Capítulo 19
En mi recorrida por las piezas aquella tarde anterior a la Nochebuena asistí a la reunión de un grupo de mujeres que hablaban con la alegría inconfesada de las travesuras insólitas de algo que resultó ser un tónico para mis energías socavadas: entrarían en el pasillo interno, justo a las doce de la noche, para intentar algún contacto con el fantasma curil. Pero sobre todo —y más que nada— para ver qué guardaba allí doña Lila con tanto celo, incluidas esas misteriosas maletas nombradas al pasar frente al padre Rafael, que dicho sea de paso había desilusionado a Norita porque después de su visita nunca más pudo lo pudo encontrar —eso que rondó la iglesia a toda hora y preguntó hasta el cansancio por él— ni siquiera para saludarlo.
Lo último que vio del cura fue su espalda blanca poco menos que corriendo por la calle Tacuarí hacia la Iglesia de la Inmaculada, donde seguramente pensaba que podía estar a salvo de sus estrambóticos compatriotas emigrantes. Así fue como en las fantasías de Norita solo quedaba su fantasma de entrecasa, que significativamente después de la visita del padre Rafael comenzó a escatimar sus visitas nocturnas. “Es que tal vez se puso celoso por la manera en que te lo querías comer al cura ese de polleras blancas”, le decía Eulogio a la muchacha de sus sueños, hablando más por él mismo que por el espectro.
Aquella noche era la indicada porque la encargada se iba a quedar en la casa de la hija y su familia, y no dejaría a sus cuñados para vigilar que todo estuviera en orden, como siempre hacía cuando se ausentaba. Ellos la acompañarían, así que la ocasión no podía ser mejor para entrar en donde siempre nos estuviera prohibido, como si allí se guardara el secreto de los secretos. Con las Pepas a la cabeza, las marineras, las madrileñas, Lola y hasta mi madre a favor, por amplia mayoría se decidió que a las doce en punto entrarían en el pasillo chico para convocar, espantar (“¡eso sí que no!”, protestaba Norita), o lo que fuera que resultara de aquella incursión, al fantasma que se había quedado en el primer recodo del camino de ultratumba. Para ello necesitaban por lo menos dos cosas: la primera y principal, estar provistos del conjuro adecuado, lo cual ya estaba solucionado por las Pepas, y la segunda, buscar el lugar de entrada, teniendo en cuenta que según doña Lila las únicas llaves para acceder el pasillo chico las tenía ella a buen resguardo, como correspondía a su investidura de encargada.
Hubo quien propuso una sublevación a la suprema autoridad ausente y romper la cerradura del baño o de la cocina —“Si hacen eso Lila los va a echar a la calle a todos”, dijo la estirada Josefina ejercitando su deporte favorito de llevar la contraria en todo—, porque nadie quería romper su propia puerta interior y luego quedar a expensas de lo que fuera que anduviera por el pasillo. Después de analizar varias ideas sin mucho éxito, y cuando la empresa parecía rumbo al fracaso, doña Francisquita aportó la solución, dejando bien en claro, a juzgar por su amplia sonrisa, que aquello le encantaba.
—No hace falta que rompan nada. Ésta abre la puerta del pasillo que da a nuestra pieza —dijo la anciana de cabellos tan blancos como su piel balanceando entre el pulgar y el índice una llave plateada, ni grande ni chica.
—¿De dónde la sacó abuela? ¿Por qué nunca supe que la tenía? Usted sabe las ganas que siempre tuve de entrar en el pasillo —se quejó Norita.
—No importa cómo ni dónde la obtuve, el caso es que la tenemos y la podemos usar para dar una vuelta por el pasillo encantado patrullado por un fantasmita bien pícaro y custodiado por una encargada con aires de enseñoramiento irritante.
Las Pepas estaban eufóricas porque podían ejercitar su bien ganada fama de brujas entendidas en casi todo, y quizá hasta podrían tener un encuentro con el fantasma y preguntarle si necesitaba ayuda para encontrar la entrada al más allá, o si solo estaba ahí por gusto.
Con todo arreglado para la correría por el pasillo prohibido, incluida la mesa comunal dispuesta en el patio para el festejo después de la cena, cada cual se marchó a su pieza a comer en familia. Don José y Eulogio compartirían sus soledades y también la parrilla para hacer un rico asado. Comerían en la mesa de todos y después que los demás fueran llegando cuando quisieran. Lola estaba invitada a comer con las marineras, de quien era muy amiga. Nosotros cenamos en nuestra pieza una comida gallega, como es el bacalao con papas y una salsa de pimentón que parecía ser el antojo de turno de mamá, que andaba con todos los síntomas de los primeros meses de embarazo. Estaba muy rico y comí con ganas, por eso mi estómago recibió el alimento sin protestar como de costumbre.
