Capítulo 20

 

 

 

 

Querida abuela: quise escribirle antes pero estaba tan triste que ni siquiera tenía ganas de abrir el cuaderno. No es que ahora esté menos triste de cuando llegó la carta, pero aprovecho que estoy sola para decirle... No sé qué decirle abuela. El abuelo no pudo esperarme y ahora no lo voy a ver más. Ni tampoco a usted, ni a nadie. Ya no tengo a donde ir.

Estoy muy triste y no sé qué hacer para que se me pase, porque ya quiero que se me pase. En la carta dicen que el abuelo se murió a causa del asma. El asma debe ser como la tristeza, que va subiendo hasta la garganta y no deja pasar el aire. Entonces el abuelo murió de tristeza ¿no le parece?

Mamá y papá estuvieron discutiendo eso del luto. Ellos van a llevarlo, pero discutían si ponerme por algún tiempo algo negro a mí también. Que hagan lo que quieran, total yo no voy a sentir más pena por ponerme luto o no. Ahora que lo pienso, recuerdo que el abuelo un día me dijo que el luto solo servía para que las mujeres presumieran de dolorosas y los hombres de fuertes, o algo así.

Me cuesta pensar que el abuelo ya no esté arreglando las colmenas o revolviendo en la huerta, con las manos en alto advirtiéndome que fuera despacio para que no me cayera.

Ayer un vecino me dijo, por algo que yo le confesé porque estaba muy enojada, que si yo quería culpar a alguien, que culpara a Colón, que era un desnortado que no sabía a dónde iba ni tampoco a dónde había llegado en su viaje, que por encima le habían pagado otros.

Lo intenté abuela, pero no me sirvió para desviar mi rabia. Pero ya no quiero pensar más, ni recordar, ni nada. Tengo la cabeza cansada y solo quisiera dormir mucho.

Le mando un montón de besos, que no sé si le servirán para que esté menos triste.

De corazón: Carmen

 

 

Los vidrios de la ventana lloran delante de mis ojos, que también lloran porque en la oscuridad de mis venas todavía navegan lágrimas viejas en la popa de los recuerdos. Llueve en Buenos Aires. La primavera es inestable, caprichosa, pujante, desnortada como Colón, pero me gusta, porque huele a futuro. El árbol que se dibuja a través de mi ventana me demuestra cada día el renacer de la vida. Se va llenando de verde, color esperanza como un bolero.

Me gusta la lluvia. Es fértil como un horizonte sin palabras donde puedo echarme a descansar en la soledad de mí misma. La lluvia me calma, me riega, me acompaña, me acaricia, me acurruca. Detrás de los vidrios regados por el agua del cielo el mundo se llena de fantasías, aun en medio de una gran ciudad. Solo hay que despertar la imaginación, aunque la mía por el momento descansa para darles paso solamente a los recuerdos. Mi tarea de hoy es buscar entre las sombras de la memoria, hurgar en el desván del alma y tirar el lastre que hace daño, que empantana y detiene.

Me cuesta cerrar el cuaderno después de leer la última carta, por lo menos la última que quedó como testimonio. Siento que no puedo, que debo esperar un no sé qué, que falta algo que aún no puedo dar con él. Quizá sean los restos de las hojas arrancadas los que me despiertan esta sensación de extraña inquietud. Los reviso, me obsesiono con los pedazos de una b, de un ma solitario, de un sto indescifrable... ¿Qué habré escrito allí? ¡Qué difícil es abrir las puertas de la memoria! La dificultad radica en que sabemos que una vez revisado lo que hay dentro tendremos que cerrarlas nuevamente pero desde otro lugar, con otro gesto, con otra actitud. Por eso me cuesta tanto cerrar el cuaderno donde aquella niña acongojada de los primeros tiempos de emigrante volcaba sus pesares. Fue un encuentro enriquecedor y necesario el que tuvimos, pero sé que de alguna manera también será una despedida.

