Capítulo 1

 

 

 

 

 

Parecía una más entre aquel grupo de mujeres y hombres solitarios que el destino había reunido en la misma última estación: el geriátrico. La mayoría era de distintas regiones de España, aunque ganaban los gallegos por amplia mayoría. También había algunos argentinos, que acompañaban los recuerdos de la tierra lejana de sus compañeros con los suyos más cercanos del barrio, o a lo sumo de la provincia nativa.

La amable y joven asistencia social Clarita me informó de algunos códigos intramuros, como ser que allí la palabra muerte estaba desterrada del vocabulario tanto de los empleados como de los visitantes. Cuando alguna cama o una silla del comedor quedaba vacía, significaba que quien la ocupara hasta entonces había “viajado”, reclamado por un hijo que vivía en algún lugar lejano, o en su defecto había sido trasladado a otro geriátrico por orden de su familia.

Cuando somos niños nos ilusionamos con los Reyes Magos, las hadas o los duendes. Cuando nos hacemos mayores esa ilusión la convertimos en un viaje fantástico que nos aleje de algo tan aterrador como es la muerte, el inevitable final. El sentido del viaje, aunque sea el definitivo, tiene una proyección hacia alguna parte, hacia otra estación. También me advirtió que a mi nueva admiradora no le fuera a decir abuela porque eso la pondría furiosa. Lina, a secas, es como quería que la nombrasen.

El salón principal del geriátrico era amplio y confortable, con una gran mesa en el centro. En aquel momento de la tarde cuatro ancianos jugaban a las cartas, aparentemente ajenos al entorno. En un rincón había una mesita con dos termos y algunas cajas de té en saquitos de distintos sabores y también mate cocido. Una mujer deambulaba solitaria espantando de las paredes algo que solo ella veía. Otra, en una silla de ruedas, se dirigía empujada por una tercera hacia una puerta del fondo. “Ahí está la salita para ver televisión”, me aclaró la asistente.

Pero lo más llamativo de aquel salón era el ventanal de pared a pared, detrás del cual se apreciaba un hermoso parque con grandes árboles, un pasto bien cuidado y unos canteros repletos de alegría del hogar, siempre vivas y hasta algunos rosales, que le daban un espectacular marco al caminito que atravesaba el parque solitario. Sentada en una silla en la que parecía estar hundida, una anciana cabeceaba por una somnolencia tonta que no alcanzaba al sueño. Supe que era ella, aun antes de que la asistente le dijera con dulzura:

—Lina, tienes visita...

Lina alzó la cabeza y nos miró desde la tristeza de sus ojos color cielo mientras levantaba el brazo derecho y hacía aletear los dedos de la mano como un pájaro herido que no puede volar. Sin pensarlo atrapé entre mis manos aquella otra, fría y descarnada, pero aún palpitante como la sonrisa que le bailaba entre los labios pintados de rojo.

—Tú debes ser Carmen —me dijo con su voz cascada, con un lejano acento de la aldea gallega de sus orígenes mezclado con el porteño aprendido deprisa—. Gracias por venir. Me emocionó mucho lo que escribiste de tu pueblo gallego. Yo también soy gallega, aunque no recuerdo de qué lugar. Por eso le dije a Clarita que quería conocerte. Aquí son tan buenos con nosotros que hacen lo posible por complacernos. Evaristo, ese loco de boina negra que está jugando a las cartas, también nació en Galicia. A Evaristo le gusta leer y la hija siempre le trae cosas de nuestra tierra. El otro día él me leyó tu artículo y yo me puse a llorar, no sé bien si de emoción o de tristeza, o por las dos cosas. ¿Sabes lo que estuve pensando? Que lo peor no es sentir tristeza, sino no saber por qué se está triste. La gente es según sus recuerdos, y yo perdí los míos. Soy como un envase vacío.

Sus ojos se empañaron de melancolía, y yo no supe qué decirle, tal vez porque sentí que nada sería suficiente para consolarla, y entonces era mejor el silencio.

—¿Te molestaría leerme tu artículo ahora? Me gustaría escucharlo de tu boca —me dijo alargándome dos hojas impresas que hasta ese momento tuviera en su regazo. Los papeles tenían las huellas del manoseo repetido y ansioso.