Durante toda la comida, mientras mis padres hablaban de sus cosas yo no dejaba de mirar el reloj. Estaba muy ansiosa, así que cuando aún no habían dado las once y media pedí permiso para sumarme a las aventureras que develarían el secreto del pasillo.
—Espera que vamos juntas, todavía es temprano —me dijo mamá mientras juntaba los platos.
—Yo no estoy de acuerdo que hagan semejante cosa, ni siquiera para divertirse. Seguro que doña Lila se va a enterar y nos va a perder la confianza. En ese pasillo solo hay basura y ratas.
—¿Ratas? —pregunté alarmada. Un fantasma, vaya y pase, pero ¡ratas!
—Y seguramente que muchas, ¿o acaso nunca viste ninguna pasearse por el pasillo y hasta por la cocina?
Mis inquietudes iban en aumento, pero por aquella época no había mucho en qué entretenerse, así que tenía que aprovechar cualquier distracción que se presentase y la conquista del pasillo, con toda su carga de misterio, no era para desperdiciar. Cuando llegamos al patio de arriba don José y Eulogio compartían la sobremesa.
—¿No quieren que les preste mi navaja barbera por si acaso el fantasma se enoja y las enlaza una por una con su hábito de pecador? ¿O solamente Norita quiere probar el poder del más allá?—preguntó zumbón Eulogio, que ya llevaba una buena cantidad de vino en la bodega.
—Déjate de estupideces Eulogio, que solo vamos a curiosear un poco. Y no tomes más que aún tenemos que brindar —le contestó mamá mientras nos alejábamos rumbo a la pieza 3, donde ya estaban las mujeres reunidas y dispuestas a la aventura.
Doña Francisquita, llave en mano, aguardaba que las Pepas se pertrecharan de sus elementos espantafantasmas. Pepa iría delante llevando un crucifijo y un pote con agua bendita. Detrás de ella, su hermana con una vela en cada mano y un rosario de invocaciones que iría desgranando según lo que se presentara.
A las doce en punto doña Francisquita metió la llave en la cerradura de la puerta que supuestamente nunca había abierto, le dio dos vueltas y se ladeó para ver los efectos en el grupo que estaba a sus espaldas. Las voces que hasta entonces llenaran la habitación enmudecieron. El tenso y expectante silencio permitió escuchar el chirrido de los goznes de la vieja puerta, que se fue abriendo con un quejido de pereza importunada mientras la anciana madrileña la iba empujando suavemente.
Una a una y en fila —el estrecho pasillo no daba para mucho más— fuimos entrando y dirigiéndonos en primer término a la derecha, la parte más larga que terminaba en la cocina. A la izquierda quedaba un tramo que continuaba hasta la pieza 2 y remataba en la residencia de la encargada. Yo me aferré a la pollera de mamá y me sobresalté cuando me di cuenta de que detrás de mí solo tenía a Porota, que si bien era bastante por sí sola yo hubiera preferido a alguien más guardándome la retaguardia, amenazada por las garras misteriosas de las sombras.
La mezquina luz de las velas —dos de Pepita y dos entre Lidia y Lola— con que nos alumbrábamos nos hacía imprecisos los límites del pasillo y más turbios e insondables los rincones. El latido de la llama ahuyentaba por momentos el asedio de las tinieblas pero no el aire húmedo y sofocante, impregnado de pronto por la voz de Pepita entonando un conjuro que a su entender limpiaría el pasillo de todo mal.
Búhos, lechuzas, sapos y brujas.
Demonios, duendes y diablos,
espíritus de las neblinosas fincas.
Cuervos, salamandras y meigas,
hechizos de las curanderas...
Y ya no pudo seguir porque de pronto un estruendo y una maldición de Pepa como para tener en cuenta desataron la pregunta obligada de los que veníamos detrás:
—¿Qué pasó? ¿Qué fue eso?
Las velas titilaron peligrosamente, se arremolinaron en movimientos convulsivos, como si hubieran sido poseídas por algún duende esquizofrénico.
—Tropecé con algo duro y me lastimé la pierna. Traigan las velas y vayan a buscar más para ver bien qué es esto que hay aquí.
