Capítulo 15

 

 

 

 

—Tengo un calorcito corriéndome por el pecho como un ciempiés enloquecido— me confesó Norita apenas nos encontramos en el pasillo. Ella salía de la ducha, limpita y perfumada como una rosa recién amanecida, y yo estaba regresando de la escuela con el pensamiento puesto en las cinco de la tarde.

—¿Cómo lo tomó tu abuela cuando le dijiste que tenía que hacer de enferma ante el cura Rafael?

—Como decirme, en realidad lo que hizo fue tirarme con las mejores palabrotas de su variado repertorio, y también con algunas cosas que tenía a mano, incluido un zapato, pero fuera de eso no hubo mucho más. No le quedó más remedio que aceptar fingirse enferma porque de todas formas el curita va a venir... ¡dentro de cuatro horas! —terminó diciendo Norita, como si acabara de descubrir la pólvora, mientras corría por el pasillo rumbo a su pieza y yo me encaminaba a la mía.

Un grito de la joven me hizo dar vuelta justo cuando comenzaba a bajar las escaleras. Rápidamente retomé mis pasos para ver qué le pasaba. Entonces los vi. Al parecer Norita se había tropezado en su carrera con Eulogio, que volvía de la barbería para almorzar. A Norita casi no la podía ver, ni ella a mí porque Eulogio, de espaldas, se interponía entre las dos. Pero en cambio pude escuchar muy claramente lo que el barbero le decía gracias a que la rabia le impedía moderar su tono airado.

—No puede ser que estés tan embobada con ese cura que hasta lo traes a tu casa, y por encima con engaños. Si tanto te gustan los hábitos blancos puedo alargar hasta los pies mi chaqueta de barbero a ver si te fijas en mí, que no soy ni fantasma ni cura.

—No me gusta cuando te pones así, Eulogio. Estás metiéndote demasiado en mis asuntos y ya sabes que no me gusta. Deberías desentenderte de las cuestiones ajenas.

—Tienes razón, Norita. Son muchas las cosas de las que quisiera desentenderme: del tiempo que pasa, de la lluvia que cae, del camino de regreso, de las palabras no dichas, del amor que se esfuma. No quisiera tener tantas cosas recordándome todo el tiempo que no me puedo desentender de ellas, sobre todo de una: no me puedo desentender de ti —terminó diciendo Eulogio antes de dar media vuelta y dejar a Norita a medio camino entre el asombro y un sentimiento que todavía no sabía qué nombre ponerle.

Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió que a pesar de que Eulogio era demasiado viejo para la inexperta Norita, por lo menos era real y parecía quererla mucho. Pero ella aún prefería lo inalcanzable.

A las cuatro y media de la tarde me escapé de las recomendaciones y advertencias de mamá y subí corriendo las escaleras. El conventillo relucía aquella tarde de principios de diciembre, que ya anunciaba la presencia cercana del verano. El baño chico apestaba a acaroína, y tanto el patio como el pasillo todavía tenían la humedad de la lavada a fondo, con lejía incluida. De las sogas solo pendían los broches de madera y los malvones competían en colorido. En la cocina, doña Lila y su cuñada estaban terminando de dejar todo limpio e impecable.

—No creo que se niegue, pues es un pastor de Dios y se debe a sus ovejas —decía doña Lila atareada en sus quehaceres.

—Si tiene algo que ver con el fantasma, como dice la alocada de Nora, por supuesto que no va a querer saber nada, y si no es así es su deber ayudarnos a encaminar a la pobre alma en pena, condenada a vagar eternamente por el pasillo de adentro —remató Ernestina al tiempo que se santiguaba.

¿Qué estarían tramando? Lo que fuera, seguramente Norita no estaba enterada, por cuanto era mi deber ponerla sobre aviso. Al pobre cura no le iba a ser fácil librarse de las mujeres del inquilinato así como así, ya que los hombres estaban en sus respectivos trabajos, excepto Eulogio, que al parecer aquella tarde no tenía intenciones de ocuparse de atender su barbería. Su puerta se mantenía entornada como para no perder detalle de lo que ocurría en el exterior.