Moví la cabeza afirmativamente y le sonreí. Esperaba que ese nudo que tenía en la garganta desapareciera mientras buscaba una silla. Me senté a su lado, mirando al jardín, alejándome conscientemente de la inquietante visión de los viejos-niños. “Margarita tiene Alzheimer, Rogelio padece locura senil y Amparo está tan lúcida que, incapaz de soportar la realidad, intentó suicidarse”, me había dicho Clarita a modo de presentación de algunos de los huéspedes involuntarios del geriátrico.

De pronto sentí unas irrefrenables ganas de salir corriendo para encontrarme a solas con el espejo y comprobar que la nueva arruga que había descubierto aquella misma mañana no se había hecho más profunda ni más larga, ni más visible. Miedo, puro, desnudo miedo a mi propia finitud me recorría el cuerpo. Los peores miedos son los miedos inexplicables que nos asaltan de pronto sin causa ni razón, los miedos sin pies ni cabeza, los miedos que vienen de adentro hacia fuera, que nacen en la sangre y no en el aire. El miedo a la oscuridad, el miedo a la soledad, el miedo al paso del tiempo... Yo todavía no quería conocer ese miedo, no estaba preparada. ¿Alguien lo estará llegado el momento?

—Ahí no, siéntate frente a mí, así puedo verte bien —me contradijo Lina.

Aunque no estuviera de acuerdo —y no lo estaba— no era cuestión de ponerme a discutir con una anciana, y por encima representante de los viejos emigrantes que hicieron patria lejos de su tierra y que llegaban al final de sus días poco menos que desamparados. Así que tomé las hojas que ella me ofrecía y me situé frente a Lina, que tenía la mirada más desconcertante que yo hubiera visto jamás. Era una mirada sin memoria, sin recuerdos pero con la inquietud atenta y despierta de los sordos. El artículo del cual yo era autora, lo había escrito para mi diario de Internet, rememorando una noche en mi aldea en el último viaje que hiciera a Galicia.

Como obedeciendo a una orden de su curiosidad, uno a uno aquellos viajeros del pasado fueron acercándose y arrimando sillas alrededor de Lina hasta formar una atenta platea. Mis emociones se fueron aquietando al ver esos rostros ansiosos, fijos en mí, dispuestos a acompañarme a la otra orilla del Atlántico para recorrer mi aldea en volandas de los recuerdos.

 

 

 

 

El paisaje de mis sueños infantiles

 

Hoy quiero invitarte a hacer un viaje muy especial para mí (permíteme esta licencia egoísta). Y por

serme tan especial y revelador quiero compartirlo contigo, amigo/a de Lume Novo.

Este lugar está recostado en una falda de la Península del Salnés (Pontevedra) y mira eternamente hacia las rías, desperdigadas a sus pies. Es mi pueblo, al que yo llamo Bustomeu, aunque al topónimo le sobra el adjetivo posesivo, que aquí corre por mi cuenta. Y lo nombro mío porque formo parte de sus raíces y de su historia y porque ese rincón es un pedazo sustancial de mi vida.

De las veces que volví a Bustomeu, una quedó estampada en mi memoria como un tesoro. Quizá porque aquella noche sentí que estaba comulgando en plenitud con lo más esencial de mi tierra, con su espíritu, al que pertenezco por entero. Quizá porque presentí que por fin recuperaba las alas de aquella niña que un remoto día marchó gritando porque le cortaban abruptamente su infancia y el vínculo con los seres más queridos.

Cada vez que decimos adiós cerramos un misterio de posibilidades no concretadas, de paisajes no explorados, de simientes no florecidas. Por eso siempre estamos volviendo, buscando respuestas imposibles y lugares comunes que ya cambiaron en el tiempo, como nosotros. Pero de todas maneras, volver al lugar donde fuimos felices es una necesidad, un llamado que nadie debería desoír.

