Capítulo 16

 

 

 

 

El sol calentaba de tal manera que el techo de chapa de la pequeña pieza parecía derretirse sobre nuestras cabezas. Sin embargo, papá decía que todavía el verdadero calor estaba por venir. En el patio el único refugio era la higuera, que apenas podía detener el sol del verano que anunciaba su llegada con altas temperaturas. Mamá lavaba ropa en el piletón, equipada solo con la tabla de madera y jabón, y yo iba tendiendo en la soga cada pieza, mientras luchaba con los recuerdos y con alguna que otra lágrima rebelde que se negaba a seguir ocultándose. Un broche aquí, y otro allá y el nudo en la garganta que iba creciendo sin que yo pudiera hacer nada para detenerlo.

Papá ya se había marchado a trabajar —hacía jornada de dos turnos en la ferretería al por mayor donde trabajaba— después de almorzar con nosotras y escuchar como lo hacía cada día el radioteatro gauchesco. La radio era el hilo conductor hacia un mundo imaginario en el que desgranaban sus peripecias por el mediodía porteño lobizones, gauchos matreros y otros personajes por el estilo, de la mano de Juan Carlos Chiappe. Por la tarde el tono cambiaba en la recia y prometedora voz de Oscar Casco y la delicada y sufrida Hilda Bernard. El radioteatro era el género popular de entonces, donde no se hablaba de comunicación sino de comunicarnos.

Radio El Pueblo era la preferida de papá, lo mismo que Radio Colonia, imprescindible cuando la censura dictatorial impedía que el pueblo supiera qué estaba sucediendo. A mí me gustaban más los programas de Radio El Mundo, también los predilectos de mamá.

Pero ese día 15 de diciembre yo casi no había escuchado qué le pasaba al gaucho de a caballo que recorría las pampas haciendo justicia. Estaba muy triste porque era la fecha en que cumplía 11 años y echaba de menos a los abuelos, a los tíos, amigos y vecinos que siempre hicieran de mi aniversario un día muy especial.

Me invadía una tristeza en estado de rebeldía, que al parecer se notaba bastante porque mamá me reprochó en el almuerzo que pese a haberme hecho una comida a mi gusto seguía con aquella cara de vinagre que a ella tanto le disgustaba. Y no es que no le agradeciera que por una vez no viera carne en mi plato, pero no podía evitar pensar en mi último cumpleaños en Bustomeu, ensombrecido ya por el fantasma de la emigración, pero aún así lo disfruté porque estaba en mi lugar y con mi gente. Hacía mucho frío aquel día y a la noche comimos en la casa de los abuelos y después vinieron los vecinos y cantamos canciones de la tierra acompañados por la pandereta de mamá y el acordeón de don Gumersindo.

Sin embargo, ese día de diciembre aunque el almanaque indicaba que era mi cumpleaños el sol calentaba a pleno. El mundo se había puesto del revés, y yo estaba a punto de caerme de él. Intenté calmarme para no llorar. No quería preocupar a mamá, que últimamente parecía no sentirse muy bien de salud.

Por lo menos mi compañera de colegio y amiga, Lidia, vendría a tomar la leche conmigo y podría contarle lo que me pasaba sin temor a los reproches y consejos habituales de mi familia. Nos queríamos mucho y yo sentía que podía confiarle lo que fuera que ella sabría entenderme. Las dos habíamos pasado de grado con muy buenas notas, y en mi caso la señorita Mercedes mandó llamar a mamá para decirle que se sentía muy satisfecha porque yo estaba aprendiendo deprisa y me estaba integrando muy bien.

Todos estaban contentos y yo fingía estarlo. Me acomodaba por fuera, me esforzaba por aparentar para no herir a los otros. Ya no protestaba tanto, aunque mi estómago tomaba la palabra cada vez más seguido. No obstante, aquel día me costaba fingir que estaba bien, por lo menos hasta que viniera Lidia y pudiera contarle. Ella sería mi única invitada, y también sería la primera vez que vendría a visitarme. Yo ya conocía su casa, un departamento de tres ambientes que distaba mucho de mi pieza llena de cortinas de plástico que parecían ocultar secretos inconfesables. Por un lado, las aceptaba como una manera de resguardar alguna intimidad por lo menos para dormir. Por otro lado, las detestaba con toda mi alma porque ocultaban sin ocultar, dividían sin dividir e impedían sin impedir. Odiaba su ruido seco y su olor picante y desagradable.