Apenas me asomé a la pieza 3 pude comprobar —además de que Norita no estaba allí— que el ambiente no era precisamente de fiesta. Doña Francisquita, sentada en la cama y con la mañanita de las grandes ocasiones sobre los hombros, tenía cara de quien ya se ve ardiendo en el infierno por andar mintiendo de vieja.

—No sé si voy a poder engañar a este buen cura que tiene la bondad de venir a verme, ¡como si estuviera al borde de la muerte! ¡Me van a excomulgar! —estalló con rabia.

—Mamá, ya sabemos que usted no está enferma pero está vieja, que para el caso es lo mismo, en la consideración de los curas —cargó Porota con la habitualidad de su ácido sentido del humor, que se llevaba muy bien con aquella especie de mesura apachorrada que no la abandonaba jamás.

Doña Francisquita conocía muy bien a su hija, y por la forma en que a veces se enfurecía con ella se podría pensar que sus actitudes le recordaban a alguien de quien no tenía una buena opinión. Y aquel podría ser uno de esos momentos, por cuanto con un gesto que no se emparentaba con su condición de enferma, se arrancó la mañanita de los hombros, la enrolló con un solo ademán y la lanzó en dirección a su hija, que ni siquiera levantó la cabeza del florero en el que acomodaba con profesionalismo un hermoso y colorido ramo que engalanaría el centro de la mesa, ya dispuesta con un mantel blanco bordado a mano.

Por mi parte creí conveniente bajar hasta la puerta de calle, donde me dijeron que estaba la ansiosa Norita esperando al sacerdote. Y así era, solo que cuando llegué a la mitad de la escalera el padre Rafael saludaba cortés a la alborotada muchacha, que no podía disimular su excitación. Entonces di la vuelta lo más rápido que pude para dar aviso del advenimiento.

—¡Ya viene el cura, ya está subiendo! —grité antes de llegar a la pieza 3.

También doña Lila escuchó, y como correspondía a su función de encargada de aquella casa de familia, se colocó en la punta de la escalera, con Ernestina, Lidia y las dos Pepas como escoltas improvisadas, para dar la bienvenida a tan ilustrísimo visitante.

—Buenas tardes —saludó el padre Rafael al comité de recibimiento.

Me pareció más alto que el día anterior en la iglesia, y hasta su hábito blanco se veía más luminoso, lo mismo que su sonrisa amable, llena de dientes relucientes y fuertes. Su actitud gentil apenas disimulaba la inquietud que bailaba en sus ojos negros e inteligentes y en sus dedos entrelazados nerviosamente sobre la barriga plana.

—Buenas tardes, padre, bienvenido a nuestra casa. Todos nos sentimos muy honrados con su visita, que espero sea placentera —dijo doña Lila mirando intencionadamente a Porota, tranquilamente instalada en la puerta de la pieza.

—Vamos padre Rafael, que la abuela lo está esperando —deslizó Norita, dispuesta a no dejarse robar ni un minuto del cura de sus amores.

—Un momento padre —dijo de pronto Pepita casi interrumpiendo el paso del cura—. En nombre de la gente de esta casa, todos compatriotas suyos por otra parte, le quiero pedir que nos ayude en un problemita que solo un enviado de Dios puede solucionar, así que no bien termine con la enferma lo esperamos en el patio que está al final del pasillo.

—¿De qué se trata? —preguntó el novel sacerdote jugando nerviosamente con sus dedos entrelazados.

—Ese problemita tiene que ver con el fantasma que visita mi pieza, así que no es necesario que se traslade al patio ni a ningún otro lado para tratar el tema, si es que quiere hacerlo —dijo Norita echando chispas por sus enormes ojos saltones hacia sus vecinas.

—En esta casa soy yo quien decide, por lo tanto se harán las cosas a mi manera, que para eso soy la encargada. Lo esperamos en el patio, padre —terminó tajante doña Lila cuando ya el inquieto cura era introducido en la pieza 3 por una decidida Norita, y yo detrás, que el asunto se estaba poniendo muy bueno y no quería perderme detalle.