Pero ahora estamos en Bustomeu. La tierra y el cielo, en ángulo eterno, arropan la noche queda de luna enorme, que cubre como un mar de plata el paisaje de mis sueños infantiles. Un hormiguero de gente entrañable deambula por mi corazón. Gente a la que no puedo ver si no con las retinas del espíritu, que no tienen horizontes ni saben de tiempos.

Estoy aquí, buscando señales de un tiempo gastado, que solo están dentro de mí. Echo a volar los ojos y me sumerjo en la perspectiva que me da este pedacito de la falda del Monte Castrove, donde ya no hay ovejas blancas ni cabras negras, sino plateados eucaliptos soñolientos, y oscilantes pinos con sus agujas mirando al cielo.

El mismo cielo de la noche que semeja un desierto de lámparas sin dueño que alumbran las casas adormecidas, nuevas, blancas, bonitas... Del otro lado, un robledal centenario, manchón oscuro y misterioso entre el monte y los campos sin caminos y brillantes de luna que resbalan por la pendiente como si quisieran fundirse, allá abajo, en los cientos de titilantes luciérnagas. Son las rías, donde bulle la vida marinera.

Aquí, en la pendiente del monte, el sonido del mar tiene murmullo de hojas, de lechuzas insomnes, de ranas cantarinas. Toda la Creación, detenida en un remanso del tiempo, como yo, semeja conspirar para agasajar mis sentidos y mis sentimientos incontaminados, como si nunca marchara, como si aún tuviera diez años.

Esta es una noche mágica, para cabalgar en los recuerdos y en la sublime confusión de los sueños olvidados; todo me parece posible. Puedo vaciar el espíritu en las acacias borrachas de estrellas donde duermen pájaros errabundos; puedo alimentarme de la huerta de los abuelos, donde resplandece bajo una fronda de luceros una catarata de naranjas, o bañarme en las gotas de luna de los limoneros. Y hasta puedo liberar los fantasmas temblorosos de los recuerdos para que paseen por los senderos del aire, que huele a mar y a hinojo, a arena salada y a romero.

Puedo subir por el viejo manzano, abrigado con viejos cantares procedentes de noches de antaño. Puedo, al fin, ser niña cuando yo quiera —ahora lo sé— y flotar, como el lucero, en el agua de la silenciosa poza, que supo en tiempos lejanos acompañarse de inocentes risas infantiles.

Una inmensa avenida luminosa atraviesa mi corazón. Al fin pude trocar el doloroso remolino de gritos lanzados al partir hacia el destierro por un tibio y agradecido remanso de suspiros.

Hasta la próxima, y que tengan sueños azules.

 

 

El grupo, sonriente y agradecido, me aplaudió entusiasmado mientras yo abrazaba a cada uno con la mirada. Lina sonreía como un niño con su juguete nuevo mientras Evaristo le sostenía aquella mano levantada y tiernamente demandante.

—Quien no ama el lugar donde nació, no podrá querer y respetar a los demás lugares del mundo a donde llegue. ¿Ya te dije que yo nací en Galicia? —me preguntó a modo de afirmación.

—Es curioso —me dijo la asistente— no recuerda nada de su vida pero sí sabe con seguridad que es gallega.

Tal vez no fuera tan extraño, pensé mientras Clarita les anunciaba que ya era hora de la cena, lo cual produjo un desbande apurado y febril. Eran como niños ansiosos rumbo a sus rutinas encadenadas.

—¿Vas a volver, neniña? —me preguntó Lina con una ansiedad que no podía defraudar.

—Desde luego, Lina, y gracias...

Me dio la espalda y marchó de la mano de su amigo Evaristo rumbo al comedor, sin preguntar por qué yo le daba las gracias. Me temblaban las piernas y tenía ganas de llorar. La anciana que había extraviado las reliquias de sus recuerdos terminaba de nombrarme como lo hacía la abuela Pilar: neniña, una palabra muy cariñosa y usual para decirles a los niños pequeños en Galicia. Lina la había recordado y ni siquiera se había dado cuenta. Sin duda su alma no había perdido la memoria aunque su cabeza no pudiera responderle. Cuando salí a la calle sentí que algo había cambiado en los arcanos de mi alma, aunque todavía no sabía decir qué era.