Afuera sigue lloviendo. Sobre la calle y las veredas, sobre mi árbol amigo y sobre los edificios grises, pero no sobre mis recuerdos. Hacía mucho calor aquel sábado de febrero cuando llegó la carta que habría de marcar un antes y un después en mi historia de emigrante. Será por eso que no me gusta el verano. El calor me agobia, me deprime, me angustia. El abuelo había muerto en invierno, sin embargo yo asocio su muerte al denso calor del mediodía en que papá, sentado a la mesa ya preparada para el almuerzo, se puso a leer para sí la carta del tío Cándido. Después, como tenía por costumbre, la leería nuevamente pero esta vez en voz alta para mamá y para mí.

Cuando llegaba carta de Bustomeu yo me quedaba rondando mientras trataba inútilmente de disimular la ansiedad. Así que me apuré a terminar de lavar la lechuga y los tomates para hacer la ensalada, no quería perder ningún detalle de las noticias de la aldea. El sol pegaba de lleno sobre el patio y solo el agua que salía en abundante chorro del grifo me aliviaba de tener que estar bajo los rayos ardientes por un buen rato, ya que no era muy ducha en la tarea de lavar las verduras y mamá era demasiado exquisita en el tema. Pero en la pieza parecía ser peor. El techo de chapa candente nos acorralaba hasta derretir nuestros cuerpos, atrapados en el laberinto plástico de las cortinas. Mamá estaba poniendo los churrascos en la plancha y rezongando ante la incomodidad de tener que cocinar en aquellas condiciones con semejantes temperaturas, mientras la panza que crecía deprisa. Era su manera de decirle a papá que debíamos mudarnos de aquel cubículo asfixiante.

—¡No puede ser! Pero si no estaba enfermo...

La voz de papá se filtró en la densidad del aire caliente y se posó en mis oídos. Cerré el grifo con el corazón galopando dentro de mi pecho, pero quedé inmóvil, como un conejo asustado.

—¡Dios mío, qué desgracia! —escuché la voz de mamá entrecortada por una súbita congoja.

Entonces era cierto. Salvé los metros que me separaban de la pieza presintiendo, sabiendo sin saber, temiendo.

—¿Qué pasó? —pregunté ya desde la puerta.

—Murió mi padre —dijo papá.

Una frase, apenas tres palabras retumbaron en mi cabeza con la violencia de un portazo.

—¿El abuelo...? —pregunté con la absurda esperanza de que estuviéramos hablando de personas distintas.

Mamá me contestó con un sollozo. Para ella el abuelo había sido el padre que nunca tuviera. Papá apoyó los codos en la mesa y escondió la cabeza entre las dos manos. ¿Eso era todo? No para mí. Quería una explicación, necesitaba saber por qué el abuelo no había cumplido su promesa: “Siempre estaré aquí, esperándote”, me dijo antes de partir.

—¿Qué le pasó? ¿Qué le hicieron?

—No le hicieron nada. Tenía muchos años y estaba enfermo, eso le pasó —me contestó mamá apoyando las manos en el abultado vientre como protegiendo al hijo que venía en camino.

Debía ser el calor porque a mí me costaba mucho pensar. Un vendaval de imágenes y palabras se abatió sobre mi cabeza. Acaso las respuestas estuvieran en aquella carta abierta encima de la mesa. La tomé sin pedir permiso:

“... Después de que ellas marcharon se fue metiendo en la cama atacado por el asma. Cada vez se fue quedando más tiempo, hasta que un día ya no quiso levantarse”.

No quise leer más, ¿para qué? Salí al patio porque no sabía qué otra cosa hacer. Me senté debajo de la higuera a llorar lágrimas de pena y de rabia. No volvería nunca más a Bustomeu. ¿Para qué si el abuelo no estaba? Pronto llegaría otra carta para decir que la abuela también había muerto de tristeza. Se había quedado sola, aunque tuviera mucha gente alrededor. Como yo. La quería mucho, pero ya no deseaba volver, borraría de mi cabeza todo aquello, porque me hacía sufrir mucho.

Estaba furiosa con el mundo, con mi tierra, que había dejado morir al abuelo, con mis padres y con el calor que se me pegaba a la piel. Terminaba de tomar una decisión que nadie me podría cuestionar, ni rebatir, porque solo yo era su dueña y hacedora: no volvería a visitar la popa de ningún barco ni a mirar hacia atrás porque, como decía mamá, no valía la pena sufrir por sufrir. A partir de ese momento cerraría la puerta que me comunicaba con mi infancia y echaría la llave al mar, ese entidad omnipotente que todo lo devora.