Y casi lo logro, si no fuera por la mano más que conocida que me tomó del brazo justo cuando estaba por poner el pie en el umbral de la puerta de la pieza en la que acababa de entrar el cura, que quien sabe a estas alturas ya estaría pensando si no se estaría metiendo en un lío.

—¿Adónde crees que vas? ¿Cuándo vas a aprender a no meterte donde no te llaman? —clamó mamá, que tampoco había podido sustraerse al acontecimiento eclesiástico ni a mis desplazamientos.

—Pero si yo le pregunté a Norita si podía estar con ellas y el cura, y me dijo que sí —me defendí como pude.

La verdad es que no había preguntado a nadie, aunque había dado por sentado que mi presencia no iba a molestar, ya que por entonces sentía que yo era algo así como la representante de la cuarta generación de mujeres que habitaban la pieza más divertida del conventillo. Por supuesto que mi madre no pensaba lo mismo, así que no tuve más remedio que quedar con el grupo que se había formado en el hall de entrada debatiendo sobre la manera de convencer al cura de ayudar a espantar al fantasma del conventillo, para lo cual tenían pensado hacerlo entrar al pasillo chico a través de la puerta de la cocina.

Fastidiada a más no poder decidí ventilar mi enojo pasillo adelante, vacío y silencioso, hasta que llegué al patio y me topé de golpe con Eulogio. Todavía tenía puesto su saco de barbero, y por la forma en que caminaba sin ir a ningún lado se podría decir que tenía atragantadas todas las esperas.

—Eres la única que no está acosando al cura, debe ser porque todavía eres muy chica —dijo aplastando con el pie la colilla del cigarro en el piso recién lavado.

—No, es porque mamá no me deja —dije sincera y enojada.

Me miró con la sonrisa triste y resignada de su insumisa soledad, que aquella tarde parecía más sola que nunca.

—Un día de éstos te voy a invitar nuevamente a tomar un submarino de los que tanto te gustan, y hasta podemos preguntarle a Norita si nos quiere acompañar. ¿Qué te parece?

—Me parece muy bien. Y por Norita no te preocupes, yo me encargo de convencerla de que vaya con nosotros —dije tratando de consolarlo, aunque tenía mis dudas en cuanto a si podría conseguir lo que terminaba de prometer.

—Eres una buena rapaza. ¿Ya no piensas en marchar para la aldea? —me preguntó inesperadamente.

—Desde luego que sí, pero trato de no pensarlo todo el tiempo así le doy descanso a la cabeza.

Un tropel de voces y pisadas interrumpió la conversación que manteníamos con Eulogio. Todas las mujeres que estaban en el hall se desplazaban en compacto grupo hacia nosotros, menos doña Lila.

—La encargada se quedó vigilando por si el cura decide marcharse sin cumplir con lo que queremos —recalcó Lidia.

—¿Y qué es eso que quieren, si se puede saber? ¿Acaso piensan desnudarlo para ver si es de carne y hueso o si en verdad es la encarnación del fantasma, como asegura Norita? —preguntó sarcástico Eulogio.

—Esa es una tontería de la muchachita, que está muy confundida. Lo que le vamos a pedir es que entre por la puerta de la cocina que da al pasillo y haga lo que tenga que hacer para mandar al fantasma a su descanso eterno, que por algo será que se mantiene aferrado a este mundo. Nosotras no lo pudimos conseguir.

La que así hablaba era Pepita, que junto con su hermana habían hecho lo imposible —según sus saberes en el tema— para lograr que el curita fantasma emigrase a la vida de ultratumba, ya que en ésta corría serios peligros si es que una noche cualquiera Norita decidía pasar a la acción. Era de buen cristiano preocuparse por difuntos confundidos y ellas lo eran.

Un ruido conocido por todos nosotros, a modo de pasos de gigante lento y perezoso, nos alertó. En efecto, ahí venía Porota dando bandazos con sus piernas cortas, seguida del padre Rafael, Norita y doña Lila, en este orden.

—Es una casa muy bonita —dijo el padre al llegar al patio.

