Capítulo 8
Eulogio, que andaría por los 35 años, se proclamaba orgulloso anarquista, aunque su padre y su abuelo, hasta donde él sabía, eran franquistas. Cuando se declaró la guerra civil en España, Eulogio desoyó la amenaza de su padre de desheredarlo y fue a pelear por la República y por sus ideales cuando apenas era un muchacho. Luego de años de lucha, la derrota fue difícil de asimilar y Eulogio quedó con profundas heridas en el alma y en el cuerpo. Las del alma trataba de disimularlas con pesados y ácidos discursos libertarios, y las del cuerpo las enseñaba orgulloso —hasta donde podía— como medallas conseguidas “a fuerza de corazón y cojones”, decía con el pecho inflamado de roja pasión.
Cuando la guerra terminó deambuló por Los Pirineos rumbo a Francia por días, en los que se sintió morir porque ya no tenía sus sueños para sostenerlo. En suelo francés estuvo solo un mes, al cabo del cual se encontró metido en un barco atestado de españoles como él, desilusionados como él, que veían en América el lugar donde desplegar el rosario de sus utopías necesarias y realizables.
En Buenos Aires lo esperaban dos primos que lo llevaron a trabajar a la lechería que tenían en Bernardo de Irigoyen y San Juan. Allí conoció a un viejo anarquista gallego llamado Serafín, solo en el mundo y ya con pocas fuerzas para atender los clientes de la barbería La República, de la que era su único dueño. Eulogio se fue haciendo amigo del solitario Serafín, que entre charlas teñidas de sueños idealistas le fue enseñando el oficio de barbero al inquieto joven, que un día se quedó definitivamente a trabajar con él en la barbería. Cuando Serafín murió, varios años después, le dejó La República como herencia al que ya quería como el hijo que nunca tuviera.
Del otro lado del Atlántico, el verdadero padre de Eulogio supo cumplir con su promesa y no solo lo desheredó sino que tanto él como el resto de la familia tacharon su existencia definitivamente, como si nunca hubiera existido.
Eulogio, contrariamente a la bien ganada fama de los gallegos, no era muy afecto al trabajo por aquello de que “es la forma más atroz de la explotación del hombre por el hombre”. Su barbería atendía en horarios anárquicos que sus clientes aceptaban como una más de las singularidades del gallego charlatán. “El ocio, y poder disfrutar del él, es un regalo de los dioses, concedido solo a unos pocos. Si se pudiese acaparar el ocio, e incluso comerciar con él, se le prestaría un gran servicio a la humanidad. Los hombres ociosos tienen tiempo para el disfrute de la vida sin culpa alguna”, se despachaba cuando encontraba alguna oreja propicia a sus extravíos emocionales.
En su pieza había varios libros bastante gastados, en su gran mayoría referidos al anarquismo y también a la poesía de distintos autores, aunque era García Lorca su preferido. Una de las imágenes que guardo de Eulogio es la que lo retrata caminando por el patio del conventillo, en camiseta de tirantes, con el infaltable vaso de vino en una mano y en la otra un libro del que leía unos versos que eran como palomas mensajeras dirigidas al corazón de Norita, tanto daba si ella estaba tendiendo la ropa o en la cocina, y hasta cuando se duchaba Eulogio le recitaba su amor.
Como las ondas concéntricas
sobre el agua,
así en mi corazón
tus palabras.
Como fuentes abiertas
frente a la tarde,
así mis ojos negros
sobre tu carne.
Los versos de García Lorca sacudían los rincones del viejo conventillo y de alguna manera, como la gota que orada la roca, también conmovían el alma de Norita, que sin decir palabra le dedicaba al barbero no solo su sonrisa más fresca sino también —y más que nada— las piruetas de su corta falda de volados, segura de los efectos de alto voltaje que producía en su vecino y admirador, que si es cierto aquello de que el amor mata la razón, la de Eulogio estaba definitivamente enterrada en los encantos juveniles de su vecina.
Pero entre las debilidades de este militante de penumbra —o solo de lengua, como solía decir la mayor de las Pepas— destacaba una domesticada afición al líquido libertario con sabor a uva, con preferencia de cepas blancas. Lo más extraño era que cuanto más vino llevaba a bordo más cortés era, como si su espíritu se embebiera de un genio de refinada sabiduría, aun cuando caía en tristes y profundas evocaciones que siempre terminaban de la misma manera: cantando con voz ronca y llena de contagiosa emoción las estrofas del himno de los anarquistas:
Hijo del pueblo te oprimen cadenas,
injusticia y miseria tienes que sufrir;
si tu existencia es un mundo de pena
antes que esclavo prefiere morir.
