DIEZ AÑOS ATRÁS

Domingo, 30 de octubre de 2005

Lower Slaughter, Gloucestershire

Un plato se estrella contra la pared justo por encima de mí y los pedazos salen despedidos hacia todas partes. Cierro los ojos de golpe, justo a tiempo. Una astilla rebota en algún lado y se me clava en la mejilla. Se oyen cristales rotos en las baldosas.

—Te odio —me dice.

—Mamá…

—Es injusto.

—¿Cómo puedes decirme eso?

—No quieres que sea feliz.

Mi madre amenaza con echarse a llorar con la voz estrangulada.

—¡Para de tirarme cosas, por Dios!

Me quedo de pie mientras me escudo la cara con las manos y un chillido desagradable me resuena en los oídos. Abro los ojos una rendija y veo el mundo borroso a través de las pestañas. Mi madre me da la espalda y está inclinada sobre la cocina Aga. Me fijo en sus costillas: se expanden y se contraen. Respira con dificultad.

—Tiene la mitad de años que tú —digo al final.

Me quito la astilla de la cara con la mano y se me mancha el dedo de sangre caliente.

—¿Qué va a querer si no es nuestro dinero?

—¿Cómo que nuestro dinero?

Hago rechinar los dientes.

—Tu dinero. Tuyo. Tuyo.

Lo que él busca es la herencia de mi abuela. Es obvio, joder.

Se vuelve hacia mí y se endereza. Me contempla con mirada fría.

—A lo mejor me quiere por ser quien soy. A lo mejor le parezco atractiva.

—Lo que le atrae es el medio millón que hay en el banco —mascullo entre dientes.

La verdad es que eso también me atrae a mí.

—Él no necesita dinero —responde—. Ha venido con permiso de trabajo.

Frunzo el ceño.

—Pero no trabaja.

—Y tú tampoco.

—Es que todavía voy al instituto.

Nos miramos sin movernos del sitio. Huelo algo, ¿qué es? Es humo. ¿Otra maldita barbacoa o es que se quema algo en el horno? Me apoyo en la isla de la cocina, los codos sobre el mármol fresco. Sé que quería un buen padre, pero eso era hace una eternidad. Me he dado cuenta de que tener dos progenitores es peor que tener solo madre.

Mi madre coge una botella de tinto y le clava el sacacorchos. Se sirve una copa demasiado llena que se echa al gaznate de golpe.

—No me puedo creer que hayas accedido a casarte con él.

Deja la copa a un lado, cierra los ojos y respira por la nariz. Sé que no quiere oírlo, pero alguien tiene que decírselo.

—Mamá, Rupert es un puto perdedor. Lo único que hace es pasar el rato tocando el didyeridú. Hoy me ha despertado al amanecer con Tie Me Kangaroo Down, Sport. ¿Quién coño se cree?, ¿el puto Rolf Harris? Ya lleva viviendo tres meses en esta casa y todavía no se ha aprendido mi nombre.

—Claro que sabe cómo te llamas, no seas idiota.

—Entonces, ¿por qué me llama Sheila?

—Es un término cariñoso que usan los australianos con las mujeres, Alvina.

Nos fulminamos con la mirada.

La oigo antes de verla entrar. Seguro que estaba vigilando. Escuchando. Beth se acerca a nuestra madre y le pasa un brazo por encima del hombro mientras me lanza una mirada de reproche, en plan: «¿Qué has hecho ahora?». Rellena la copa de tinto y bebe un trago.

—Pues a mí me cae muy bien —dice—. Me alegro por ti, mamá. Me parece genial que te cases otra vez.

—Gracias, cariño.

—Llevas mucho tiempo sola. Te mereces otra…

—De acuerdo —interrumpo—, ya estoy harta. O se va Rupert o me voy yo.

Mi hermana me mira boquiabierta.

Mi madre flaquea.

Nadie dice ni una puta palabra.

Se masca la tensión. No le quito ojo a la botella. Joder, me muero por el vino.

Rupert abre la puerta del jardín de golpe y entra tambaleándose en el campo de batalla. Lo sigue una nube espesa de humo, pero él ni se entera ni le importa. Abre el frigorífico y coge una lata de cerveza XXXX Gold.

—¿Todo bien, sheilas?

Se apoya en la pared para no perder el equilibrio, se frota los ojos y se estira. Dice algo con un acento australiano tan cerrado que no me molesto en descifrarlo. Algo sobre violar a un canguro, o no sé qué de una vendedora de seguros.

Es evidente que nuestros gritos lo han despertado de la siesta alcohólica. Me apuesto a que se ha olvidado del fuego y ha vuelto a quemar las gambas.

—Alvina, pídele disculpas a tu padre —exige mi madre—. Lo has despertado.

Le lanzo una mirada asesina y me pongo roja de golpe. Observo a la mala imitación de un humano que acaba de arrastrarse hasta la cocina.

—Vete a la mierda. Que os den por el culo. NO ES MI PADRE.

—Esa boca, Alvina —me recrimina mi madre.

Mi hermana clama al cielo con la mirada.

—Por cierto, ¿dónde está mi padre? ¿Por qué no admites que está muerto?

—Caracoles… —dice Rupert.

Nadie dice nada más. Mi madre suspira y niega con la cabeza. Mi hermana se sirve más vino.

Salgo corriendo de la cocina y me refugio en mi cuarto. Me escuecen los ojos de las lágrimas y la mierda de estribillo de esa puta canción me da vueltas y vueltas y más vueltas en la cabeza.

Cojo mi querida mochila de JanSport. La hija de puta de Beth, la puta cabrona de mi madre. Son tal para cual. Si Rupert es tan fantástico, que se lo queden. Que jueguen a papás y a mamás, pero sin mí. Jamás sustituirá a mi padre. Y me da igual lo que le haya pasado, porque a Estados Unidos no se marchó a vivir. ¿Sabes lo que pienso? Creo que mi madre lo mató. Que, hará unos quince años, montó en cólera. Que se le fue la cabeza. Le atizó en la sesera con una pata de cordero congelada, lo mató y se comió las pruebas: asó el arma homicida con patatas y salsa de menta. Podría ser, ¿quién sabe?

Necesito averiguarlo.

Cojo unas corbatas para usarlas como cinturón, mi vieja chaqueta de camuflaje, los pantalones militares lustrosos y un par de medias sexis de rejilla. Busco mi pulsera favorita de cuentas, la gargantilla y la diadema a juego, una camisa vaquera, unas camisetas de tirantes de malla dorada y un par de pantalones acampanados de pana. Me siento en la cama. Creo que lo tengo todo. He metido todo mi mundo en la mochila. Esta noche me escapo de casa y hago autostop hasta el centro de Londres para dormir al raso en Leicester Square, bajo la lluvia. Y nunca voy a mirar atrás.