Tenía una sonrisa beatífica, las mejillas arrebatadas y se lo veía bastante más suelto que a su llegada. Puede que el licor o el anís que las madrileñas tenían por si acaso, tuvieran algo que ver.

—Para nosotros lo es, porque ya dejamos de soñar con el paraíso. Estas paredes vieron pasar muchas maletas de emigrantes cargadas de sueños americanos. Algunas se quedaron, otras partieron después de un tiempo con sus dueños a otros rumbos que creían más propicios. También hubo algunas que hicieron el camino de vuelta a través del Atlántico, vacías de ilusiones, porque quienes las habían traído necesitaban volver a su pueblo antes de que su gente no los pudiera reconocer. Pero hubo otras maletas que quedaron para siempre en esta casa gracias a que mi esposo, que era un sentimental, las fue guardando en el último rincón del pasillo chico, que comunica las piezas por dentro, cuando sus dueños o bien fueron muriendo o bien las abandonaron al marchar con ínfulas de nuevos ricos. Hay de todo en la vida.

—Qué bonita anécdota —dijo el cura más por compromiso que por interés—, pero...

—Un momento —lo interrumpió sin miramientos Pepita—. No quiero discutir contigo Lila, pero nunca nos hablaste del asunto de las maletas.

—Ni falta que hace, Pepita, que ni yo te tengo que dar explicaciones del manejo de este inquilinato ni en esas maletas hay algo que les pueda interesar ni a vivos ni a muertos. Yo misma me olvidé de ellas hasta este momento en que quise contarle al padre apenas un detalle de la historia de esta casa, cuyo primer encargado fue mi difunto suegro, que en paz descanse.

—Esto cambia las cosas. Quién sabe si el fantasma es de alguno que murió y que está buscando su maleta porque algo importante dejó en ella —aventuró pensativa Lidia.

—Ya ve padre, aunque a mí me cuesta creer en ciertas cosas la gente de esta casa está preocupada, así que por su tranquilidad le pido que nos ayude —dijo doña Lila con suficiencia.

Para entonces el patio se estaba poblando con quienes iban llegando de sus trabajos. Papá, don José, Laura y hasta el matrimonio de ermitaños se sumaron al coro de opinólogos que, a favor o en contra, querían dejar bien sentado su parecer. Al padre Rafael, joven e inexperto, se lo veía encajado en su hábito blanco como una palomita de la paz a punto de suicidarse con el ramo de olivo.

Por lo contrario, yo estaba encantada. Todo aquello era muy divertido e interesante ya que nunca había visto a un cura persiguiendo a un fantasma. Tal vez fuera culpa de la tarde que se estaba despidiendo o en realidad el padre Rafael estaba perdiendo los colores de la cara, eso que Norita lo marcaba de cerca, cuerpo a cuerpo, piel a piel.

—¿Se podrían poner de acuerdo y explicarme qué es lo que quieren de mí? —dijo el cura tomando coraje y levantando los brazos al cielo, en un vano intento de acallar a la turba o acaso implorando la ayuda divina, que buena falta le iba a hacer.

—Que eche al fantasma, padre ¿es tan difícil de entender? —dijo Pepa como si allí todo estuviera muy claro.

—Eso sí que no lo voy a permitir. El fantasma no le hace mal a nadie y después de todo es conmigo con quien se comunica. Yo solo quiero saber quién es —dijo Norita vaciando las últimas palabras como miel caliente casi dentro de la oreja del cura, que le comenzó a temblar la sotana.

—Esa no es mi misión, y además estoy muy apurado —dijo el novel sacerdote mientras intentaba una digna retirada, que no le iba a resultar tan fácil.

—¡Qué fantasma ni fantasma, señor cura! Aquí hay gente de carne y hueso que pretende tomarnos el pelo a todos, incluso a usted. Ese pegote que tiene usted al lado sabe muy bien quién es el fantasmita —dijo Josefina antes de lanzar al aire una carcajada que en ella parecía más bien un graznido de lechuza—. No crea que todos los que estamos aquí nos caímos de un camión de nabos. No, señor, hay quienes no nos dejamos llevar de las narices por descocadas y putañeros —terminó porque ya Porota se dirigía hacia ella peligrosamente.