Eulogio tenía un espíritu primitivamente libre, llano, simple y con un gran vacío de afectos. Al poco tiempo de nuestra llegada, un día en que yo salía del baño recién duchada lo encontré en el pasillo esperando su turno, con la jabonera en una mano, la toalla al hombro y una sonrisa melancólica dibujada en su cara de rasgos propios de la raza galaica.
—Extrañas mucho, ¿no es cierto? —me dijo a modo de saludo.
—Sí —contesté tratando de ocultar las lágrimas que pugnaban por salir. Ya no estaba el agua de la ducha para enjuagarlas.
—Es normal, nos pasa a todos los que dejamos nuestra tierra. También sería normal que no sintieras miedo de decir que estás triste sin pensar que estás cometiendo un pecado. Me gustaría decirte dos cosas o tres: la primera es que no debes dejar que el enojo te confunda. Aunque ahora pienses que lo que más quieres está lejos, aquí tienes a tus padres y ellos desean lo mejor para ti. La segunda es para decirte que nunca permitas que alguien, el que sea, intente que te avergüences de tus orígenes, y mucho menos que lo logre. Y la tercera y última, ¿quieres venir conmigo a tomar el mejor submarino de Buenos Aires?
Previo permiso de mis padres, ese mismo sábado Eulogio me llevó a la lechería La Armonía, aún propiedad de sus primos, y él mismo preparó para mí un submarino bien cargado, recalcó, acompañado de varios paquetes de bay biscuit. Quedé encantada. Era parecido al chocolate con leche que mamá me hacía muy de cuando en cuando en la aldea, pero más sabroso, o por lo menos eso me pareció. Desde ese día me quedó una interesada simpatía por mi vecino poeta, barbero, borracho de solemnidad, y fundamentalmente buena gente, pese a los comentarios de Josefina, que decía que si fuera la madre de Norita la llevaría lejos pues cerca del rojo borrachín corría serios peligros, igual que todas las mujeres del inquilinato.
Esta espinosa mujer no dejaba de machacar con que el fantasma que acosaba por las noches a Norita no era otro que Eulogio, que debía tener las llaves de todas las puertas que daban al pasillo interior. Por supuesto que nadie le hacía el menor caso, pues tener un fantasma en la casa—aunque fuera bastante selectivo— daba cierto prestigio, pero tener un degenerado daba vergüenza, así que la intratable del conventillo no tuvo adherentes y sí una firme detractora en Norita, que decía conocer muy bien a su fantasma enamorado.
En cuanto a su madre y su abuela, desechaban de cuajo cualquier relación que pudiera tener la niña de sus ojos con el gallego desheredado, vago, loco de atar y por encima habitué de los bodegones del puerto, con preferencia el llamado El Navegante, donde daba rienda suelta a sus penas navegando entre las mesas que permiten apoyar los codos y los sueños frente a un vaso sin fondo, nubes de humo y mujeres dispuestas a escuchar, entre otras cosas.
Hasta que el 18 de setiembre de 1962 —una fecha trascendente en la historia argentina— el cielo se confabuló con la desbordada pasión que Eulogio atesoraba por la blonda Norita. Ese día se enfrentaron “azules” y “colorados”, como corolario de serias divergencias entre grupos antagónicos del Ejército. Al frente de los “azules” estaba el general Juan Carlos Onganía, entonces jefe del Cuerpo de Caballería de Campo de Mayo, que se proclamaba legalista y partidario de reforzar la autoridad del presidente José María Guido —que reemplazó al frente del Poder Ejecutivo a Arturo Frondizi, destituido el 29 de marzo de 1962 y confinado en la Isla Martín García—, en contra de los “colorados”, que pretendían establecer una dictadura militar por tiempo indefinido, que hiciera imposible el retorno del peronismo de cualquier forma.
“Nosotros luchamos para que el pueblo vote”, decía uno de los interminables comunicados de los sublevados legalistas, que se habían apoderado de la torre de transmisión de una radioemisora porteña. Papá se mantenía pegado a la radio y yo no salía de al lado de papá. Tenía mucho miedo. Hasta que en las alas del viento comenzó a navegar un ruido sordo y fuerte, desconocido para mis oídos: eran los tanques que marchaban hacia la Plaza Constitución, donde se habría de librar una de las batallas que culminaría con el triunfo “azul” y con el general Onganía como comandante en jefe del Ejército.