La pieza que más me gustaba era la de las madrileñas, que me parecía de lo más divertida y agradable. Todo estaba a la vista, así que había muchas cosas para distraer la mirada. No podía pedirles que me invitaran justo ese día a tomar la leche, y por encima con mi amiga, porque no era lo correcto y, fundamentalmente, porque mamá me mataría.

Como tantas veces había pasado, nuestra vecina más próxima, Lola —que tendría la misma edad de mamá, es decir unos 34 años— apareció en el alto de la escalera con el novio, según decía ella, o el cliente a domicilio, según decía mamá, que siempre le reprochaba que trajera el trabajo a casa, donde vivía gente decente y de familia. Se ve que Lola no le hacía caso porque ya venía bajando la escalera seguida de un señor mucho mayor que ella, embutido en un traje marrón y sombrero al tono, que saludó muy educado con un buenos días mientras aguardaba que la portentosa Lola abriera la puerta de la pieza.

Puede que mamá pensara en la visita de mi amiga Lidia cuando increpó duramente a nuestra vecina, o puede que estuviera de mal humor, o que recordara —tan bien como yo— el día que me pescó con la oreja pegada a la puerta de la pieza de la desinhibida Lola divirtiéndome con la polvareda de palabras y quejidos que salían del interior, y que me valió no solo el castigo de mi madre sino la promesa del castigo divino, es decir el de mi padre, que por suerte nunca llegaba.

Palabra va palabra viene y la discusión fue subiendo de tono hasta discurrir por andariveles poco aconsejables, y mucho menos con semejante calor. En otra ocasión me hubiera parecido hasta divertido, pero ese día mi ánimo no estaba para otra cosa que no fuera regodearme en mi tristeza. Si pudiera llorar hasta cansarme tal vez podría vaciar esa opresión que tenía en el pecho y el fuego que me abrasaba el estómago. Pero no había un lugar donde desahogarme sin testigos. Quizás el baño estuviera libre y entonces podría llorar a gusto.

Mamá seguía enfrascada en una discusión con la vecina que ni el hombre del sombrero podía parar, así que decidí marchar en busca de un rincón solitario. Necesitaba un espacio donde estar sola. En Bustomeu tenía todos los campos y todo el monte con sus cientos de escondrijos, pero ya no estaba en la aldea. Subí la escalera, saludé a Pepita, que estaba en la cocina, y seguí hasta el baño grande, ocupado como casi siempre. Alguien se estaba bañando. Continué caminando por el largo pasillo sin contestarle a Laura que desde el interior de la pieza me preguntó a dónde iba, hasta llegar a la entornada puerta de las madrileñas, señal que doña Francisquita dormía la siesta. Ninguno de mis vecinos se había acordado que era mi cumpleaños, eso que me había encargado de promocionarlo convenientemente. Y yo que había pensado que me querían.

Mis pensamientos entristecidos parecían empujar mis pies, que ya estaban bajando las escaleras de mármol hasta llegar a la vereda. Miré hacia ambos lados y no dudé ni un instante. Hacia el bajo estaba el río, los barcos y más allá el mar que me trajo y el que me llevaría de vuelta. Ahora ya podía llorar, nadie me conocía como para preguntarme el porqué o para decirme cómo debía llevar mi pena. No necesitaba fingir.

Fui cruzando calles que no conocía sin detenerme ni dejar de llorar. Tenía que vaciar la angustia que me estaba ahogando. Basta de llorar para dentro. No se me daba la gana de tragar más lágrimas. Sin darme cuenta llegué a una avenida muy ancha, por lo menos eso es lo que me pareció. Busqué el letrero en la esquina, que me indicó que estaba en la Avenida Paseo Colón. Había caminado en línea recta, así que si volvía sobre mis pasos podría llegar nuevamente al inquilinato. Pero no era esa mi intención, aunque por el momento no tenía otra mejor.

