remedio para mi mal, por eso se hizo eco de las quejas de mamá y amenazó, con un dedo acusador disparado a dos palmos de mi nariz, con meterme en un sanatorio si seguía vomitando y no comía lo que me daban, que me estaba quedando solo el esqueleto. Además del líquido blando como engrudo que me recetó para el dolor de estómago —todavía faltaban varios meses para que me hicieran el estudio que diagnosticó el descalabro del órgano digestivo— incluyó el inefable y reconstituyente aceite de hígado de bacalao, apenas dos cucharadas por día, que eso me iba a levantar el ánimo y las carnes.
Quienes probaron algún día ese aceite apestoso sabrán entenderme cuando les diga que terminé en el médico más cercano, que estaba a solo dos calles de casa, porque poco faltó para que muriera. Después de berrear y hacer arcadas no bien la cuchara se acercaba a mi boca, tragué el revulsivo porque mamá era muy convincente cuando hacía falta, y no había dios que se le retobara. Claro que por algo yo era su hija y más tarde o más temprano hacía escuchar mi voz. Aquella vez fue temprano porque a las dos horas de haber tomado el brebaje me hinché como un sapo y me salió una brutal erupción al mismo tiempo que mi garganta se negaba a dejar entrar el aire que me faltaba en los pulmones.
“Es una reacción alérgica”, dijo el doctor vecino, antes de que me desmayara. Cuando desperté podía respirar casi normalmente, si no fuera por el susto, eso que todavía no me había visto en el espejo. Mi cara, adornada con unas ronchas encarnadas dignas de un concurso, era un globo igual que el resto del cuerpo. El precio de no tomar nunca más el aceite de bacalao no fue barato, pero bien valió la pena.
Por suerte faltaban cinco días para la Nochebuena, que pasaríamos en nuestra pieza-hogar, y un día más para la Navidad, cuando estábamos invitados a almorzar a la casa de la tía Dora, que vivía en Caseros con su marido y dos hijos. Yo esperaba que en ese lapso mi apariencia se fuera normalizando porque mamá fue terminante cuando me dijo: “No importa cómo te veas, vas a ir igual para que aprendas a no ser caprichosa”. Al parecer no tenía opciones, así que me pasaba el día mirándome al espejo para darme la bienvenida lentamente. Mis dolores de estómago no mejoraban pero por lo menos ya no vomitaba.
Junto con nosotros también iría a la casa de los tíos el abuelo Serafín. El padre de mamá era un ejemplo —a no imitar— de aquellos emigrantes que se marcharon dejando mujer e hijos para nunca más volver. Sus mujeres, viudas de vivos, como las nombró Rosalía de Castro, en el mejor de los casos recibían de sus maridos ausentes algo de dinero de cuando en cuando para que no pudieran decir de ellos que eran malos hombres porque habían abandonado a su familia y roto todas las promesas que les hicieran al partir. La madre de mamá era una de esas mujeres; crió sola a sus tres hijas y al hijo que su marido le dejó en el vientre cuando fue a visitarla por única vez. El abuelo nunca llegó a ver personalmente a su hijo varón ni éste a su padre.
Mamá tenía siete años cuando el padre emigró, y volvió a verlo 28 años después. A ella le sucedía algo parecido a mí, pero con más edad. A mamá le costaba mucho entenderse con su padre y a mí me costaba mucho aceptar al mío simplemente porque eran unos perfectos desconocidos. El vínculo de mamá con el abuelo Serafín se circunscribía a la visita que nos hacía cada sábado por la tarde, cuando entre cafés y unos tragos de Legui nos relataba sus peripecias en la cocina del Alvear Palace Hotel, donde trabajó por años, hasta que compró su propio restaurante.
Fuera de eso, todo eran discusiones: mamá defendía a su madre y el abuelo la atacaba diciendo que tenía muy mal carácter y que por eso prefirió quedarse en Buenos Aires. Ese endeble argumento —al parecer el mejor que el abuelo había conseguido— ponía a mamá a cortar tachuelas con los dientes, como decía doña Francisquita. Papá no se metía en la discusión y yo no necesitaba excusa para largarme escaleras arriba y visitar alguna de las piezas, o simplemente perdía el tiempo en el patio para no escucharlos discutir sobre los estigmas de la emigración que tan de cerca me tocaban. Lamentaba no ser grande para apoyar los fundamentos de mamá ante el desapego del abuelo y el silencio cómplice de papá.