Como convocados por un sentimiento de ampararse en los propios miedos y debilidades, fuimos reuniéndonos en el patio de arriba del inquilinato. Los comentarios y discusiones solo eran interrumpidos por los distintos comunicados de los “azules” que las radios encendidas en cada pieza iban vomitando cual campaña publicitaria. La mayoría de las mujeres estaban asustadas, y en esto no me incluyo porque yo literalmente estaba aterrada, y solo anhelaba meterme debajo de la cama o buscar un agujero donde no pudiera escuchar el sordo andar de los tanques taladrando mi cerebro atrapado en el más colosal de los espantos.
“Así que colorados de un lado y azules del otro. Una pandilla de imbéciles jugando a la guerra, eso son. Espero que se zurren bien a ver si aprenden a vivir en paz”. Eulogio se paseaba por el patio como un experto general arengando a su tropa. “Son iguales en todos lados estos mequetrefes. Arman las de San Quintín por el bienestar del pueblo y para salvar a la patria, cuando lo que hacen es alimentar su ego deformado y lleno de mierda”.
Cada vez Eulogio se inflamaba más, acompañando sus palabras con ademanes desafiantes cara al cielo como si de allí vinieran las plagas castrenses que nos azotaban. Yo estaba al lado de Norita, justo en la puerta de la cocina, temblando como una hoja y tratando de concentrarme en lo que se hablaba solamente para desoír el fragor de los tanques que parecía no tener fin. Y de pronto sucedió lo inesperado, y estoy hablando de lo que pasó exactamente a mi lado, pues lo otro formaba parte de los avatares de la revolución. El sonido, primero lejano y luego como explotando encima de nuestras cabezas, de un avión “a chorro”, escuché que alguien lo identificaba de esta manera, coincidió con una tromba que barrió literalmente de mi lado a Norita, que desapareció horizontalmente debajo del afiebrado cuerpo del protector Eulogio, quedando ambos estampados en el frío suelo que compartía la frontera entre el patio y la cocina, que al instante se vio colmada por apretujados cuerpos temerosos.
Maldiciones, juramentos y gritos de ¡ay Dios nos salve! se escucharon en apretada confusión, pero Eulogio seguía en el piso cubriendo con su cuerpo templado en mil batallas cada milímetro del joven e inexperto cuerpo Norita, que no daba señales de vida, ni buenas ni malas... Hasta que doña Francisquita reaccionó con la celeridad de sus temores —que no tenían que ver con la lucha fratricida que se desarrollaba en las calles porteñas— propinándole un soberano puntapié en la espinilla al héroe de la jornada, que acababa de salvar a la doncella de imaginarias balas enemigas.
La salvación de la patria estaba en manos del que tenía más tanques y aviones, y la de Norita en manos, cuerpo, sangre y aliento de su adorador, que no desaprovechó la ocasión de demostrarle a su enamorada que estaba dispuesto a morir por ella, si fuese necesario. Además de hacer los submarinos más ricos del mundo, ahora yo tenía un motivo más para admirar al barbero enamorado. Era un héroe; claro que no todos pensaban igual, excepto Norita, que coincidía conmigo, aunque seguramente sus motivos diferían sustancialmente de los míos.
“Parecía un hombre común, pero tiene las entrañas de héroe”, deslizó la pícara jovencita al día siguiente de aquel memorable setiembre. Nadie se puso a averiguar a qué clase de entrañas se refería, pero las que fueran, a ella la habían impresionado gratamente. “Además del cielo azul vi al revés la cara de Eulogio sobre la mía. Nunca había tenido la cara de un hombre así tan cerca, y su cuerpo apretando el mío. Su aliento me llegaba a intervalos sobre mi boca y te puedo asegurar que en aquel momento no me importaba nada, salvo que hubiera querido quedarme así toda la vida”. De esta manera se confesó Norita ante mi asombro, pues no podía entender que le gustara ese viejo, que casi tenía la edad de mis padres.
Desde aquel día Eulogio creció de manera evidente ante los ojos de la candorosa muchacha, que intensificó el movimiento de sus caderas para darle más vuelo al telón movedizo de sus polleras, que impedían ver pero dejaban un amplio campo a la imaginación.