Tenía que cruzar la avenida para seguir mi camino pero no me animaba con tantos coches circulando a gran velocidad. Entonces vi, a lo lejos y a mi izquierda, la garita del policía que dirigía el tránsito. Era lo que necesitaba, así que hacia allí me dirigí. Caminé dos cuadras para darme cuenta de que la garita estaba vacía. No importaba, nada iba a detenerme, cruzaría lo mismo aunque me pisara un coche, pensé mientras lloraba mi indecisión y mi pena paradita en la esquina.

Cuando estaba midiendo las posibilidades se me acercó una señora y me preguntó qué me pasaba. Yo le dije que nada, que solo quería cruzar para llegar al puerto. Ella entonces me dijo que me iba a ayudar, y por cierto que cumplió, claro que no de la manera que yo esperaba. Antes de que pudiera darle las gracias, como correspondía a mi buena educación, ya tenía a mi lado a un vigilante que me miraba muy serio transpirando la gota gorda debajo de su uniforme azul, con gorra y todo.

Temblé. Los guardia civiles me daban mucho miedo, y papá me dijo que estos policías cumplían la misma función. Estaba en problemas.

—¿Cómo te llamas?

—Carmen.

—¿Carmen qué... ?

No le contestaría ni una sola palabra más. Por mi acento sabría que no era argentina y por encima me había escapado de casa. Terminaría presa, sin duda alguna y ya no podría meterme en un barco de polizón. La idea me surgió de pronto, y era para tenerla muy en cuenta para otra ocasión, porque por el momento el vigilante no parecía tener intenciones de ir a dirigir el tránsito y dejarme tranquila, como hizo la señora entrometida, que se fue por donde vino después de depositarme en manos de la policía.

Entonces redoblé la apuesta y continué llorando las lágrimas que aún no tenía llorado, y eso que le venía dando duro y parejo. Se me presentó una imagen que me había impactado mucho cierta vez en el pueblo, cuando vi a una pareja de guardia civiles que estaban llevando detenido poco menos que en vilo a un muchacho que tenía pintado en la cara el miedo en el sentido más puro. El vigilante de mis pesadillas parecía muy amistoso, pero nunca había que confiarse, y esa mano que apoyó —aunque delicadamente— sobre mi hombro me dio escalofríos. Su voz sonaba amable y sus palabras también al decirme que no me preocupara, que todo se iba a arreglar, que ya encontraríamos a mi familia, pero como hacía mucho calor, antes quería invitarme a tomar algo fresco a la cafetería que estaba justo en la esquina. No tuve más remedio que seguirlo, no era cuestión de empeorar las cosas tratando de escapar. Nos sentamos en una mesa pequeña desde la que se veía la calle, con muchas personas caminando solas y libres. ¡Qué afortunados eran!

—¿Qué hacés Carlitos? —le dijo el mozo al vigilante mientras me miraba de reojo preguntándose seguramente quién sería esa pequeña y desconocida llorona.

—Tratando de resolver un asunto con mi amiga Carmen. Pero antes traeme una Canada Dry para mí y para ella... ¿qué querés tomar Carmencita? —me preguntó el vigilante.

—...

—Muy bien, creo que una Bidú le va a gustar —decidió por mí el policía ante mi silencio.

Cuando el mozo regresó con el pedido comenzaron a hablar entre ellos de mi situación como si yo no estuviera allí o padeciera algún retraso mental que me impidiera comprender de qué se trataba todo aquello. Eso me dio mucha rabia, lo cual ofició milagrosamente como tapón a mis lágrimas, o puede que ya no tuviera más.

—Parece que le dijo a la mujer que la encontró que quería ir al puerto, pero yo pienso que está perdida o que se escapó de la casa. No voy a tener más remedio que llevarla a la comisaría —dijo el vigilante poniendo énfasis en la última palabra.