—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Están bien? —se escuchó la voz de papá demasiado cerca. Estaba en el baño, y nosotras del otro lado sin poder avanzar sobre el trecho que nos faltaba.
—Necesitamos más luz para poder seguir investigando. Se nos están terminando las velas —gritó Pepa como si tuviera pidiendo auxilio desde el mismo cadalso.
Se escuchó el tirón de la cadena del baño y a papá mascullando palabras que no llegamos a entender, por suerte. La mano de Porota en mi cintura, o eso creía, me estaba mojando el vestido. Hacía mucho calor allí dentro, demasiado.
—Mejor que volvamos mañana con el día —escuchamos decir a Lidia.
—De ninguna manera. Mañana vuelve Lila así que vayamos por más velas y veamos que hay aquí dentro —fue la firme respuesta de doña Francisquita. Por una vez yo no estaba de acuerdo con ella.
Pero entonces llegaron los refuerzos. Detrás de nosotras una luz potente nos habló:
—No se asusten, somos nosotros —dijo la voz tranquila de don José sosteniendo su farol de noche—. Vayan saliendo que yo les alumbro el camino.
—De salir nada, José. Trae ese farol para aquí para ver de qué se trata esta montaña de cosas que tapan el pasillo.
Y don José avanzó, como pudo, hasta llegar al nudo del pasillo. Yo, favorecida por la menudez de mi cuerpo, me colé detrás de él para ver lo que fuera que había que ver. Entre las velas y el farol se hizo una buena claridad. Por empezar, contra el fondo se veía una pila de maletas, acomodadas por tamaño: las más grandes abajo, y así hasta llegar a la más chica en la punta. Maletas de emigrantes, según dijera doña Lila, viejas, resignadas ¿olvidadas? La imagen me pegó duro, y no fui la única. Pero para llegar a ellas había que sortear toda clase de objetos dispuestos en perfecto orden y prolijidad. Encima de una mesita descansaba una plancha de hierro como la que usaba la abuela en la aldea, dos paraguas negros, una palangana de loza blanca con florcitas de varios colores, una escupidera...
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Salgan inmediatamente de ahí! —gritaba desesperadamente papá a la altura de la pieza de las madrileñas.
Y no estaba exagerando. En la otra punta del pasillo una bola de fuego se proyectaba como un sol naciente por la estrecha manga del corredor. No hizo falta que nos repitieran la orden porque lo que veíamos era para asustar a cualquiera. Unas enormes llamas se elevaban hasta el techo mientras que el aire ya era irrespirable a causa del humo y el calor sofocante cuando logramos salir todos.
—¡Se nos incendia la casa!
—¡Traigan agua! ¡Todos a traer agua, rápido!
—¡Que llamen a los bomberos!
La pieza de las madrileñas, en principio, y luego todo el conventillo era un hormiguero de gritos y órdenes. Extrañamente a mí solamente me preocupaba que el fuego destruyera las maletas y las demás cosas que había en aquel museo clandestino. Todos cargaban agua en lo que tenían a mano y la lanzaban por el pasillo hacia las llamas que parecían querer devorarlo todo. Cuando por fin llegaron los bomberos en el pasillo chico lo único que había era agua. De todas maneras entraron para revisar que no hubiera quedado algún rescoldo peligroso del gran fuego que estallara allí, del que no había ni señales. Los bomberos, de non muy buen humor por haberlos sacado de su casa y de la fiesta, nos preguntaron si se había tratado de una broma, que de ser así nos iba a costar caro. En el pasillo no había nada quemado ni rastros de incendio alguno. Solamente agua por todos lados y nuestro asombro al comprobar, ya más tranquilos, que tenían razón. ¿Cómo explicar entonces que lo que vimos lo vimos todos y de la misma manera? No podíamos, sencillamente no podíamos.
La sidra La Farruca, una de las preferidas de papá, estaba caliente cuando ya de madrugada nos sentamos alrededor de la mesa del patio, cansados y sin poder entender lo que había pasado. Todos estuvimos allí cuando el fuego estalló, excepto Eulogio que como no quería participar de la incursión al pasillo se había ido a sentar a la puerta de calle. Recién subió las escaleras cuando escuchó los gritos y el batifondo de marchas y contramarchas. Su teoría era que no tenía ninguna. Las Pepas opinaban que había sido el fantasma que al sentirse invadido reaccionó mandando una señal de advertencia para que no lo volvieran a molestar. Las opiniones iban y venían y hasta hubo quien dijo que tal vez en esa casa vivió un asesino que mataba a los emigrantes para quedarse con sus pertenencias. La sidra seguía corriendo y las divagaciones eran dignas de una antología. En un momento dado, cuando todos —menos yo— estaban distraídos en encontrar un argumento valedero para entender lo que allí había sucedido, Eulogio se acercó disimuladamente a Norita y le entregó un paquetito de muy bonito envoltorio, que ella guardó en el amplio bolsillo de su pollera de vuelo bien corto.