—Ya me tienes harta con tus medias palabras. O escupes lo que tengas que decir de una buena vez y delante de todos o te rompo el culo a patadas, y no te olvides que tengo el pie grande —amenazó, y no en vano, la madre de Norita.

—¿Puedo plantar la bandera de la cordura en este patético lugar? —se escuchó sorpresivamente la voz de Lola, a quien nadie había escuchado llegar, eso que sus tacos con tapita de metal repiqueteaban sobre las baldosas como campanas al viento—. Aquí nadie debería hablar de nadie porque, por más o por menos, todos tenemos muchas cosas que ocultar, ¿no es cierto Josefina? —preguntó con ironía mientras se abría paso hacia la vecina menos querida del conventillo.

Todas las miradas se clavaron en la cara de Josefina, desdibujada en la oscuridad del patio apenas rasgada por la débil lamparita de la cocina. Todos esperamos que reaccionara de la misma mala manera que lo había hecho hasta entonces, pero nos quedamos con las ganas. No solo no reaccionó mal sino que ni siquiera reaccionó.

—Mejor me voy a hacer la comida en vez de perder el tiempo con ignorantes —dijo ya a mitad del pasillo rumbo a su pieza con cierto apuro sospechoso.

¿Qué sabría Lola de ella como para meterla en caja con tan solo una frase? A todos los que estábamos allí nos hubiera gustado saberlo, con excepción del padre Rafael que lo único que quería era marcharse lo antes posible.

—Les agradezco a todos su amabilidad pero me están esperando en la iglesia.

—Por lo menos podría hacernos el favor de bendecir el pasillo chico, que eso nunca está de más —argumentó como último intento doña Lila.

—No es a lo que vine, y mi tiempo es muy limitado pues tengo que ver a otros enfermos.

—No quisimos abusar de su tiempo, padre, pero pensamos que usted podría ayudarnos —dijo Pepita con desilusión—. Hay una sola persona en esta casa que no cree en el fantasma del pasillo, usted ya la escuchó, acostumbrada a cultivar la sospecha con gran entusiasmo, pero los demás estamos convencidos de su presencia, y nada mejor que un cura para encargarse de estas cosas

—No hables por todos Pepita —dijo papá desde el compacto grupo que formaban los hombres—. Espero que perdone a las mujeres, padre, que son muy afectas a creer en estas cosas, así que puede irse tranquilo.

Las palabras de mi padre cosecharon sonrisas de aprobación del resto de sus congéneres machos, con Eulogio a la cabeza, salvo don José que se mantenía arrimado a la puerta de su pieza, como ausente. Parecía mirar sin ver.

El padre Rafael, siempre acompañado por Norita, se fue alejando a grandes trancos por el oscuro pasillo, donde solamente su blanca figura hería la oscuridad de la noche. El murmullo de las conversaciones no me pareció tan interesante como la solitaria figura del carpintero, que no se movía de su lugar. Apenas ladeó la cabeza para seguir los pasos del cura que ya se perdía en el fondo del estrecho corredor. Me acerqué a él por curiosidad, de lo cual me iba a arrepentir más tarde.

—¿Puedes escuchar ese sonido como el rasgar de un papel en el aire? —me preguntó como ausente.

—No... —contesté con todos los sentidos alerta.

—Solo los peces se sienten seguros en el agua, y solo los fantasmas se sienten seguros en la oscuridad de la noche y en la soberbia de los ignorantes.

Aquella noche no pude dormir. Las cortinas parecían haber dejado su aburrida vida, adquiriendo de pronto una transparencia fantasmagórica que me permitía entrever figuras danzantes, irreales, espectrales que ocupaban mi espacio y se burlaban del miedo que me tenía acurrucada en la cama casi sin respirar. Eran los habitantes de ultratumba despertándose cuando los vivos duermen, vigilando cuando los demás descansan. Tenía razón don José. Entonces tapé la cabeza con las sábanas y esperé la llegada del nuevo día.