—Yo no estoy perdida, sé muy bien dónde vivo, y ya estaría en el puerto si usted no me tuviera aquí detenida —dije sin importarme las consecuencias. Estaba francamente harta de ser una víctima educada.

—Muy bien, veo que nos estamos entendiendo. ¿Y a qué quiere ir al puerto una niña tan pequeña y sola?

—No soy nada pequeña, hoy cumplo 11 años y estoy triste porque se me da la gana.

Bueno, si quería un motivo para llevarme presa, ahí lo tenía. Tal vez me deportaran por faltarle el respeto a la autoridad y por fin terminaría arriba de un barco rumbo a España. ¿Acaso no era eso lo que quería?

Con la lengua desatada, sin que me importara mi acento —hasta creo que metí en la conversación alguna que otra palabra en gallego— le conté a Carlitos y al mozo hasta el día en que había dejado la teta, incluyendo la dirección de donde vivía. “Carlos Calvo 948”, les dije, aclarando que era un conventillo que le decían inquilinato, o casa de familia. Grande fue mi sorpresa cuando el vigilante me dijo que éramos casi vecinos, pues él vivía en Humberto 1° entre Piedras y Tacuarí, y que tenía una hija tan solo un año menor que yo que se llamaba Olga.

Carlitos, el vigilante, me acompañó rumbo a casa, prometiéndome que para evitar la paliza de mamá él iba a apoyar mi versión de que había ido a comprar caramelos y me había perdido. Eso si yo le prometía que jamás intentaría ninguna otra aventura por el estilo, que mis padres estarían muy preocupados, teniendo en cuenta que eran las siete de la tarde y que había salido de casa alrededor de las tres. Pese al miedo que tenía a las reprimendas, recuerdo haberme sentido importante porque de alguna manera había recuperado una brizna de la absoluta libertad que tenía en Bustomeu, donde no había cotos ni peligros que sí parecía haber —según mis padres— en las calles de Buenos Aires.

Una cuadra antes de llegar a casa pude ver en la puerta del conventillo a un grupo de personas, entre las que distinguí a mamá. Ella también me vio porque enseguida corrió a mi encuentro, algo que yo no podía hacer porque me temblaban las piernas. Lo primero fue el abrazo interminable contra su pecho y después me tomó por los hombros y me miró buscando alguna herida de guerra o algo por el estilo. Entonces, al ver que estaba enterita su semblante cambió peligrosamente, para mí.

Pero ahí estaba mi nuevo amigo, el vigilante, para acomodarle a mamá el libreto acorde a nuestro pacto, que por supuesto ella no creyó en absoluto —conocía muy bien mis mañas—, aunque trató de disimularlo, pues no era cuestión de dudar de la autoridad. Entre la gente que estaba en la puerta se encontraba Lidia, y también su mamá, que venía a buscarla sin saber que su hija nunca se había encontrado conmigo, pues ella llegó apenas unos minutos después de que yo decidiera darle el gusto a mi espíritu agobiado. Me abracé con mi amiga y le pedí disculpas, prometiéndole que cuando estuviéramos a solas le contaría lo ocurrido. Me dejó un bonito paquete que contenía mi regalo de cumpleaños, y se fue con su mamá mientras yo me sentía la peor de todas.

El vigilante se marchó prometiéndome invitarme a su casa para que conociera a su hija. En lo alto de la escalera se arremolinaban doña Lila, doña Francisquita, Fidel, Ernestina, Norita y las Pepas, que me dijeron que desde luego habían recordado mi cumpleaños, solo que hicieron como que no porque me tenían reservada una sorpresa. Todos los demás, incluyendo mi padre, estaban buscándome desparramados por varias cuadras a la redonda, convencidos de que me había perdido. La única que desconfiaba era mamá, pero parecía dispuesta a darme el beneficio de la duda.

Aquel atardecer, que se extendió hasta bien entrada la noche, tuve más de una sorpresa. En el patio de arriba estaba dispuesta “la mesa de todos”, que no era más que una gran tabla sostenida por tres caballetes y vestida con un bonito mantel que se preparaba para alguna celebración en la que participaban todos los vecinos del conventillo, como ser Navidad o Año Nuevo. Esta vez estaba dispuesta para agasajarme a mí.