Al día siguiente, en el almuerzo de Navidad en casa de los tíos tuvimos mucho para contar, lo cual ayudó a que no hubiera tanto tiempo para discutir de cosas que ya no tenían remedio. Cuando emprendimos el regreso en el tren mis padres no dejaban de hablar de lo que había pasado la noche anterior ante la sonrisa todavía incrédula del abuelo que pensaba, como los que no vieran el fuego, que tanto festejo termina por confundir a la gente. En la estación de trenes de Retiro nos despedimos del padre de mamá ya que tomábamos distintos autobuses. La preocupación de papá era saber cuál sería la reacción de doña Lila, teniendo en cuenta que mamá y yo habíamos tomado parte del desaguisado. Cuando nos marcháramos por la mañana a la casa de los tíos todavía la encargada no había llegado.
Apenas comenzamos a subir la escalera escuchamos los gritos. En el hall se apiñaban todos los habitantes del inquilinato, y por el tono de la discusión el asunto estaba que ardía. Doña Lila discutía acaloradamente con doña Francisquita, que no se amedrentaba ante el decidido ataque de la encargada, que la acusaba de haber sido la causante de la casi destrucción del conventillo. Pero la madrileña era de las que no daban un paso atrás ni para tomar carrera, así que se hizo cargo de la parte que le correspondía en el asunto, pero sin revelar de dónde había sacado la llave. Al parecer eso era lo que más enfurecía a doña Lila, que amenazaba con echar a la calle a quien no cumpliera con las normas de la casa, entre las que la principal era no abrir ninguna de las puertas que daban al pasillo interno.
—¿Qué es eso que guardas ahí dentro con tanto celo? Tenemos derecho a saberlo —dictaminó Laura en su tono tranquilo pero firme.
—Ustedes no tienen derecho a nada porque son inquilinos; yo soy la encargada y por lo tanto quien decide cómo se maneja esta casa.
—En eso estoy de acuerdo. En realidad no nos importa lo que pueda haber ahí dentro, aunque lo del fuego fue bien extraño —dijo papá todavía impresionado.
Doña Lila aseguró que no iba a tomar represalias si doña Francisquita accedía a devolverle la llave que abriera todo un problema, a lo que la anciana consintió, aunque la sonrisa que le bailó en los ojos color cielo me dio qué pensar.
Una semana después, cuando las aguas de la convivencia vecinal se fueron calmando y las del pasillo chico se fueron secando, me atreví a pedirle a doña Lila si me podía mostrar las valijas y los objetos que no pudiéramos terminar de ver en la Nochebuena. Primero se negó, aduciendo que eran cosas viejas y sin importancia, pero algo tuvo que haber pasado para que al día siguiente me llamara para invitarme a ver lo que tanto me interesaba y que, según ella, eran solo algunos objetos de emigrantes que habían vuelto a España, unos con los bolsillos llenos después de haberse sacrificado mucho, y otros, solo ricos en penurias y fracasos. Pero también había cosas de algunos que no pudieron regresar nunca porque la muerte los sorprendió sin poder cumplir con sus sueños.
Doña Lila no quiso ahondar demasiado en lo que parecía causarle incomodidad y hasta tristeza. “En estas cosas hay trozos de vida, de sufrimiento, son parte de la historia de alguien, como tus cosas son y serán parte de la tuya. Hay personas que guardan sus recuerdos como un tesoro y hay otras que no, simplemente porque no les importa o porque la vida o la muerte no se los permite”.
Y aquello fue todo. Mi curiosidad quedó a medias satisfecha, pero no insistí porque comprendí lo que doña Lila me quiso decir. Con quien insistí, por tener más confianza, fue con doña Francisquita, que no me quiso decir, ni a mí ni a nadie, si guardaba alguna llave gemela de la que tuvo que entregarle a la encargada, ni tampoco pudimos sonsacarle de dónde la había obtenido. Era un misterio más de aquella casa que la hacía muy interesante, por lo menos para mí mente prolífica en fantasías.