 

 

Encima del sillón aún están las cajas con los objetos que son parte de mi memoria viva: fotos, documentos, tarjetas postales, objetos. Los puedo visitar cuando quiera y ellos se abrirán para mí sin esconder ni retacear ni un milímetro de ese trozo de mi historia. En cambio el cuaderno y la llave me ocultan algo. ¿Por qué no puedo recordar qué escribí en aquellas hojas ni tampoco quién me dio esa llave con su enigmático mensaje?

Nada me dirán que mi mente no recuerde, así que vuelvo a aquel sábado caluroso en que con la muerte del abuelo decidí olvidarme del mundo atesorado en mi corazón, como mis padres me venían recomendando desde que llegara a Buenos Aires. Lo que no sabía es que en algún momento los recuerdos deciden rebelarse. Los míos igual se tomaron su tiempo. Tuvieron que pasar cuarenta años para que decidiera escucharlos golpear desde el otro lado de la puerta que cerré de improviso aquel mediodía porteño. Esto moviliza muchas cosas que creía superadas. Nada se soluciona cerrando puertas sin poner en orden lo que hay dentro. Pensamos que avanzamos y solo terminamos andando en círculos.

Después de comer en silencio papá se fue a dormir la siesta —por lo menos eso dijo— y yo me acomodé a los pies de mamá, que cosía ropa para mi futuro hermano/a sentada a la sombra que se iba proyectando en el patio.

—Me gustaría ir al puerto —le dije.

—Otra vez con lo mismo. No empecemos con eso que tu padre está muy mal y yo también como para estar lidiando con tus manías.

—No se preocupe mamá, que ya no quiero marchar, solamente me gustaría mirar un poco para donde queda el mar.

—Sí claro, como si yo fuera tonta y no supiera lo que piensas. La morriña es una enfermedad pasajera, como una gripe. Un día te vas a levantar y descubrirás que ya pasó. Les sucede a todos, más pronto o más tarde.

—Entonces yo ya estoy curada desde hoy, porque no volveré a pensar más en Bustomeu.

—Sería lo mejor para todos. No se puede estar siempre mirando para atrás, aunque… Nada, es mejor dejar todo como está, no es un día para hablar de ciertas cosas, así que mejor te cuento que por el tiempo que tu padre decida no se podrá encender la radio ni cantar. Te salvaste de ponerte algo negro porque él dice que aquí los niños no llevan luto, pero eso no significa que cumplas con todo lo demás.

Mamá volvía a ser la de siempre: decidida, impenetrable, sufrida. Ella no sabía, ni llegó a saberlo, que la niña que estaba sentada a sus pies comenzaba a madurar a pasos rápidos aunque tambaleantes, por eso había decidido situarse en la proa, hacia el futuro, porque mirar hacia atrás se le estaba haciendo insoportable.

Cuando papá se levantó me preguntó si quería ir al balneario a comer sandía. Al parecer había escuchado nuestra conversación y tomado nota. El calor estaba bajando cuando pusimos rumbo a la costanera. A él le gustaba bajar por la avenida Belgrano, así que allá fuimos, despacito y en silencio. Él no tenía ganas de hablar y yo tampoco. Solo cuando llegamos a los primeros puestos donde vendían sandía me preguntó si quería un pedazo grande o uno pequeño. Me encogí de hombros dando a entender que me daba lo mismo. Con un trozo de sandía cada uno fuimos en busca de un asiento debajo de la pérgola, pero estaban todos ocupados. Había mucha gente escapando del calor. Entonces nos sentamos en la punta de uno de los escalones de piedra que bajaban a la pequeña playa, comiendo sandía y mirando las olas perezosas del río amarronado. Fue la sandía más salada que comí en mi vida. Las lágrimas iban cayendo pero no quería secarlas para que papá no se diera cuenta de que estaba llorando. Más allá del río estaba el mar, y yo me estaba despidiendo de él y del abuelo, que ya estaba enterrado en la otra orilla.

En el instante en que la tierra, para dormirse, le iba dando la espalda a la luz, papá y yo todavía mirábamos el río como si estuviéramos a la espera de algo que aliviara nuestra tristeza.