Cuando se dieron cuenta de que no aparecía por ningún lado la alarma cundió entre todos y el festejo quedó fuera de la mente de la mayoría, pero no de Pepa y Pepita, que dijeron que irían poniendo la mesa mientras yo no llegaba, porque estaban seguras de que no iba a tardar en aparecer. Por algo eran brujas...

Fue un cumpleaños maravilloso. Cada vecino aportó lo suyo, así que la mesa estaba repleta de cosas ricas. No faltaba el dulce de membrillo de las Pepas, la empanada gallega que mamá había hecho sin que yo supiera, los sánguches de miga traídos por Eulogio, sin olvidar las infaltables botellas de vino blanco, los licores de las marineras y hasta unas empanaditas criollas que había hecho Norita, con más voluntad que sapiencia culinaria, pero con cariño. Don José asó unos chorizos en la parrilla para hacer sánguches, porque un domingo me dio a probar y me habían gustado mucho. Lola no sabía cocinar, pero parece que cierto cliente tenía una panadería y entonces trajo una preciosa torta con forma de corazón, con once velitas que tenían en la base trocitos de tul rosado, que fue a adornar el centro de la mesa.

De las sogas pendían en lugar de la ropa habitual muchos globos de colores y hasta los malvones tenían unos adornos que se estiraban como acordeones, que yo no había visto jamás. Estaba tan contenta que los pensamientos tristes se batieron en retirada aquella noche ante la presencia del cariño de mis vecinos que, sin saberlo —o sí— me estaban ayudando a sentir que lejos de Bustomeu también había gente que me quería y a la que podía querer. Después de todo Buenos Aires no era tan malo.

Y como no podía ser de otra manera, tampoco faltó la música en mi fiesta, y con una sorpresa extra traída de la mano de don José, que le pidió a mamá que fuera a buscar la pandereta y él tocaría la gaita, que fue lo primero que metió en la maleta antes de emigrar. Nunca me hubiera imaginado que el sordo ronquido del instrumento por excelencia de mi tierra sonara tan bien en aquel patio de conventillo esparciendo sus sones por el cielo de Buenos Aires. Todos se emocionaron mucho porque al parecer don José no había vuelto a tocar la gaita desde la muerte de su esposa.

Una jota, un pasodoble pedido por doña Francisquita, una muiñeira, una ranchera, que la improvisada orquesta de gaita y pandereta se atrevía a todo, incluso con una milonga —un solo de gaita— coreada por todos: Cuando tú pasas caminando por la calle, repiqueteando tu taquito en la vereda...

Eulogio intentaba sin mucho éxito sacar a bailar a Norita, que se hacía rogar con provocativos movimientos del vuelo de su vestido rojo. Después apagué las velitas y vinieron los regalos. El primero que abrí —no sin culpa— fue el de Lidia. Era un diccionario grande y gordo, el primero que tenía en mi vida. Don José me regaló una caja de madera rectangular, hecha por él, “para guardar los lápices”, me dijo. Se la agradecí, aunque mi pensamiento se posó en el barco que no podía navegar, como yo. Las madrileñas me dieron un muñeco grandote, vestido con pantalones blancos y camisa roja, que fuera el preferido de Norita hasta que “le empezaron a crecer las tetas y la intención”, según su abuela. Lola tenía guardada una sorpresa en forma de lápiz labial, para que fuera practicando, que mamá incautó sin más trámite. Doña Lila me obsequió un monopatín que fuera de su nieto, ya adolescente, y los demás me dieron ropa, igual que mamá y papá, que tenían además un regalo extra, que me habría de durar toda la vida. Mi madre no estaba enferma, sino embarazadísima de dos meses. Iba a tener un hermano o una hermana argentino/a. Aunque la sorpresa fue mucha sorpresa, la sumé a mi alegría recuperada, aunque fuera por una noche.